52

Las comisarías cambian durante la noche. Parece como si el delito tuviera sus horas, sus momentos, como si siguiera cauces precisos y concretos. A todas horas se cometen delitos e infracciones, pero cualquier policía del mundo sabe que hay horas especiales durante las cuales se intensifican determinados crímenes. Las primeras horas de la mañana son las de los grandes atracos. La hora de los bancos y de los camiones blindados. El atraco a farmacias es habitual en las últimas horas de la mañana o de la tarde, mientras que la siria callejera se produce alrededor del mediodía o entre las nueve y las once de la noche. Cualquier policía sabe también que a partir de las cuatro de la madrugada los delitos cesan hasta el día siguiente. Entre esas horas es difícil que haya denuncias, y si las hay, se debe a algún imprevisto, a una excepción que confirma la regla.

Las horas de trabajo duro en la comisaría de Centro comenzaban a las diez de la noche y terminaban alrededor de las cuatro de la madrugada. Eso no quiere decir que antes y después de esas horas se vivan alegres vacaciones, todo lo contrario, pero el ritmo baja. Hay que decir que la comisaría de Centro, la de la calle de la Luna, como familiarmente se la conoce, no es una comisaría normal. El distrito asignado a esa comisaría es uno de los más duros de Madrid, donde se comete casi el sesenta por ciento de todos los delitos registrados en la capital de España. En el distrito de Centro hay zonas enteras dedicadas a la prostitución femenina y masculina, al tráfico de drogas y a la venta de objetos robados. También tiene una de las mayores densidades del mundo en bares y locales nocturnos. Por alguna extraña razón gregaria, los pequeños delincuentes —sitieros, topistas, desparramadores, choros y camellos— van siempre a los mismos lugares, que son tan fijos como el sitio donde está la comisaría. La comisaría ocupa un edificio de tres plantas en la calle de la Luna, una calle estrecha que no deja espacio para que aparquen los coches privados de los inspectores, ni los «K», y mucho menos, los furgones y los «Z», que tienen que colocarse en las aceras, impidiendo el paso. Antes, el denunciante y el presunto delincuente —que a lo mejor hasta había sido el responsable del delito que se iba a denunciar— se encontraban en la misma sala de la inspección de guardia, pero hace un tiempo se construyó una sala contigua para que no ocurriera esto. De este modo, se hicieron dos entradas y todo el mundo ganó con el cambio.

Flores pasó a la comisaría por la puerta de siempre. Eran las doce menos cuarto de la noche y la sala de detenidos estaba llena de prostitutas, mendigos, ladronzuelos y pequeños traficantes de al menos tres razas diferentes. La sala tuvo un aspecto moderno y funcional cuando fue construida, pero ahora los sillones de plástico estaban rotos y pintarrajeados, la pared, desconchada y sucia, y alguien había vomitado en un rincón.

Un policía viejo permanecía de pie al lado de la puerta que conducía al Grupo de Incidencias, donde se elaboraba la ficha y tenía lugar la primera entrevista con el detenido y su abogado. Todo el mundo hablaba o gritaba a la vez, y todo aquello, más el olor a sudor, a miedo, a suciedad y vómito, hacía insoportable la estancia allí.

Flores no terminaba de acostumbrarse a que su inequívoco aspecto de gitano le jugara malas pasadas cada vez que iba a una dependencia policial donde no lo conocían. De manera que sacó su placa antes de que cualquier policía lo empujara y le dijera con malos modos que no se podía deambular por allí como Pedro por su casa. El guardia viejo miró la placa y asintió. Flores le preguntó:

—¿Policía Judicial?

—Puede ir por ahí, inspector. —El guardia señaló la escalera—. Pero seguro que se pierde. Es mejor que salga y vuelva a entrar por la otra puerta.

Le dio las gracias y salió a la calle. Entró por la otra puerta junto a un robusto policía que llevaba del brazo a un travestí no menos robusto que el guardia.

—¡Con niños no, gilipollas, que te lo tengo dicho! —le iba diciendo el policía—. ¡Que vas a buscarte la ruina!

