El precipicio parecía infinito y en el fondo se veían enormes lenguas de fuego que se elevaban entre chisporroteos. El héroe avanzó por el borde del abismo empuñando una pistola lanzadora de rayos que movía a izquierda y derecha, saltando por encima de los obstáculos que surgían en su camino: enormes cráteres, brechas por donde salía fuego y derrumbamientos. Parecía fuerte y ágil, un héroe guapo y decidido, vestido con pantalones ajustados y con el pecho desnudo. Los monstruos surgían a la izquierda y él los destrozaba con su arma lanzadora de rayos. Parecía invencible. Nadie podría con la certera y mortal eficacia de su pistola.
Ahora corría por una inmensa sala que recordaba a los castillos medievales, el suelo se hundía a su paso, del techo caían las Formas del Mal, seres que se volatilizaban cuando querían y que podían convertirse en cualquier cosa. Los rayos de su pistola no descansaban ni un solo instante. Una puerta que llegaba hasta el techo se abrió y al fondo de una inmensa sala, la chica movió los brazos pidiendo ayuda. La habían atrapado los seres malignos y la arrastraban hacia el fuego. Siempre era el fuego, la amenaza de las llamas. No se distinguía bien a la chica. Parecía rubia y alta, vestida con un traje largo azul. Su cintura era estrecha y el vestido se le ajustaba a los pechos. El cabello le llegaba por debajo de la cintura. Era una chica de cuento de hadas, lo antiguo mezclándose con lo moderno.
El héroe titubeó unos instantes y entonces el techo le cayó encima, no tuvo tiempo de apartarse. Toneladas de cascotes le empezaron a cubrir, mientras su pistola disparaba inútilmente intentando abrir un resquicio entre los ladrillos. Los fogonazos de la pistola fueron cada vez más débiles, hasta que cesaron y la pantalla se puso verde otra vez.
Carmela suspiró y dejó los botoncitos. Se había encariñado con el guapo héroe que había dado su vida por salvar a la chica. Aquellas cosas ya no ocurrían, ni siquiera en los cuentos.
En una esquina de la máquina tragaperras, Carmela distinguió un pequeño cartel de chapa. Ponía: «Producciones Sollers, S. A.»
La sala de juegos Recreativos Humanes tenía los cristales tintados para que no se viera el interior desde la calle. Próximos a Carmela, un tipo gordo mataba marcianitos apretando las mandíbulas en una de las máquinas del fondo y dos chicos probaban suerte en la zona de las tragaperras. Habían colocado sus carteras escolares en el suelo. Se escuchaban sus risas, la música de las máquinas y el ruido de las monedas al ser introducidas por las ranuras. Por la mañana, los Recreativos Humanes tenían un aire frío y metálico, triste y desapacible. Abrían a las ocho y media de la mañana y ya había clientes esperando. «Es una locura», pensó Carmela.
Carmela vestía su consabido traje de cuero negro de pantalones ajustados y llevaba el casco de la moto en la mano. Se apoyó en la tragaperras y dirigió su mirada hacia la pecera, donde el encargado hablaba con Loren.
Justo debajo del mostrador, a mano, Loren vio la culata barnizada de una escopeta de caza. Estuvo a punto de decirle al tipo que aquello estaba prohibido, que no se podía tener un arma de esas características en un establecimiento público. Había más cosas, como los dos chicos que, con toda certeza, esa mañana se habían saltado el colegio. Pero ¿merecía la pena tanto follón? El tipo le contestaría que tenía licencia de caza y que tenía allí la escopeta para llevaría a arreglar, por ejemplo. O cualquier otra excusa. No merecía la pena molestarse por esas menudencias.
El encargado tenía todo el aspecto de un chuleta de barrio que se sabe importante. Estaba retrepado en su silla y miraba a Loren mientras la pequeña radio que tenía al lado desgranaba un programa de preguntas y respuestas. Loren le estaba diciendo:
—Me gustaría saber por qué le tienen tanto miedo a Tino Sollers. Los está obligando a que usen sólo sus maquinitas. Ponga una denuncia, no le pasará nada.
