53

—La tía es perista —dijo Carmela—. Tiene montado en su casa un negocio de compraventa del copón de la vela. Los de la comisaría dicen que la tienen controlada y que les da información sobre todo lo que ocurre en el barrio.

—¿Drogas? —preguntó Flores.

—Han dicho que no. Que la tía está chapada a la antigua, se dedica más bien a los casetes, las teles, vídeos…, lo que sacan de los desparrames de los pisos. Luego los revende por ahí y si se entera de algo, pues lo canta en comisaría. Está al loro de todos los atracos que ocurren en los alrededores. Parece ser que tampoco está relacionada con Tino Sollers, eso es cosa de su marido, el Japonés.

—¿Qué te ha dicho el comisario?

—Nada, carta blanca. Podemos entrarle a la mujer como queramos, sin problema. Ha sido muy amable, el comisario, está encantado de colaborar con la Brigada Central.

—Seguro que no te ha dicho eso —intervino Solana—. No jodas, Carmela, que te conozco.

—Bueno, poco más o menos.

—Y del Japonés, ¿qué has averiguado?

—En la comisaría lo conocen bien, y también a Tino Sollers. Eran socios en un tallercito de reparación de motos en el barrio. Parece ser que eran muy conocidos como blanqueadores de motos. Si se robaba una moto en Madrid, seguro que aparecía en el tallercito de esos dos pájaros. Eso fue hace mucho tiempo, veinte o veinticinco años, pero nunca pudieron echarles el guante. Me han dicho que cuando empezó el rollo ése de las máquinas tragaperras, el Japonés y Tino Sollers comenzaron a arreglar máquinas estropeadas, o sea…

—O sea, a trucarlas —interrumpió Solana—, les cambiaban los circuitos y daban los premios que les daba la gana.

—Algo así —añadió Carmela—. Y el tallercito empezó a ir bien, los dos socios se forraban. Y entonces Tino Sollers despidió al Japonés, dándole puerta, y fundó Producciones Sollers. Se hizo importante y rico y dejó el barrio. Los de la comisaría le perdieron la pista. Pero hay algo curioso con el Japonés, Manuel. Desde hace siete años, en cuanto sale de la cárcel, va a ver a Tino Sollers a gritarle que es un estafador y un cabrón y que le ha robado. Lo busca en restaurantes, va a verlo a su casa y hasta ha entrado en sus oficinas. Parece ser que le puso una denuncia en el juzgado, que no prosperó. Eran socios, pero sin firmar nada; además, Tino Sollers no tiene antecedentes y el Japonés se pasa la vida entrando y saliendo de la cárcel por agresiones, escándalo público…, bueno, la intemerata. Y de esa forma, ¿quién va a creer lo que dice?

—Tenemos que intentarlo. Si conseguimos que declare que Tino Sollers hacía chanchullos con las motos y las tragaperras, el juez nos permitirá intervenir sus teléfonos, y más tarde revisar sus libros de contabilidad. Eso es todo lo que necesitamos.

—He estado en el Registro Mercantil y he hablado con los de Delitos Monetarios. Tino Sollers ha diversificado enormemente sus inversiones. Ahora mismo, sobre el papel, el negocio de las tragaperras no es casi nada, es como un hobby. Está metido en negocios inmobiliarios, hoteleros…, la leche en bote.

—Lógico.

—¿Le entramos al Japonés? —preguntó Solana.

—No hay más remedio —contestó Flores.

—Pues sí que estamos bien.

—Es lo único que tenemos.

—¿Te traigo un cafelito, jefe? —le preguntó Carmela—. Tienes cara de no haber pegado ojo en toda la noche.

Sobre la mesa de Lucas había una caja de zapatos llena de borrachuelos y torrijas. Pacheco los señalaba con el dedo.

—¿A que están cojonudos, Lucas? Mi hermana los hace como Dios.

—Mira, Pacheco, ¿cómo quieres que te lo diga? A mí no me gustan los dulces.

—¿Y le vas a hacer un feo a mi hermana? Los ha preparado especialmente para ti. Mira, son cojonudos para desayunar. ¿Por qué no los pruebas? Venga, hombre, prueba uno. Uno solo. Ya verás cómo te gustan, lo dices porque no los has probado.

Lucas suspiró, cogió un borrachuelo con los dedos y lo observó, dándole vueltas.

