56

Solana entró despacio en la celda donde se encontraba Asunción desde el día anterior. Ésta tenía los ojos rojos y se retorcía las manos, sentada en el jergón. Detrás de Solana pasó Muriel. Solana miró su reloj.

—No tengo tiempo —dijo—. Me marcho a casa. Los policías somos trabajadores.

Asunción habló con un hilo de voz.

—Sé quién mató a mi marido y al policía —dijo.

Solana procuró que su voz sonara normal:

—¿Ah, sí?

—Sí. —Asintió con la cabeza.

—Tenía amnesia y ha recuperado la memoria, ¿verdad?

Solana se sentó en el camastro sin mirar a la mujer. Parecía que aquello le importara muy poco. Todo el interés que había manifestado unas horas antes se había desvanecido. Asunción levantó la cara, ojerosa, y se dirigió a Muriel:

—Sé quién ha sido.

Muriel bostezó, dio media vuelta y abandonó la celda. El ruido de la puerta al cerrarse estremeció a Asunción. Solana miraba otra vez su reloj.

—¿Quién ha sido, señora?

—¡Por favor! —La voz de Asunción era angustiosa—. ¡Por favor se lo pido! ¡No quiero estar en la cárcel, no, por favor! —Le puso la mano a Solana en el brazo y se lo apretó con fuerza. Añadió—: ¡No me haga eso, por favor, y yo le diré quién mató a mi marido!

—¿Y cómo sé que va a decirnos la verdad?

Asunción lo miró como si no hubiese entendido sus palabras.

—¡Pero es que es verdad, yo sé quién ha matado a mi marido y a su compañero policía!

La pensión olía a fruta descompuesta y a cerrado y la escalera tenía manchas de humedad.

—¡Mierda! —exclamó Carmela al tropezar con una tabla floja’—. ¡Me voy a matar!

—Ve con cuidado —le respondió Loren.

Llamaron a la puerta y abrió un sujeto pálido y barrigudo, vestido con una chaqueta de lana. Se quedó mirándolos sin decir nada. Loren pasó al tiempo que le mostraba su placa policial.

—Brigada Central —dijo.

El vestíbulo de la pensión era de color marrón oscuro. Todo parecía de aquel color: las paredes, los viejos cuadros, los cortinones, los desvencijados sillones de falso terciopelo, la raída alfombra y el viejo aparador situado en uno de los rincones. El sujeto de la chaquetilla de lana abrió la boca y mostró una dentadura amarilla a la que le faltaban los dientes delanteros.

—¿Policía?… Oigan, yo… ¡Yo no he hecho nada!

—No levante la voz. No somos sordos —dijo Loren.

—No va con usted —manifestó Carmela.

El sujeto reculó hasta el aparador y se apoyó allí.

—¡Yo no he hecho nada! ¡Ustedes no tienen derecho a detenerme!

Loren dio unos pasos en su dirección.

—Cállese —le dijo—. Le he dicho que se calle.

El sujeto cerró la boca de golpe. Le temblaban las piernas, y Carmela temió que se desplomase en el suelo de un momento a otro.

—Bien —continuó Loren—. Muy bien. Así me gusta. ¿Es usted el dueño de esta pocilga?

—Sí —murmuró.

—Estupendo —dijo Loren—. Muy bien, continúe así, calla-dito. Hable sólo cuando se le pregunte, ¿de acuerdo?

El de la chaquetilla de lana asintió moviendo la cabeza.

—¿Dónde está Blasco?

—¿Blasco? —preguntó.

—Eso he dicho. —Loren le sonrió—. Me ha oído muy bien. He dicho Blasco.

—El viejo y la jovencita —terció Carmela—. El que venía con la pierna escayolada.

El dueño de la pensión pareció salir de un sueño y algo parecido a una sonrisa se desplegó en su cara. Loren pensó que no podría soportar más la visión de aquellos dientes amarillos en las esquinas de la boca.

—El de la pata mala, sí —dijo—. La catorce. —Señaló un pasillo tapado con cortinas—. Ésta es una casa decente. Yo no sabía que era un chorizo, parecía un caballero. No sé si ustedes me entienden. Si llego a saber que era un chorizo, no lo dejo entrar, por mi madre.

—Seguro —dijo Loren—. Ahora escúcheme con tranquilidad. Va a ir usted a la habitación catorce, va a abrirla y luego se va a quitar de en medio. ¿Lo ha entendido bien o quiere que se lo repita?

