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Las cosas se complican siempre demasiado cuando hay un muerto de por medio. Hay que avisar al juez y al forense y a los de Homicidios. Y el juez siempre tarda demasiado en acudir y hay que explicarle con todo detalle lo que ha ocurrido para que todo quede reflejado en las diligencias.

El sol estaba ya alto cuando Flores llegó a su casa. Tenía el rostro terroso y los ojos enrojecidos. Le dolía la boca de fumar. Esa semana había habido demasiados muertos. Y los muertos no son agradables. Nadie se acostumbra a ellos, por mucho que uno los trate. Después de matar a un hombre, aunque éste sea un asesino frío y despiadado, se siente uno vacío.

Flores se detuvo frente a su puerta con la llave en la mano. Se sentía sucio, polvoriento, como si hubiera estado revolcándose en la tierra. Miró el reloj, las niñas aún no se habrían levantado, pero Julia ya estaría preparando los desayunos, la ropa que llevarían al colegio, las carteras y los libros. Sintió una punzada dolorosa en el costado, una necesidad muy grande de estar con ellas, de acariciarlas, de oírlas hablar y reír. Hoy, por lo menos, desayunaría con ellas, quizá las llevaría al colegio. Sí, eso haría. Siempre decían que nunca las acompañaba. Flores sonrió. Sabía que sus hijas querían enseñárselo al resto de sus amiguitas. «Éste es mi papá», dirían. Bueno, ya estaba decidido, las acompañaría al colegio y más tarde se bañaría y luego desayunaría con Julia. Se le ocurrían, varias cosas para hacer con Julia aquella mañana. Ya habría tiempo de dormir y de redactarle el informe a Poveda.

Entró en su casa. El salón estaba a oscuras, con las persianas de la terraza bajadas.

—Julia —llamó en voz baja.

Tiró la cazadora sobre el sofá y encendió la luz. Entonces vio la nota sobre la mesa. Una hoja de papel escrita. Y se acordó de pronto.

Ya no podemos esperarte más. Vamos a perder el avión.

Te llamaré en cuanto llegue a Palma. Un beso. Julia.

Se le había olvidado que aquél era el día.

El altavoz decía: «Último aviso para los viajeros con destino a Palma de Mallorca, vuelo 380». Flores, con la placa en la mano, atravesó a la carrera el control de la Guardia Civil. Un sargento intentó pararlo.

—¡Oiga, un momento! —le gritó.

Flores siguió corriendo, tropezando con la gente, con la boca abierta por el esfuerzo. La sala de espera estaba vacía. Los últimos viajeros desaparecieron por el pasillo que conducía a los aviones. Flores gritó:

—¡Julia!

—¡No puede estar aquí, señor! —dijo una azafata.

Flores se detuvo, jadeante. Hubo un pequeño revuelo entre los pasajeros que entraban en el túnel y apareció su hija Cristina. Llevaba un enorme oso de peluche entre los brazos. Agitó una mano.

—¡Papá, papaíto! —lo llamó.

Él dio un paso en su dirección, pero la azafata consiguió retenerlo. El sargento del control llegó a su lado, resoplando, y lo observó sin decir nada. Detrás de Cristina apareció Julia con una bolsa de viaje. Le lanzó una sola mirad y arrastró a Cristina, que pataleaba intentando deshacerse d su madre.

Flores se quedó inmóvil.

FIN DEL PRIMER VOLUMEN