Rinchi sabía que era guapo y que gustaba a las mujeres y a algunos hombres. Sabía que su rostro de mandíbula cuadrada, su nariz recta, su cuerpo estilizado y fibroso y sus manos largas costaban dinero a aquéllos que pudieran pagarlo, fueran hombres o mujeres. Le daba igual. Lo había descubierto algunos años atrás. A los doce comenzó a dejarse tocar en los retretes de los billares de la calle Espoz y Mina a cambio de algunas monedas. Después fue él quien tocaba, y subió las tarifas. Se convirtió en un auténtico chapero a los catorce años. Solía realizar seis o siete chapas diarias, a mil pesetas cada una, casi siempre en los coches de los clientes y muy raramente en los domicilios. Un año después tenía clientes fijos, y había subido las tarifas.
Con el dinero que sacaba se compraba ropa y los objetos que ambicionaba desde que era niño: una moto gigante y un televisor en color con vídeo y muchos juguetes electrónicos. La madre dejó de preguntarle cómo conseguía dinero, y él comprendió que como chapero le quedaban a lo sumo dos o tres años más. Cuando pasa la juventud, la tarifa disminuye y las posibilidades de conseguir clientes menguan en relación inversamente proporcional a los años. La competencia era mucha. De modo que Rinchi comenzó a ahorrar y a dejar de presumir de dinero con los amigos y con su madre. Abrió una cuenta en un banco y allí iba ingresando el dinero. Su lema era dedicarse a fondo con los clientes fijos y gastar lo menos posible.
Pero Rinchi era ambicioso y tenía mucho tiempo libre. De manera que aquella noche se había apoyado en un elegante coche frente al Café Gijón, en el paseo de Recoletos, aguardando a que alguno de los que entraban o salían del café o de los que pasaban en coche le hiciera una imperceptible señal que lo delatara.
Lucas había oído hablar de Rinchi cuando estaba en el Grupo de Delincuencia Juvenil. Acudió a su antiguo grupo, que continuaba aguardando un destino incierto en las dependencias de la Puerta del Sol, y consultó los archivos que él mismo había ayudado a elaborar. Preparó una lista de los amigos y colegas del Buga y fue cotejándola lentamente, buscando puntos de contacto, amistades comunes y afinidades. Era una larga relación de jóvenes chaperos, de drogadictos, ladrones de coches, sirleros, topistas y desparramadores.
A las diez de la noche le quedaban tres nombres. Uno era Julián Díaz, alias «el Bachiller», otro Ricardo Estébanez, «Rinchi», y el último, Guillermo, «Willi el Niño» Lucena, llamado también «Niño de Lucena». Los tres habían trabajado con el Buga en alguna ocasión y uno de ellos, el Rinchi, había sido compañero ocasional en la parroquia del padre Velasco, a la que acudía a desengancharse de vez en cuando. Lucas estuvo bastante tiempo con las fichas de los tres chaperos, barajándolas como si fueran cartas en una partida sin contrincantes. A las once abandonó la sala del grupo y se encaminó a los lugares donde recordaba que actuaban los chaperos.
Estuvo en iluminadas salas de juegos recreativos, en oscuras discotecas juveniles visitadas por viejos que se apoyaban en los mostradores, en pistas de patinaje, en esquinas callejeras. A la una de la madrugada reconoció al Rinchi, que hablaba con un automovilista en el paseo de Recoletos, frente al Café Gijón. Luego se subió a un Ford Escort. Lucas lo siguió en su coche. Al llegar a Cibeles, giraron y tomaron la dirección de plaza de Castilla.
De noche, la parroquia del cura Velasco permanecía oscura y silenciosa, a excepción de un rectángulo de luz en el segundo piso que se correspondía con las habitaciones del cura. Aquella luz siempre estaba encendida y era como una señal para que cualquiera pudiera acercarse y llamar a la puerta.
Un enorme automóvil negro, desvencijado y traqueteante, pero que treinta años atrás probablemente había causado furor por sus líneas aerodinámicas y su carrocería llena de cromados, aparcó en la puerta de la parroquia. Victorio Jorowisch y sus dos hijos, Rubén y Zacarías, descendieron del coche y caminaron en silencio hacia el cercano edificio donde vivía Agustín Montoya. La tenue luz de las farolas provocaba sombras alargadas y amenazadoras. Sus pasos, rítmicos y metálicos, eran lo único que se escuchaba. Un perro ladró en la lejanía.
Un hombre bajo y calvo, sin afeitar, se quitó el sombrero en la puerta del edificio y dio unos pasos en dirección a los Jorowisch. Se quedó quieto y respetuoso, aguardando a que llegaran a su lado.
—Buenas noches —dijo inclinando levemente la cabeza.
—Buenas noches —contestó Victorio, y le tendió la mano—. ¿Cómo estás, Eufrasio?
Eufrasio le apretó la mano con fuerza.
—Muy bien, señor Victorio. Gracias a Dios.
