El jefe del Gabinete de Dactiloscopia de la policía se apellidaba Orbaneja. Era un hombre delgado, sin apenas nariz, sobre la que se asentaban unas gruesas gafas de montura de concha. Tenía cuarenta y ocho años, categoría de inspector jefe y vivía con su madre en un piso oscuro del centro de Madrid. Nunca se había presentado a las oposiciones a comisario, ni tenía intención de hacerlo. Llevaba veinticinco años en el servicio y había visto pasar a innumerables jefes superiores, comisarios generales y responsables de brigada, cada uno con su particular visión de cómo debía organizarse el servicio. El resultado era que el servicio funcionaba como él quería. Era una especie de virrey cuyas decisiones nadie ponía en tela de juicio.
Cada nuevo jefe, al llegar al mando, intentaba que Orbaneja entrase en vereda y lo amenazaba con sanciones y hasta con el traslado, pero Orbaneja era demasiado bueno como para que prescindieran de él, de modo que al final tenían que aguantar su peculiar manera de administrar ese fundamental servicio policial. Estaba considerado como uno de los máximos expertos europeos en su especialidad. En los juicios invariablemente era llamado para testificar. Era el mejor perito en su materia y lo sabía.
A Orbaneja lo que más lo fastidiaba era que le metieran prisa. Y más, después de comer. Desde hacía casi veinte años solía jugar una partida de dominó con un comisario retirado, un chófer del Parque Móvil y el dueño de un bar de la calle Carretas.
Aquel día no le habían dejado jugar su partida. Estaba sentado tras una mesa corrida en la sala de fichas dactilares, en el Gabinete de Dactiloscopia de la Puerta del Sol. En la mesa había un desorden total: informes, citaciones de juzgados, fichas dactiloscópicas, lupas y lápices sin punta. Todo aquello se mezclaba con los periódicos del día y comunicados internos.
Orbaneja vestía una bata blanca sucia y sin abotonar, y estaba manipulando la pantalla del visor de huellas, ajustándola. Sobre la mesa, a su lado, descansaba una raqueta de squash metida en una bolsa de plástico transparente. De pie, alrededor de la mesa, se encontraban Flores, Lucas, Samuel y Romero.
—Siempre con las jodidas prisas —farfulló Orbaneja—. Estoy hasta los cojones de tantas prisas. —Se volvió a Samuel—: Esto hay que hacerlo bien, Samuel. O se hace bien o no se hace. Siempre con prisas, coño.
Samuel movió la cabeza, asintiendo. Tenía miedo de que Orbaneja se levantara y diera por terminada la sesión. Entonces, ni el director general de la Policía podría convencerlo de otra cosa. En la pantalla surgió la forma borrosa de una huella dactilar y Samuel suspiró de alivio. Orbaneja fue ajustándola mientras hablaba.
—Es peor equivocarse que no hacerlo a tiempo, porque si nos equivocamos, la jodemos, y si no se hace a tiempo, ya se hará, pero se tendrá seguridad. —Orbaneja se dirigió otra vez a Samuel—: ¿No estás de acuerdo conmigo?
Samuel intentó controlar la tensión nerviosa que lo atenazaba por dentro.
—Sí —contestó—. Claro que estoy de acuerdo contigo, Orbaneja.
—¡Ajá! —bufó éste.
—¿Crees que habrá alguna nítida? —preguntó Samuel.
—Puede que sí, puede que no —respondió Orbaneja—. Estarán superpuestas, eso sí.
La huella que se veía en la pequeña pantalla quedó fijada, y el jefe del laboratorio la observó.
—Vamos a ver si hay otra mejor —dijo sacando la diapositiva.
Frente a él había cuatro diapositivas más, colocadas en un platillo de café. Eran las que habían hecho los fotógrafos del departamento media hora antes. Orbaneja tomó otra, la observó al trasluz y la desechó. Ninguno de los hombres que miraban la operación dijo nada.