—Sí —dijo—, yo abro y…

—Eso es —dijo Loren, y lo empujó pasillo adelante—. Vamos de una vez.

La número catorce era la tercera puerta. Al llegar a ella, el dueño de la pensión se detuvo unos instantes y volvió a mirar a Loren, que le sonrió y volvió a empujarlo. El sujeto extrajo una llave del bolsillo de su pantalón y abrió la puerta. Blasco besaba a Lucí en la cama. Tenía la pierna escayolada por fuera de las sábanas. La chica dio un grito y reculó sobre la almohada.

—¡Eh! —gritó Blasco—. ¡Qué es esto! ¡Qué coño pasa!

Loren apartó al dueño de la pensión y entraron en la habitación. Carmela mostraba su placa policial.

—Somos policías. Brigada Central. No se asusten.

—¡Cómo que policías…! ¡Ustedes…!

Blasco se quedó callado de pronto. Los había reconocido. La chica se había tapado hasta los ojos, encogida en la cama.

—¿Qué es lo que quieren? ¿Qué coño pasa aquí? Si querían hablar conmigo, podían haberme llamado. Además, ya les he dicho sesenta veces que no sé nada…, que no conozco a los que robaron en mi local.

—Han cambiado las cosas —dijo Loren—. Han cambiado bastante.

Blasco miró fijamente a los dos policías. Su rostro estaba rojo de ira.

—Tino Sollers ha mandado asesinar a dos personas. Y una de ellas es compañero nuestro, un policía.

Blasco dejó caer la cabeza sobre los barrotes del cabecero.

—Está muy grave, todavía no ha muerto, pero probablemente muera. Está muy mal —manifestó Carmela.

Loren volvió a hablar:

—Así que vamos a dejarnos de tonterías, Blasco. Ya hemos perdido la paciencia.

Blasco se incorporó en la cama y gritó:

—¡Fuera de aquí los dos! ¡Vamos, fuera!

Loren le pinzó la mejilla con los dedos y se acercó a su cara congestionada.

—No lo has entendido, Blasco. He dicho que hemos perdido la paciencia, que ya no nos importa nada, ¿sabes? Han matado a un compañero y vamos a ir a romperle los cojones a Tino Sollers. Ahora piénsalo un poco antes de responder, porque vas a venirte a la brigada con nosotros. Y por mi madre que lo vas a contar todo, Blasco, aunque me busque la ruina y tenga que dejar el Cuerpo. ¿Lo has entendido, Blasco?

A Cruz le estaba grande el uniforme de chófer, pero eso no le importaba demasiado. De esa forma no se le notaba el revólver Magnum 357 con caño de seis centímetros y cargado con balas blindadas que llevaba en la cintura. Aguardó a que no hubiera nadie en la oficina y bajó en el ascensor hasta el sótano, donde estaba el aparcamiento. El ascensor se detuvo con un suave balanceo. Cruz caminó por el subterráneo en dirección al enorme Mercedes azul situado en el lugar reservado a los directivos.

No era el único favor que le había hecho a Tino Sollers, pero sí sería el más importante, el favor definitivo que haría que cambiara su suerte de una vez. En realidad, desde que se vio obligado a dejar el Cuerpo cinco años atrás, no había tenido una oportunidad como aquélla. Había estado dando tumbos de una agencia de detectives a otra hasta terminar de portero en una sala de fiestas para la juventud. De allí pasó a la agencia de seguridad y estuvo destinado a un furgón de recogida de fondos. Cuando Tino Sollers contrató a la agencia y él fue destinado a la dotación, pensó que sería otro de esos trabajos aburridos. Pero fue lo suficientemente listo como para darse cuenta de lo que estaba cociéndose en aquella empresa de máquinas tragaperras. No le hizo falta demasiado tiempo para descubrir de qué pie cojeaba Tino Sollers. Y, ahora, después de cumplir el trabajito extra, formaría parte de la empresa. Nada menos que socio y jefe de seguridad, más un extra de un millón de pesetas limpio de impuestos. Era un hombre de suerte.