Después les dio la mano a Rubén y a Zacarías.
—Por aquí. —Señaló la puerta del edificio—. Tenga la bondad, señor Victorio.
Eufrasio avanzó volviéndose en todo momento para ver si lo seguían. Entró al portal, que estaba oscuro y olía a orines y a basura, y abrió la primera puerta del largo corredor, flanqueada por otras puertas iguales. Se escuchaban voces y ruidos provenientes de los aparatos de televisión, de discusiones y de llantos de niños. Eufrasio se apartó a un lado para que los Jorowisch pudieran entrar. Victorio se quitó el sombrero y sus hijos hicieron lo mismo.
Lo que se utilizaba como sala de estar y comedor era un cuartucho mal ventilado con olor a cerrado y a sudor retestinado. Había una mesa camilla descolorida, unas cuantas sillas y un pequeño sofá tapizado de plástico rojo.
—Siéntese, señor Victorio. Siéntense ustedes, —Eufrasio señaló la mesa.
Los Jorowisch tomaron asiento. Eufrasio gritó:
—¡María!
Una mujeruca vestida de negro asomó el cuerpo por la puerta.
—Trae de comer a don Victorio y a sus hijos.
—No, muchas gracias. —Victorio levantó la mano—. No hemos venido a celebrar nada.
Eufrasio hizo un gesto con la mano despidiendo a la mujer y tomó asiento con ellos.
—¿Dónde está? —preguntó Victorio.
Eufrasio bajó la voz.
—Vivía en el segundo izquierda, con su Irene. —Agachó la cabeza y la mantuvo así mientras hablaba—. Estuvo en el sepelio de los Montoya y se lo llevó la pestañí, señor Victorio. Y ahora se ha cambiado a otro sitio.
—¿Y estaba con él nuestra hermana? —preguntó Rubén.
Eufrasio asintió con la cabeza.
—Como marido y mujer.
—¡Me cago en las duquelas negras! —exclamó Zacarías—. ¡Ese Montoya tiene que saber dónde paran! ¡Vamos a por él!
Zacarías intentó levantarse, pero Victorio lo detuvo colocándole la mano en el brazo.
—Espera —dijo—. Rogelio no es tonto. No le habrá dicho a nadie dónde vive ahora.
—He indagado por todo el barrio, señor Victorio. Por todo el barrio. Y nadie me ha dado señas de él.
—Sabemos esperar, Eufrasio —dijo Victorio—. Cuando lo tengamos a mano…
Zacarías hizo el gesto de cortarse el cuello.
—Va a comerse sus propios cojones —dijo con voz ronca.
Lucas, en su coche, siguió al Ford Escort en el que iba Rinchi. Manejaba mecánicamente, sin dejar de observar al coche, que se encaminaba paseo de la Castellana arriba. Pensó en el Buga en la clase de carpintería, bromeando con los demás chicos y presumiendo del dinero que conseguía de los clientes. Allí estaba él, guapo, sonriente y dispuesto a hacer favores a cualquiera. Era difícil no creer en él, no estar dispuesto a tomar por verdad todo lo que dijera.
Recordaba lo que le había dicho aquel día:
—Quiero estudiar, Lucas, quiero tener una casa como todo el mundo, un sitio que sea mío, ¿entiendes? Quiero tener guita, mucha guita, para llevarme a la China y que no pase fatigas de puta, ¿me entiendes?
—Sí, te entiendo, Buga. No lo repitas más veces —había dicho él—. Hablaré con el juez de Menores. Es buena persona.
Y el Buga había sonreído, aquella hermosa sonrisa suya.
—Ya no aligero coches, colega, y no me pico.
—¿Es verdad eso, Buga?
—Te lo juro por mi madre, que era puta, colega.
Quizá si aquella noche él hubiera dejado al Buga dormir en su casa, ahora estaría vivo. ¿Por qué no les había dejado? ¿Por qué?, se preguntaba. Para eso no tenía respuesta. Quizá sí la tuviese, pero ni siquiera quiso planteársela.
Continuó detrás del coche, sorteando el tráfico.
—¿Qué te ocurre ahora? —preguntó Flores, y alargó la mano hacia la mesita de noche, donde estaba el paquete de cigarrillos.
Julia tardó unos segundos en contestar.
—Nada.
Flores prendió el cigarrillo y exhaló una larga calada, luego recordó que a su mujer no le gustaba que fumara en la cama y lo apagó en el cenicero. Julia permanecía con los ojos fijos en el techo de la habitación, con los brazos a lo largo del cuerpo, apenas cubierto por las sábanas y la delgada colcha. Su cabello castaño permanecía suelto sobre la almohada. El pecho, la suave línea del vientre y las caderas quedaban marcados como si fuera una escultura yacente. Flores se inclinó sobre ella y le acarició el pelo. Ella rehuyó su mirada.
—Dime, ¿qué te ocurre? —preguntó él con voz suave.
Julia entonces giró la cabeza.