Lucas contempló a Romero, que permanecía serio y taciturno, sin despegar los ojos de la pantalla. Romero se dio cuenta de que Lucas estaba mirándolo y le sonrió, dándole una palmada en el brazo.
—Como una película de suspense, ¿eh, Lucas? —le dijo.
—Algo así —contestó él. «Qué simpático está éste», pensó.
—¿Creéis que ese Kader puede andar por ahí con el peta chungo? Me suena un poco raro —dijo Romero.
—¿Por qué te parece raro? —preguntó Flores.
—Hombre, tiene un negocio legal y…
—Tiene varios negocios legales —interrumpió Lucas—. Y su pasaporte es de exiliado libanés, expedido por las Naciones Unidas. ¿Quién te dice que no ha presentado documentación falsa?
Romero se encogió de hombros y Flores lo miró con atención.
—Puede ser —dijo Romero.
—¿No lo habéis comprobado nunca en comisaría? —Flores arrugó la frente.
—No puedes pedirle las huellas dactilares así como así. Todos sus negocios son legales.
«Pero sí puedes entrar en la casa de los Montoya mientras celebraban un funeral. Eso sí que lo puedes hacer», pensó Lucas.
—Exporta coches robados —siguió Flores.
—Está por demostrarse y, además, los coches no son suyos, los compra. A él le dan unos coches, los empaqueta y los manda por ahí. No hay manera de demostrar que los roba. No me figuro a Kader robando coches.
—¿Cómo te lo figuras, Romero? —le preguntó Flores.
«¡Bingo!», pensó Lucas, y Romero volvió a encogerse de hombros.
—Ése es un moro cabrón, como todos —contestó—. Le gustan los muchachitos, el muy cerdo. Es un bujarra, se lo montaba con el Buga.
Orbaneja se volvió en su asiento, furioso.
—¿Podéis callaros de una vez? —gritó—. ¡Esto no es el mercado, coño! —Señaló con un dedo pringoso la fotografía ampliada de una de las huellas de Kader—. El pulgar —dijo—. Puede servir. ¿Te das cuenta, Samuel? —Todos asomaron la cabeza—. Se distinguen doce crestas. Y para identificar una huella son suficientes siete.
—¡Mándala ya, por Dios! —exclamó Samuel—, ¡no perdamos más tiempo!
—Tranquilo, tranquilo… Sin prisas, las cosas hay que hacerlas bien. Que luego pasa lo que pasa. —Orbaneja se dirigió a Flores—: Ya podéis devolverle la raqueta a su dueño, Flores. Ya sabes que a mí los métodos que tenéis en el Grupo Especial no me gustan nada.
—Le hemos comprado una nueva —contestó Flores—, igualita.
Orbaneja adelantó la mano y encendió el ordenador que tenía a su izquierda, en uno de los extremos de la mesa. La pantalla tomó un color verde pálido y emitió un callado zumbido. Orbaneja comenzó a teclear sin dejar de hablar. Samuel se pasó una mano por la boca. La tenía seca y rasposa.
—¿Estarán?
Orbaneja dejó momentáneamente de teclear.
—Allí no son como aquí. Allí la policía cumple un horario de trabajo.
Orbaneja terminó de teclear en el ordenador. En la pantalla apareció una línea escrita que decía: «Infor. urgent. dactilosco. Mad.». Tamborileó con los dedos.
—El comisario Delacroix es buena persona, un poco listillo, como todos los franceses, pero sabe lo que se hace. Si está, me enviará los resultados enseguida. Si no… —Orbaneja hizo un gesto con la mano derecha—. Habrá que esperar a mañana.
—¿A qué hora se va a su casa ese Delacroix? —preguntó Samuel.
—¡Y yo qué sé! ¿Tengo que saber también a qué hora se marchan los de la Interpol?
—Bueno…
—¡No me volváis a venir con tantas prisas! ¡Y menos con una raqueta robada de mala manera! ¿Sabes el sudor que había en la jodida raqueta? ¡Podíais haber robado otra cosa mejor! ¡Vosotros queréis que esto sea una fábrica de milagros! ¡Y encima con prisas!