—Es superior a mis fuerzas —dijo.

Flores se asomó a la puerta de su despacho y le hizo señas a Pacheco.

—Tienes servicio, Pacheco —le dijo.

Rolando se colocó la chaqueta y se observó en el espejo de su cuarto de baño. Estuvo mirándose un buen rato, sin hacer ningún ruido. Sólo se miraba fijamente, casi sin pestañear. Luego apagó la luz, atravesó el pasillo y el salón vacío y se encaminó a la puerta. La abrió y se volvió, contemplando el enorme rompecabezas sin terminar que estaba sobre la mesa, apenas iluminado por las rendijas de sol que penetraban entre las persianas bajadas.

Salió y cerró la puerta.

El cuarto de baño del Japonés parecía el muestrario de una tienda de electrodomésticos. Había pilas de televisores de todas las marcas conocidas y de todos los tamaños, junto a aparatos de vídeo, cámaras fotográficas, magnetófonos y una multitud de objetos diversos colocados de cualquier forma: paraguas, gafas de sol, cuadros, narcos, cajas y bolsas, con ropa de todas clases. No había espacie para la bañera, que también estaba llena de cosas.

Solana le había cogido del cuello al Japonés y le hundía la cabeza en el lavabo, que tenía los grifos abiertos. El Japonés se debatía, bufando y moviendo los brazos. El agua salpicaba en todas direcciones.

—¡A ver si te espabilas de una puta vez y podemos hablar sin que digas tantas tonterías, japonés! ¡Me tienes harto!

—¡Cabrón! —exclamó el Japonés.

Solana lo mantuvo bajo los grifos de agua fría hasta que dejó de agitarse. Después, le sacó la cabeza del agua. El Japonés miró a Solana. Dijo:

—¿Jefe, nos tomamos un coñacito?

Solana volvió a meterle la cabeza bajo los chorros de agua.

Los muebles no cabían en el minúsculo comedor. Y eran muebles buenos, de maderas caras, barnizadas, llenos de apliques, pesados. En la pared no había prácticamente un lugar sin un cuadro enmarcado en dorado brillante, cuadros que, en su mayor parte, representaban a caballos a la carrera. Los había trotando en solitarias playas, por bosques frondosos y en medio de terroríficas tormentas. En el fondo del comedor, un balcón daba a una diminuta terraza acristalada, y uno de los frentes de la pared estaba ocupado de parte a parte por un sólido mueble con unos cuantos libros, una enciclopedia de veinte volúmenes, fotografías enmarcadas, recuerdos de viajes, muñequitas vestidas con trajes regionales y un enorme televisor.

Asunción estaba sentada en un sofá de cuero auténtico, vestida con una bata morada que le llegaba a los pies. Al lado del sofá había una mesa con restos de comida, dos botellas de vino y una botella de coñac caro, volcada. Pacheco permanecía ligeramente inclinado hacia delante, sentado en una silla tapizada. El sofá estaba lleno de pañitos por todas partes. Asunción se retorcía las manos y a cada momento se echaba el pelo hacia atrás. Estaba diciendo:

—… yo me he portado siempre muy bien con ustedes. Pregunte, si quiere, al inspector Toreno, o a don Marcial. A mí me conocen mucho en comisaría. Nada más tiene que preguntar por doña Asunción y verá usted las referencias que le dan.

Pacheco contestó sin apenas mover los labios, con la vista perdida en algún lugar por encima de la cabeza de la mujer.

—Ya le he dicho cuarenta veces que nosotros no somos de la comisaría. Nosotros somos de la Brigada Central.

—Y eso ¿qué es, oiga usted?

—Otra cosa, señora. Otra cosa.

—Pero serán ustedes lo mismo, digo yo. ¿No?

Pacheco se removió en la silla.

—No es lo mismo.

—Yo he ayudado mucho a la policía, ¿sabe usted? —Volvió a retorcerse las manos—. Una siempre ha hecho lo que le han dicho en la comisaría. La mitad de los sinvergüenzas drogadictos que hay en la cárcel los he metido yo. —Se adelantó en el sofá y señaló su pecho con el dedo—. Yo, yo sólita, señor inspector. Porque si no llega a ser por servidora, en comisaría…, bueno, en comisaría no sé qué habrían podido hacer… Yo, mire usted, yo no me meto con nadie. Yo me busco la vida sin hacerle daño a nadie. Soy una mujer sola, ¿sabe usted? Porque ese pedorro, ese inútil…

Asunción señaló hacia la puerta que comunicaba con el cuarto de baño. Se escuchaban las abluciones del Japonés y las voces de Solana. Pacheco removió los pies y continuó con la mirada perdida.

