Aquella mañana Tino Sollers salió temprano del garaje de su chalé. El chófer conducía el Mercedes. De aquel coche le gustaba la manera que tenía de rugir, adelantar y pegarse al pavimento. Aquel día lo necesitaba especialmente, a pesar de que se decía a sí mismo que no había pasado nada. El jardinero estaba en la puerta, barriendo la hojarasca, y lo saludó levantando la mano. Él le devolvió el saludo. El coche aceleró y se perdió calle arriba.
Rolando se incorporó en el asiento del coche de Téllez y contempló por la ventanilla la rapidez con la que tomaba la curva el Mercedes. Luego abrió la portezuela y salió. Se dirigió directamente a la puerta del chalé.
Tino Sollers empujó la puerta del despacho de Téllez. Allí tampoco estaba.
—¿Dónde está? —gritó—. ¿Dónde está este gilipollas?
—No ha venido, señor Sollers —contestó la secretaria.
—Llama a su casa, vamos.
—Ya he llamado, señor Sollers. Tenía que firmar lo de Inglaterra y he llamado a su casa…
Tino Sollers se quedó inmóvil en medio del despacho de Téllez. ¿Qué estaba ocurriendo allí? ¿Qué era eso de que Téllez no había ido a trabajar? Téllez tenía que haberlo llamado la noche anterior.
—… pero no estaba, señor Sollers. No ha ido a dormir…
Se volvió y miró a la secretaria con furia. La secretaria retrocedió unos pasos.
—¿Cómo que no ha ido a dormir a su casa?
—E… eso me ha dicho su esposa, señor Sollers.
Tino Sollers salió del despacho de Téllez y se dirigió hacia el suyo. Empujó la pesada puerta de roble y vio a su secretaria ejecutiva con el rostro lívido. De pie en medio de la habitación había un hombre. Era delgado, moreno, y vestía una cazadora de cuero gastada. El hombre no movió un músculo de la cara. Le mostró una placa policial.
—Inspector Flores —le dijo—, Brigada Central.
—¿Qué significa esto? —gritó Tino Sollers—. ¿Qué hace aquí la policía?
La pregunta iba dirigida tanto a su secretaria como a Flores.
—No…, no he podido hacer nada, señor Sollers. Dijo que…
—¡Llama a seguridad! —bramó—. ¡Y a mi abogado!
—Sí…, sí, señor Sollers.
La secretaria tomó el teléfono y comenzó a llamar. Tino Sollers se acercó a Flores.
—¡Usted no puede entrar aquí sin mi permiso! ¡Esto es allanamiento de morada! ¡Fuera de aquí!
Flores le puso el dedo en el pecho y lo empujó. Tino Sollers sintió que lo taladraban.
—No vuelva a gritarme, no se le ocurra, porque ya me da lo mismo. ¿Se ha enterado? Usted ha mandado matar a uno de mis hombres, Tino, y eso es muy grave. Se han terminado sus métodos para vender tragaperras.
—¿Matar a un policía? ¡No sé de lo que está hablando!
—Voy a acabar con usted aunque sea lo último que haga en la policía. ¿Me ha entendido?
—Pero ¿qué dice? —Tino miró a la secretaria—. ¡Usted está loco!
La puerta se abrió de golpe y entraron en el antedespacho tres hombres. Uno de ellos era gordo y sudoroso, y vestía un traje de buena calidad demasiado ajustado. Los otros dos eran vigilantes jurados. Flores se dirigió a la puerta y el grupo de recién llegados lo rodeó. El abogado le gritó:
—¡Usted no puede entrar aquí avasallando a la gente! ¡Enséñeme la orden de registro!
Tino Sollers se acercó al grupo.
—¡Dice no sé qué historia de la muerte de un policía! ¡Está loco!
—¡Ésa es una acusación muy grave! —volvió a chillar el abogado, con el rostro muy cerca de Flores—. ¡Responderá ante sus superiores!
Flores le apartó la cara con asco.
—Está avisado, Tino.
Flores abrió la puerta y salió. El abogado se dirigió a Tino Sollers:
—No te preocupes, Tino, se le va a caer el pelo. Voy a poner ahora mismo una denuncia en el juzgado.
Tino Sollers permanecía pensativo. Uno de los vigilantes jurados dijo:
—No hemos podido evitar que entrara, señor Sollers.
—Sí, sí, claro —respondió Tino Sollers, aún pensativo.
El otro vigilante jurado movió la cabeza. El abogado continuó:
—Y una denuncia en el Consejo del Poder Judicial. Vamos a meterle un paquete a ese tío que se va a enterar. Ése se cree que puede entrar donde le dé la gana, profiriendo amenazas. Se le va a caer el pelo.
