En el salón de Kader estaban echadas las cortinas de los grandes ventanales que daban al jardín. Había cuatro hombres y una mujer. Dalberto atravesó el salón en dos niveles con una bandeja de canapés y se encaminó hacia Maurice, sentado cerca del piano con una copa entre las manos. Maurice tomó un canapé con dos dedos y se lo llevó a la boca. Dalberto continuó pasando la bandeja. Se aproximó a Kader y a Rinchi, parados frente a un cuadro abstracto de grandes dimensiones. Kader hizo un gesto con la mano y Dalberto le ofreció a Rinchi la bandeja. Rinchi se había vestido con sus mejores ropas, un pantalón de cuero negro muy ceñido, botas en punta, una camisa de seda también negra y una chaquetilla de raso color salmón. En el pecho le brillaba una cadena de oro. Hizo un gesto con la mano parecido al que había hecho Kader.
Se sentía feliz por haber sido invitado a aquella fiesta y sus ojos resplandecían. La verdad era que allí nadie hablaba, y aquello no parecía una fiesta, al menos como él pensaba que debían de ser las fiestas de los ricos. Pero había música, eso sí, y todos parecían elegantes y educados, excepto uno de ellos, al que le habían presentado con el nombre de García. «Mi mecánico jefe», había dicho Kader.
Este García estaba sentado en uno de los sofás circulares, embutido en un traje que le venía estrecho, al lado de la secretaria particular de Kader, una tal Sonia, a la que Rinchi calificó enseguida, Rinchi sabía demasiado de la vida como para no distinguir el tipo de mujer que era Sonia.
Rinchi había intentado comenzar una conversación hablando del tiempo y de lo puro que era el aire de la sierra en aquella parte de Madrid, pero nadie le había seguido la charla, de manera que había optado por beber su copa a sorbitos y mirar los cuadros del salón. Dalberto se marchó y Rinchi lo siguió con la mirada. Pensó que si aquello era la cena, pasaría hambre.
García suspiró y habló sin dirigirse a nadie en particular.
—No me voy a poder quedar mucho tiempo —dijo.
Nadie le contestó.
Las siluetas iluminadas de los grandes ventanales del salón recortaban el césped del jardín en rectángulos perfectos. El dóberman estaba echado sobre la hierba y la luz se reflejaba en su lustroso pelaje negro como si estuviera húmedo. Se enderezó súbitamente y luego se puso en pie. Sus orejas se erizaron y olfateó el aire. Luego empezó a caminar en dirección a la parte trasera del jardín. Su paso se convirtió en un trote rápido. El perro se movía como una sombra, sin ruido.
La China cerró la puerta del jardín a sus espaldas, muy despacio. El ronroneo de la música llegaba hasta donde estaba y veía los ventanales de la planta baja iluminados. Aquella parte del jardín estaba oscura, de manera que no vio al dóberman hasta que éste gruñó. Entonces se dio cuenta de la extraña fosforescencia de sus ojos y distinguió los contornos de su cuerpo. Se quedó rígida por el terror, petrificada. El perro volvió a gruñir y avanzó unos pasos con las fauces abiertas. Sus colmillos brillaron. Se detuvo a escasos metros de la China. Ésta continuó inmóvil. Ni uno solo de sus músculos hizo el menor movimiento.
Llevaba una navaja en el bolso, pero tendría que abrirlo. Sabía que al mínimo movimiento el perro se abalanzaría sobre su cuello. Eran perros entrenados para eso, y debía de pesar más de sesenta kilos. Más que ella misma. Una embestida la tiraría al suelo. El cabrón del Rinchi no le había dicho nada del dóberman y ella tampoco había pensado en eso. Si por lo menos pudiese abrir el bolso y sacar la navaja… Tenía que alargar la mano despacio, muy despacio. Tan despacio que el perro no se diese cuenta.
La China parpadeó con fuerza. El sudor le caía por la cara y le escocían los ojos. El dóberman continuaba observándola sin dejar de gruñir, mirándola fijamente. Muy despacio, muy lentamente, comenzó a abrir el bolso. Su mano derecha empezó a recorrer un largo y lento camino.