En el aparcamiento subterráneo quedaban pocos coches a esa hora. Apenas cuatro o cinco, de los ejecutivos de otras oficinas del mismo edificio. Pasó perpendicular a la caseta iluminada donde estaba el cuidador del aparcamiento, pero estaba vacía. Solía salir muy a menudo al bar de enfrente. Cruz llegó al Mercedes y abrió la puerta delantera con la llave que le había entregado Tino Sollers. El doble cristal semiopaco que separaba el asiento delantero del trasero estaba descorrido y Cruz lo cerró. Entonces escuchó un tenue ruido detrás, como el roce de unos zapatos en el cemento.

Se volvió al tiempo que se llevaba la mano a la culata de su arma. Sólo alcanzó a ver una figura alta y fornida antes de sentir un impacto en su pierna izquierda, a la altura de la rodilla. Escuchó el crujido del hueso al romperse y luego se sumergió en una oscuridad espesa. Marchena contempló con atención el enorme rompecabezas extendido en la mesa. Estaba incompleto, pero a punto de terminarse. Representaba un paisaje alpino, con bosques y arroyos y unas casitas al fondo y Marchena intentó hacerse una idea del tipo de hombre que podía vivir en una casa sin muebles. Una casa desnuda de todo, excepto de una cama, un armario, esa mesa y dos sillas, sin contar con el teléfono.

El portero, un hombrecillo asustado que tartamudeaba al hablar, había reconocido la foto de Rolando y lo había definido como un vecino educado y silencioso que pagaba religiosamente la mensualidad y no se mezclaba con nadie. El portero se mostró muy extrañado de la falta de muebles, y más aún, de que la policía buscara a uno de sus inquilinos.

Muriel apareció en el salón llevando en las manos un par de calcetines de lana, muy gruesos, que semejaban talegas de pan.

—Dos camisas, tres calzoncillos y estos calcetines —dijo Muriel y los agitó en el aire—. ¿Te has fijado? ¿Qué número de zapatos puede calzar este tío? ¿El cuarenta y ocho?

Flores consultó el reloj cuando vio a Tino Sollers en la puerta del edificio. Eran las diez de la noche y le dolían las articulaciones de permanecer encerrado en el furgón de vigilancia.

—Ahí está —le dijo a Lucas—. Acaba de salir.

Lucas accionó el transmisor.

—¡Atención, Omega Seis, atención! ¡Aquí Madre, aquí Madre! ¡Cambio!

La voz de Loren se escuchó con nitidez.

—¡Omega Seis, Omega Seis! ¡Te escucho, mamá! ¡Cambio!

—¡El pájaro acaba de salir, preparaos y transmitidlo! ¡Cambio!

—Vamos para allá. ¡Corto!

Lucas cerró el transmisor y se sentó al lado de Flores.

Tino Sollers charlaba despreocupadamente con un individuo identificado como el portero del edificio y con dos guardias jurados. Llevaba un maletín en la mano y parecía distendido.

—Hoy sale un poquito tarde, ¿eh, señor Sollers? —le dijo el portero.

—Hay mucho curro, Marcial. Pero me voy a desquitar esta noche. Dime un número.

—¿Un número, señor Sollers?

—Sí, un número. Voy a apostarlo a la ruleta. Si gano, repartimos las ganancias. Sospecho que esta noche voy a tener suerte.

Los dos vigilantes sonrieron. El portero se rascó la barbilla.

—Bueno, vamos a ver… Veintiséis negro.

—Pues veintiséis negro —rió Tino Sollers.

El Mercedes subió por la rampa y avanzó majestuoso hasta la puerta. Tino Sollers se despidió con la mano y descendió las escaleras hasta la calle. El portero se adelantó y le abrió la puerta de atrás.

—Suerte, señor Sollers —le dijo.

A través de la ventanilla del furgón, Flores vio cómo el Mercedes comenzaba a rodar calle arriba, hacia la Castellana. Lucas le dio unos golpecitos en el hombro al chófer y le ordenó que arrancara.

—Seguimos a Loren y Carmela —dijo Flores—. Y avisa a los demás.

Lucas volvió a sentarse frente al transmisor.

Tino Sollers abrió el mueble bar del Mercedes y se preparó una copa. Se recostó en el asiento y sorbió un poco de su vaso. Las cosas estaban saliendo bien, viento en popa. Su mujer estaba ya en casa de su hermana, sana y salva, y el servicio no diría nada, ya había sido aleccionado. De todas formas, por ahí tampoco habría problemas, todo tendría explicación ante un eventual interrogatorio de la policía. Rolando era un empleado de la empresa que se había vuelto loco y había amenazado a su mujer con la estúpida teoría de que le debía dinero, lo que justificaba el que luego intentara asaltarlo, después de presumiblemente matar a Téllez por el mismo motivo.