El travesti hizo un dengue con la cabeza.

—¿Un niño? ¡Ay, si era como tarzán, señor guardia!

El fresco de la noche le dio a Flores en la cara.

En la sala del Grupo de la Policía Judicial había tres hombres. Dos de ellos estaban sentados tras sus mesas mirando distraídamente el telediario en una televisión situada sobre un archivador. La televisión debía de ser el botín de algún atraco a una tienda de electrodomésticos. El tercero se llamaba Venancio y era el jefe del Grupo de Noche. Era un sujeto larguirucho, de nariz aguileña y nuez prominente. Estaba en la puerta, apoyado en la pared. Pacheco se encontraba sentado de espaldas al televisor, con la cabeza baja y los brazos cruzados sobre el pecho.

—Vaya, vaya —le dijo Venancio a Flores, y torció la cabeza en dirección a sus compañeros—. El que faltaba para el duro, el gitano, el jefe de los señoritos… Aquí llega. Hemos oído hablar mucho de ti. Nada menos que un gitano en la Brigada Central.

Pacheco levantó la cabeza. Tenía los ojos enrojecidos y el rostro crispado. Se puso en pie. Flores sacó un paquete de cigarrillos, le ofreció uno a Pacheco y le dio fuego.

—Sácame de aquí —dijo Pacheco con voz queda.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Flores.

Asintió moviendo la cabeza, pero Flores se dio cuenta de que aún le duraba la borrachera. Apestaba a alcohol y era incapaz de fijar la mirada.

—Te llevaré a casa —le dijo Flores—. Vámonos.

La voz de Venancio era ligeramente rasposa.

—Miradlos bien. Ahí están los policías de élite, lo mejor de lo mejor. El Grupo Especial en pleno.

Flores y Pacheco llegaron hasta la puerta. Venancio los detuvo con un gesto de las manos.

—¿Ya te lo llevas, gitano? Es una pena, porque nos estábamos divirtiendo mucho con él. Nos ha contado lo que ha hecho en ese bar. Ha sido cojonudo.

Flores hizo intención de traspasar la puerta, pero Venancio lo detuvo otra vez, sujetándolo con fuerza.

—No vayas tan deprisa. Os acabamos de hacer un pequeño favor, ¿sabes? No hemos cursado la denuncia. Tienes que darnos las gracias.

Flores lo miró. Su mano le estaba apretando el brazo. Venancio añadió, con una sonrisa:

—¿No te han enseñado educación?

Flores le dio un empujón.

—¡Apártate!

Venancio estaba mal colocado y trastabilló, tropezó con la silla y cayó de costado sobre una mesa, llevándose en su caída papeles y carpetas. Se levantó de un salto, rojo de ira.

—¡Gitano, hijo de puta! —gritó.

Los compañeros se abalanzaron sobre él y lo contuvieron. Venancio gritaba intentando desasirse de los dos hombres.

—¡No te vayas ahora, cabrón, que voy a romperte la cara! ¡Quédate si tienes huevos!

—¡Cálmate, Venancio, coño! —dijo uno de los hombres. Se dirigió a Flores—: ¡Vete ya de una vez, venga!

—¡Soltadme, cabrones, que voy a pisarle la cabeza a ese gitano cabrón! ¡Soltadme!

Flores empujó la puerta y salió seguido de Pacheco. Caminaron por un pasillo, escuchando aún las voces de Venancio. Pacheco caminaba con la boca apretada, despacio, procurando no desviarse de su camino.

Pacheco se sentó en las escaleras de su casa y apoyó la cabeza en la pared. Había una luz tenue que desprendía una bombilla colgada del techo y se escuchaban los sonidos amortiguados de las televisiones encendidas. Flores se sentó a su lado y volvió a ofrecerle tabaco. Los dos fumaron. Pacheco le dijo:

—No sé qué me ha ocurrido, te lo juro, Manuel… No lo sé… Era, era como si lo hiciera otra persona, no era yo, Manuel. No era yo.