La secretaria se levantó del asiento. Apretaba el teléfono contra el pecho y su voz parecía entrecortada.
—Señor Sollers —dijo en voz baja—, señor Sollers…
Éste se volvió, furioso.
—¿Qué ocurre ahora?
—Des… desde su casa… Es urgente…
La secretaria soltó un corto sollozo.
Las tres criadas permanecían muy juntas, en el sofá de color blanco marfil. Las tres iban uniformadas. Una de ellas era más vieja que las otras dos. La mujer de Tino Sollers, con una bata de seda rosa, sollozaba al teléfono. Rolando permanecía a su lado empuñando una de las recortadas.
—Tino… ¡Oh, Tino!
Rolando le quitó el teléfono y habló con su fría y monocorde voz. Le dijo:
—Escucha bien lo que voy a decirte porque no voy a repetírtelo.
Tino Sollers hizo señas con la mano, despidiendo al abogado y a los dos vigilantes jurados. Con el auricular en el pecho se dirigió a la secretaria:
—No pasa nada. Es uno de los ataques histéricos de mi mujer.
La secretaria se esforzó por sonreír.
—Déjame solo —le ordenó Tino Sollers.
Aguardó a que saliera.
—Rolando —dijo—, no seas loco. Todo esto no va a conducirte a nada. —Hubo una pausa y Tino Sollers escuchó. Después, dijo—: Está bien, Rolando… Está bien, lo que tú digas… Pero no le hagas daño a nadie. Nosotros lo arreglaremos todo… Sí, sí, por supuesto. Rolando, por supuesto. Te daré lo que tú quieras, pero deja tranquila a mi mujer…
Muriel sonreía como si estuviera contemplando algo muy agradable y simpático. Estaba junto a Solana y a la mujer del Japonés en el cuarto de interrogatorios de la brigada, que solía utilizarse también para guardar las mesas inservibles o rotas y las sillas desparejadas. Asunción permanecía sentada muy derecha, retorciéndose las manos y con lágrimas en los ojos. Solana se paseaba por el cuarto gritando:
—¡No me venga con tonterías, Asunción! ¡No intente reírse de mí, porque me pongo nervioso y no respondo! —Se acercó a la mujer y se inclinó sobre ella—. ¿Pretende reírse de mí? ¡Diga, conteste!… ¿Pretende reírse de mí? —La mujer negó con fuerza, agitando la cabeza—. Entonces no vuelva a decirme que no conoce al asesino que envió Tino Sollers. Diga lo que quiera. Lo que se le ocurra, pero eso no vuelva a decirlo.
—Ha matado a su marido, señora —dijo Muriel—. Y probablemente, a un compañero nuestro. No tiene sentido que usted siga protegiendo a ese asesino.
Solana la tomó de la barbilla y la obligó a que lo mirara.
—Nunca he visto a nadie como usted. Han matado a su marido delante de usted. Lo han rematado en el suelo, y usted sigue diciendo que no sabe quién fue, que ni siquiera se acuerda de cómo era. ¿Qué tiene en el pecho, un pedazo de mármol? ¿Es que no tiene usted sentimientos?
—Yo… no, no… —balbuceó Asunción.
—¡No vuelva a decírmelo! —gritó Solana—. ¡No vuelva a decirme que no conoce al asesino!
Asunción rompió a llorar. Lloraba hipando, con ruido, abriendo mucho la boca. Solana se retiró unos pasos y Muriel sacó un paquete de cigarrillos. Llevaba diez años sin fumar. Sacó uno y se lo puso a la mujer en la boca. Ella continuó hipando, pero sin soltar el cigarrillo. Muriel se lo prendió.
—Vamos, cálmese, por favor. No queremos hacerle daño, pero debe comprendernos. Podemos acusarla de encubrimiento, de complicidad en un doble asesinato. En el asesinato de un policía. Además, es usted perista. Podemos llevarla ante el juez.
—¿Sabe lo que voy a hacer? —Asunción tuvo un sobresalto. Solana se acercó, amenazador—. ¡Voy a meterle en su casa medio kilo de heroína! ¿Se entera? ¡Medio kilo!… ¡Y vamos a decirle al juez que es usted traficante y que esos crímenes tenían que ver con un asunto de drogas!
—¡Yo no soy traficante! —gritó Asunción.
—¿Y quién se lo va a creer? —gritó Solana—. ¡Diga, ¿quién se lo va a creer?!
Asunción volvió a negar con la cabeza.
—Yo no soy traficante. Por favor, señor… Yo no soy traficante… ¡Ay, Dios mío!… ¡Yo no soy traficante, no me diga usted eso!