Tenía buenos abogados que respaldarían sus declaraciones, y si había algunos cabos sueltos en aquella historia, se achacarían a la locura de Rolando. Bebió otro sorbo y se sintió aún mejor. Iba a salir de ese atolladero de la misma forma en que había salido de otros semejantes. Lo único que lo preocupaba era la visita del policía de la Brigada Central y la posibilidad de que Asunción hubiese hablado. Pero ¿hablar de qué?, se preguntó. ¿De que el Japonés modificaba los circuitos de las máquinas tragaperras? Aquello había pasado mucho tiempo atrás, cuando ellos dos eran jóvenes y el Japonés no bebía tanto. Además, ¿quién haría caso a una mujer con antecedentes como perista? No, por ahí no habría problemas. Incluso suponiendo que ella dijera que Rolando trabajaba para él, que era uno de sus empleados. ¿No se había vuelto loco Rolando? ¿No andaba matando gente por ahí? ¿Qué tenía él que ver con Rolando y sus locuras? ¿Quién podría demostrar que él había ordenado a Rolando que fuera a darle un escarmiento al Japonés? Sólo lo sabía Rolando, y Rolando estaría pronto muerto. Cruz había sido policía, conocía su oficio y era rápido y listo. Un buen sujeto.

Se bebió lo que quedaba en el vaso y se sirvió otro más para darse fuerzas. Ahora que estaba en el coche, empezaba a sentirse tranquilo. Llevaba un arma, una Beretta automática con licencia, aunque no la había usado nunca. Antes, cuando estaba bien visto fardar de pistola, había tirado contra los blancos del club de tiro y contra algunos troncos de árboles en la sierra. Pero en esta ocasión iba a enfrentarse con un loco, con un subnormal que tenía el cerebro como un ladrillo.

Tuvo un estremecimiento de miedo, pero lo combatió enseguida. O eso, o enfrentarse a la policía y a la posibilidad de que Rolando saliera con vida y lo contara todo. Y eso no podía ser, no. Había luchado mucho desde sus tiempos del taller de motos, desde antes incluso, para labrarse un porvenir, para ser alguien. Y ahora no iba a echarlo todo por tierra un imbécil como Rolando, que, encima, se liaba a matar policías. A través del cristal ahumado vio la espalda de Cruz. La gorra de chófer le produjo un extraño sentimiento de agradecimiento y satisfacción.

Cruz lo sacaría del aprieto. Estaba seguro.

El aire chocaba directamente contra la visera del casco de Carmela. Llevaba la moto a medio gas, sin perder de vista al Mercedes, que bajaba ahora por la Gran Vía. La circulación era densa pero sin embotellamientos. Como siempre que iba en moto, Carmela se preguntaba qué pensaría la gente al verla. Una chica cualquiera con una hermosa máquina, de la que le faltaban aún tres años de letras por pagar. Y eso, sin contar con el dinero que le había prestado su madre.

Loren iba detrás, agarrado a su cintura. Sentía sus fuertes muslos que le atenazaban las caderas y su cuerpo relajado y dócil a los cambios de marcha. La gente pensaría que era su novio, o quizás el dueño de la moto, que se la había dejado a la chica para que la condujera un poco.

El semáforo se abrió y el Mercedes continuó su camino. Sabía que detrás de ella, Marchena, Muriel y Solana iban en un «K», y que pasado un rato la sustituirían en el seguimiento. Había visto ya dos veces el furgón de vigilancia en el que iban Lucas y Flores, pero en aquel momento estaba fuera del alcance de su vista. Pensó en Pacheco, quien, probablemente, se estaba muriendo, y apretó el acelerador.

El Mercedes giró a la izquierda en la plaza de España y bajó por la cuesta de San Vicente, pasó por la estación del Norte y cruzó el puente de la Reina.

—Va a entrar en la Casa de Campo —dijo Lucas.

—¿Adónde va éste ahora? —se extrañó Flores.

—Va a ser más difícil seguirlo. Casi no hay tráfico.

—Dile a Carmela que los rebase y nos avise de adonde van. Que Marchena se sitúe en la carretera a Prado del Rey, ahí hay un desvío.

Lucas asintió y comenzó a transmitir por radio.