—Voy a marcharme con las niñas a Palma de Mallorca, Manuel. Me han ofrecido un puesto en un instituto piloto. Ya he aceptado. —Flores siguió acariciándole el pelo, pero su mano fue más despacio ahora. Sus ojos parecieron puntas de clavos. Ella continuó—: Nos vendrá bien, Manuel. Necesito trabajar, ser yo misma…, y ésta es una ocasión que no se repetirá.
Flores se dio la vuelta con rapidez y encendió otro cigarrillo.
—Vamos a ver, que yo lo entienda. ¿Quieres decir que te marchas, que me dejas?
Julia movió la cabeza, asintiendo:
—Quiero volver a dar clases, Manuel. Soy profesora.
—Puedes hacerlo aquí. Puedes dar clases en Madrid.
—Necesito estar sola, Manuel.
Flores apretó los dientes, su rostro se encendió unos instantes y luego volvió a calmarse. Habló con voz ronca:
—Era eso, de manera que era eso… Te vas… Sabía que me lo dirías tarde o temprano. ¿Sabes desde cuándo no hacemos el amor? Siempre tienes dolor de cabeza o no te apetece, o las niñas te han cansado demasiado. Siempre pones pegas para hacer el amor conmigo. Y ahora vas y me dices que te marchas.
Julia se incorporó en la cama.
—Necesito estar sola, Manuel —dijo, y sus ojos, muy abiertos, lo miraron fijamente. Había una sombra de miedo en ellos—. Necesito trabajar y estar sola.
Flores tiró la ceniza al suelo, se levantó de la cama y aplastó el nuevo cigarrillo en el cenicero. Elevó la voz:
—¡No me has contestado! ¿Sabes el tiempo que llevamos sin hacer el amor? ¡Eh! ¡Anda, dímelo!
—¿Llevas tú la cuenta de los días que he pasado sola? ¡Di! ¡Del miedo a que te pegaran un tiro! ¡De no verte nada más que un ratito por las noches y no poder hablar nunca contigo! ¡Me estoy consumiendo, Manuel, es como si me muriera lentamente!
—¡Lo sabías cuando te casaste conmigo! ¡Tú ya sabías que era policía! ¡Policía!
—¡Pues no he podido soportarlo! —De golpe bajó el tono de voz, que se hizo un susurro—. No lo he resistido, y ya no puedo más. —Negó con la cabeza—. Ya no puedo más.
Flores la abrazó. Ella se acurrucó entre sus brazos y comenzó a llorar. Eran lágrimas suaves y Flores las sintió cálidas. La apretó más y apoyó la mejilla en su cabello. Julia nunca lloraba. Flores no recordaba ninguna ocasión en la que su mujer hubiese llorado.
—Te quiero —murmuró Flores—. Te quiero, Julia, vamos a hablar despacio, Julia, mi amor… Podemos…
Julia negó con la cabeza sin dejar de llorar.
—No —dijo con un susurro—. No, Manuel, no… Lo he pensado mucho… Y he intentado hablar contigo… Llevo mucho tiempo intentando que hablemos, pero tú siempre tienes cosas que hacer… A los dos nos vendrá bien que estemos separados.
—Pero ¿qué tontería es ésa? ¿Cómo nos va a venir bien que estemos separados?
Ella asintió.
—Sí —dijo débilmente y luego con más firmeza—: Sí, Manuel. —Negó con la cabeza—. Tengo que volver a trabajar, tengo que volver a dar clases.
—¡Muy bien! —exclamó Flores—. ¿Es que yo te lo he prohibido alguna vez? ¡Por Dios santo! ¿Es que alguna vez te he dicho que tuvieras que estar en casa? Quiero que trabajes, siempre he querido que trabajaras.
Flores se separó de ella y se sentó en la cama con un gesto de fastidio.
—No te entiendo —exclamó.
El llanto se había apaciguado y Julia respiraba hondo. Se pasó las manos por las mejillas.
—A ti también te vendrá bien quedarte solo.
—¿A mí? —Flores golpeó la almohada con fuerza—. ¿Quién te ha dicho a ti eso? Yo quiero estar contigo y con las niñas. Quítate eso de la cabeza.
Flores se dio la vuelta y tomó otra vez el paquete de cigarrillos. Volvió a dejarlo en su sitio
—Julia, por favor, sé sensata… Busquemos un trabajo en Madrid. Seguro que lo encontramos. Si quieres volver a trabajar en tus clases, nos pondremos a buscar. No hace falta que te marches a Palma de Mallorca.
—Sí, me marcho a Palma. Ya está decidido.
Flores gritó:
—¡Muy bien, pues vete! ¿Quieres marcharte? ¡Pues márchate! ¡Márchate ahora mismo si quieres! ¡Vete adónde quieras!
El rostro de Julia se volvió frío, impávido. No quedaba la más leve sombra de las lágrimas que acababa de derramar.
—No grites, vas a despertar a las niñas —dijo.