—Bebiste mucho, demasiado. Y te portaste como un verdadero imbécil.

Pacheco asintió, moviendo la cabeza. El cigarrillo se consumía entre sus dedos.

—Sólo soy un poli, Manuel. No sé hacer otra cosa. No puedo tirarme un año en mi casa. Y no quiero ser guarda jurado, ni vigilante, ni detective privado. Quiero ser policía… Soy un poli.

—Pues con lo que estás haciendo, no lo pareces.

Pacheco se puso en pie trabajosamente. Dijo:

—Gracias por todo, Manuel, pero vete ya a tu casa. Es muy tarde. Yo puedo subir solo.

—Ya sé que puedes subir solo, pero te acompaño.

Pacheco comenzó a subir los escalones y, entonces, Flores se dio cuenta de la dimensión de la borrachera que soportaba. Apoyaba un pie en un escalón, se agarraba a la barandilla, tomaba fuerzas y levantaba el otro pie. Flores lo tomó del hombro y Pacheco se detuvo.

—Soy un payaso, eso es lo que soy…, un gilipollas. Sólo os tengo a vosotros, a mis compañeros… No tengo mujer ni amigos, no tengo nada, sólo a vosotros. No dejes que me echen, Manuel… No los dejes.

—Vamos —le dijo Flores—. Venga para arriba. Y no te pongas coñazo.

Pacheco sonrió.

—Cabronazo de mierda. Qué bien estuviste con ese Venancio. Se llevó su merecido ese cabrón.

Pacheco se aferró con fuerza a la barandilla.

—Déjame aquí, no me acompañes más. Sé ir a mi casa. Te lo digo en serio.

Flores lo tomó del codo con fuerza y lo empujó escaleras arriba.

—¡Vamos de una vez!

Pacheco se revolvió y empujó a su vez a Flores. Éste siguió agarrándolo del brazo.

—¡Déjame, déjame de una puta vez! ¡Vete ya a tu casa!

—¡Escúchame, escúchame, Pacheco! Voy a llevarte a tu casa porque me da la gana. Te guste o no te guste, ¿te enteras? ¡Y si vuelves a empujarme, te sacudo, por mi madre!

—Estoy bien —dijo Pacheco en un susurro—. Ya me encuentro bien. Te lo juro.

—Venga, no seas idiota. Vas a escandalizar a los vecinos.

Flores soltó a su amigo y éste comenzó de nuevo el trabajoso esfuerzo de ir subiendo escalón a escalón. Resoplaba como un animal herido y se le notaba la voluntad de mantenerse en equilibrio.

Mercedes estaba sentada en el sofá viendo la televisión cuando escuchó el timbre de la puerta. Se quedó rígida. Su hermano Pepe tenía llave, de modo que sería un extraño el que llamase a esas horas de la noche. Se levantó con un leve malestar reflejado en el rostro y fue a abrir. Enseguida se dio cuenta de que su hermano había bebido. Conocía demasiado bien los síntomas. Su padre había sido un borracho empedernido y molesto, un borracho gritón y grosero que les había hecho la vida imposible. Pero nunca había visto a su hermano así. Se apartó para que pasaran.

—Hola, hermanita. He traído a un amigo.

—Buenas noches —dijo Flores—. Disculpa las horas, pero…

—¡Oh, por favor, no es ninguna molestia! Nunca me acuesto antes de que termine la televisión.

Pacheco caminó por el pasillo excesivamente derecho, dando grandes zancadas. Flores y Mercedes lo siguieron. Mercedes dijo:

—¡Mira que te lo tengo dicho! ¡Qué no bebas, Pepe, que no bebas, que no estás acostumbrado y te sienta mal! Pero él, ya ve usted, no me hace ni caso.

—No ha bebido mucho —contestó Flores—. Es que le ha sentado mal. Mañana estará como nuevo.

Le sonrió y la hermana de Pacheco le devolvió la sonrisa mientras pasaban al salón. Pacheco se volvió y agitó la mano. Le salió una mueca rígida en la cara.