Tino Sollers se adelantó en el asiento y golpeó la mampara del Mercedes.

—¡Eh, oye, eh! ¿Adónde vamos por aquí?

El chófer no se movió. A través de la ventanilla, Tino Sollers vio que el coche torcía a la izquierda y dejaba atrás el lago de la Casa de Campo. Volvió a golpear el cristal.

—¿No me oyes? ¿Adónde vamos?

El Mercedes disminuyó la marcha. Tino Sollers descorrió la mampara y asomó la cabeza. Las luces de las farolas iluminaron el rostro de Rolando.

—¡Rolando! —exclamó, y la última sílaba se le atragantó.

Rolando, sin apenas volverse, giró la mano derecha y le golpeó en la nuez con el canto de la mano. Tino Sollers tuvo una sacudida, gorjeó y cayó despatarrado en el asiento. Rolando volvió la cabeza y le echó una mirada distraída.

En la carretera de Extremadura el tráfico era escaso, pero constante. Las luces de los faros de los automóviles cortaban el aire y el Mercedes semejaba un enorme barco que se deslizaba sin ruido. Rolando condujo hasta el desvío de una gasolinera. Al fondo se veían las difusas luces de una urbanización formada por altos bloques de pisos. Detuvo el coche al llegar a una fábrica de harinas en ruinas, restos de cuando aquello era un pueblo cercano a Madrid y no lo que era ahora: unos suburbios de ciudades dormitorio que parecían deshabitados durante el día.

El furgón policial se detuvo unos metros antes de la fábrica de harinas, al comienzo del camino que llevaba a la urbanización. Flores y Lucas permanecieron con los ojos pegados a las ventanillas. Vieron salir del Mercedes a una figura alta y fuerte con uniforme de chófer. La figura se quitó la gorra, abrió el maletero y sacó un maletín. Caminó en dirección a la gasolinera. Lo hacía de una forma extraña, levantando mucho las piernas y golpeando el suelo con los zapatos como si llevara un pesado lastre.

—Viene hacia aquí —dijo Flores—. Avisa a todo el mundo. Quiero que estén aquí ahora mismo.

Lucas se pegó al transmisor.

—Aquí Madre, aquí Madre, cambio.

La voz de Loren se escuchó con nitidez en el furgón.

—Omega Seis a la escucha, te oigo, mamá.

—Avisa a Omega Tres, el pájaro se ha detenido en el kilómetro doce de la carretera de Extremadura, cerca de la gasolinera. Venid para acá, cambio y corto.

—Oído, mamá, vamos para allá ahora mismo. Corto.

La voz de Flores sonaba ansiosa y excitada.

—Lucas, trae la foto. —Tendió la mano y Lucas le dio la foto policial de Rolando. Flores la miró y dirigió de nuevo la mirada al exterior—. Es él. Es él, Lucas… Rolando.

La figura de Rolando fue haciéndose más grande. Caminaba por la carretera como si se dirigiera hacia el furgón.

—¡Viene hacia aquí! —gritó Lucas.

Flores sacó su arma de reglamento y la montó con un seco chasquido.

Rolando se detuvo al borde de la carretera y miró a izquierda y derecha. A lo lejos, destelló la luz verde de un taxi. Rolando lo detuvo y se subió en él.

Flores salió del furgón. En aquel momento escuchó la moto de Carmela, que se detuvo a su lado.

—¡Es Rolando, va hacia Madrid! —gritó Flores—, ¡en un taxi! —Le dio la matrícula y Carmela asintió, memorizándola—. Tino Sollers sigue en el coche, Lucas ha ido a ver.

Carmela asintió, se bajó la visera del casco y partió como una exhalación. Flores golpeó el suelo con el pie, soltando una interjección. Escuchó el estridente sonido de una sirena policial y vio aparecer el «K» de Marchena. Le hizo señas con la mano.

Con las armas en la mano, el chófer del furgón y Lucas llegaron al Mercedes, que se distinguía recortado contra el muro de la fábrica en ruinas. No se veía nada a través de los cristales. Detrás de ellos, el sordo rumor del tráfico de la carretera hacía de contrapunto al silencio que irradiaba el lugar. Lucas abrió la puerta y apuntó al interior. Le bastó una mirada para comprender que Tino Sollers estaba muerto. Tenía el cuello torcido sobre su hombro derecho. Un fino hilillo de sangre se coagulaba bajo su nariz.