Una sonrisa despectiva se dibujó en la cara del tipo. Tenía los dientes negros.
—¿Ah, sí? ¿Y quién le dice a usted que ese Tino Sollers nos obliga a usar sus máquinas? Yo utilizo las que quiero. —Hizo un gesto con la mano abarcando el local. Añadió—: ¿Lo ve?
Loren cambió el peso del cuerpo de pierna y se armó de paciencia.
—Por eso se lo digo. Sólo tiene cuatro máquinas que no son de Tino Sollers.
¿Si?
Loren pensó que si el tipo volvía a contestar de aquella manera, perdería la paciencia. Suspiró y prosiguió:
—Lo que está haciendo Tino Sollers es un delito.
—Usted ve mucho cine… No sé de lo que me está hablando, de verdad. ¿Por qué no se abre del local? Ha pinchado hueso, tío.
Loren se acercó a Carmela con el rostro encendido y ella no necesitó preguntarle nada.
—Otro gilipollas —le dijo Loren cuando estuvo a su lado.
—O sea…
—Nada. O le tienen demasiado miedo a ese Tino Sollers de los cojones o yo no me lo explico.
—Me he gastado ya cuarenta duros con las jodidas maquinitas —dijo Carmela.
—Debería irme a mi casa.
—¿Cuántos locales nos quedan?
Loren se encogió de hombros.
Medía un metro noventa de estatura y tenía la cara alargada y sin expresión. Llevaba una chaqueta a medida, porque en ninguna tienda vendían chaquetas con las desmesuradas dimensiones de sus hombros y sus brazos. Observaba casi sin pestañear la puerta de un local cerrado, dedicado a los juegos recreativos y las tragaperras. En la puerta había un cartel en el que ponía «Recreativos Blasco». Era un local pequeño situado en el populoso barrio de San Blas, cerca del pueblo de Vicálvaro. El sujeto tenía otra particularidad. Gastaba unos enormes zapatos negros de forma extraña y aspecto pesado, mitad botas, mitad zapatos. Sólo fijándose mucho podía uno percatarse de que la punta estaba reforzada con plomo.
La moto de Carmela bajó como una exhalación por la calle de Juan Bravo. Le gustaba sentir entre las piernas el calor de la máquina, su docilidad a cualquier movimiento, la respuesta inmediata a sus más mínimos deseos. Se había quitado el casco para que el aire fresco de la mañana le diera en la cara y le alborotara el pelo. Su moto apenas si hacía ruido. Los edificios, los árboles y los coches que sorteaba desfilaban a izquierda y derecha como decorados de un efímero teatro. Carmela rodaba con los ojos casi cerrados, viéndolo todo a través de las finas ranuras que dejaban sus párpados.
El sujeto de rostro impasible y chaqueta a medida le dio una enorme patada a la puerta de Recreativos Blasco. La puerta se hizo trizas. La empujó y pasó adentro. La claridad de la calle dejaba ver los volúmenes simétricos de las máquinas. Sacó de la chaqueta una maza de picar piedra, que a pesar de su tamaño y peso parecía de juguete entre sus manos.
Comenzó a destrozar las máquinas a martillazos.
Solana y Muriel habían estado vigilando los salones recreativos de la Gran Vía sin encontrar nada fuera de lo corriente. Allí estaban los mismos o parecidos adolescentes abotargados, metiendo monedas en las máquinas de marcianitos, mezclándose con silenciosos hombres maduros que manejaban los aparatos con una extraña decisión en sus gestos. Solana llevaba en el coche «K» de la brigada a una chica de grandes ojos saltones y pelo teñido de rubio que se reía por cualquier cosa. Muriel permanecía en el asiento de atrás, malhumorado y aún más silencioso que de costumbre.