—Voy a acostarme.

—Buenas noches —contestó Flores.

Mercedes dio un paso en su dirección, pero se contuvo y apretó las manos contra su regazo.

—¿Quieres que te caliente la cena, Pepe?

Pacheco negó con la cabeza y entró en su cuarto.

—Siempre le digo que traiga a sus amigos a casa, pero él no me hace caso, y cuando los trae, no me avisa. Está todo por medio… Tengo que tener una paciencia con él…

Flores permanecía en pie, cerca del sofá de escay barato. En la televisión, se veía la película de la madrugada.

—¿No quiere sentarse? —añadió Mercedes—. Le traeré algo.

—No, muchas gracias. —Miró el reloj—. Tengo que volver a casa.

—Es como un niño, ¿sabe usted? Si no fuera por una, no sé lo que sería de él. ¿Quiere un cafelito? Se lo preparo en un momento.

—Tengo que irme.

Flores empezó a moverse en dirección al pasillo.

—Tengo unas torrijas muy ricas, me salen muy bien. Deje usted que le envuelva unas cuantas.

—No te molestes, de verdad.

—¡Huy, si no es molestia! Le he preparado a su amigo Lucas un paquetito con borrachuelos y torrijas, deje usted que le prepare otro.

Flores se detuvo frente a la puerta y se volvió.

—A Lucas le encantan las torrijas.

—¿Sí?

—Dáselas todas a él.

Flores le tendió la mano y Mercedes se la estrechó.

—Buenas noches —le dijo.

Julia se retorcía de la risa sentada en el sofá mientras Isabel bailaba en el centro del salón, aferrada a un vaso mediado de whisky. Del aparato de sonido surgía Sapore di mare, cantado por Nico Fidenco. Sobre la mesita, la botella de whisky estaba a punto de acabarse.

—¿Te acuerdas, te acuerdas? —preguntó Julia, y la risa le sacudió todo el cuerpo.

Su hermana dejó de bailar y asintió, riéndose también.

—Fue con coñac. Una botella entera —dijo—. ¿Cómo no voy a acordarme? Se la robamos a mamá de la alacena y nos la bebimos debajo de la mesa.

Era como si la risa de Isabel surgiera de algún lugar fuera del cuerpo y le entrara a raudales. La de Julia parecía explotarle dentro y salirle a borbotones. Echaba la cabeza hacia atrás y los ojos se le llenaban de lágrimas.

—Tú dabas un chupito y yo otro y nos bebimos la botella entera.

—Ya no puedo más —dijo Isabel—. Me voy a romper.

Isabel se sentó en el sofá, al lado de su hermana, y bebió un trago de su vaso. Julia dijo:

—Mamá nos pegó con la zapatilla. ¿Te acuerdas?

Isabel asintió. Se había puesto seria de pronto y se secaba los ojos con las manos.

—Y nos mandó a la cama sin cenar. Me tiré toda la noche llorando. Pero no era por el dolor de los zapatillazos, fue porque pensaba que mamá ya no volvería a quererme, que se había enfadado conmigo para siempre. Estuve toda la noche pensando en las cosas buenas que haría el resto de mi vida para que mamá me quisiese como antes.

—Esas cosas no se olvidan —dijo Julia—. Yo tampoco pude dormirme, la habitación me daba vueltas.

Volvió a reírse, pero Isabel no la secundó. Parecía muy atenta escuchando el disco. Julia suspiró.

—Creo que estoy un poco borracha —dijo.

—Yo también —contestó Isabel levantando el vaso en un brindis—. Por tu nueva vida, por Palma de Mallorca.

Julia levantó el suyo.

—Por Palma de Mallorca.