—Ve al furgón y llama al juzgado —le dijo Lucas—. Está muerto, le han roto el cuello.

Rolando iba sentado muy derecho, con el maletín sobre las piernas. No miraba a izquierda ni a derecha. Llevaba la vista fija en la nuca del taxista, que ya se había resignado a hacer el viaje sin hablar. El tipo aquel tan extraño no reaccionaba a sus inocentes comentarios sobre el tiempo y lo bien que estaba ahora el tráfico y lo mal que se ponía en las horas punta.

—¡Nos vamos a matar! —le gritó Loren a Carmela.

Ella se volvió ligeramente.

—¡Agárrate fuerte!

La moto rebasaba peligrosamente a los coches por la izquierda y por la derecha. Loren observaba el interior de los vehículos, intentando distinguir a Rolando. Eso era mucho más efectivo que fijarse en la matrícula, difícil por la falta de luz y la velocidad a la que iban.

El taxista se volvió a su pasajero y lo intentó otra vez:

—¡Hay que ser cabrón y gilipollas! —exclamó—. ¡Fíjese usted cómo van!

La moto pasó a su izquierda y se colocó durante unos instantes a su altura. Rolando apenas si le dirigió una fugaz mirada. El taxista bajó la ventanilla y asomó la cabeza.

—¡Hijos de puta! —exclamó.

Marchena conducía el coche y a su lado Solana atendía la radio. Detrás iban Flores y Muriel.

—¡Perfecto! —gritó Solana al walkie talkie—. ¡No lo perdáis de vista! ¡Corto!

Se volvió y repitió lo que ya habían oído todos.

—Se dirige hacia la M-30.

El taxi subió por la calle Alcalá.

—Pare aquí —dijo Rolando.

Descendió del coche y entró en el Club Las Vegas.

Carmela aparcó la moto unos cincuenta metros más arriba. Loren le dijo:

—La última vez que monto contigo en esta moto. Has estado a punto de matarme.

—Anda ya —contestó Carmela, y observó la calle, que descendía hasta una lejanía de luces—. Hemos llegado demasiado pronto.

La puerta no estaba cerrada con llave. Rolando entró en la habitación. La muchacha estaba con un cliente en la cama, un hombre barrigón y fornido que no se había quitado ni la camisa ni los calcetines. Al oír el ruido, el hombre se incorporó y saltó de la cama.

—¡Eh, oiga, ¿qué coño hace aquí?! ¡Espere a que termine!

Rolando avanzó por la habitación en silencio. Llegó hasta la cama y dijo:

—Fuera.

El hombre se puso los calzoncillos con rapidez. Tenía la cara contraída por la rabia y la vergüenza. Fue a decir algo más, pero se mordió los labios, terminó de vestirse y se marchó. La muchacha sonrió con dulzura y Rolando dejó el maletín sobre la cama deshecha. Se sentó al lado de María, en la cama. Los muelles se hundieron y Rolando cerró los ojos.

—Mis pies —dijo—. Siempre me duelen los pies.

Ella se levantó de la cama, se puso la descolorida bata y se arrodilló frente a él.

—Te daré un masaje —le dijo—. Ya verás como te pondrás bien.

—Sí, me gusta.

Alargó una mano más grande que la cabeza de la muchacha y se la puso en la cara como si fuera una caricia. Ella se la apretó con las suyas y se la besó.

—María. —Ella levantó la cabeza. Sus ojos parecían más grandes aún en su delgada cara—. María —repitió—, ¿te gustaría venirte conmigo?

—Sí —respondió ella.

—¿Ahora mismo?

Asintió con la cabeza.

—¿A cualquier sitio?

—Sí, a cualquier sitio.

Rolando sonrió y mostró unos dientes grandes, de caballo. Era la primera vez que sonreía en mucho tiempo. María comenzó a desatarle los cordones de los zapatos.

Aún era temprano para el negocio en el Club Las Vegas. El Soria limpiaba vasos y escuchaba al sujeto al que Rolando había expulsado del cuarto de María. En la barra, había dos mujeres con él que fumaban, hablando entre sí. Una tercera mujer estaba al otro lado del mostrador. El Soria no decía nada. Conocía perfectamente a Tino Sollers y a Rolando. Se preguntaba qué le había ocurrido a Rolando para no haberle partido una pierna al tipo aquél. Había otro hombre, moreno y delgado, vestido con un traje de pata de elefante, que jugaba en una de las máquinas alquiladas a Tino Sollers. Metía monedas de cinco duros y accionaba las palancas con ese aire distraído y afectado que tienen los jugadores. El local estaba a media luz, iluminado por bombillas protegidas con pantallas rojas, lo que impedía que se notara la suciedad. La música que surgía del aparato de discos automático era estridente y chillona.