Maurice tocaba muy bien el piano. Al menos, lo había tocado en tiempos lejanos. Le gustaba pasar los dedos por el teclado, comprobar que aún mantenía la vieja habilidad. De todos modos, así fue como conoció a Kader en París, cuando aún no se llamaba Kader, él era más joven y más crédulo y se fue con aquel hombre.
Dalberto, el filipino, había arrastrado una mesa con ruedas con un bufé frío. Rinchi era el único que comía. Se había llenado un plato, lo había terminado y se estaba sirviendo más. Kader fumaba un cigarrillo fingiendo que atendía a la música del piano, y García besaba a Sonia en el sofá circular y le pasaba la mano por debajo de la minifalda blanca que llevaba, comprobando que usaba ropa interior demasiado pequeña. Ella le dejaba hacer con los ojos abiertos y mirando al techo, sintiendo cómo el hombre jadeaba cada vez más. García se dio cuenta de que Sonia tenía los ojos abiertos y retiró la mano. Su rostro estaba rojo y sudaba.
—Me recuerdas a un coche. Uno de ésos de carrocería fina. Embragas, metes primera y a funcionar. ¿Tú no sientes nada?
Sonia le tomó la mano y volvió a metérsela bajo la diminuta falda.
—El señor Kader ya me ha pagado —dijo en voz baja—. No te preocupes por mí.
—Perrito, hola, perrito…
La China tenía ya la mano a medio camino del bolso, que estaba abierto del todo. Milímetro a milímetro, siguió moviéndola. Continuó susurrándole al dóberman:
—… perrito bueno, no te enfades, anda, perrito guapo…
—¿Sabe tocar moderno, señor Maurice? Toca usted muy bien —le dijo Rinchi.
Maurice se encogió de hombros y continuó improvisando al piano a partir de New York, New York.
—Puedo tocar cualquier cosa.
—A mí siempre me ha gustado la música. Adoro la música. —Rinchi suspiró, pero Maurice había dejado de mirarlo. Ahora contemplaba a Sonia, abierta de piernas, y a García, que jadeaba acariciándola con fuerza. Kader hacía lo mismo: miraba la escena—. Me… me hubiera gustado ser músico, señor Maurice…, co… como usted.
Sonia comenzó a gemir como si estuviese sola en la habitación de un hotel. Maurice intensificó el ritmo del piano.
La China se volvió con la navaja tinta en sangre y se inclinó sobre el perro, que agitaba las patas en el suelo, dando sus últimos estertores. El profundo corte en la garganta le había seccionado la tráquea, las cuerdas vocales y la vena yugular. Por el boquete salía la sangre a chorros a cada convulsión.
La China comenzó a temblar. Las piernas se le empezaron a mover de forma incontrolada y tuvo que ponerse de rodillas. Tenía un gusto ácido en el fondo de la garganta. Apretó los dientes y aguardó a que pasara.
Cuando se puso en pie, todo había terminado. Limpió la navaja en el suave pelo del dóberman, aún caliente, y se frotó la mano en el césped. Luego comprobó que la sangre no le había salpicado y cerró la navaja accionando el resorte. Recogió el bolso y se alisó la falda. Se había vestido con sus mejores galas.
Avanzó despacio hacia la puerta de la cocina, que se divisaba desde la penumbra del jardín. Antes de llegar se detuvo para escuchar el piano y se atusó el cabello.
Kader se dirigió a Rinchi:
—Tú, vente conmigo.
—¿Adónde, señor Kader?
—Arriba.
Rinchi soltó una carcajada.
—¿Qué te hace gracia?
—Nada, señor Kader.
—Entonces vamos de una vez.
Lo tomó del hombro y Rinchi le puso la mano en la cintura. Los dos caminaron hacia la escalera de mármol que conducía a las habitaciones del piso superior.
Maurice empezó a tocar los sones de la marcha nupcial.
El criado filipino retrocedió con los ojos desmesuradamente abiertos y la navaja en el cuello. La China cerró la puerta con el pie y lo empujó con fuerza. Su cabeza chocó contra la pared y produjo un sonido seco. El filipino puso los ojos en blanco, sin soltar un solo gemido. La China lo tomó del cuello y lo golpeó otra vez. Se desplomó y quedó tendido en el suelo.
