50

Al amanecer, el complejo de edificios que forman la prisión de Carabanchel se siluetea contra el sucio cielo de Madrid como si fuera un recortable. El color de los edificios es ocre. No hay un solo árbol ni un trozo de jardín, excepto frente al pabellón del director, al otro lado del recinto. Antes incluso de que amanezca, en la puerta principal ya hay colas de familiares con paquetes de comida y ropas para los presos, gente que aguanta el frío ante las miradas distraídas de la Guardia Civil, que custodia la entrada. Todas las mañanas son iguales, porque todas las mañanas hay conducciones, traslados, visitas, comparecencias en los juzgados y nuevos ingresos.

La cárcel fue construida para no más de seiscientos hombres, cuando Madrid era una ciudad apacible, recorrida por tranvías y con un parque automovilístico reducido. Pero ahora, la ciudad posee diez veces más habitantes y casi dos millones de automóviles. La cárcel está sobresaturada, llena hasta rebosar de hombres que se apiñan en las celdas y en las galerías, formando una colmena abigarrada que colapsa los servicios fundamentales de enfermería, cocinas y reconocimientos. La cárcel nunca baja de dos mil huéspedes y la cola que se forma todos los días del año frente a su puerta, haga frío o calor, parece siempre la misma, como si formara parte del paisaje.

Apenas hay hombres en la cola. La mayor parte son mujeres y la mayor parte de esas mujeres son madres o esposas o novias o hermanas de los hombres que están allí encerrados. Llevan sus mejores ropas, porque una visita a la cárcel es como una visita al médico o al juzgado. Es una visita a la autoridad. Están allí tiritando de frío, contemplando la puerta y viendo cómo van entrando los funcionarios del nuevo turno. Éstos tendrán que cambiarse de ropa, ponerse el uniforme, revisar los papeles que les ha dejado el turno anterior, quizá beberse un café que debe de estar ya listo, preparado por los presos de cocinas, charlar un poco y entonces comenzar a firmar los traslados, las libertades, los pases al tercer grado, los castigos. Todas las mujeres que permanecen al frío conocen esa rutina y aguardan a que se cumpla.

Pero no todo el mundo que aguarda a alguien está en esa cola. Los que esperan a algún familiar que será liberado o que ha conseguido el tercer grado están en otro lugar, cerca de la carretera, frente a una puerta trasera pintada de verde. Saben que pueden salir al amanecer o seis horas después o un minuto antes de que acabe el día.

Entre ellos, había una mujer que apenas se movía de su sitio. Los únicos movimientos que hacía eran mirar el reloj y la puerta verde. Era una mujer de unos cuarenta y cinco años, bajita y a punto de convertirse en una mujer gorda. Llevaba mucho maquillaje y los labios excesivamente pintados, y sus cabellos negros brillaban por el tinte.

Se llamaba Asunción y aguardaba a su marido, al que llamaban el Japonés.

El coche de la brigada se encontraba en la carretera, aparcado en el arcén. Desde dentro se veían perfectamente la puerta de la cárcel, la explanada donde se situaba la cola de los que aguardaban y la zona donde estaba Asunción. Solana le tendió a Pacheco un pequeño termo con café caliente.

—Toma, ¿quieres?

Pacheco negó con la cabeza.

—No —gruñó, y siguió ensimismado.

Todo el mundo en la brigada sabía que a Pacheco le habían endilgado un expediente de un año sin empleo y sueldo que se haría efectivo al final de aquel mismo mes, pero disimulaban. Si Pacheco no lo comentaba, no serían ellos los que empezaran a hablar. Solana bebió a gollete un par de tragos. El café caliente le abrasó la garganta.

—Nos habían dicho que iba a salir a primera hora, coño. Y se me están helando las manos. —Solana observó a Pacheco, que tenía la mirada fija en el vacío—. Anímate, no pasa nada —le dijo.

Estuvo a punto de decirle que con Prada muerto y con las pruebas de que era traficante y heroinómano, cualquier juez sobreseería la causa. Que eso era evidente. Pero se contuvo.

—¿Tú crees que el gitano se tira a la Carmela?

—¡Y yo qué sé! ¡Déjame en paz! —refunfuñó Pacheco.

—Bueno, hombre, bueno.

