Flores se despertó súbitamente y observó el reloj despertador fosforescente sobre la mesita de noche. Julia dormía de espaldas. Veía su cabello extendido en la almohada y su brazo derecho metido bajo la sábana. Tampoco aquel día había querido hacer el amor. El pretexto había sido dolor de cabeza y cansancio. Cada vez eran más débiles los pretextos, más inconsecuentes.
No habían vuelto a hablar de su traslado a Palma de Mallorca, de aquel puesto que decía le habían ofrecido en un centro piloto. Ella no había vuelto a mencionarlo y él tampoco. Flores se decía a sí mismo que ojalá fuese el producto de una de sus rabietas y no algo serio y predeterminado. Lo malo era que conocía a Julia demasiado bien y sabía que ella no hablaba por hablar.
Eran las seis y media de la madrugada. Aún faltaba una hora larga para que su casa se pusiera en funcionamiento. Tomó su paquete de cigarrillos y encendió uno, a pesar de que Julia se daría cuenta por la mañana y le llamaría la atención. Sin querer comenzó a pensar en su padre y en los Jorowisch, que lo andaban buscando para matarlo. No aprobaba lo que pretendían hacer los Jorowisch, pero algo muy oculto en su ser le decía que tenían razón. No razón para matar a nadie, sino razón para enfadarse, para exigir respuestas claras. Su padre les había robado a Irene. Sin embargo, algo le decía también que no debía meterse en aquel asunto. Era un asunto entre gitanos, relacionado con sus códigos de conducta. Pero ¿acaso él no era gitano?
—No —dijo en voz alta, y se sorprendió por haber hablado.
Aspiró el humo del cigarrillo. Entonces sonó el teléfono en el salón y Julia se agitó en sueños. Flores se levantó rápidamente. Descolgó el aparato. Enseguida reconoció la voz de Lucas.
—¿Ha sido hoy por la mañana? ¿Estás seguro? —Lucas le dijo que sí y le dio los pormenores—. Tino Sollers nunca se había atrevido a tanto, Lucas. Quizá sea el comienzo de algo. Voy a ir para allá, espérame.
Lucas le dijo que le iría a recoger en el «K» de la brigada.
—Dame diez minutos —contestó Flores, y colgó.
—¿Cómo quiere que se lo diga? Han sido unos ladrones, unos ladrones que se han cabreado porque no tenía aquí la recaudación. Y no los conozco, no sé quiénes eran. ¿Se entera? Ahora déjeme ir al hospital.
Blasco estaba sentado en la cama, convertida en sofá. Se había vestido y apretaba la mano contra el pecho, envuelta en un pañuelo. Con él estaba Flores, que paseaba por el minúsculo despacho.
—No me diga que no sabe quién le ha hecho ese destrozo en el local, señor Blasco.
—No lo sé —repitió Blasco—. No lo sé.
Flores se detuvo y prestó atención a los ruidos que provenían de abajo, de la sala. Allí estaban los hombres de la comisaría y los de su grupo. Si Blasco dormía en aquel despacho, tenía que haber oído los martillazos.
—Como quiera —insistió Flores—. Si no quiere poner una denuncia, es asunto suyo.
Blasco pareció enfadarse.
—¿Quién le ha dicho que no voy a poner una denuncia? ¡Todo eso tiene que pagármelo el seguro!
—¿Insiste en que todo eso lo han hecho tres jóvenes con cazadoras de cuero?
—Sí —contestó Blasco.
—Muy bien. Muy bien —prosiguió Flores—. Está usted en su derecho. Pero voy a decirle una cosa, señor Blasco. Todo eso tiene el sello de Tino Sollers, su marca de fábrica. Ponga usted una denuncia. No le pasará nada, nosotros lo protegeremos. Se lo garantizo.
—¿Tino Sollers? No sé quién es ese Toni o Tino, o lo que sea.
—¿No? —Flores le sonrió—. No sea ingenuo, Blasco. No juegue conmigo. Usted sabe muy bien quién es Tino Sollers. Sus máquinas tragaperras están en todos los locales de Madrid.
—¡Usted me está diciendo que denuncie a Tino Sollers! ¡Usted me quiere decir que esos ladrones que han destrozado mi local eran hombres de Tino Sollers! —Blasco se calmó como por ensalmo. Tenía un rictus de dolor en la cara. Añadió despacio—: No sé quiénes eran esos ladrones, se lo juro.
