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La verbena en la plaza de Cascorro era una explosión de ruido, música y colores nocturnos. Flores se paseaba entre la gente, pensativo y mirándolo todo con una mirada vacía que parecía traspasar a las personas y perderse entre los carruseles, las casetas de fritanga y los puestos del tiro al blanco. Se detuvo a contemplar a un sujeto bajito y corpulento, de largos brazos, que levantaba sobre su cabeza el martillo de madera del probador de fuerza. El sujeto descargó el martillo con fuerza y el contrapeso subió por los raíles hasta que hizo sonar la campana.

—¡Premio al caballero! —exclamó el dueño, un tipo de rostro color ceniza tocado con una gorra de cuadros.

El sujeto fornido se volvió hacia su grupo de amigos, que lo vitoreó. Parecían camioneros o descargadores del cercano Mercado de la Cebada. El dueño se agachó, tomó del suelo dos panzudas botellas de champán y se las entregó al ganador.

—¡Dos botellitas de rico champán, para que las disfrute! —dijo, y luego observó a Flores—. ¿No quiere jugar, caballero? Dos botellitas de premio.

Flores no se dio cuenta de que estaba hablando con él. El dueño del juego del martillo volvió a hablarle, y entonces Flores negó con la cabeza y siguió caminando. Estaba rodeado de gente alborotadora y risueña que se detenía en los puestos que ocupaban la plaza y todas las calles adyacentes. Desde donde estaba veía la alta e iluminada rueda de una noria. La música de los altavoces se mezclaba con los gritos y las voces de los pregones de los dueños de las casetas, que animaban la verbena.

Caminó sin rumbo por entre los cuerpos sudorosos y alegres que lo empujaban y le pisaban. Tenía los ojos muy abiertos y el cerebro embotado y espeso, como si se encontrara en el fondo del mar o fuera el producto de un sueño y él se estuviera soñando a sí mismo. Si alguien le hubiese preguntado qué hacía allí, en la verbena, él no habría sabido qué responder. En realidad, Flores no se encontraba en ninguna parte.

Vio a Carmela, que iba enganchada a una fila de la conga. La cogía de la cintura un chico muy joven que se reía a carcajadas, y ella sujetaba a una mujer de caderas gruesas, ataviada con un mantón de Manila con flecos. La fila atravesó la calle gritando: «¡La conga… de Jalisco… ahí viene… caminando… La conga…!».

Flores se refugió tras una caseta de tiro al blanco. Desde allí contempló a Carmela, que se perdía entre las masas compactas de hombres, mujeres y niños. El último de la fila pasó y el sonsonete de la conga fue perdiéndose, ahogado por la turbamulta. Carmela vestía un ajustado pantalón vaquero y una chaquetilla negra. Sus ojos resplandecían de alegría.

Se acordó entonces de que tenía una cita y miró el reloj. Se encaminó despacio hacia Tirso de Molina, después bajó por Ave María hasta el Café Barbieri, en la plaza de Lavapiés. Allí había quedado con el Viejo.

El muchachito aparentaba alrededor de doce años y tenía las manos largas y huesudas. Vestía un pantalón que le venía grande, con los bajos vueltos, y llevaba bajo el brazo una caja de limpiabotas. Sus ojillos parecían verlo todo.

—¿Limpia, limpia?… Señor, ¿limpia?

Nadie parecía percatarse de la presencia del chico en el Café Barbieri. Tenía que abrirse paso empujando a la gente y mirando los pies. El chico tiró de la chaqueta de un sujeto sudoroso que charlaba en el mostrador con dos mujeres que se reían demasiado fuerte.

—Señor…, eh, señor.

El sujeto puso mala cara.

—¿Qué coño quieres?

—¿Limpia, señor?

—¡No!

—Los tiene muy sucios. —El chico sonrió.

—¡No, coño!… ¡Déjame en paz, anda!

El chico se dio la vuelta con la vista fija en los zapatos de los que abarrotaban el local y se dirigió hacía la zona de mesas, en las que tampoco había un sitio libre.

Flores, con una copa de coñac en la mano, estaba sentado en una de las mesas del fondo mirando al vacío. A su lado, el Viejo lo observaba con atención. Sus ojos fríos e inmóviles apenas pestañeaban. Frente a él tenía una taza vacía de su invariable té con limón. Flores habló después de una larga pausa.

—No debería haberte llamado, lo siento.