En la calle de la Puebla vieron a dos muchachos romper la ventanilla delantera de un coche aparcado. La gente los veía y daba un rodeo, apretando el paso. Nadie quería meterse en problemas, ésa parecía ser la divisa de la gente cuando presenciaba cualquier delito. Solana y Muriel aparcaron el coche y descendieron rápidamente. Los pusieron contra la pared y los dos chicos obedecieron sin rechistar. Eran delgados y muy jóvenes. Muriel los cacheó. Encontró dos navajas de resorte y un talego de hachís. Ninguno de los dos llevaba documentación.
Solana regresó al coche y la chica se asomó por la ventanilla, haciendo morritos con los labios.
—Ahora ¿qué? —le preguntó, y Solana suspiró.
—Tengo que llamar a la comisaría —contestó—. No tardaremos mucho.
Flores no sabía dónde vivía su padre, sin embargo, conocía sus hábitos y costumbres y tenía los suficientes confites como para organizar en toda la ciudad una búsqueda que diera resultados. No terminaba de comprender por qué, después de haberse legalizado el juego, aún existían los garitos clandestinos. Debía de estar relacionado con las pulsiones que sufre un jugador empedernido y con el carácter secreto y prohibido que poseen los locales dedicados al juego.
Uno de sus confites le había dicho que su padre solía ir a un garito de dados que se encontraba en la calle Barbieri. Flores subió las empinadas escaleras y llamó a la puerta de una pensión llamada Residencia Moura. Abrió un sujeto alto y mal trajeado al que comenzó a agitársele el párpado derecho. Flores le mostró su placa fugazmente.
—Ins… inspector —dijo el hombre sonriendo de oreja a oreja.
Flores avanzó por un pasillo en penumbra seguido por el hombre, que caminaba dando saltitos. Cada vez se escuchaba con más nitidez el sordo rumor de voces de mucha gente. Se detuvo ante una puerta. El hombre se dirigió a él con la cara desencajada.
—Es un grupo de amigos, ¿sabe? Nos entretenemos echando unas partiditas —volvió a sonreír—. Somos una asociación.
—¿Sí? —Flores lo miró a la cara, sudaba—. ¿Qué asociación?
—Una asociación recreativa, jefe. Todos somos socios. Estamos con los trámites para legalizarla, ¿sabe? Aquí nadie hace nada malo, ya le digo…, unas partiditas.
—¿Unas partiditas?
Volvió a sonreír. Las gotas de sudor le resbalaban mejillas abajo y se metían por el cuello de su camisa. Flores asintió.
—Entonces no hay nada que temer. Ve buscando la solicitud en el registro de asociaciones.
Flores empujó la puerta y entró en una habitación grande que debía de haber sido el antiguo comedor de la pensión. Las cortinas estaban echadas y dos extractores de humo apenas podían disipar las tinieblas que formaba la acelerada combustión de centenares de cigarrillos y cigarros puros. Había cinco mesas con tapetes verdes donde grupos de jugadores apostaban a las siete y media. En cada mesa había un crupier que actuaba como banca. Una sexta mesa estaba dedicada a los dados. La mesa de los dados tenía un cartón extendido, dividido en casilleros numerados. Del uno al seis estaban a la izquierda, el siete, en medio, y del ocho al doce, a la derecha. Un individuo con una cartera a la cintura oficiaba de banca. En la zona más alejada de la puerta había un pequeño mostrador atendido por otro individuo, que servía bebidas. Cinco o seis mujeres se paseaban por la sala. Todas llevaban vestidos llamativos y tenían el aspecto de no necesitar permiso paterno para salir de noche fuera de casa.
Allí no estaba Rogelio. Flores se volvió al hombre mal trajeado, que continuaba sudando.
—Busco a Rogelio —le dijo Flores en voz baja.
—¿Ro… Rogelio?
Flores lo empujó fuera del cuarto y cerró la puerta. Los sonidos volvieron a escucharse de forma tamizada y lejana. La puerta era de doble hoja y estaba acolchada. En el pasillo, se estaba más fresco y tranquilo, como en una verdadera pensión antigua.