Se escuchó un débil tintineo y el ordenador comenzó a funcionar. En la parte superior aparecieron las cifras y los números del código secreto de respuesta y la máquina se detuvo. Después aparecieron dos letras, «OK». Samuel emitió un largo suspiro, se volvió hacia Flores y le palmeó el brazo.
—¡Todavía no se ha ido a su casa! —dijo.
—¡Luis! —gritó Orbaneja. Se abrió una puerta y un hombre con bata blanca se asomó—. ¡Manda un telefax! —ordenó—. ¡A París!
El hombre se dirigió al proyector de huellas y sacó la diapositiva.
—¿A París? —preguntó.
Orbaneja asintió y el hombre de la bata blanca se retiró con la pequeña película en la mano. Romero bostezó.
—Bueno —dijo—. Todavía no he comido. Voy a ver si tomo algo. —Palmeó la espalda a Samuel y añadió—: Estaré en comisaría… Llámame si quieres algo.
—De acuerdo —le contestó Samuel. Sus ojos brillaban de excitación apenas contenida—. Te llamaré a comisaría.
Romero se dirigió hacia la puerta. Antes de que pudiera abrirla, entró Vicente Larraga, jefe de Prensa de la Dirección General de la Policía. Era alto, se vestía con atildamiento y tenía los ojos azules. Paseó la mirada por la sala y se dirigió hacia Lucas. Lucas mantenía la mirada perdida en la puerta por donde había desaparecido Romero. Larraga se situó enfrente suyo, sonriéndole. Lucas dio la impresión de no haberlo visto.
—¡Hola a todos! —saludó el jefe de Prensa. Larraga recibió como respuesta una serie de gruñidos y contestaciones varias—. Llevo todo el día buscándote, Lucas.
—¿Sí? —continuó observando la puerta—. Qué curioso.
—¿Qué es curioso, Lucas?
—Nada, cosas mías.
—Escucha. Tengo que hacerte una entrevista larga para publicarla en nuestra revista. Vas a contarme todo lo que haces en la parroquia con esos muchachos. ¿Me entiendes? Datos humanos, anécdotas, en fin, todas esas cosas. —Lucas lo apartó con la mano y dio unos pasos en dirección a la puerta. Larraga se puso nervioso—. ¡Lucas! Pero ¿qué haces? ¡Escucha…!
—¡Ahora no puedo! —dijo Lucas—. ¡Luego, más tarde!
—¡Lucas! —gritó el jefe de Prensa.
Pero Lucas había echado a correr.
Romero caminó por la Puerta del Sol apartando a la gente y entró en una cafetería que se encontraba en el comienzo de la calle Mayor. Se acercó al mostrador y paseó la mirada en torno a él, buscando un teléfono. Al fondo encontró un cartel que señalaba con una flecha los servicios y el teléfono público. Bajó los escalones de dos en dos, descolgó el auricular e introdujo una moneda de cinco duros en la ranura. Aguardó unos instantes y soltó una interjección. El teléfono no funcionaba. Lo colgó con fuerza, subió las escaleras como una exhalación y salió a la calle.
El enorme dóberman respondía al nombre de Dogo. Era negro y musculoso, de piel aceitada y lustrosa. Se mantenía al lado de Kader, atento a cualquier señal que emitiese su amo. Era un perro entrenado como guardián. Había tenido un entrenamiento completo y satisfactorio. A Maurice el perro le producía ese terror atávico que suscitan los animales salvajes e impredecibles. Kader y Maurice paseaban por el cuidado césped del chalé de Kader y el perro trotaba entre ellos.
—… García lo está rectificando —estaba diciendo Maurice—. Es nuevo, de seis meses, y tenía matrícula de Sevilla. Lo pescaron aparcado en la calle. —Maurice suspiró—. Menos mal que ya ha terminado todo.
Kader se detuvo y Maurice tropezó con el perro. No pudo evitar que un gritito saliese de su garganta.