Bebió un largo trago y dejó el vaso sobre la mesa. Luego se retrepó en el sofá y estuvo unos instantes en silencio, escuchando el disco. Sapore di mare se había acabado y ahora sonaba Senza fine, cantado por Mina. Eran discos antiguos, de aquéllos que tenía de cuando era estudiante y se compró el primer tocadiscos y comenzó la colección de discos. Hacía mucho tiempo que no los ponía. A su marido no le gustaba la música. Había veces que la escuchaban juntos, pero ella adivinaba que se ponía a pensar en otra cosa. Cuando compraba un disco nuevo y se lo enseñaba, éste fingía que se alegraba y hasta accedía a escucharlo juntos, pero era más un acto de cortesía hacia ella que una necesidad. Parecía que Flores no necesitaba ninguna música para vivir.

Se escuchó la llave en la puerta y Flores entró en el salón. Se asombró un poco de verlas juntas. Isabel se levantó del sofá.

—Vaya —saludó Flores—. Un guateque. ¿Me invitáis?

—Claro que sí —contestó Julia.

Flores se acercó y besó a Isabel en las mejillas. Apenas si fue un toque fugaz. Isabel dijo:

—Yo tengo que marcharme, Julia. Es muy tarde y mañana tengo que madrugar.

—¡Vamos, Isabel, quédate un poco más!

—No, lo siento. —Isabel empezó a caminar hacia la puerta y Julia hizo intención de seguirla—. No me acompañes, por favor. Hasta mañana —se despidió—. Buenas noches.

—Buenas noches —dijo Flores.

—Hasta mañana —contestó Julia.

Flores se sentó en el sofá al lado de su mujer y vació el vaso de Isabel en el cubilete del hielo. Se echó whisky en el mismo vaso y bebió un trago.

—¿Qué estabais celebrando? —preguntó Flores.

La sonrisa de Julia fue triste.

—Déjame que lo adivine —continuó Flores—. Estabais celebrando que me dejas. —Flores levantó su vaso. Añadió—: No está mal. Si quieres, yo también brindo por qué me dejas.

—No te dejo, Manuel. No digas eso, lo hemos discutido mucho.

—¿Qué no? Entonces ¿qué pasa? ¿No te vas a Palma? ¿Qué significa eso, entonces?

—Será sólo un año, Manuel. Me voy a trabajar. No te dejo, por favor. ¿Por qué no lo entiendes?

—Lo entiendo, yo lo entiendo todo. Te vas un año a otro sitio, pero no me dejas. Ha sido ella, ¿verdad?

—No empieces otra vez, por favor.

—Tu hermanita no me aguanta. No soporta que vivas con un gitano que encima es un vulgar poli. Ella te lo ha metido en la cabeza.

—Qué equivocado estás, Manuel.

—Lo de Palma de Mallorca es idea suya.

—Es idea mía, Manuel. Necesito trabajar, respirar… Ser yo misma. Un año pasa muy deprisa, Manuel. Y servirá para que los dos pensemos.

—¿Pensemos el qué? —Flores agarró la cara de Julia con las dos manos y la acercó a la suya—. ¿Qué es lo que tenemos que pensar? Te quiero, Julia, te quiero… Eres lo que más quiero en este mundo.

A Julia se le ensancharon las aletas de la nariz y empezó a respirar entrecortadamente. Flores la agarró de la cabeza y tiró levemente de su pelo. Ella soltó un apagado gemido de placer y levantó la mirada. Comenzó a besarla en el cuello, en la cara y en la boca, mordiéndole los labios. Ella gimió y se retorció en el sofá, devolviéndole los besos, apretándolo contra su cuerpo. Flores le abrió la bata y el camisón y bajó su boca hacia sus pechos, hacia la tenue fragancia que tan bien conocía. Comenzó a besárselos con furia, a mojárselos con la lengua y a morderle los grandes pezones marrones, turgentes y erectos. Ella cerró los ojos y puso las manos en la cabeza de su marido, conduciéndolo cada vez más abajo, hacia la cintura y el liso estómago.

Se escuchó una voz:

—Papá…, papaíto…

Flores se incorporó y Julia se cerró la bata. En la puerta del salón estaba su hija Cristina, frotándose los ojos.

—No puedo dormir, papá… Dame el besito de buenas noches, anda…, papaíto, anda.