54

El pasillo del hospital era largo, inmenso, y el ruido de los zapatos de Flores, que corría, sonaron como si alguien lo estuviera abofeteando. A ambos lados del pasillo había puertas y gente que entraba y salía. Flores vio a Carmela. Tenía los ojos rojos y estaba de pie, en un corrillo con Marchena y Loren. Carmela avanzó unos pasos y le salió al encuentro.

—Está muy jodido, Manuel… Muy mal. Está en el quirófano. —Carmela se mordió el labio.

Sentados en bancos corridos, contra la pared, se encontraban los demás: Lucas, Solana, Muriel y otros compañeros de otros grupos de la brigada. Lucas se puso en pie y se acercó. No dijo nada. Nadie decía nada. Sólo se escuchaban los ruidos del hospital: pasos, rumores de conversaciones, chasquidos de objetos al caer al suelo y la megafonía, que reclamaba la presencia de médicos o enfermeras. Carmela comenzó a llorar en silencio. Los ojos se le llenaron de lágrimas y tuvo que volver la cabeza.

—¿Recortadas? —preguntó Flores. Lucas asintió.

—El japonés está muerto —dijo Lucas—. Lo remató en el suelo.

Todo eso ya lo sabía, lo mismo que la mala suerte de que Solana hubiera salido a comprar coñac. De lo que no necesitaban hablar era de lo que significaba recibir encima la descarga de una recortada. Eso todos los policías lo sabían.

Flores había recibido la noticia dentro de su coche «K», rodando hacia Móstoles, donde el Grupo de Estupefacientes había descubierto un piso y un bajo comercial en desuso llenos de pasta de cocaína, prensada y embalada en cajas. Había conducido a ciento cuarenta kilómetros por hora rumbo al hospital. Fue pidiendo más información por la radio. Al principio, le dijeron que Pacheco estaba muerto, después, que había ingresado con vida. Intentó comunicar con su grupo en la Brigada Central, pero no había nadie, se habían marchado todos al hospital. Fue Ventura, desde su despacho, quien le dijo todo lo que había ocurrido en aquel piso del barrio de San Blas.

—¿Han dicho algo los médicos? —preguntó Flores. Carmela negó con la cabeza.

—Hasta que no salga del quirófano no lo sabremos —dijo Lucas—. Tenemos a la mujer del japonés, a la que inexplicablemente no ha matado, pero estaba en medio de un ataque de nervios y ahora la tienen sedada. Cuando despierte, nos dirá cómo era el asesino. Tuvo que verlo. —Lucas adivinó lo que Flores iba a preguntarle y bajó la voz—. Solana no ha visto nada. Llegó con la botella de coñac y se encontró el cuadro. Fue él el que llamó a la ambulancia.

Lucas le puso la mano en el hombro. Por el pasillo avanzaba un grupo de personas. Flores distinguió a Poveda y a dos enfermeras que sujetaban a alguien que apenas si podía caminar. Alrededor de Poveda y las enfermeras iban varías mujeres y hombres. Las dos enfermeras sostenían a Mercedes, la hermana de Pacheco. Tenía el rostro lívido, los ojos inmóviles y vidriosos y la boca abierta en una mueca de horror y asombro aún no asimilados. El grupo pasó de largo y Poveda se quedó. Tenía las comisuras de los labios curvadas hacia la barbilla. Se quedó quieto, derecho, en medio del pasillo, mirando cómo el grupo de personas que acompañaba a Mercedes entraba en una habitación.

—Poveda —dijo Flores. El comisario se volvió en dirección a él y sus ojos centellearon—, ya no hace falta que expedientes a Pacheco. ¿Ves qué fácil? ¿Has visto qué fácil ha sido?

Poveda era más bajo que Flores, pero cuando miraba a alguien, parecía igual de alto que él, no tenía que levantar la mirada. Tenía esa rara cualidad: siempre estaba a la altura de cualquiera. Los dos hombres se miraron, desafiantes, durante unos instantes que parecieron eternos a todos los policías que estaban allí. La tensión era tan palpable que podía cortarse con un cuchillo.

—Ven conmigo —le dijo Poveda, dio media vuelta y se alejó por el pasillo. Flores lo siguió. Poveda se detuvo al lado de un banco vacío—. Siéntate —dijo señalándole el banco. Él se sentó y Flores lo obedeció.

Poveda se echó hacia delante, con las manos apoyadas en las rodillas. Flores se dio cuenta de que estaba temblando y a punto de estallar.