El Viejo sonrió.

—Prácticamente te he sacado de la cama —añadió Flores.

—Los viejos no dormimos, Manuel, y me ha alegrado mucho que me llames. Nunca podemos hablar. Déjame que te diga que estoy deseando que alguien me llame para salir.

Flores se bebió el coñac de golpe. Se le acercó el limpiabotas y le señaló sus zapatos.

—¿Se los limpio?

Flores lo miró de arriba abajo.

—Ven aquí —le dijo. El chico se acercó más y Flores lo tomó del brazo. Le habló en voz baja—: Devuélvele la cartera al del mostrador. —El chico dio un respingo y se quedó rígido. Flores siguió apretándole el brazo. Le hablaba tranquilamente, sin ira—: Vuelve allí y le devuelves la cartera, anda.

—¿La…, la cartera…?

—Sí, chaval, la cartera que le acabas de guindar. ¿Vas a devolvérsela tú o quieres que lo haga yo?

El chico se mordió el labio y miró nerviosamente al Viejo y después a Flores. Entonces se dio cuenta de que aquellos dos eran policías. Flores abrió la caja del limpiabotas y sacó una abultada cartera de cuero negra. El muchachillo asintió en silencio y Flores lo soltó. Vio cómo caminaba por entre las mesas en dirección al mostrador, donde continuaban el sujeto sudoroso y las dos mujeres. El chico se plantó delante y le tendió la cartera.

—Señor —le dijo—, se le ha caído, tome.

El hombre convirtió la risa en una mueca y se quedó mirando su cartera como si la viese por primera vez. Luego, se llevó la mano al bolsillo de atrás y después se registró los otros bolsillos.

—¡Coño, pero si es mi cartera! —La cogió de un tirón, la abrió y comenzó a contar el dinero. Tenía bastante—. Se me ha debido de caer. —Miró a las dos mujeres y sonrió estúpidamente—: Se me ha debido de caer, joder.

Se guardó la cartera. El chico seguía allí, observándolo con sus grandes ojos movibles. El hombre también se quedó mirándolo. Pareció despertar de un sueño y se llevó la mano al pantalón.

—Toma —dijo entregándole una moneda de cien pesetas que el chico miró con atención—. Por honrado, chaval.

Le intentó acariciar la cabeza, pero el chico se escabulló de sus manos. Cuando estuvo fuera de su alcance, le gritó:

—¡Gracias, Rockefeller! ¡Tacaño, joputa!

Flores se volvió al Viejo.

—Si alguien nos viera ahora a los dos, creería que soy un chivato de la Brigada de Información.

—¿Brigada de Información? Vamos, Manuel, hace años que dejé la brigada, soy un jodido jubilado. Deja de preocuparte, por favor. —El Viejo le rozó el brazo. Conocía a Flores desde que éste fue su alumno en la Escuela de Policía, cuando era un muchacho de cabello negro y reluciente, espigado y de ojos brillantes que quería ser el mejor en todo—. Deja de ser un imbécil, Manuel, Julia no te ha dejado, no te abandona. Debes comprenderla, a ella le hace falta aclarar sus ideas, pensar… Estar sola… Es comprensible, Manuel. Estoy convencido de que te quiere.

Flores siguió mirando el bullicio del bar en fiestas. Un muchacho de no más de quince años besaba desesperadamente a una chica de su edad. Lo hacía como si se encontraran solos en un descampado, sin importarles la gente ni dónde estaban. El Viejo continuó:

—Tienes que entender a Julia, deja que acepte ese trabajo en Palma de Mallorca. Un año pasa enseguida y entonces todo será mejor, Manuel. Hazme caso.

—No puedo vivir sin ella —contestó Flores.

El dormitorio de Kader era del tamaño de un apartamento grande. Tenía una enorme cama redonda y un espejo en el techo. Una de las paredes estaba ocupada por un armario de puertas correderas cubiertas de espejos. Un ventanal, tapado por cortinas, daba al ala sur del jardín. Todo el dormitorio estaba tapizado en tonos gris suave y verde, y el suelo, cubierto por una espesa moqueta de lana donde se hundían los pies hasta los tobillos.

