El sobre era de un tamaño mayor que el habitual. En la parte superior tenía impreso el sello del Ministerio del Interior, y abajo, Dirección General de la Policía, Subdirección General de Personal. Luego venía a máquina su nombre, cargo y destino: José Pacheco Álvarez, inspector de primera clase, Brigada Central. Estaba allí, sobre su mesa, cuando llegó aquella misma mañana. Cuando lo vio, supo lo que contenía. Estuvo mirándolo en silencio, preguntándose si sus compañeros se habrían dado cuenta.
Cada uno parecía ir a lo suyo. Loren leía unos informes con los pies sobre la mesa. Llevaba zapatillas blancas. Solana hablaba con Carmela acerca de un apartamento y Carmela le decía que no. Pasó la mano por el sobre, lo palpó. Pensó: «A lo mejor me han perdonado». Se puso a ordenar unos papeles, intentando no mirar el sobre. Loren dejó los expedientes y le sonrió y luego continuó su tarea. «Lo saben todos», pensó.
Vio a Flores, que salía de su despacho acompañado de Lucas. Los dos se dirigieron a su mesa. Flores se apoyó en ella.
—Lo de Tino Sollers se ha complicado —le dijo Flores. Pacheco levantó la cabeza—. ¿Te apetece acompañar a Solana? Hay que hacer un servicio de vigilancia. —Pacheco asintió y luego, sin darse cuenta, fijó la mirada en el sobre, que permanecía sobre la mesa—. Que te cuente Solana de qué va el rollo.
Pacheco siguió con la mirada a Lucas y Flores hasta la puerta. Entonces cogió el sobre y lo abrió rompiendo con fuerza la parte superior.
Rosita tenía la chaqueta de Poveda en el regazo y le estaba cosiendo un botón. Daba una puntada y observaba con el rabillo del ojo a su jefe. Éste parecía ensimismado, observando la calle. Poveda era, quizás, un poco más viejo que su padre, pero no se parecía nada a él. Se dio cuenta de que en camisa estaba más atractivo. No tenía ni sombra de barriga y conservaba todo el pelo, un pelo aún rebelde que le costaba trabajo peinar. Se asombró de pensar aquellas cosas.
Alguien golpeó la puerta y la abrió antes de que nadie contestara. Flores asomó la cabeza. Pareció sorprendido de ver coser a Rosi. Habló desde la puerta:
—Pacheco va a hacernos un servicio. Es una cosa fácil y sin complicaciones. Vamos a darle un poquito de caña a Tino Sollers, el de las tragaperras. ¿De acuerdo?
—¿Pacheco? —Poveda se acercó al sillón, donde Rosi seguía cosiendo—. ¡Pacheco tiene abierto un expediente por malos tratos!
—No tengo a nadie, Poveda. Tengo a toda la gente ocupada. Además, un hombre es inocente hasta que no se demuestre lo contrario. ¿Recuerdas eso? Viene en la Constitución.
—¡Me importa tres cojones lo que venga en la Constitución! ¡Pacheco tiene un expediente, coño, no puedes ponerlo a trabajar!
—Después de lo que supimos de Prada, tú sabes tan bien como yo que Pacheco quedará más limpio que una patena. —Flores le sonrió a Rosi—. Ten cuidado, no vayas a pincharte.
Cerró la puerta. Poveda se acercó al sillón y le quitó la chaqueta de golpe.
—¡Dámela de una vez! —gritó.
Pacheco entró en el despacho de Ventura sin llamar. Éste supo enseguida de qué se trataba. Él mismo se había ocupado de los trámites del expediente. Pacheco tenía una mirada extraña, demasiado fija. No parpadeaba. En la brigada corría la historia de que Pacheco era un sujeto extraño, medio loco. ¿Iría a hacerle algo? Hizo un gesto señalándole la silla.
—Siéntate —le dijo Ventura.
—No —exclamó Pacheco—. No tengo ganas de sentarme. —Blandió el comunicado interno—. ¿Cómo… —dijo—, cómo me ha caído esto? ¿Es que os habéis vuelto locos o qué? Prada era…, Prada era un traficante hijo de puta.
—El expediente ha seguido su curso, Pacheco. Yo no tengo la culpa.
Pacheco dio un paso en dirección a la mesa.
—¡Un año sin empleo y sueldo! De qué voy a vivir yo, ¿eh? ¿De qué voy a vivir? Qué le digo yo ahora a mi hermana, ¿eh?
—Lo siento, Pacheco, lo siento mucho, pero el expediente no ha sido cosa mía. Tú lo sabes. Lo siento —repitió.
—¡Sí, ya veo cómo lo sientes! ¡Estáis todos muy sentidos!
—Tiene fecha del mes que viene, Pacheco. Así que este mes podrás cobrarlo entero.
—¡Muchas gracias, eres muy considerado, Ventura! ¡Pero todavía no me has dicho de qué voy a comer durante el próximo año!
