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El trato se había cerrado en una calle oscura que terminaba en Raimundo Fernández Villaverde. No había durado más de veinte minutos. Al cabo de ese tiempo, el coche del cliente volvió a arrancar y llevó a Rinchi casi hasta la puerta de su casa. Lucas pensó que el tipo debía de ser muy considerado o debía de estar muy agradecido por los servicios prestados por Rinchi.

Estaban ante un grupo de casitas bajas detrás de la glorieta de Cuatro Caminos. Las casitas estaban rodeadas de altos bloques de pisos y parecían los restos de algún antiguo pueblo incrustado en Madrid. Desde donde estaba, Lucas escuchaba el incesante rumor del tráfico de la calle Bravo Murillo. El coche arrancó y Rinchi caminó hasta una de las casitas, cuya puerta estaba pintada de verde. Sacó una llave y entró.

Lucas dejó su coche y se encaminó hacia la casa.

La cocina era grande y servía de comedor. Estaba amueblada con frigorífico, horno de microondas y una enorme lavadora automática. La madre de Rinchi, una mujer menuda y de grandes manos, preparaba comida en el fuego. Rinchi cenaba con la mirada atenta al televisor. Veía el último telediario. Cuando sonaron los golpes en la puerta, Rinchi dejó la cuchara sobre el plato y miró a su madre, interrogándola con los ojos. La madre se encogió de hombros. Volvieron a golpear la puerta y se escuchó la voz de Lucas.

—Policía… Abra, por favor.

Rinchi descorrió la silla con tanta brusquedad que la tiró al suelo con estrépito. La madre gritó:

—¿Quién?

—Policía… Abra, señora. Quiero hablar con su hijo.

Rinchi le hizo señas a su madre con la mano. Negó furiosamente agitando un brazo.

—¡No está! —contestó la madre.

Lucas tardó unos segundos en responder. Su voz sonaba tranquila y bien modulada.

—Sé que está ahí. Abra por las buenas y no empeoremos las cosas.

Rinchi recogió la silla y volvió a sentarse. La madre lo miró fijamente y luego abrió la puerta. Lucas tenía la placa en la mano. La madre apenas si la miró. Sabía distinguir a un policía. Aunque aquel señor no parecía un policía. La mujer se quedó en el umbral, ocupándolo con su menudo cuerpo. Lucas se dirigió a Rinchi:

—Quiero hablar contigo. ¿Puedo pasar?

—¡Mi hijo no ha hecho nada! —chilló la mujer con una voz extraña y ronca.

—No tengo nada de que hablar —dijo Rinchi.

—Yo, en cambio, creo que sí, Rinchi. Y es mejor que hablemos tranquilamente, porque si me enfado será peor.

—¿De qué quiere usted hablar? ¡Yo no lo conozco! —dijo Rinchi.

—Fíjate bien —le dijo Lucas—. Y acuérdate del padre Velasco.

Lucas apartó a la madre con suavidad y entró en la cocina. La madre fue detrás de él, dando saltitos y retorciéndose las manos.

—¡Mi hijo no ha hecho nada! —exclamó.

Lucas se situó frente a la mesa.

—¿Te acuerdas ya? —dijo.

Rinchi levantó sus ojos de largas pestañas en dirección a Lucas y luego los bajó. Murmuró:

—Cierre la puerta, madre.

La madre dejó de dar saltitos alrededor de Lucas y miró a su hijo sin pestañear. Rinchi gritó con fuerza:

—¡He dicho que cierre la puerta!

La mujer cerró la puerta.

—¿Qué es lo que quiere? ¿De qué quiere hablar conmigo?

—¿Ya me has reconocido?

Rinchi asintió con la cabeza.

—¡Hijo…! —empezó a decir la madre, pero Rinchi la interrumpió con otro grito.

—¡Cállese, madre! ¡Cállese de una vez!

Se puso en pie, señaló una puerta y se dirigió hacia ella. Lucas lo siguió. Era un dormitorio con una falsa decoración juvenil. La cama era de madera y había dos pósteres de cantantes en las paredes, pero todo tenía un aire de impostura demasiado evidente. Parecía el decorado de alguna película mala. Rinchi se sentó en la cama.

—¿Qué quiere? —dijo—. Diga lo que tenga que decirme y márchese. Se me va a enfriar la cena. —Miró otra vez a Lucas con sus ojos aterciopelados—. Conozco mis derechos y usted no puede hacerme hablar si yo no quiero.