Flores entró el primero, con su arma de reglamento en la mano, y después de él entraron todos los demás. Aun sin armas, todos los que estaban aquella noche en el Club Las Vegas habrían adivinado quiénes eran.

—Policía —dijo Flores con la placa en la mano izquierda, dirigiéndose directamente hacia el Soria.

Carmela fue al otro lado y levantó la trampilla del mostrador. Les hizo señas a las mujeres.

—Venga, id saliendo —dijo.

El que jugaba a las máquinas se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y tiró al suelo las dosis de caballo que acababa de comprar a dos mil pesetas la guinda. Loren fue hacia él, lo agarró del cuello y lo empujó contra la máquina.

—¿Te quedan más, listo? Di, ¿te quedan más?

—¡Yo no he hecho nada! —gritó.

Marchena le dio una patada a la máquina ponediscos. A Marchena no le gustaba la música estridente. En realidad no le gustaba la música de ningún tipo. La máquina dejó de chillar.

—Pon las manos donde yo las vea —le dijo Flores al Soria, y éste las colocó sobre el mostrador.

Las mujeres estaban ya en uno de los rincones, inmóviles y calladas, con la experiencia que da haber asistido a muchas redadas policiales. Marchena y Loren revisaban la documentación de los dos sujetos y Muriel permanecía en la puerta con los brazos cruzados. El Soria, en silencio y con las manos abiertas, esperaba a que el policía que tenía delante hablara. Flores le preguntó en voz baja, sin apenas mover la boca:

—¿Dónde está Rolando?

—Rolando no tiene nada que ver con el Club Las Vegas.

Flores sonrió, pero no era una sonrisa amistosa.

—¿Dónde está? —volvió a preguntar.

María contemplaba los fajos de billetes que Rolando sacaba del maletín abierto, y se los apretaba contra el pecho. Rolando estaba en mangas de camisa y descalzo. Las dos fundas sobaqueras con las recortadas se perdían en sus axilas. Le puso la mano a la muchacha en el brazo y ésta tiró los fajos de billetes al maletín.

—Han parado la música —dijo.

Se puso en pie. Ya no quedaba rastro de sonrisa en su boca. Fue hacia la puerta, con los dedos engarfiados, los horribles bultos del empeine y las plantas de los pies tan planas como aletas de bucear. Caminaba bamboleándose, clavándose los huesos del talón en la carne. Al llegar a la puerta, la abrió con cuidado.

María le impidió el paso.

—No, por favor. No bajes. Hay una puerta atrás. Me visto enseguida y nos marchamos.

Abajo se escuchaban las voces de varias personas. Rolando apartó a María y extrajo sus dos recortadas. Avanzó por el corto pasillo como si anduviera sobre cristales. Al llegar al comienzo de la escalera se detuvo y dudó unos instantes. Nunca había caminado descalzo. No podía, nunca había podido. El dolor le subía por las pantorrillas hasta la columna vertebral y el cerebro en oleadas lacerantes. Comenzó a bajar por el centro de la escalera.

Flores se encontraba en el acceso a las escaleras y las habitaciones de arriba, donde las mujeres atendían a los clientes. Escuchó los pasos de Rolando y creyó que alguien bajaba con un armario. Apartó la cortina y dirigió su arma hacia arriba.

—¡Policía! —le gritó—. ¡Tira esas escopetas!

María gritó:

—¡Rolando!

Rolando levantó las recortadas y Flores disparó cuatro veces. La camisa del hombretón se llenó de puntos rojos y sus dedos accionaron los gatillos de las recortadas con un movimiento reflejo. La descarga de los cuatro cartuchos atronaron el local. Sus pies se convirtieron en una masa informe. Cayó sobre la barandilla, elevó la cabeza hacia María, que bajaba los escalones corriendo, y se derrumbó. Rodó escaleras abajo. María fue tras él. Le sostuvo la cabeza llorando.

Tuvieron que retorcerle los dedos para que soltara el cadáver de Rolando.