—Búscate un abogado y recurre. Estoy seguro de que el juez te absolverá cuando sepa la clase de pájaro que era Prada.
Pacheco habló de forma queda y silbante:
—¿Sí? ¿Y por qué no habéis parado vosotros el expediente?
Ventura se removió inquieto.
—Mira, Pacheco, ya te lo he dicho, las cosas siguen su curso y nadie puede pararlas. Recurre el expediente cuanto antes. Estoy seguro de que el juez te absolverá. Volverás a estar en la brigada, ya verás.
Pacheco movió la boca como si fuera a decir algo, pero la cerró con fuerza. Dio media vuelta y se dirigió hasta la puerta.
Al llegar la noche, la parte de la ciudad comprendida entre la estación de metro de Ciudad Lineal y la prolongación de la calle de Alcalá se queda a oscuras. Hay farolas y anuncios luminosos, pero, muy a menudo, muchachos jóvenes que no han trabajado nunca rompen las farolas a pedradas. En una de las bocacalles, a la derecha, a la salida del metro, existe una calle llamada Apolo.
Al final de esa calle, hace diez años, se abrió un local con el nombre de Club Las Vegas. No era un gran local, y las mujeres que trabajaban allí nunca fueron guapas.
Los pies eran completamente planos, como una tabla. En forma de pala. Los dedos, gordos, grandes y muy separados, tenían las articulaciones deformadas y nudosas, y el talón era muy estrecho y alargado. El empeine mostraba protuberancias contraídas que adoptaban caprichosas formas. Si vendieran zapatos para unos pies como aquéllos, serían del cuarenta y ocho.
Rolando estaba sentado en el catre de una habitación casi desnuda en la que sólo había un armario y un lavabo con un espejo. Al lado de la cama, alguien había colocado una mesita de noche que había pertenecido a otro cuarto y a otra época. Los pies de Rolando descansaban en el pecho de una muchacha delgada y silenciosa, de grandes ojos asustados y atentos, que vestía una bata de color rosa desvaído. La muchacha tenía el rostro ovalado y pálido y su boca parecía más roja por el contraste con la palidez de su cara. La luz de una bombilla desnuda, colgada del techo, se reflejaba en los enormes pies de Rolando, que semejaban gigantescos gusanos sin ojos. La muchacha se los masajeaba. Sus manos pasaban y volvían a pasar por las protuberancias, los tendones, los huesos deformes y las asperezas con fuerza y delicadeza al mismo tiempo, una suerte de suave amorosidad, cadenciosa y firme. Cuando terminó, le puso los calcetines, tomó los zapatones que estaban al lado de la cama y se los puso con cuidado, atándole los cordones. Luego se quedó de rodillas mientras el hombre se ponía de pie y la miraba desde arriba.
Rolando metió la mano en un bolsillo y la sacó llena de billetes. La chica negó con la cabeza.
—Es mucho —dijo en un susurro.
Rolando insistió con la mano extendida. La chica se puso en pie. Apenas si le llegaba a la mitad del pecho.
—No —dijo el hombre—. No es mucho, María.
Volvió a sacudir los billetes. La chica volvió a negar con la cabeza.
—Siempre me das mucho dinero y yo no te hago nada.
Rolando le abrió una de sus manos y le colocó allí el fajo de billetes. Luego caminó hacia la puerta y la abrió. María lo acompañó. Al lado del cuarto de María había otras dos habitaciones parecidas. Daban a un descansillo sin pintar, iluminado con una luz roja que se prendía solamente cuando era de noche. También de noche, de las habitaciones se escapaban ruidos de risas femeninas y voces roncas de hombres, aunque en aquel momento no. De la parte de abajo del local llegaba una música estridente que surgía de un aparato ponediscos mecánico. María se quedó en la puerta con los ojos fijos en Rolando mientras él bajaba las escaleras trabajosamente.
Caminaba abriendo mucho las piernas y balanceando el cuerpo. Llegó al final de las escaleras y apartó una cortina de color rojo, pesada y sucia. Atravesó el estrecho local, donde tres o cuatro parroquianos se acodaban en el mostrador. Dos de ellos hablaban con mujeres vestidas de forma llamativa y barata. En el local había tres máquinas tragaperras y una de marcianitos. Las tres eran de Tino Sollers. Rolando atravesó el local despacio, haciendo ruido con sus zapatones, sin mirar ni a izquierda ni a derecha. Las conversaciones cesaron, y el único camarero que había en el mostrador dejó de fregar vasos. Se llamaba Luis Soria, alias «el Soria». Era delgado y fibroso, fuerte, y no aparentaba los cincuenta años que tenía.
Rolando llegó a la calle. No tenía nada que hacer, ni adonde ir. Detrás de él, el cartel de neón apagado del Club Las Vegas parecía un miserable esqueleto.