—¡Oh! —exclamó.
—No tengas miedo —dijo Kader—. No hace nada si yo no se lo mando.
—Me pone nervioso.
—Te haría pedazos en menos de cinco minutos. —Maurice puso cara de espanto. Kader soltó una carcajada y añadió—: Has hecho un estupendo trabajo, Maurice. Ahora, con el Mercedes en manos de Suleiman, las cosas volverán a ser como antes. —Kader tomó del brazo a Maurice y continuaron paseando—. Quiero pedirte disculpas. Últimamente no me he portado bien contigo.
—Kader… —murmuró Maurice.
—Te pido disculpas.
—¡Oh, yo…! Me gustaría que…
Kader lo interrumpió:
—Sé que no te han gustado algunas cosas, Maurice, pero quiero que me comprendas. Cuando encontremos a la hermanita del Buga, pactaremos con ella, ¿sabes? Le daremos algo de dinero para que olvide lo que le sucedió a su hermano por bocazas y por creer que Kader era tonto. ¿Tú crees que soy tonto, Maurice?
—¡Vamos, Kader, sabes que yo te…!
Kader le palmeó la espalda.
—Lo sé…, y quiero que no te vayas de mi lado. Te necesito.
Maurice sonrió. Dalberto, el criado filipino, apareció en el jardín. Era un hombre de pelo blanco, delgado y de edad indefinida. A prudente distancia, habló:
—Lo llaman por teléfono, señor Kader.
Kader se volvió furioso.
—¡He dicho que no me molestes cuando estoy con Maurice!
Maurice volvió a sonreír, pasó tímidamente la mano por el duro lomo del dóberman y se estremeció. Dalberto balbuceó:
—Lo siento mucho, señor Kader, pero dice que…
—¿Es que no has oído, imbécil?
—Es…, es… el señor Romero, señor Kader, y yo…
—Iré yo —dijo Maurice.
—Sí —contestó Kader—. Buena idea, quiero que ese estúpido empiece a darse cuenta de que tú también eres el jefe, Maurice.
Había una pila de cajas de cerveza vacías y el somier de una vieja cama apoyado contra la pared. Enfrente, la puerta verde de los retretes de señoras y caballeros y un lavabo desportillado con un trozo de jabón. Las baldosas del suelo se habían levantado con el tiempo y estaban sueltas. Una bombilla pálida derramaba una luz azulada sobre el pasillo, que, más allá, daba a las oscuras escaleras que subían hasta el bar. El teléfono estaba colgado en la pared, frente a las puertas verdes de los retretes. En la pintura cuarteada habían escrito números de teléfono y frases, y lo habían intentado borrar, desconchando la pared.
Romero hablaba a voces y la luz del techo le daba en lo alto de la cabeza.
—¡Imbécil, no quiero hablar contigo! ¿Cómo quieres que te lo diga? ¡Es con Kader con quien tengo que hablar, dile a Kader que se ponga! ¡Y rápido!… ¡He dicho que rápido!
Romero paró de gritar y atendió al teléfono. Su cara estaba contraída por la ira.
—¡No aguanto órdenes de ti, imbécil, maricón de mierda! ¡Dile a Kader que se ponga o lo sentirás! ¡Te juro que voy a pisarte la cabeza, maricón de mierda!
Se escuchó una voz tranquila, suave.
—¿A quién vas a hacerle eso, Romero?
Lucas sonreía apoyado en la esquina del pasillo, las manos metidas en los bolsillos. Romero cerró la boca y lo miró fijamente. Cambió el tono de voz:
—Dile que volveré a llamar.
Colgó y sonrió. No era la sonrisa dirigida a un amigo. Lucas dio unos pasos en dirección a él.
—¿Me has seguido, Luquitas?
—Sí.
—Vaya, de manera que el gran Luquitas, el cerebro del Grupo Especial, me ha seguido hasta aquí. ¿Y se puede saber para qué me has seguido, Luquitas?
—Tenía algo que preguntarte.