Rinchi se encontraba en la cama, sentado ante una bandeja de canapés que iba tragando a gran velocidad. Kader atendía el teléfono, ataviado con una bata de seda que le llegaba por encima de las rodillas. La suave música que surgía de un aparato estéreo oculto no podía acallar las voces de Kader. Estaba gritando:

—¿Es que eres imbécil? ¿No me digas que todavía no habéis podido dar con ella? ¡No, no valen excusas! ¡No ha podido tragársela la tierra, no me lo creo! —Hizo una pausa y atendió en silencio. Luego volvió a gritar—: ¡Escúchame bien, escucha lo que voy a decirte! ¡Esa zorra está en Madrid, lo sé, está en Madrid, quiero que la encuentres, ¿me oyes?!… ¿Me oyes?… ¡Encuéntrala!

Kader colgó con un golpe seco y se acercó a la cama. Su expresión cambió como por ensalmo. Pasó la mano por la encrespada cabeza del muchacho, que continuó comiendo. Kader se sentó a su lado y le sonrió. Rinchi le devolvió la sonrisa.

—Me gusta verte comer.

Rinchi cogió un canapé de caviar y se lo llevó a la boca. No había terminado de tragarlo cuando ya estaba cogiendo el siguiente. Kader tomó otro canapé y lo sostuvo frente a la boca del muchacho. Éste se adelantó para cogerlo con los dientes, pero Kader lo retiró. Empezó a moverlo arriba y a los lados y Rinchi se incorporó en la cama intentando cogerlo con la boca.

—¡Hale, hop…, hop! —gritó Kader.

Finalmente, Kader dejó que lo cogiera y Rinchi lo devoró.

—Te gusta, ¿eh, Rinchi? ¿A que te gusta?

—Sí, señor Kader —contestó con la boca llena—. Están muy buenos.

La barra del bar de alterne D’Angelo estaba lacada en negro, y las tenues luces rojas del local hacían que despidiera tonos extraños. Sonaba una música que surgía de alguna parte y acallaba los rumores de las conversaciones y las risas aisladas que soltaban los clientes. El local era lujoso. Allí no se permitía la entrada a cualquiera. Para ser cliente de aquel establecimiento había que tener un aspecto distinguido. Era caro. Las bebidas eran caras y las mujeres que trabajaban allí lo eran también.

Maurice estaba acodado en el mostrador y parecía contemplar con atención un vaso de whisky mediado. A su lado, Romero desentonaba con la elegancia de Maurice. Si no hubiese sido policía, jamás habría podido entrar en aquel lugar y acceder a ninguna de las mujeres que trabajaban allí. Algunas de ellas sacaban en una noche lo que un inspector de policía conseguía en un mes de trabajo.

—No aguanto que me trate así. No soy su criado —dijo Maurice—. Un día voy a cansarme.

—Tranquilo, hombre —habló Romero—. Déjalo pasar.

Maurice se separó del mostrador y se encaró con el policía.

—Pero ¿tú has visto?

Romero hizo un gesto vago con la mano derecha, como si abanicara el aire. Dijo:

—Mañana será otro día.

Cerca de ellos había dos mujeres con un hombre alto y bien vestido. Una de ellas se llamaba Gladys. La otra era una mujer joven de largo cuello y cabello rubio que le caía sobre los hombros. Romero cruzó la mirada con Gladys y ésta le sonrió.

—Se está volviendo loco —siguió Maurice—. Cada día está más loco. El negocio va cada vez mejor, Romero, cada vez mejor, y Kader, en cambio…

—Ya caerá esa zorra —contestó el policía mirando a Gladys—. Ya caerá. Es cuestión de tiempo. Esas tías van siempre a los mismos sitios, hacen siempre lo mismo. No es tan lista como para esconderse bien.

Maurice negó con la cabeza.

—Le dije a Kader que no se preocupara por el Buga —bajó la voz—. Pero estaba fuera de sí, como loco… Me pegó… Me pegó a mí. —Miró fijamente a Romero y añadió—: No debisteis…

El policía lo interrumpió:

—Deja ya de darme el coñazo, Maurice.

Maurice elevó la voz.

—Tenemos un negocio. Y es también mío, yo soy socio. Tenemos que preocupamos de eso. Lo del Buga ha sido…

Romero le puso la mano en el hombro a Maurice y habló con suavidad, despacio:

—Cállate. —Maurice palideció. Romero continuó hablando en el mismo tono—: ¿Qué importa lo que le haya ocurrido a un asqueroso chapero, Maurice? ¿Qué más da uno más o menos? Todavía quedan muchos. Lo que debe preocupamos es si su hermanita, esa puta de la China, le ha dicho algo a ese amigo suyo de la Brigada Central. Eso es lo que debe preocuparnos, y no lo del Buga, ¿entiendes? Y ahora, cállate, ¿eh, de acuerdo?