Solana apoyó las manos en el volante y continuó mirando a Asunción. Después de un rato volvió a hablar:

—La Carmela está muy buena. —Suspiró—. Pero es una compañera. O sea, que no es lo mismo. Pero igual el gitano está tirándosela, me parece. Se lo come con los ojos. Bueno, aunque a lo mejor el gitano es más tonto que mandado hacer de encargo y no se da cuenta. ¿Tú qué crees?

Pacheco se agitó en el asiento.

—Ahí está.

—¿Eh?

—El Japonés —dijo Pacheco—. Acaba de salir el Japonés.

Era flaco, con poco pelo, de rostro alargado y con las manos largas y finas. Llevaba en el hombro una bolsa de plástico azul y avanzó a grandes zancadas hasta situarse frente a Asunción. Entonces tiró la bolsa al suelo, abrió los brazos y se arrodilló.

—¡Gracias, Dios mío, gracias! —gritó.

—Pero ¿qué haces? —exclamó Asunción.

El Japonés comenzó a besar el suelo con grandes aspavientos, mientras su mujer lo tironeaba del brazo. Los de la cola, como si hubiera llegado el circo para distraerlos de tanto tiempo de espera, no apartaban los ojos. Algunos comenzaron a reírse. Asunción logró arrastrarle unos metros.

—¡Levántate, coño, que pareces el Papa!

El Japonés se puso en pie y su mujer lo empujó.

—¡Venga ya, coña de hombre!

El Japonés se volvió hacia la puerta de la cárcel y comenzó a hacer cortes de manga.

¡Boquis! —gritó el Japonés—. ¡Boquis, ya me habéis visto!… ¡Cabrones!… ¡Cabrones!

Asunción lo agarró del brazo y pudo arrastrarlo en dirección a la carretera, donde tenía aparcado el coche. El Japonés todavía iba gritando:

—¡Qué bonita es la calle, madre mía! ¡Qué cosa más bonita!

—¡La culpa es mía por venir a buscarte! ¡Ojalá te hubieras quedado en el trullo!

—Es que estoy loquito por haberte visto, corazón.

—¡Calla! ¡Mira la vergüenza que me estás haciendo pasar! ¡Todo el mundo nos está mirando!

Asunción corrió hacia el coche, abrió la puerta y se subió en él. El Japonés fue detrás. El coche arrancó y salió disparado en dirección a Madrid.

A Solana no le costó trabajo seguirlo. Era un Seat 127 de color amarillo, viejo, y el tráfico, demasiado intenso como para que pudiera escapar. Condujo a unos veinte metros detrás de él, viendo algunas veces cómo discutían.

—Ese tío está loco —dijo Solana.

Pacheco siguió sin contestar. Solana tarareó una cancióncilla.

—Me acuerdo de una vez, recién terminada la Academia, el primer destino… —Movió la cabeza y sonrió—. Me mandaron destinado a Cuenca, a la comisaría —prosiguió—. Y va al segundo o tercer día, no me acuerdo, y me manda llamar el comisario, que se apellidaba Inchausti, vaya tío, tenía unos bigotes blancos, era un cabronazo pero buena persona, muy putero él, muy cachondo… Bueno, va y me hace entrar en su despacho y va y me dice: señor Solana, tiene usted que seguir al Tato… El Tato era… ¿Te he contado alguna vez lo del Tato?

Pacheco negó con la cabeza.

—El Tato era un ladrón de hoteles, un ladrón muy fino que trabajaba en Madrid. Iba siempre como un caballero, bien maqueado, muy fino, era un tío cojonudo el Tato, nunca hacía daño a nadie. Lo dejaba a uno sin camisa, pero sin hacerle nada… Bueno, se había recibido una llamada de Madrid informando de que el Tato iba a ir a Cuenca a hacer un servicio en el Parador, de modo que me dice el comisario, el Inchausti, que coja el «K», fíjate tú, el «K», porque era el único «K» que había en la comisaría, bueno, que coja el «K» y que me vaya al hotel y que lo siga, que vamos a montar un servicio con unos de Madrid.

—Cuidado con ese semáforo —dijo Pacheco.

—Lo estoy viendo, Pacheco… Bueno, a lo que iba, me cojo el «K» y me voy a la puerta del Parador y venga a esperar, venga a esperar, y va pasando el tiempo y yo, diciendo que no sale nadie con la pinta del Tato… Pues al cabo de las cuatro horas veo salir al Tato acompañado de un tío y los dos se suben en un coche donde había otro tío y me puse a seguirlos, ¿te das cuenta, Pacheco? Me puse a seguirlos. Fui detrás de ellos hasta… —Solana comenzó a reírse y se volvió a Pacheco—. ¿No sabes hasta dónde los seguí?