—A nosotros eso nos da igual —dijo Muriel—. ¿Sabe que ahora han subido las condenas por tráfico de drogas? Los jueces están muy sensibilizados con ese asunto. Fíjese, usted tiene antecedentes como perista y a los peristas se les suele pagar con droga. No costará mucho trabajo convencer a cualquier juez. La tenemos pillada, señora. Ahora depende de usted. De si quiere colaborar con nosotros o no.
Solana le dio unos golpecitos en las mejillas.
—Piénselo durante un ratito, ¿eh? Mientras, nosotros vamos a tomamos unos cafelitos.
Alrededor de la trampilla de la cloaca habían colocado unas cuantas vallas amarillas del Ayuntamiento. Lucas se asomó y aguardó a que subiera uno de los hombres, que vestía un mono de obrero azul y un casco. El hombre asomó medio cuerpo fuera.
—No me digas que todavía no… —dijo Lucas.
El hombre lo miró con furia. Era fornido, de gruesos brazos muy peludos y cabello blanco. Pertenecía a la Brigada de Información, tenía bajo su mando a seis expertos.
—¿Qué coño te crees que es esto? ¿Una película americana? Hay más de trescientas conexiones ahí abajo. Cuando esté todo listo, te aviso.
Lucas suspiró.
—No me jodas más —añadió el hombre, y volvió a bajar.
Loren se acercó a Lucas. Los curiosos apenas si lanzaban miradas distraídas a lo que parecía una obra más en el alcantarillado de Madrid. La mayoría de los que pasaban ni siquiera miraba.
—Te llama el gitano —dijo Loren—. ¿Está ya?
—Todavía no —contestó Lucas caminando junto a él.
Llegaron hasta un furgón azul que tenía en la puerta un rótulo de la Telefónica. Lucas abrió la portezuela y se sentó en el asiento del conductor. La radio estaba disimulada en el salpicadero. Tomó el pequeño auricular y se lo colocó a la altura del pecho. Al otro lado de la calle se encontraba el edificio donde Tino Sollers tenía sus oficinas.
—Aquí Madre —dijo Lucas—. Cambio.
Escuchó la rasposa voz de Flores, que se encontraba de pie al lado de la mesa de Carmela, donde estaba el equipo de transmisión.
—Omega Uno. ¿Qué coño pasa? ¿Todavía no habéis conectado? Cambio.
Flores escuchó la voz de Lucas, distorsionada.
—Parece que falta poco, que se complica. Cambio.
—¡Coño, pues mételes prisa! ¡No podemos tirarnos así todo el día! ¡Corto!
Flores cerró la radio y se la entregó a Carmela. La puerta se abrió. Entró Poveda y se dirigió directamente a Flores.
—¿Alguna novedad? —preguntó.
—Parece que todavía no han podido conectar.
—Es un cruce de líneas importantes —manifestó Poveda—. Ahí están todas las oficinas de Madrid. ¿Asustaste un poco a ese cabrón de Sollers?
—Parece que sí. Pero sin conectar la línea no va a servir de nada.
Flores se paseó por la solitaria sala del grupo. Carmela lo observó con el rabillo del ojo mientras fingía que arreglaba unas carpetas, metiendo y sacando papeles.
—Pacheco sigue igual —dijo Poveda—. Lo llaman situación estacionaria.
—Sí —afirmó Flores.
—Bueno —dijo Poveda—. Tenme al corriente.
La maleta era de piel de cerdo, marrón, y tenía dos cierres metálicos. Estaba sobre la gran mesa de caoba del despacho de Tino Sollers, abierta. Dentro, ordenados en fajos, había cinco millones de pesetas en billetes de mil. Tino Sollers se dirigió a un vigilante jurado delgado y alto que permanecía con las piernas ligeramente abiertas y la mirada fija en la maleta. Se llamaba Cruz y había sido policía antes de entrar en la empresa de seguridad que daba servicio a Sollers. También había tenido otras actividades y trabajos de los que no hablaba nunca, ni siquiera a su patrón. Cruz estaba siempre dispuesto a llevarse un dinero extra haciéndole favores a Sollers. Eran siempre favores especiales que Tino sabía apreciar.
—¿Lo has comprendido? —preguntó Tino Sollers.
—Sí.
—Rolando es muy hijo de puta. Muy listo, más listo de lo que creía.
—Conozco a Rolando —respondió Cruz.
Tino Sollers comenzó a pasear por el despacho. Ya no había ruido de máquinas de escribir.
—Ha debido de matar a Téllez, estoy seguro, y ha herido de gravedad al jardinero de mi casa. Le ha partido las dos piernas. Rolando es una bestia y hay que acabar con él.
—No te preocupes. —Cruz esbozó una sonrisa—. Parecerá un atraco. Cuando se acerque al coche, le entregarás el maletín con el dinero y entonces le dispararé.
