El bar se llamaba Palma Negra y estaba situado en la calle de la Palma, cerca de San Dimas. Era un local pequeño, oscuro y frecuentado por jóvenes y adolescentes vestidos con ropas muy ajustadas, grandes zapatones y botas. Solían llevar adornos metálicos en las cazadoras, pendientes en las orejas, uñas excesivamente largas y el pelo cortado a ráfagas, en cresta y tintado de una variada gama de colores que iba desde el verde al morado.
A aquellas horas de la noche el bar estaba lleno. Los chicos y las chicas bebían cerveza directamente de las botellas y hablaban, reían y gritaban a la vez, compitiendo con la estridente música que surgía de los ocho altavoces repartidos por la sala. La camarera puso delante de Pacheco una botella de cerveza que abrió con un solo gesto. La llamaban Kiki y tenía unos cuantos años más que la mayor parte de sus clientes, pero se vestía y actuaba como si fuera su propia hermana pequeña. Llevó la botella de cerveza hasta el final del mostrador y se la puso a Pacheco frente a un vaso de ginebra con hielo.
—¡Gracias, guapa! —le gritó Pacheco, y vertió la cerveza en el vaso de ginebra.
La camarera se retiró al otro extremo de la barra. Aquel sujeto tan extraño llevaba ya cinco botellas de cerveza mezcladas con otros tantos vasos de ginebra. Al principio le había seguido la corriente cuando se dirigía a ella hablándole del tipo de tonterías que suele decirse a las camareras y que ellas conocen tan bien.
Pero, poco a poco, Pacheco había comenzado a decir incoherencias, y entonces ella se había situado lejos de aquel sujeto. Pacheco seguía hablando, pero ella no estaba segura de si aquellas palabras iban dirigidas a su persona o eran farfulleos de borracho.
—Tú eres muy guapa, sí, señor. Una chavala guapa. Tú y yo podríamos ser amigos, sí, señor, y éste no es trabajo para ti. No, no, señor, se ve que no te gusta. ¡Guapa, guapetona!
La camarera lo miró y Pacheco levantó su vaso y bebió. La chica se alejó unos metros más. Pacheco soltó una carcajada.
—Eh, ¿qué tal? —se dirigió a un grupo de chicos y chicas que estaban a su lado—. Qué, de cachondeo, ¿no? —continuó—. Como os habéis tirado todo el día currando, pues os divertís un ratito por la noche, ¿verdad, hijos? Qué pinta de mamones tenéis todos, eh, porque vosotros no habéis currado en vuestra puta vida, ya se os nota… ¡Tú! ¿Qué tal, cómo te llamas?
El muchacho lo miró unos instantes y continuó la charla con sus amigos.
—¿Por qué os ponéis el pelo así? ¡No me jodáis! ¡No hace falta ponerse el pelo así para nada! Parecéis indios, tíos, pero que cada uno vaya como quiera, ¿no? Ésa es mi política… Aunque yo lo que creo es que vosotros no tenéis problemas, me parece a mí, nunca habéis tenido problemas… Yo, a vuestra edad…, a vuestra edad, me partía el lomo llevando recados por toda Barcelona, no podía ni ir al cine, ni a tomar una cerveza siquiera, no me jodáis, qué sabréis vosotros lo que es la vida.
Pacheco agarró al muchacho que tenía al lado y le hizo volverse.
—¿Podemos hablar? —le preguntó Pacheco. Era un muchacho con la cabeza rapada, excepto por una cresta verde que le llegaba a la nuca—. Me gustaría hablar contigo.
El muchacho lo miró con asco.
—Oye, tío, deja de dar la barrila, ¿vale?
Se deshizo del brazo de Pacheco con un gesto brusco y continuó la charla con su grupo. Pacheco lo miró con furia unos instantes, luego se volvió hacia el mostrador y lo golpeó con la mano abierta, llamando la atención de la camarera.
—¡Eh, eh, guapa! —gritó—. ¡Tráeme una cerveza y que estos amigos míos tomen lo que quieran!