Gladys se acercó a los dos hombres. Su enorme boca sonreía, mostrando sus blancos y relucientes dientes.

—Perdonadme —dijo la chica—. Ahora os atiendo.

Romero señaló con la cabeza algún lugar situado encima de ellos. Gladys soltó una apagada risa y le cogió la mano. Caminaron hacia una puerta en la que ponía «Privado».

—Cómo se complican las cosas —murmuró Maurice.

El taxi se detuvo con un chirrido de frenos y Flores y el Viejo descendieron. El Viejo pagó a través de la ventanilla. Flores se tambaleó.

—Creo que estoy borracho —dijo.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó el Viejo.

Flores sonrió y dio unos pasos en dirección al portal de su casa.

—¿Te dejó alguna vez tu mujer? —dijo Flores.

El Viejo soltó una seca carcajada. Lo tomó del brazo.

—Rezaba para que lo hiciera, pero no lo hizo. —Se detuvo—. Ahora que ha muerto la echo mucho de menos, ¿sabes?

—Típica conversación de borrachos. —Flores contempló al Viejo—. Pero tú no estás borracho. ¿Te he contado lo de mi padre?

El Viejo asintió.

—Sí —dijo.

—Se ha liado con una chica que podría ser su hija…, el cabrón.

—¡Ojalá me pasara a mí!

Flores rió frente al portal. Metió la mano en el bolsillo y sacó la llave. El Viejo observó cómo trasteaba, intentando abrir. No lo ayudaría. Eso lo humillaría. Flores consiguió abrir la puerta y se volvió al Viejo:

—Gracias —le dijo.

—¿Gracias? —contestó—. No sabes cuánto te agradezco que hayamos salido juntos. Me estoy apolillando.

Flores le palmeó el hombro y entró en su casa. El Viejo esperó a que se cerrara la puerta y después escuchó el ruido del ascensor.

—No eres tan fuerte, Flores —murmuró—. No eres tan fuerte.

Rinchi tenía la cabeza apoyada en el hombro desnudo de Kader. La bandeja de canapés, vacía, estaba al pie de la cama. Kader le sonreía, pasándole un dedo suavemente por el contorno de la cara.

—… es de la Brigada Central, señor Kader. Se llama Lucas y suele ir a la parroquia del padre Velasco. Todo el rato estuvo preguntando por el Buga y por usted…

El dedo de Kader bajó a la oreja y después al cuello.

—Sigue, Rinchi —dijo Kader.

—Eso…, que me preguntó por usted y por el Buga. Se llama Lucas y me dijo que era amigo del Buga, aunque yo creo que era confite suyo, ¿sabe usted?

—Muy bien.

Los dos se callaron, Kader dirigió el dedo a la tetilla del chico y lo detuvo allí. La acarició dándole vueltas. Luego continuó despacio por la línea del apretado estómago hasta el ombligo.

—Y tú ¿qué le dijiste, Rinchi?

El chico se movió en la cama. La uña de Kader le taladraba el ombligo. Comenzó a sentir una punzada dolorosa.

—Nada, señor Kader. No le dije nada, ya se lo he dicho. ¿No me cree usted, señor Kader?

—Claro que te creo, Rinchi. Claro que sí. ¿Y dices que ese Lucas está en la Brigada Central?

—Sí, señor Kader. En la Brigada Central. Y suele ir a lo del padre Velasco.

—Qué interesante. Un poli en la parroquia. ¿Y era muy amigo del Buga, Rinchi? ¿Se conocían mucho?

El chico ahogó un gemido. El dedo le estaba haciendo daño, mucho daño. Intentó no moverse.

—No…, no lo sé, señor Kader.

—Tú sabes lo que te conviene, ¿verdad, Rinchi?

El dedo dejó de presionar el ombligo. Rinchi respiró hondo.

—Sí, señor Kader —respondió.

—Yo soy muy agradecido, Rinchi. Muy agradecido con mis amigos. Tú no eres como el Buga, que pedía más y más, que quiso reírse de Kader.

—No, señor Kader. Yo no soy como el Buga. Yo quiero ser amigo suyo.

—Ya lo eres, Rinchi. Ya lo eres, y no te arrepentirás.