Prestó atención al piano, atravesó la cocina y fue a parar a un pasillo revestido de armarios empotrados. De puntillas llegó hasta la entrada del salón. No estaba Kader. Vio al otro, al elegante, tocar el piano sin dejar de mirar a una pareja que hacía el amor con mucho ruido sobre uno de los sofás. El hombre estaba encima de la mujer y se había bajado los pantalones, pero seguía llevando la chaqueta.
Recorrió con la mirada el trozo de salón que veía. Kader podía estar en cualquier sitio, pero si no estaba allí, debía de estar donde ella se figuraba. Se pegó a la pared. Luego subió las escaleras agachada. El piano del elegante había dejado de sonar, pero seguía escuchando los jadeos del otro hombre. Llegó a la segunda planta y trató de orientarse. Si Rinchi había dicho la verdad, el dormitorio principal de la casa se encontraría al final de un corto pasillo, tras la puerta del fondo.
Se deslizó hacia allí, sin ruido y con rapidez. Al llegar escuchó unos instantes, pegando la oreja a la madera. Hasta ella llegaron gemidos entrecortados y las expresiones guturales de Kader. Sonrió en silencio y apretó la navaja con fuerza. Empujó la puerta, no hubo ningún ruido.
Entre la penumbra, distinguió a Kader con una peluca rubia. Se había puesto un sujetador, un liguero con medias negras y bragas del mismo color. En su cuerpo no había un solo pelo. Rinchi lo cabalgaba por detrás.
La navaja de la China se detuvo en la garganta de Rinchi y las palabras murieron antes de ser pronunciadas. Los ojos se le desorbitaron. La China lo empujó hasta que se deslizó fuera de la cama con los ojos abiertos como platos. La navaja se le había clavado ligeramente y había comenzado a salirle sangre.
—No, China, a mí no… —Emitió un chillido apagado y se tapó con una sábana azul celeste.
—¡No!… ¡Espera, ¿qué quieres?! —gritó Kader.
—Has matado a mi hermano y la has cagado, hijo de puta.
—¡No, espera! ¡Yo no maté a tu hermano, yo no lo maté! ¡Fue el policía, fue él!
Rápidamente le agarró el sexo con la mano izquierda y la navaja trazó un pequeño e imperceptible círculo. Kader gritó con toda la fuerza de sus pulmones y se llevó las manos a la entrepierna. La afilada hoja de la navaja le había rebanado el pene limpiamente. La China lo sostuvo en la mano izquierda, mientras la sangre manchaba el suelo y su ropa. Kader perdió el conocimiento en medio de un grito gutural y se desplomó en la mullida moqueta de lana, que comenzó a empaparse de sangre.
—¡No! —gritó Rinchi mientras retrocedía contra la pared.
El horror se reflejaba en sus espantados ojos. La China, cubierta de sangre, avanzó hacia él llevando el pene de Kader en la mano. Rinchi siguió gritando. La China se agachó a su lado.
—¡No, China, no! ¡No me hagas nada, yo te he ayudado, China, te he ayudado! ¡Te he ayudado! ¡China, por favor!
—No voy a hacerte nada, Rinchi, nada —dijo con voz tranquila. Rinchi la miraba paralizado—. Siempre me has gustado, Rinchi. Eres muy guapo, ¿lo sabías?
Rinchi habría querido decir algo, pero el temblor de sus miembros se lo impedía. La China acercó su cara a la de él.
—Estoy caliente, Rinchi —susurró con voz ronca—. Estoy mojada.
La China lo besó en los labios. Primero se los chupó con la lengua y después le pasó los brazos alrededor y lo abrazó. La boca de la China succionaba la de Rinchi y su cuerpo se pegaba al suyo como el de una serpiente antes de devorar a su presa. En aquel instante se escuchó la lejana sirena de un auto policial. La sirena fue haciéndose cada vez más audible. De pronto, Rinchi lanzó un grito desgarrador, aún con la boca de la China pegada a la suya. Comenzó a patalear y a golpear la espalda de la chica. El beso se estaba convirtiendo en un beso de sangre.
La China le estaba triturando el labio inferior.