La camarera se acercó con otra botella y se la puso al lado.
—Perdone usted, señor, pero me parece que está usted molestando.
—Papaíto, ¿vas a venir a Palma de Mallorca a vernos?
Flores dejó el tenedor en el plato y miró unos instantes a su hija Cristina.
—Claro que iré a veros —respondió.
—Palma de Mallorca es muy bonita, papaíto —continuó Cristina—. En mi colegio hay una niña que veranea en Palma de Mallorca y dice que tiene unas playas muy bonitas. Pero yo quiero que vengas tú.
Julia dijo:
—Papá no puede, cariño. Ya sabes que tiene que estar en Madrid.
—Tía Isabel dice que lo pasaremos muy bien —dijo Pili—, que en Palma de Mallorca siempre hace buen tiempo. ¿Es verdad, papá?
—Sí, lo pasaréis muy bien —contestó Flores.
—Yo ya he hecho la maleta, pero me faltan algunas cosas. Cristina todavía no ha hecho nada —dijo Pili.
—Chivata, más que chivata —contestó Cristina.
—Eso no se dice, Cristina —regañó Julia—, por favor, termina la cena de una vez.
—Pues si papá no tiene ganas, yo tampoco.
—Papá sí tiene ganas, cariño.
—No tiene ganas. Mira cómo se lo deja todo.
Flores continuó comiendo.
—Sí que tengo ganas, ¿ves?
Cristina le sonrió a su padre y empezó a comer otra vez. Flores le pasó la mano por el pelo y le deshizo el peinado.
—Tienes que comértelo todo, Cristina —le dijo Flores.
El coche «Z» hizo sonar la sirena al subir por la calle San Bernardo. Dentro, el cabo tomó la radio.
—Aquí J-24 a Centro, J-24 a Centro… Recibimos llamada del 091 de un bar de la calle Palma. Vamos para allá, Centro… ¿Oído? Corto.
El coche avanzó a gran velocidad, sorteando el escaso tráfico. La sirena hizo que los camellos aguzaran el oído, calculando la situación del coche, y que las prostitutas callejeras miraran a izquierda y derecha y se mordieran los labios.
Pacheco tenía el rostro pálido de ira y blandía su pistola, apuntando al chico que tenía al lado. Sus amigos se habían apartado a uno de los rincones y miraban expectantes la escena. Un silencio espeso invadía el local, la música había cesado.
Pacheco movió la pistola arriba y abajo y gritó:
—¡Eres un perro, ponte a ladrar ahora mismo! ¡Vamos, ponte a ladrar!
El chico de la cresta comenzó a temblar de arriba abajo. Retrocedió un paso.
—No…, no…, no —balbuceó.
—¡Venga, a ladrar, perro! ¡Ponte a ladrar!
El chico emitió un suave ladrido mientras se apoyaba en el mostrador con las dos manos. Las piernas apenas si lo sostenían.
—¡No te oigo! —volvió a gritar Pacheco—. ¡Más fuerte!
El muchacho se desplomó. Las lágrimas le caían a raudales mejillas abajo. Lloraba abiertamente, sin disimulo, aterrorizado. Pacheco le puso el arma en la cabeza.
—¡No te oigo ladrar! —dijo.
La puerta se abrió. El cabo del «Z» se asomó blandiendo su arma reglamentaria y apuntó a Pacheco en posición de tiro policial. Detrás de él, apuntando también con su pistola, se encontraba el conductor del «Z».
—¡Tira la pistola!… ¡Tira la pistola o disparo! —gritó el cabo.
Los parroquianos retrocedieron hasta el fondo del local.
Hubo un revuelo de sillas tiradas, de voces apagadas. Alguien gritó. El cabo avanzó unos pasos dentro del local.
—¡Tírala o disparo!
Pacheco sonrió:
—¡Era una broma! —dijo.
—¡He dicho que la tires! —El cabo lo apuntó con cuidado.