—Está muy mal —dijo Poveda sin mirarlo—. Muy mal. Tiene el cuerpo cubierto de las postas de los cartuchos. Ha perdido mucha sangre. No creo que salga. Dame un cigarro.

—Creía que no fumabas.

—Pues ahora fumo.

Flores le dio un cigarrillo y él tomó otro. Le dio fuego con su encendedor y los dos fumaron.

—Lo siento —dijo Flores—. Me he pasado un poco.

Poveda asintió en silencio.

—Escucha —le dijo—, atiéndeme un momento. Vais a dejar todo lo que tengáis entre manos, todo… Me da igual lo urgente que sea. —Giró la cabeza y miró a Flores—. ¡Cogedme a ese asesino!

Asunción tiritaba de frío a pesar de la manta que la cubría. Estaba sentada en la silla de Flores, en su despacho, y tenía delante un álbum rectangular con fichas de pistoleros. Sobre la mesa había cuatro álbumes más. Flores y Solana estaban con ella.

—No…, no…, no puedo más, por favor —balbuceó Asunción.

—Mire un poco más, señora —le dijo Flores—. Haga un esfuerzo. ¿Es alguno de ésos?

Asunción negó con la cabeza, pasó la hoja.

—Fíjese ahora en éstos.

Ella volvió a negar con la cabeza y comenzó a llorar de nuevo.

—No puedo…, no puedo.

Carmela entró en el despacho con una taza de té caliente que dejó sobre la mesa. La mujer continuó llorando.

—Ande, tómese esto caliente. Le sentará bien.

Carmela le tendió la taza. Asunción la cogió, pero apenas si la pudo sostener. Acercó los labios al borde y sorbió. Parte del té se cayó al platillo. Solana miró a través de la cristalera.

—Ha llegado el fisonomista del gabinete —dijo.

Asunción tiró el té sobre la mesa, dio un grito y empezó a llorar más fuerte.

—Llévatela —le dijo Flores a Carmela—. Vamos a esperar a que se tranquilice.

Carmela la tomó del codo y se levantó. Asunción seguía llorando.

Téllez redujo la marcha al llegar al lago de la Casa de Campo y torció por la carretera señalizada en dirección a los estudios de Televisión Española en Prado del Rey. Rodaban muy pocos coches a esas horas. La mayoría eran de ejecutivos que vivían en las inmediaciones de Pozuelo y Somosaguas, y que ganaban tiempo atajando por la Casa de Campo. Algunos coches estaban aparcados en el borde del camino.

A Téllez no le gustaba aquello, pero Rolando había sido muy explícito. Quedarían en un quiosco de bebidas cerrado que se encontraba a unos cien metros de la segunda bifurcación. Téllez maldijo en voz baja y redujo aún más la marcha. No quería pasarse el desvío.

El merendero era una sombra oscura y Rolando, sentado en uno de los bancos de piedra, parecía una estatua integrada en el paisaje. A lo lejos, Madrid lanzaba destellos que iluminaban el calvero donde se encontraba el quiosco. Rolando permanecía quieto mirando la carretera a través de los pinos con los pies sólidamente asentados en el suelo. El coche se detuvo al borde del camino. Sus faros parpadearon unos instantes y luego se apagaron. La portezuela se abrió y salió Téllez.

—¡Rolando! —susurró—. ¡Rolando, ¿estás ahí?!

Rolando no contestó. Téllez caminó hacia el quiosco de bebidas y volvió a llamado. Dirigió su cabeza hacia los bancos de piedra, pero pareció no ver a Rolando. Entonces, éste se puso en pie.

—¿Eres tú? —volvió a preguntar—. ¡No veo nada!

Siguió avanzando hasta que lo tuvo a menos de cinco metros.

—¡Vaya! —exclamó—. ¡Qué oscuro está esto! ¡Qué lugar! —Rolando continuó en silencio. Téllez añadió—; Hace frío.

—¿Traes el dinero? —preguntó Rolando.

Téllez sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno.

—Verás, Rolando —expulsó el humo—. Verás, has organizado una chapuza de cuidado. Un berenjenal. Quién te ha dicho que mataras a un poli, ¿eh? Mira que matar a un poli, Rolando. —Téllez negó con la cabeza e intentó sonreír, pero no le salió del todo—. Ni siquiera te dijimos que te cargaras al Japonés, Rolando, sólo que le dieras un toque, y tú vas y encima te cargas a un poli. Bueno, si te hubieras cargado sólo al Japonés… —Téllez se encogió de hombros—, pero a un poli… Rolando…, a un poli.