—¿No se da cuenta de que usted también va a tener que alquilar sus malditas máquinas tragaperras? ¡Les está amedrentando a todos ustedes! ¿Es que no se da cuenta? ¿Por qué no pone una denuncia? ¡Necesitamos una denuncia para pillar a Tino Sollers!
Blasco movió la pierna con dificultad y respiró hondo. Antes de contestar, miró a Flores con firmeza.
—Escúcheme, inspector, escúcheme con atención. Tengo sesenta años y durante toda mi vida no le he tenido miedo a nada. He dado muchas vueltas por la vida, he viajado, he pasado hambre y privaciones, he estado en la Legión. Y ahora tengo esto. —Hizo un gesto con la mano vendada, abarcando la habitación—. No es mucho, pero da para vivir, da para ir tirando. Si tuviera diez años menos, no habría nadie…, quiero decir, ningún ladronzuelo cabrón me asustaría. Pero me he hecho viejo y mis hijos van a lo suyo y no se preocupan del negocio, y yo tampoco me preocupo de ellos. Para mí es como si se hubieran muerto. Estoy solo y ya va siendo hora de que siente la cabeza y tenga una vejez tranquila. El seguro me lo va a pagar todo, yo iré al hospital y me curaré la pierna y la mano, y aquí no ha pasado nada. Si lo quiere entender, entiéndalo; y si no, allá usted, inspector. De todas maneras, le agradezco la preocupación.
Blasco se puso de pie y fue cojeando hasta la puerta. La abrió y Flores escuchó sus vacilantes pasos por las escaleras. Lucas se asomó a la habitación. Llevaba un papel en la mano.
—¿Has conseguido algo? —le preguntó a Flores.
—Nada —contestó éste—. Sigue diciendo que fueron tres chicos con cazadoras de cuero a los que no había visto nunca. Le tiene miedo a Tino Sollers. ¿Qué has averiguado tú?
—Los vecinos escucharon un fuerte estrépito hacia las dos de la madrugada, pero nadie se asomó y nadie se preocupó de nada más.
—Muy bonito.
—En este barrio eso es una norma de supervivencia. —Lucas agitó el papel frente a los ojos de Flores y añadió—: Observa esto. Ayer, Carmela me dio la filiación de un personaje que quizá pueda ayudarnos.
El papel era una ficha policial. Flores la miró con atención. Las dos fotos, de frente y de perfil, mostraban a un individuo de unos cincuenta años, cabello ralo y boca sin apenas labios. Se llamaba Vicente Urrutia Gómez, alias «el Japonés» o «el Manos». Tenía antecedentes por escándalo público, borrachera, lesiones y por estafa, al intentar falsificar cheques. Flores le devolvió la ficha policial a Lucas.
—¿Qué tiene que ver éste con Tino Sollers?
Lucas sonrió de oreja a oreja.
—Carmela dice que fueron amigos. Este tío fue socio de Tino Sollers cuando empezaba el negocio de las tragaperras. Era su técnico, al parecer un manitas consumado con todo lo electrónico. Por eso lo llaman el Japonés. Hace siete años, Tino Sollers lo despidió, y desde entonces no ha hecho otra cosa que dar tumbos por ahí.
—Muy interesante, pero que muy interesante. ¿Y dónde está ahora este Japonés?
—En la cárcel.
—¿En la cárcel?
—Sí, en Carabanchel. Por escándalo público. No pudo pagar los destrozos que hizo en un bar donde bebió demasiado.
Manuel, este hombre puede contarnos muchas cosas de Tino Sollers, debe de odiarlo. Con una declaración suya, el juez nos dejará investigar en sus libros y pincharle el teléfono.
—Hay que sacarlo de la cárcel —dijo Flores.
—Pues lo sacamos —contestó Lucas.
Cuando la policía va a cualquier sitio, parece que viaja el circo con ellos. Alrededor de los coches patrulla, de los «K» y de los furgones con las dotaciones policiales, se arremolina la gente. Los mirones son capaces de aguantar horas y horas observando el lento trabajo policial que suele ser tedioso y sin ningún aliciente.
Aunque era muy temprano, ya se había situado en la calle el consabido cinturón de curiosos, formado por niños que retrasaban su entrada al colegio, jubilados, amas de casa y obreros en sus rutas hacia el trabajo. Cuatro o cinco guardias mantenían a raya a los mirones, lejos de los coches policiales. Desde la calle se veían los destrozos del local de juegos recreativos, la puerta rota y los despanzurrados cadáveres de las máquinas. El cartel en el que ponía Recreativos Blasco colgaba de la puerta, y los hombres de la comisaría de San Blas entraban y salían evaluando los estragos. A ninguno de ellos le gustaba la idea de que la Brigada Central se inmiscuyera en aquel asunto, pero no tenían nada que hacer, excepto aguantarse.