Pacheco dejó su arma sobre el mostrador y levantó los brazos. El conductor del «Z» dio unas zancadas y se guardó la pistola de Pacheco. Lo cogió del brazo, le dio la vuelta, cara al mostrador, y le hizo apoyar las manos en él. Lo cacheó de arriba abajo.
—¡Borracho de mierda, hijo de puta! —le dijo.
El cabo levantó al chaval, que apenas se podía tener en pie. Seguía gimiendo entrecortadamente con la cara bañada en lágrimas.
—Tranquilo —le dijo el cabo—. Ya ha pasado todo.
El cabo se volvió a Pacheco.
—¡Imbécil, podías haber matado a alguien!
El conductor estaba mirando la cartera de Pacheco, donde tenía la placa policial. La miró dos veces. Luego observó la cara de Pacheco. La camarera hablaba con el cabo.
—Llévenselo de una vez, por favor. Está borracho, llévenselo, Dios mío, llévenselo. Creo que está loco.
—Cabo —el conductor le mostró la cartera—, mira esto.
El cabo le echó una mirada fugaz a la cartera y su rostro se descompuso.
—Brigada Central —dijo en voz baja al conductor.
El chico le dio una patada a Pacheco en la corva. Empezó a ponerse histérico. El cabo lo sujetó.
—¡Déjeme que lo mato, déjeme, cabrón!
—¡Quieto!
El cabo lo empujó hacia el otro lado de la barra. El conductor tomó a Pacheco del cuello. Pacheco parecía insensible, como de corcho. Continuaba con las manos en el mostrador y las piernas abiertas. Los dos policías lo empujaron hacia la puerta.
—¡Andando!
Pacheco trastabilló al salir.
—Gracias por venir —le dijo Julia a su hermana Isabel.
La mujer hizo un gesto quitándole importancia.
—No importa, por Dios. ¿Ya ha vuelto a dejarte sola?
—Le han llamado por teléfono y se ha tenido que ir. Por lo menos hoy ha cenado con las niñas, porque hay días que ni eso. Me hubiera gustado que hoy…
Julia no terminó la frase. Estaban en el dormitorio de las niñas. Isabel se acercó a la cama de Pili, remetió las sábanas y alisó el embozo. La niña dormía con el cabello extendido en la almohada. Su rostro era apacible y feliz.
—Son preciosas —dijo Isabel. Julia se acercó a su hermana y ambas contemplaron a las niñas—. Estaréis bien en Palma, Julia. No te preocupes. —Julia sonrió tristemente y asintió—. No te echarás atrás, ¿verdad? Ahora, no, ¿eh? —Isabel la tomó del hombro.
—No —contestó Julia con voz queda.
—Estaréis muy bien, Julia. Ya lo verás.
—Sí.
—No es fácil conseguir un instituto como ése, Julia. Es un centro piloto.
—Lo sé.
—Llevas mucho tiempo dándole vueltas, Julia. Es lo mejor para ti y para las niñas. —Isabel bajó la voz—. ¿Sigue liado con esa compañera suya, con esa policía?
—Es mucho más serio de lo que pensaba. Ha hecho que me llamara el antiguo novio de esa chica para desdecirse. Figúrate.
—¿Cómo se llama? —insistió Isabel—. ¿Cómo dijiste que se llamaba?
—Carmela. —La voz de Julia era un susurro.
—Eso, Carmela. O sea, que sigue liado con ella…
Julia se encogió de hombros.
—No lo sé. Y eso es lo peor, pero ya no me importa, me da igual. Ya me da igual todo. Ahora podrá estar con ella todo el tiempo que quiera.
—Vamos, Julia. Por favor.
—Estoy bien —dijo ella—. No te preocupes.
Isabel volvió a contemplar a las dos niñas.
—Pili se parece cada día más a ti —dijo—. Está guapísima.
—Y Cristina a él, ¿verdad? —Julia sonrió y volvió a bajar la voz hasta convertirla en un susurro—. Parece una gitanilla.
Isabel asintió en silencio.
—Igual que él —contestó.