—El policía me hubiese detenido —contestó Rolando—. Tuve que matarlo.

—Ya, ya. ¿Y la mujer, Rolando? ¿Y la mujer? ¡Mira que dejarla con vida!

—Yo no les hago nada a las mujeres. Ya lo sabéis.

—Sí, sí, lo sabemos. Lo sabemos, Rolando. Claro que lo sabemos. Pero Asunción te ha visto y se lo contará a la policía y entonces estaremos perdidos, Rolando. ¿No te das cuenta?

—La mujer no dirá nada.

Téllez lo miró igual que se mira a un niño pequeño al que se trata de explicar algo complicado.

—Mira, la cosa era muy fácil, tenías que haberle dado una paliza al Japonés para que no volviera a molestar y santas pascuas, pero tú te has liado y, para colmo, dejas con vida a la mujer del japonés, que te conoce y nos conoce, y eso es muy grave, Rolando. Eso perjudica el negocio. A la policía no le gusta nada que maten a los suyos, ¿sabes? Eso les jode mucho. Van a buscarte hasta debajo de las piedras, Rolando. No van a parar hasta encontrarte.

Téllez metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta, extrajo un sobre alargado y se lo tendió a Rolando. Éste lo abrió y contempló un billete de avión. Lo blandió en el aire.

—¿Qué es esto, Téllez?

—Tienes que irte, Rolando… Ahuecar el ala. El avión sale esta madrugada. Dentro de… —consultó su reloj—, dentro de cuatro horas. Cuando haya pasado un tiempo prudencial, todo volverá a ser como antes y podrás regresar.

Rolando tiró el billete y el sobre al suelo.

—¿Dónde está el dinero?

—Oye, no seas tonto y coge esto. Tienes que irte rápidamente de aquí.

—¿Dónde está el dinero?

—Mira, creo que no te lo has ganado esta vez, Rolando. No has hecho lo que te dijimos que hicieras.

Rolando le soltó una patada en la pierna. Se escuchó un crujido y Téllez se desplomó con un grito.

—¡Me has roto la pierna! —exclamó—. ¡Me has roto la pierna!

Rolando le puso la recortada en la sien y Téllez abrió los ojos como platos.

—¡Eh, Rolando, Rolando! ¿Qué haces? ¡Yo no tengo nada que ver con lo de tu dinero, Rolando!

—¿No?

—Es cosa de Tino, Rolando. Es cosa de Tino, yo sólo soy el mensajero.

—Pues llévale este mensaje.

Apretó los dos gatillos.

Las habitaciones de la Unidad de Cuidados Intensivos parecen nichos. Nadie puede pasar a ellas. A los enfermos se los ve a través de una cristalera que se cierra con una cortinilla.

Pacheco estaba en una camilla con un gotero de suero aplicado a una vena de su brazo derecho. Otro tubo, introducido en la tráquea, le hacía respirar y mover el corazón. Tenía la cara cubierta por vendas, excepto los ojos, los orificios de la nariz y la boca. En el lado derecho, un escáner medía automáticamente sus constantes vitales.

Flores le ofreció un cigarrillo a Loren, Éste lo rechazó y Flores volvió a guardarlo en el paquete. Estaban sentados en uno de los bancos del pasillo.

—La cafetería está abierta toda la noche —dijo Loren.

—¿Qué? —Flores pareció salir de un sueño.

—Nada… ¿Crees que Pacheco…?

Flores se removió, inquieto.

—Hay que esperar —respondió.

Loren empujó la puerta de la cafetería del hospital y lo envolvió una bocanada de aire caliente. La camarera del mostrador se acercó a él, lánguida y con cara de sueño.

—¿Quiere algo? —le preguntó.

—Café —contestó Loren.

Alguien le dio unos golpecitos en el hombro y él se volvió. Carmela le sonreía.

—¿Qué tal? —le dijo.

—No podía dormir.

—Yo tampoco —dijo ella—. Pero vente con nosotros. No te quedes en el mostrador.

En una mesa del fondo distinguió a Flores, Lucas, Marchena, Solana y Muriel, y algo parecido al calor le bajó por la garganta. Si a él lo mataran en cualquier sitio, siempre tendría a alguien esperando, preocupándose. El calor se convirtió en un nudo a la altura de la corbata. Aquélla era su familia, su gente. Y no tendría nunca otra familia que no fuera aquélla. Intentó tragar.

—Bueno, sí —dijo a Carmela—. Me llevo el café. ¿Se sabe algo?