—Servidora está a su disposición para lo que ustedes quieran. Si quiere usted, le cuento ahora mismo una cosa de la que me he enterado. Le digo quién es el sinvergüenza que atraca las tiendas de ultramarinos, porque servidora…

—Escuche, señora —Pacheco habló con la boca apretada y la mujer se replegó en sí misma como un caracol—, deje de darme la lata, se lo digo por última vez. Esto no va con usted, usted no nos interesa. Queremos a su marido, así que cállese o no respondo. ¿Lo ha entendido o tengo que repetírselo?

—Sí —contestó con voz débil.

Rolando iba de pie, agarrado a la barra del vagón de metro. No viajaba mucha gente a aquellas horas del día, pero los que entraban en cada estación lanzaban una mirada distraída al inmenso y silencioso sujeto y se situaban lejos de él.

Rolando iba a trabajar. No le habían dicho nada acerca de que fuera deprisa, sólo que se acercara y le diera un escarmiento al Japonés. Él hacía lo que le mandaban, cumplía su cometido. Si le hubieran dicho otra cosa, como por ejemplo, que le rompiera las dos piernas, habría ido de otra forma y con otra disposición. Rolando hacía lo que le ordenaban y nada más.

Tino Sollers había sido muy explícito.

—Éste, éste, cuando se emborracha, se pone como loco. No entiende… ¡Eh, Japonés!… ¡Japonés!

La mujer lo sacudió del hombro. El Japonés estaba sentado, muy derecho, en una de las sillas tapizadas. Tenía el cabello, el cuello de la camisa y el pecho mojados. Solana estaba de pie, detrás, y Pacheco permanecía sentado en otra silla a su lado. El Japonés sonrió estúpidamente y su mujer continuó:

—Díselo todo a estos señores, Japonés. No seas imbécil… ¿Me estás escuchando?… ¡Qué hombre, madre mía!

Asunción miró a Pacheco y a Solana con una expresión en los ojos que quería decir: «¿Ven ustedes lo que yo les decía?». Solana dijo:

—Vamos a ver si nos aclaramos, Japonés. Lo único que queremos es que nos firmes una declaración voluntaria contándonos los trapícheos de Sollers. Y, nosotros, con esa declaración, convenceremos al juez de que nos firme una orden de registro para echar una visual a los libros de contabilidad de tu amiguete, ¿lo entiendes, Japonés? ¿Lo entiendes o tengo que llevarte otra vez bajo el agua?

El Japonés volvió a sonreír.

—Toni Sollers es un hijo de la grandísima puta —dijo—. Y me lo ha robado todo.

—¿Ven ustedes? —volvió a hablar la mujer—. ¿Lo ven? Toni Sollers lo echó de la empresa y este imbécil, como no había firmado nada, pues ahí lo ven. Se cree que con ir a decirle cuatro frescas es suficiente. Ya, ya…

El Japonés intentó levantarse de la silla. Pacheco lo empujó y volvió a sentarse.

—¡Yo no soy un chota! —gritó—. ¡No, señor! ¡Tino es un cabrón, pero yo no soy un chota, yo no me chivo a la policía!

—Pues va a ser una pena —dijo Pacheco—. Una verdadera pena.

El Japonés dijo:

—¡Yo era el que le arreglaba las máquinas! —Se golpeó el pecho con el dedo. Añadió—: ¡Era yo! ¡Yo! ¡Él no tenía ni puta idea! ¡Yo puedo hacer lo que quiera con una maquinita! ¿No se lo creen?… ¿Eh?… ¿No se lo creen?

El Japonés miró a izquierda y derecha, buscando que lo creyeran. Pacheco asintió.

—Sí, nos lo creemos —dijo Pacheco—. Pero créete tú también que si no nos firmas la declaración, vas a estar jodido, Japonés. Muy jodido.