Las tragaperras de Tino Sollers no sólo se vendían en Madrid, sino en los pueblos grandes y en las capitales de los alrededores, y se estaban expandiendo a otras provincias. Y siempre de la misma forma. Primero tímidamente y después con rapidez y de golpe. Antes, siempre ocurría algún incendio o algún destrozo en determinados locales que servía como ejemplo para los demás. Las máquinas tragaperras y de marcianitos de Tino Sollers parecían ser las preferidas por los dueños de los locales.
Carmela y Solana estaban apoyados en el capó de uno de los «K» de la brigada, sin entrometerse en el trabajo que estaban realizando los hombres de la comisaría.
—No se puede llevar a nadie en los «K» —estaba diciendo Carmela mientras Solana la observaba tras sus gafas oscuras—. Y menos a tus ligues, Robert Redford, un día vas a buscarte un lío con Poveda. Además, ve olvidándote de mi apartamento, eso se ha acabado. Me has jodido la alfombra, que era un recuerdo de Marruecos.
—Yo te pago el tinte, Carmelita.
—Otra vez. Como vuelvas a llamarme Carmelita, te sacudo un guantazo.
—Tienes unas sábanas cojonudas. ¿Las usas mucho?
—Eso a ti no te interesa.
—Me han gustado. Sábanas de seda negras, ¡madre mía!
—Pues ve olvidándote de ellas. De ahora en adelante te vas a una pensión o te lo haces en la Casa de Campo. De mi apartamento, nada.
—He estado pensando en una cosa, verás…
—No.
—Deja que te lo diga, mujer.
—Pues ya te contesto que no. No te empeñes.
—Pero ¿sabes lo que voy a decirte?
—Me lo figuro.
Solana se acomodó las gafas negras sobre la nariz y observó de forma distraída cómo los otros policías entraban y salían de Recreativos Blasco.
—Lo pagamos a medias, Carmela. Dividimos los gastos. El día en que tú vayas, yo no voy, y al revés. Eh, ¿qué dices?
—¿Eres sordo? Te he dicho ya que no.
—Carmela, por Dios, a ti te da igual. Es una pena que ese apartamento no se aproveche.
—Querrás decir que no lo aprovechas tú, porque yo sí que lo aprovecho.
—¿Ah, sí? Mira qué calladito te lo tenías.
—Mira, Solana, olvídame, que no es mi santo. No voy a volver a dejarte mi apartamento, y menos te lo voy a alquilar. Yo no me dedico a eso, hasta ahí podíamos llegar.
—¿Por qué no lo piensas? Podías ahorrarte mucho dinero.
Dime que vas a pensártelo. No me des una respuesta todavía. Tú, piénsatelo. Te pago la mitad de tus gastos y el apartamento es tuyo. Yo sólo lo utilizaré cuando tú no lo necesites. Eso es un chollo, Carmela.
Antes de que Carmela le respondiera, Flores y Lucas salieron de Recreativos Blasco y se dirigieron al «K». Flores se detuvo frente a Carmela y le sonrió.
—Vamos para la brigada. —Carmela abrió la portezuela y Flores le tocó el brazo—. Buen trabajo con lo de ese Japonés, Carmela.
Carmela sonrió, era lo más bonito que le habían dicho en mucho tiempo.
La chica tenía el rostro ovalado y serio, el pelo recogido atrás y unos grandes ojos asustados. Era bonita, de piel que se adivinaba suave, y con las formas de una mujer a pesar de tener sólo quince años. Estaba junto a Juanjo, el hijo del comisario Ventura, sentada en una silla ante la mesa. Juanjo la tenía cogida de la mano. Se llamaba Nuria y era su compañera en el instituto. Compañera de segundo de BUR Cuando se la presentó a Ventura, ella le dijo: «Mucho gusto», con una vocecilla bien timbrada y agradable.
Ventura esperaba ver a una chica diferente. Una especie de pendón descarado que había seducido a su hijo. Pero cuando la conoció aquella mañana en su despacho, no tuvo más remedio que tragarse todo lo que había pensado sobre ella. La verdad era que representaba la inocencia, la virtud y la belleza de una mujer joven. Sus modales eran distinguidos y serenos, y aunque estaba seria y preocupada, no parecía histérica. Ventura no tuvo más remedio que admitirlo. Esa chica no era una cualquiera. Y, además, era hermosa. Pero ¿cómo decirle a su hijo que no podía casarse a los dieciséis años? ¿Cómo decirle que ella tenía que abortar?