—No quiero discutir contigo. Necesito saber dónde vive Rogelio. —El hombre fue a decir algo, pero Flores lo cortó—:
Y necesito saberlo pronto. A no ser que quieras que te cierre el local. ¿Lo has entendido?
El hombre asintió con un gesto de cabeza. Ahora sí que hablaba su lengua.
—Hace mucho que ese caballero no viene por aquí —contestó—, pero no se preocupe, yo sé hacer favores.
Flores le tendió una tarjeta con el teléfono de la Brigada Central.
El hombre grande, el del traje hecho a medida, se guardó el martillo en la chaqueta y echó un rápido vistazo a los destrozos que había cometido en la sala de juegos de Recreativos Blasco. No había dejado una máquina sana. Todas las pantallas reventadas, la mayoría habían quedado inservibles por completo.
Muy despacio, como si no tuviera prisa, se dirigió a una puerta del fondo y la abrió. Encendió la luz, observó unas escaleras y empezó a subirlas también muy despacio. Sus enormes zapatones reforzados con punteras de plomo crujieron y rechinaron al posarse en los travesaños de madera. Elevó un pie, después el otro y trabajosamente fue subiendo escalón a escalón.
Carmela aparcó la moto al borde de la acera y bajó el gas, sin apagar el motor. Vio a los dos chicos que permanecían con las manos apoyadas en la pared. Muriel estaba con ellos y Solana hablaba con una mujer que estaba en el automóvil «K» de la brigada, Carmela distinguió su largo cabello rubio. Solana sonreía demasiado. Estaba demasiado simpático.
—¿Qué quieres? —le dijo cuando estuvo a su lado—. ¿Para qué me has llamado?
Solana titubeó unos instantes.
—Tienes que hacerme un favor, Carmelita.
—No me llames Carmelita. Me llamo Carmela. ¿Cómo quieres que te lo diga?
—Perdona, mujer. —Solana bajó la voz—. Tienes que dejarme tu apartamento. Carmela, por tu madre.
Ella se quedó mirándolo.
—¿Estás zumbao, tío?
—Es una emergencia, Carmela.
Se acordó de Esperanza, la mujer de Solana. Era una chica guapa y tranquila, plácida. La recordaba de una noche que fue a recoger a Solana a la brigada para ir después al cine. Entonces le dio la mano de forma franca y segura.
—Vete a un hotel, a mí no me jodas.
—¿A un hotel? Vamos, Carmela, un hotel cuesta dinero, no puedo llevarla a cualquier sitio.
—¿No? Pero bueno, ¿quién es? ¿Ava Gadner? —Carmela se adelantó en la moto e intentó ver un poco más del aspecto de la chica. Añadió—: ¿Para eso tanto follón?
Solana se puso serio.
—Es un favor que te pido, de compañero a compañero. Muriel vive en una pensión, si no, se lo pediría a él. He llamado a un par de amigos que tienen sitio, pero…
La chica del coche hizo sonar el claxon y Solana se volvió y le hizo un gesto de que esperara. Se volvió a Carmela y le repitió:
—Es un favor de compañero a compañero.
Uno de los chicos que estaba con las manos en la pared se separó unos centímetros. Se dirigió a Carmela:
—¡Eh, señorita! ¿Es usted policía?
Muriel lo empujó.
—¡No te muevas, imbécil!
—¡Señorita! —siguió—. ¡Lléveme usted a la comisaría, por su santa madre! ¡Lléveme a la comisaría en la moto y lo confieso todo!
—¡Vuelve a hablar y te rompo la cara, imbécil! —le gritó Muriel.
Carmela aceleró la moto. Se separó de la acera y empezó a rodar.
—Carmela, pero ¿qué haces?… ¡Carmela! —Solana la agarró del brazo y caminó unos pasos a su altura—. ¡Espera un momento!
Carmela se metió la mano en el bolsillo de su cazadora negra y le lanzó las llaves. Solana las cazó al vuelo.
—Si me estropeas algo, te rompo una pierna —le dijo Carmela.