—¡Fírmales a estos señores! —gritó Asunción—. ¡No seas imbécil! Qué le debes tú a Tino, ¿eh? ¿Qué le debes? ¿No te ha dado una patada cuando le has dejado de servir? ¿Qué le debes?… ¡Qué hombre tan imbécil, madre mía, qué castigo más grande tengo!

—Vamos a meterte otra vez en el trullo, Japonés —dijo Pacheco—. Así de sencillo. No vas a poder ir otra vez a la oficina de Tino Sollers a darle la tabarra. Vas a pudrirte en el trullo. Y esta vez nada de un par de meses, Japonés. Esta vez vas a ir con un marrón de veinte años. Esta vez vas a ir con una ruina.

Solana le sonrió.

—Vamos a denunciaros a los dos por peristas. —Solana señaló al Japonés y a su mujer—. Y vais a tiraros más años en el trullo que el Conde de Montecristo.

Asunción se levantó del sofá.

—¿Eh? ¿Cómo dice? ¡Yo sí quiero colaborar! ¡A mí no me meta usted en líos con este pamplinas, este imbécil! ¡Yo no tengo nada que ver!

Pacheco la cogió del brazo y tiró de ella. La mujer cayó pesadamente en el sofá con el rostro desencajado. Agarró de la manga a su marido y lo sacudió.

—¡Di algo, imbécil, di algo! ¡No te quedes callado! ¡Vamos, di algo!

—Tengo que beber —contestó el Japonés—. Necesito una copita.

Solana levantó la botella de coñac vacía y la miró al trasluz.

—¿No tiene más? —preguntó.

—No, señor. El muy borracho se la ha bebido enterita, mire usted. Enterita.

—Una copita —siguió el Japonés—. Quiero una copita de coñac.

—¿Y vas a firmar la declaración? —le preguntó Pacheco—. ¿Vas a firmarla?

—Sí —contestó el Japonés—. Lo que ustedes quieran. Pero denme una copita.

Pacheco se puso en pie.

—Yo te traeré una botella de coñac.

—Tú quédate aquí. Yo iré a por ella —le dijo Solana, encaminándose hacia la puerta—. Volveré enseguida.

Pacheco se sentó.

—Tendrás tu botellita de coñac —dijo.

Mercedes se había puesto su mejor vestido, la habían peinado en una peluquería y se había puesto zapatos de tacón alto. Lucas manejaba unos papeles mientras hablaba con ella.

—Pues Pacheco está en un servicio. Pero si quiere, yo puedo dejarle recado. No hacía falta que viniese usted hasta aquí, con que hubiera llamado por teléfono…

—Es que tenía que venir al centro —mintió ella, y observó a Lucas, la curva de su barbilla, sus dientes blancos y parejos y la línea de sus ojos.

Lucas carraspeó, ¿por qué no sonaba en aquel momento el teléfono, por qué no salía Flores del despacho y lo llamaba? Y para colmo, Loren había intercambiado una mirada maliciosa con Carmela. Él lo había visto. Además, la mayor parte de las torrijas y los borrachuelos los había tirado a la papelera junto con la caja. Había repartido algunos entre Loren, Carmela y Solana, pero eran demasiados. De manera que cuando Pacheco salió a aquel servicio, él había cogido la caja y la había tirado a la papelera. La chica aquélla, la hermana de Pacheco, no tenía más que asomar un poco más la cabeza para ver la caja aplastada en el fondo de la papelera.

—¿Le han gustado los dulces? —preguntó ella.

Lucas tuvo un sobresalto.

—¡Eh!… ¿Los dulces? Sí… —Sonrió—. Bueno, yo no soy muy aficionado a los dulces, pero estaban muy buenos.

—¿Qué dices? —Loren se acercó—. Pero, Lucas, no seas tímido. —Se volvió hacia ella, que sonreía. Añadió—: Le han encantado… Nos ha dado uno a cada uno y se ha comido cuatro él solo. —Golpeó a Lucas en el hombro—. Goloso.

—Bueno —dijo ella—. Gracias, me tengo que marchar… Voy a ver si compro algo. —Sonrió de nuevo—. Me quedaré a comer por aquí. ¿A qué hora volverá mi hermano?

—Nunca se sabe cuándo terminamos un servicio, ni cuándo lo empezamos —dijo Lucas, y observó a Loren, que le hacía señas detrás de Mercedes—. Ni siquiera sabemos si podremos comer.