—Bueno, acabaremos por despertarlas. Vámonos al saloncito, Isabel.
Las dos hermanas dieron media vuelta y salieron del dormitorio. Cuando la puerta estuvo cerrada y las luces apagadas, Cristina chistó.
—¿Estás despierta? —le preguntó a su hermana.
—Sí, pero no hables tan alto. Te pueden oír.
—No nos van a oír. Están en el saloncito hablando. Se han ido a hablar de sus cosas.
—Pero te pueden oír.
—Hablaré bajito.
—Tengo sueño, Cristina. Déjame dormir.
Cristina se incorporó en la cama.
—¿Tú crees eso de que papá tiene otra novia que no es mamá?
—¡Cállate, eso no se dice!
—¿El qué?
—Eso.
Cristina estuvo unos segundos en silencio. Después dijo:
—Pues yo no lo creo, no.
—¡Qué sabrás tú!
Hubo otro silencio y las dos niñas escucharon rumor de vasos y alguna risa aislada que provenía del salón. También escucharon música, que sonaba bajito.
—¿Te has dormido?
—Si sigues hablándome, no me podré dormir, Cristina. Déjame dormir.
—Pero ¿tú crees que papá tiene otra novia?
—Tú no sabes cómo son los hombres.
—Papá no es un hombre. Papá es papá.
—¡Anda, cállate, qué sabrás tú!
—¡Pues anda que tú! Te crees que porque Antonio te haya dado un beso ya eres una lista, que lo sé yo.
Pili se incorporó en la cama. Tenía los ojos encendidos y furiosos.
—Eso es mentira.
Cristina soltó una tenue risa.
—Chincha rabiña, chincha rabiña.
Pili insistió, más furiosa aún:
—¡Te he dicho que eso es mentira!
Se escucharon unos golpes en la puerta y la voz de Julia:
—¿Qué ocurre ahí? ¿Es que no vais a dormiros? ¡Cómo tenga yo que entrar, alguien va a dormir hoy caliente! ¿Entendido?
Las niñas se quedaron inmóviles bajo las mantas. En aquellos casos, lo mejor era no contestar y no moverse. Sabían que su madre se quedaría unos instantes más tras la puerta, aguardando a que alguna de ellas retomara la conversación. Pero ninguna habló.
Julia regresó al salón. Isabel se había quitado los zapatos y se había sentado en el sofá con las piernas encogidas. En la mano sostenía un vaso con whisky. En el tocadiscos sonaba, muy bajito, una bossa brasileña de Astrud Gilberto. Julia se dejó caer en el sillón. Sobre la mesita había una botella de whisky escocés, un cubilete con hielo y un vaso. Se incorporó y bebió un trago. Isabel habló:
—Es muy importante para ti, Julia. Es una oportunidad única… No a todo el mundo le ofrecen dirigir el programa de estudios de un instituto piloto… Además, te gustará Palma, ya lo verás, tiene un clima fantástico. —Julia volvió a beber. Isabel continuó hablando en voz baja—: Manuel tiene que ser comprensivo. Alguna vez le tiene que tocar a él.
—Él es comprensivo a su manera, Isabel.
—A su manera, por supuesto. A su manera todo el mundo es comprensivo. De todas formas, no creo que a tu marido le queden muchas alternativas.
—Manuel no es…, no es un monstruo, Isabel. Él quiere que dé clases, que desarrolle mi profesión. Se lo dije antes de casarnos. No es un troglodita.
—Así no podías estar más tiempo, Julia. ¿Desde cuándo no das clase? Eh, dime, ¿desde cuándo?
—Desde que nació Cristina.
—O sea, hace siete años.
—Sí.
—Te estabas ahogando, Julia.
—Cállate y vamos a brindar. Hoy quiero emborracharme.
Julia levantó su vaso y bebió.
—¿Te acuerdas de aquella noche en que nos bebimos esa botella de coñac que mamá tenía para las visitas? ¡Dios mío, creía que me moría!
Julia soltó una risa. Tenía los ojos iluminados y la cara roja.