—Puedes preguntarme lo que quieras. Somos compañeros, ya sabes. Aunque estés en el Grupo Especial, somos compañeros.
—Ya no me hace falta preguntarte nada. Tú mismo lo has dicho todo.
—¿Sí, Luquitas?
—Sí.
—Vaya. Tengo que reconocer que, después de todo, eres bastante listillo. ¿Eres un listillo, Luquitas? ¿En serio? —Romero dio un paso en dirección a Lucas. Era más alto y más fuerte que él, y en su vida profesional había acabado con individuos más fuertes de lo que aparentaba ser Lucas—. Vaya, me parece que te he subestimado. Eres mucho más listillo de lo que creía. ¿Vas a decirle a Samuel que conozco a Kader? Es lógico que lo conozca. Llevo vigilándolo un año, por lo menos. ¿Crees que eso no está bien o vas a denunciarme a la Brigada de Asuntos Internos?
—Exactamente, Romero. Has acertado.
Romero soltó una carcajada que terminó enseguida.
—No me digas… ¿Y qué vas a decirles? ¿Que conozco a Kader? ¿Vas a decir eso? Qué imbécil eres, Luquitas, madre mía. Qué bobo eres.
—No solamente eso, Romero. Has cometido varios errores, además de llamar a Kader.
—¿Varios errores? ¡Oh, sí, se me olvidaba que eres un listo! Todos los listos estáis en la Brigada Central. Sobre todo en el grupo del gitano. Me tienes harto, Luquitas.
Romero golpeó el pecho de Lucas con el dedo. Lucas no se movió.
—Pero que muy harto.
—Me das asco, Romero. Ni siquiera sabes pringarte con estilo. Nadie sabía que Kader estaba liado con el Buga. Sólo puedes saberlo por Kader. Un pequeño detalle, ¿verdad, Romero?
El rostro de Romero se contrajo. Su mano trazó un rápido movimiento hacia la cintura y su arma de reglamento apareció en su mano derecha. La apoyó sobre la barriga de Lucas. Lucas no se movió.
—Eres un imbécil —dijo con voz neutra.
—Dame tu pistola y la placa.
—Sí, eres un imbécil, Luquitas. —Lo empujó con la pistola y añadió—: Nunca le he disparado a un policía, así que no me obligues a hacerlo. Vete de aquí y no ha pasado nada, Luquitas… Esfúmate.
Lucas negó con la cabeza.
—No, vas a venir conmigo.
Romero apretó su arma contra el estómago de Lucas.
—Pero ¿qué coño te pasa, se puede saber? ¿Por qué haces esto? ¿Es por tu amigo el chapero? No me hagas reír, el Buga no valía nada, nada, era un maricón de mierda que estaba chantajeando a Kader. ¿Qué nos importa a nosotros, un chapero más o menos?
—Estás pringado hasta las cejas. El negocio de los coches era bonito y fácil, pero te has pasado matando al Buga.
—¿Es que tú no has matado a nadie? ¡Es nuestra profesión! ¡El Buga era una mierda, era basura, escoria! ¡Habría que matarlos a todos!
Romero, de pronto, se puso pálido y abrió los ojos.
—Ya está bien de charla —dijo Flores, que había aparecido en el recodo del pasillo—. Ya he oído bastante.
—Gitano —escupió Romero.
Flores no se movió de su sitio.
—Deja de jugar con la pistola.
—¡Te mata…!
Giró el cuerpo y levantó el arma, separándola del cuerpo de Lucas. Éste le aprisionó la muñeca y se la dobló. La bala dio en el suelo, rebotó y se incrustó en el techo. Lucas lo golpeó una vez con el canto de la mano en el cuello y Romero soltó un gruñido. Lo golpeó por segunda vez. Romero se desplomó al suelo sin soltar el arma. Lucas le pisó la muñeca y se la arrebató.
—Estás loco —le dijo Flores—. Podía haberte matado.
Lucas no contestó. Su rostro reflejaba una profunda tristeza.