—No.

—¡A la comisaría! —Solana se agitó por la risa y comenzó a golpear el volante con las manos—. ¡Era la gente de Madrid, que había detenido al Tato en el Parador! ¡Y yo los seguí hasta la comisaría! ¡Ay, que me descojono!

—A la derecha —contestó Pacheco—. Tira a la derecha.

Tino Sollers tenía una opinión: había que cuidarse el físico. Sobre todo a partir de los cuarenta años, y él tenía cuarenta y nueve cumplidos. Se cuidaba desde los treinta y nueve, cuando su padre murió de un infarto sin haber hecho testamento. De manera que hiciera frío o calor, tuviese alguna cita importante o no hubiese dormido la noche anterior, Tino Sollers hacía una hora de gimnasia con un aparato multigimnastic expresamente importado desde California para él. Después de sudar con el aparato, se metía en la piscina cubierta que había hecho construir en el sótano de su chalé y hacía veinte largos. Después de las pesas le gustaba la sensación de sumergirse en agua caliente. Aquélla era su manera de empezar el día, y no había otra mejor. Más tarde desayunaba su dieta macrobiótica.

Miró a su mujer como si ésta estuviera dibujada en la pared.

—Téllez te ha llamado dos veces —dijo.

—¿Ah, sí? ¿Y qué quería ese imbécil?

—Ha dicho que lo llames.

Tino Sollers se sentó pesadamente frente a la mesa del desayuno, en el office. Su mujer comenzó a picotear trocitos de fruta. Su mujer nunca comía demasiado y nunca hablaba hasta que no le preguntaban. Aquella mañana había hecho una excepción. Una de las criadas le llevó el café.

La oficina era pequeña pero lujosa, con grandes ventanales que daban a la calle Orense de Madrid. El despacho más grande era el de Tino Sollers. Al lado había otro despacho, que le correspondía a Téllez. Aquellos despachos ocupaban casi el mismo espacio que el resto de las oficinas. Téllez era un hombre alto y bien peinado, con grandes bolsas oscuras bajo los ojos. Estaba sentado tras la mesa de su despacho hablando por teléfono.

—… a mí me ha parecido un poco raro, Tino… El Japonés me estuvo dando la lata el mes pasado para que le diéramos trabajo y de pronto… ¿Eh?… Sí, ese borracho se tiró llamándome todo el mes pasado. Yo le estuve dando largas, pero le prometí algo, para que dejara de darme la lata… No, pero no es eso, Tino, escúchame. Si no fuera importante, no te habría llamado, a mí el Japonés me importa tres leches, como te podrás figurar… —Téllez hizo una pausa y escuchó atentamente al teléfono. Luego continuó—: El Japonés es un bocazas. Yo nunca me creí esas cosas que iba diciendo de que si no le dábamos trabajo, iba a chivarse, ¿entiendes? No lo creí nunca. Además, en cuanto saliera de la cárcel, iba a darle algo, un sueldecillo de ordenanza o algo así, para que dejara de dar la lata, pero resulta que ha salido esta mañana temprano, al amanecer… Sí, sí, estoy seguro, ha salido de la cárcel antes de cumplir condena, pero esto no es lo más raro, lo más raro es que ha sido la policía, la Brigada Central, la que ha hablado con el juez para que lo soltaran. ¿Te das cuenta, Tino? La Brigada Central nada menos… Sí, lo sé de buena tinta, tengo un amigo en las oficinas de la cárcel, claro, claro, por supuesto…

El coche de Tino Sollers era un Mercedes de color azul intenso con tapicería de cuero. Había hecho instalar una mampara entre el asiento delantero y el trasero. Vestido con un traje gris claro, camisa blanca y corbata de tonos rojos, Tino Sollers veía el cogote de Ramírez y su gorra mientras hablaba por teléfono.

—¿Te parece que ese gilipollas del Japonés sería capaz de largar a la policía?… Déjame que te diga una cosa, esto hay que arreglarlo de una vez por todas. Has tenido demasiadas contemplaciones con ese gilipollas. Llama a Rolando y que lo arregle. ¿Me has oído? Rolando lo arreglará. Que le dé un buen susto.