—¡Dios te lo pague, Carmelita!
La moto empezó a rodar calle arriba. Uno de los detenidos se separó de la pared y gritó:
—¡Deténgame a mí, señorita, deténgame! ¡Me he hecho cuatro gasolineras! ¡Cuatro!
—¡Cállate de una vez o no respondo! —le gritó Muriel. Y luego añadió dirigiéndose a Solana, que se había acercado al coche y le estaba enseñando las llaves a la chica—: ¿Puedes llamar a la comisaría de una vez? Vamos, si no te importa.
El detenido que había hablado antes murmuró:
—¿Por qué no me detendrá a mí una tía como ésa, madre mía?
La habitación estaba a oscuras, una claridad mortecina apenas iluminaba un sofá cama barato, una mesa de oficina gris, una silla con ruedecitas y dos armarios archivadores.
Blasco era un hombre fornido, de unos sesenta años, y empuñaba una pequeña automática del 7.65. Estaba en camiseta y calzoncillos y pugnaba por acercarse a la puerta. Se lo impedía una muchacha de unos treinta años, de ojos saltones y pelo rubio teñido a mechas. La chica estaba en camisón y gritaba con un deje agudo en la voz:
—¡Quédate aquí, no salgas, te van a matar!
—¡Suéltame, Luci, suéltame!… ¡Me están destrozando el local!
Empujó a la mujer, que cayó espatarrada sobre la cama, y corrió hacia la puerta empuñando la pistola. Al otro lado de la puerta, el hombre de la chaqueta hecha a medida movió la mano con parsimonia y sacó de una funda sobaquera una escopeta de cañones recortados que no tenía apenas culata. La sostuvo con una mano y aguardó a que abrieran la puerta. Cuando Blasco lo hizo, el hombre del traje hecho a medida lo apuntó con la escopeta directamente a la cara. Blasco sufrió un sobresalto y se le abrieron los ojos como platos. Retrocedió lentamente.
—¡Tú! —exclamó—. ¡Tú!
El hombre pasó a la habitación con la misma parsimonia con que hacía todo y cerró la puerta tras él sin dejar de apuntar. La mujer lanzó un grito y se acurrucó en la cama. Blasco bajó la pistola y abrió la otra mano.
—¡No, Rolando, no me hagas nada! —Tiró la pistola al suelo, lejos—. ¡Rolando, por favor!
Rolando lanzó su pie derecho contra la rodilla de Blasco. No lo hizo con demasiada fuerza porque sabía de lo que era capaz con la puntera de sus zapatos, pero Blasco soltó un grito animal y cayó al suelo como si pesara tres veces más. En el suelo comenzó a gemir.
—¡No, no me mates, Rolando, no me mates!
Rolando paseó la mirada por el cuarto y se guardó la recortada en la funda sobaquera. Al meterla, se distinguió en el otro costado una funda exactamente igual, con otra recortada. Blasco seguía gimiendo en el suelo.
—Dile a Tino…, escucha, dile a Tino que tendré sus máquinas… Díselo, por favor… ¿Eh?… Anda, puedes decírselo, Rolando…, alquilaré todas sus máquinas, todas.
Rolando no dijo nada, no hizo ningún gesto. Desde abajo, Blasco lo veía como un gigante inmenso. El gigante alzó una pierna y descargó el pie sobre la mano de Blasco. Blasco comenzó a gritar de nuevo.
—¡Suelta, Rolando, suéltame! ¡Me estás destrozando la mano! ¡Dios mío, me la estás rompiendo!… ¡Dios!
Rolando separó el pie y se movió lentamente hacia la cama. La mujer se pegó a la pared como si quisiese traspasarla.
—Señor —suplicó—, señor, no me haga nada…, no me haga daño…
Rolando negó con la cabeza y se volvió. Blasco estaba todavía en el suelo con la mano herida en el pecho, llorando en silencio. Rolando caminó hacia la puerta, produciendo el característico ruido de sus grandes zapatones. Abrió la puerta y salió.