—No te pases de listo conmigo. Eres menor de edad y puedo detenerte por ejercer la prostitución. Tendrías que justificar, por ejemplo, el origen del dinero que ganas. Y eso no te gustaría, ¿verdad, Rinchi?

El muchacho se agitó imperceptiblemente y aguardó unos segundos antes de responder. Emitió un largo suspiro y dijo en voz baja:

—¿Qué quiere?

—Tú eras amigo del Buga.

—Al Buga se lo han cargado —dijo rápidamente.

—Puedo empapelarte cuando quiera, Rinchi. —Lucas paseó por el cuarto y se dio la vuelta cuando llegó a la puerta.

—¿Cómo voy a saber yo quién mató al Buga? ¿Por qué lo tengo que saber? ¡Yo voy a lo mío y no me preocupo de los demás!

Había miedo en sus ojos. Lucas lo percibió con tanta claridad como si estuviera escrito en una pizarra.

—¿Estaba el Buga en lo de siempre?

Rinchi asintió. Se estaba mordiendo los labios con fuerza. Cambió de postura.

—¡Oiga, yo no…!

Lucas lo interrumpió:

—¿Con quién estaba liado el Buga?

Rinchi no contestó. Lucas se acercó despacio.

—Te lo preguntaré de otra manera. Si no me contestas, no creo que cenes hoy. Tengo la matrícula del Ford Escort.

—¿Y me dejará en paz? —Rinchi sonrió. Su boca estaba bien formada, con labios gruesos y dibujados.

—¿Con quién estaba el Buga? —repitió Lucas.

—Con Kader —respondió en voz baja—, el señor Kader.

Ese nombre no estaba en los informes. Kader, pensó Lucas, y luego dijo:

—Es un asesinato, Rinchi. Esto no es ninguna tontería ni ningún juego. Si me has mentido, te voy a encerrar en un reformatorio hasta que cumplas la mayoría de edad. ¿Lo has entendido, Rinchi, o tengo que repetírtelo?

Rinchi negó con fuerza. Sus ojos iban desde Lucas hasta la colcha de la cama. Se apretó los nudillos.

—No —dijo—. No…, es verdad. Kader se encaprichó con el Buga. El Buga le sacaba los cuartos. —Miró fijamente a Lucas—. Usted está ahora en la Brigada Central, ¿qué le importa el Buga?

—El Buga era mi amigo —dijo Lucas.

—¿Su amigo? —Rinchi soltó una risa cascada—. Ustedes no tienen amigos. Ustedes tienen confites.

—Te repito que era mi amigo.

—¿Sí? Vaya, a mí también me gustaría tener un amigo poli. Es lo más seguro. Con un amigo poli dejas de tener complicaciones, pero ya ve, yo no he tenido la suerte del Buga. —Hizo un gesto despectivo—. El Buga se ha buscado lo que se merecía, era un chulo y se creía el más guapo del mundo. Vamos, una estrella de cine.

—¿Quién lo mató?

—¡Y yo qué sé! ¿Tengo que saberlo yo? ¡Yo no me trataba con el Buga!

—¿Quién es ese Kader, Rinchi?

—No lo sé. Es sólo un nombre. Ya sabe, se escucha por ahí…, por la calle. Ni siquiera sé si es verdad. Probablemente es mentira. Una chulería más del Buga.

—El Buga me juró que había dejado de robar coches y de hacer chapas. Quería estudiar, cambiar de vida.

Rinchi volvió a reírse y se levantó de la cama de un salto. Se acercó al espejo y se miró en él. Arrugó la boca y se peinó con los dedos buscando el mejor efecto.

—Qué gracia me hacen usted y el padre Velasco y toda esa gente de la parroquia. —Se volvió hacia Lucas, que lo miraba—. Todos alrededor del Buga, riéndole las gracias y creyendo todo lo que decía. ¿Usted también creyó que se había reformado? ¿También le dijo que se había echado novia?

Lucas no le contestó. Se dirigió hacia la puerta, atravesó la cocina y se marchó.

La madre del muchacho se coló en la habitación. Rinchi aguardó hasta escuchar el ruido del coche de Lucas. Entonces, soltó otra carcajada y le pellizcó la cara a la madre.

—¿Qué quería ese policía, hijo?

—Nada, madre, nada. Era amigo mío. ¿Has visto qué amigos tengo, madre?

La madre no contestó. Rinchi volvió a pellizcarle la arrugada mejilla, seca como el cuero curtido.

—Hay que tener amigos, madre. Cuanto más importantes, mejor.