—Tiene que parecer un atraco —remachó Tino Sollers—. El atraco de un loco que roba primero a Téllez, lo mata, y después viene a por nosotros porque se entera de que llevamos dinero encima.
Cruz asintió y añadió:
—La policía le preguntará por el dinero. No es normal llevar una maleta con cinco kilos, y menos por la noche. Eso es lo único que tenemos que amarrar bien.
Tino Sollers detuvo su paseo y sonrió.
—Eso también está arreglado. Voy al casino a jugar a la ruleta y por eso llevo conmigo a un vigilante armado. —Tino Sollers cerró la maleta y bajó los cierres—. Ahora ponte el uniforme de chófer y haz bien tu trabajo.
Dentro del furgón de vigilancia el calor era asfixiante. Lucas permanecía sentado frente al aparato de escucha con los auriculares puestos. A su lado tenía unas cuantas hojas de papel cubiertas de anotaciones y dibujos. Un magnetófono de tres pistas, conectado al transmisor, daba vueltas sin parar. Flores observaba la calle y el edificio de las oficinas de Tino Sollers desde una pequeña ventanilla de cristal opaco. Pasaban coches al lado de la furgoneta de la Telefónica, aparcada a unos cincuenta metros de la puerta del edificio. Flores consultó su reloj.
—Se va a hacer de noche —dijo—. ¿No ha salido todavía?
—Yo no lo he visto —contestó Loren, que estaba sentado en un banco adosado a la carrocería, frotándose los ojos.
—No, no se ha ido —contestó Lucas—. Hace diez minutos ha hablado con su mujer. Aún está dentro.
Loren se puso en pie.
—Bueno —dijo—, me voy con Carmela. Ya os diremos dónde estamos para que nos tengáis localizados.
Flores asintió. Loren abrió la puerta y salió a la calle. Durante unos instantes sólo se escuchó el tenue chasquido de la cinta dando vueltas en la carcasa. Lucas rompió el silencio:
—Sólo ha habido llamadas normales, de oficina. Clientes pidiendo máquinas, proveedores…, esas cosas. Tino ha llamado cuatro veces a su mujer, que parecía muy alterada, como si hubiera llorado.
Flores se retiró de la ventanilla.
—¿Qué quieres decir?
Lucas se quitó los auriculares y se masajeó la mandíbula.
—Su mujer parecía muy alterada, nerviosa, y él la ha tranquilizado. Le ha dicho que no se preocupara por nada. ¿Quieres oír la cinta?
Lucas rebobinó varias veces hasta que dio con lo que buscaba. La ronca voz de Tino Sollers se escuchó con nitidez.
—… vamos, vamos, tranquilízate, ya ha pasado todo, cariño… Ahora, hazme caso y vete a casa de tu hermana… Sí.
—¡Oh, Tino…, ha sido horrible…, creí que, creí que…!
—Vete ahora mismo y no cuentes nada a nadie. ¿De acuerdo? —Sí.
—Entonces vete. Ya ha pasado todo.
Se escuchó el clic de haber colgado y el ruido de la energía estática en la cinta. Lucas detuvo el magnetófono.
—¿Qué te parece?
—Curioso.
—La mujer ha llamado otra vez media hora después. Le ha dicho que ya estaba allí la ambulancia. Al parecer, el jardinero ha sufrido un accidente, se ha roto las dos piernas.
—O se las han roto.
—Sí, o se las han roto. ¿Adónde quieres ir a parar?
Flores se quedó pensativo.
—¿Te acuerdas de Blasco?
—¿El de los Recreativos Blasco? Claro que me acuerdo. Loren y Solana han estado siguiéndolo estos días sin ningún resultado. Lleva una vida normal. Se pasa la mayor parte del tiempo en su salón de juego. —Durante unos instantes, ninguno dijo nada. Lucas volvió a hablar—: Ese Blasco no se ha entrevistado con Tino Sollers ni con nadie que fuera de su parte. Al menos es lo que dijeron Loren y Solana. Se entiende con su empleada, una tal Luci. Parece ser que antes se veían en el piso de arriba del salón de juegos, pero después del destrozo lo hacen en una pensión de la calle Valverde. Van allí casi todas las noches antes de que la chica vuelva a su casa.
Flores se dio la vuelta y pegó la cara al cristal. La tarde parecía plácida y tranquila. Una tarde hecha para pasear. Lucas volvió a hablar:
—También hemos investigado a la chica. No parece que tenga nada que ver con Tino Sollers.
—Blasco —murmuró Flores.
—¿Qué? —Lucas adelantó la cabeza.
—Llama a Loren. —Flores parecía excitado—. Que venga aquí.
Lucas arrugó la cara.
—Pero…
—¿No te acuerdas? —dijo Flores—. A Blasco también le partieron la pierna.