Téllez colgó el teléfono y se quedó pensativo, retrepado en el sillón anatómico. Luego pulsó el interfono. Casi inmediatamente se abrió la puerta y entró una secretaria con un cuaderno en la mano.

—Que no me moleste nadie hasta las diez.

—Sí, señor Téllez —contestó la secretaria, y cerró la puerta.

Téllez comenzó a marcar el teléfono.

La habitación era amplia, con el suelo de parqué, y no tenía cortinas ni ningún tipo de muebles, excepto una gran mesa de madera y dos sillas. En una de las sillas estaba sentado Rolando, que montaba pacientemente un enorme rompecabezas que representaba un paisaje alpino. La otra silla estaba apoyada en la pared y sobre ella descansaban las dos recortadas metidas en sus fundas sobaqueras. Junto a una de las paredes, bajo la ventana, el teléfono se apoyaba sobre dos volúmenes de la guía telefónica.

Rolando parecía ensimismado componiendo el rompecabezas pieza a pieza. Podía estar así horas y horas y días enteros, como si el tiempo fuera una absurda dimensión ajena a él. Sonó el teléfono. Rolando levantó la cabeza con una ficha en la mano. Se mantuvo así unos instantes, mientras el timbre seguía sonando. Luego se levantó despacio y caminó haciendo ruido con sus enormes zapatones. Descolgó.

—¿Diga?

Ventura supo que era él en cuanto entró en la cafetería y lo vio sentado en la mesa del fondo. Tenía un parecido asombroso con Nuria. Era un hombre bien parecido, como un artista de cine, de hombros anchos y mentón altivo. Estaba recostado en el sillón en una postura que parecía estudiada. Ventura atravesó el local sorteando las mesas y se acercó al padre de Nuria.

—¿Señor Zubiri? —preguntó. El hombre apenas si levantó la mirada. Ventura le tendió la mano—. Soy el comisario Ventura.

Le estrechó la mano y retiró la suya rápidamente. Ventura se sentó frente a él.

—¿Tiene ahora la bondad de explicarme a qué viene todo esto? He tenido que salir del despacho. —Su voz era cálida y bien timbrada, acariciadora, y tenía un deje levemente despectivo—. Tengo prisa —insistió—. No puedo perder el tiempo.

—No es nada grave, no ha pasado nada. —Ventura sonrió.

El padre de Nuria lo interrumpió:

—Eso ya me lo dijo por teléfono.

—Su hija Nuria y mi hijo Juanjo van a la misma clase en el instituto, señor Zubiri. Creo que son muy amigos, mejor dicho, novios.

—¿Novios? No me haga reír, comisario. Mi hija tiene quince años. ¿Qué es eso de novios? ¿Novia del hijo de un policía?

Ventura hizo como si no hubiese escuchado nada.

—Ellos mismos me lo han dicho, señor Zubiri. En mi despacho.

El hombre se revolvió en su asiento.

—Mi hija está perfectamente educada, comisario. La hemos educado muy bien. Ella lo que tiene que hacer es estudiar, no pensar en tonterías. Ya me encargaré yo de hablar con ella. En cuanto a su hijo —el padre de Nuria lo señaló con el dedo y Ventura tuvo que apretar la mandíbula—, dígale que se aparte de mi hija, que no vuelva a verla. ¿Me ha oído? Cambiaré a mi hija de instituto.

—Me temo que no ha comprendido nada —le dijo Ventura—. Su hija Nuria está embarazada.

El hombre se levantó como impulsado por una catapulta. Era más alto que Ventura. Éste también se puso en pie.

—¿Cómo dice? ¿Qué está diciendo? —gritó.

—Cálmese. Tenemos que tratar este asunto como personas civilizadas.

—¿Que me calme? ¿Me dice que me calme?

Los de las mesas próximas habían dejado sus propias conversaciones y los miraban con extrañeza.

—Déjeme que le explique todo. Al principio a mí también me sentó mal, pero…

El padre de Nuria lo tomó de las solapas de la chaqueta.

—¡Hijo de puta, cómo se atreve!

Ventura lo agarró de las muñecas y le dio un empujón. El padre de Nuria cayó hacia atrás, arrastró su silla y se derrumbó sobre una señora que estaba sentada en la mesa contigua. La mujer gritó y también cayó al suelo. Se formó un alboroto. Empezaron a acudir camareros.

«Se jodió todo», pensó Ventura.