—Bueno —repitió ella, y le tendió la mano. Lucas se puso de pie y adelantó el cuerpo para tapar la papelera. Le estrechó la mano—. Gracias por todo. Sí quiere, ya le traeré otro día algunos más…

—Muchas gracias —dijo Lucas—. Pero no se moleste, por favor.

—No es molestia, me gusta mucho hacerlos. Además a Pepe no le gustan y yo no me los puedo comer todos… Engordan.

—Comeremos en la cafetería de enfrente —dijo Loren—, se llama Géminis. Venga sobre las dos y media. Buscaremos una mesa grande. —Loren lanzó una de sus mejores sonrisas.

—Claro —manifestó Lucas—. Cuando comemos, lo hacemos allí, en la cafetería Géminis. No es demasiado buena, pero está cerca.

—Entonces hasta las dos y media —dijo ella.

—Sí, hasta las dos y media —le contestó Loren—. Chao.

El Japonés canturreaba algo por lo bajo y Pacheco continuaba sentado en la silla.

—Si me permite, señor inspector, tengo unos cortes de traje que le van a encantar… Tamburini auténtico, pura lana —dijo la mujer—. A usted le sentaría muy bien.

—¡Cállese de una vez o no respondo! —gritó Pacheco—. ¡No vuelva a hablar hasta que yo se lo diga!

Sonó el timbre y Pacheco se levantó, aún acalorado. Apartó la silla y caminó hacia la puerta atravesando el salón. El vestíbulo tenía un gran espejo de marco dorado, un perchero de algún extraño estilo que Pacheco desconocía, una alfombra que parecía extranjera y la estatua de un negro que sostenía una luz. Pacheco abrió la puerta y se quedó rígido unos segundos.

Al otro lado aguardaba Rolando.

—¿Pero…?

Pacheco no llegó a terminar la frase. Apartó la gabardina y la chaqueta y dirigió la mano derecha hacia la cadera, donde tenía su Astra PK/38 de reglamento. Rolando fue más rápido y Pacheco no llegó a ver su mano, que empuñaba una de sus recortadas. Sólo escuchó la doble detonación. Salió disparado hacia atrás con la cara y el pecho cubiertos de puntitos rojos, chocó contra el perchero y se vino abajo. Rolando extrajo su otra recortada de la funda de la sobaquera, entró en el vestíbulo, cerró la puerta y lanzó una mirada distraída al cuerpo de Pacheco.

En el salón, el Japonés se puso en pie y lanzó un grito.

—¡Rolando! —chilló—. ¡Rolando, no!

Asunción se mordió las dos manos y abrió la boca para gritar, pero de su garganta surgió un alarido animal. El Japonés retrocedió hasta el balcón, moviendo las manos como si espantara moscas. Rolando dio unos cuantos pasos y levantó la otra recortada. La doble detonación atronó el cuarto y lo dejó lleno de humo y de olor a pólvora. El Japonés abrió los brazos, rompió los cristales del balcón y cayó al otro lado. Rolando caminó hacia él mientras abría la escopeta y volvía a cargarla. El Japonés agitaba las piernas y murmuraba algo ininteligible. Sangraba por todos lados y la sangre se mezclaba con los restos de cristales rotos. Intentó arrastrarse por el balcón. Rolando le aplicó los dos cañones a la nuca y apretó los gatillos. La cabeza del Japonés rebotó contra el suelo y se abrió con un chasquido. La masa encefálica, el hueso y los cabellos se expandieron por el balcón. Rolando se dio la vuelta, abrió la escopeta, sacó los dos cartuchos usados, se los metió en el bolsillo y volvió a cargarla. Caminó hacia el sofá. Asunción se agarró la cara con las dos manos y continuó gritando con los ojos desorbitados. Rolando la observó durante unos instantes. Asunción comenzó a mover la cabeza a izquierda y derecha, mientras los gritos animales surgían de lo más profundo de su ser. Rolando se guardó las dos recortadas en sus fundas sobaqueras. Luego comenzó a desandar el camino, rumbo a la puerta. Daba aquellos extraños pasos tambaleantes, pisando fuerte, afianzando los pies antes de seguir. Como si caminara por arenas movedizas o por un pantano.

Le bastó una leve mirada al cuerpo de Pacheco para saber que aquél también estaba listo.