La primera vez que pensó que la única solución era abortar, creyó que no era él mismo el que estaba pensando aquello. Él, el comisario Ventura, contrario al aborto por principios. La de veces que había hablado con su mujer y sus amigos de la monstruosidad del aborto. La indignación que le había producido la aprobación de la ley del aborto. Y ahora se veía a sí mismo pensando en que la novia de su hijo tenía que abortar.
A Ventura le gustó lo que dijo ella con su pausada y serena voz:
—A los dos nos gustaría tener este hijo, señor —contestó tristemente, y él notó cómo su hijo le apretaba la mano—. Pero es imposible ahora. Tengo…, tengo que…
Ventura sufrió una punzada de envidia. Nunca había tenido una mujer así. Nunca. Y menos a los dieciséis años. Cuando él tenía esa edad, las chicas parecían tontas, pazguatas, incapaces de hacer otra cosa que no fuera hablar a grititos y preservar su virginidad. Él no había tenido la suerte de su hijo. Se casó con Carmina después de un largo y casto noviazgo. La diferencia era que ella tenía veintiocho años y él, treinta. Ya eran adultos y, sin embargo, aquella muchacha de quince años parecía más adulta que su propia mujer.
Ventura suspiró.
—Entiendo —manifestó—. ¿Sabe todo esto tu familia?
Contestó su hijo Juanjo:
—Aún no lo saben, papá.
—Pues hay que decírselo. —Ventura descolgó el teléfono—. Yo hablaré con tus padres. ¿Me das su número?
Sintió una sombra de alarma en los ojos de ella. Aguardó.
—Mi… mi padre… —dejó la frase en suspenso.
—Esto hay que hacerlo rápido —dijo Ventura—. Tiene que ser antes de… Mejor dicho, cuanto antes, mejor. ¿Comprendes?
—Sí —dijo ella con voz débil.
—No puedes ir a Londres sin consentimiento de tus padres. Eres menor de edad.
—Yo había pensado que…
Bajó la cabeza. Ventura respondió por ella:
—¿Que podías hacerlo sin que se enteraran tus padres?
Ella asintió.
—Yo hablaré con ellos. Tus padres tienen que saberlo. Ya no estamos en la Edad Media, ¿comprendes? Se llevarán un disgusto, Yo también me he llevado un disgusto, pero hay que afrontar la realidad. Dame tu teléfono.
Ella se lo dio y él fue marcándolo. Le dijo que era el teléfono del trabajo de su padre, que se llamaba Ernesto, Ernesto Zubiri.
Le contestó la monocorde voz de una secretaria, y Ventura se identificó como policía. Eso evitaría la clásica respuesta de «está reunido, lo siento, no se puede poner». Unos segundos después escuchó una voz ronca y bien timbrada. Una voz parecida a la de Nuria.
—¿Señor Zubiri? No se alarme, soy el comisario Ventura… Ventura, sí… No de comisaría, de la Brigada Central, soy comisario subjefe de la Brigada Central. —Esbozó una sonrisa, sintió la confusión que sufren los ciudadanos normales cuando se ven obligados a hablar con un policía—. No tiene nada que ver con multas de tráfico, no… Se trata de su hija Nuria… No, no le ha ocurrido nada, que yo sepa… Su hija y mi hijo son compañeros de instituto, señor Zubiri, amigos, ¿comprende?… Quisiera hablar con usted… Ventura, sí, Ventura… Juanjo Ventura… ¿No lo conoce?… Yo tampoco sabía de la existencia de su hija, señor Zubiri… ¿Le parece bien que nos veamos esta tarde?
El padre de Nuria estaba receloso, impaciente y molesto. A Ventura tampoco le gustó el tono de su voz. Quedaron en verse en una céntrica cafetería y colgó, quizá demasiado deprisa. Ventura se volvió y miró a Nuria. Sonrió.
—Ya está —dijo—. Lo veré esta tarde.
Ventura se levantó y Nuria volvió a darle la mano. Era una mano cálida y firme.
—Gracias —murmuró.
—Todo saldrá bien —dijo Ventura acompañándolos hasta la puerta. Su hijo lo miró unos instantes, alargó la mano y la puso en su hombro—: Gracias, papá —murmuró.
Ventura sintió una oleada cálida en su interior.