Irene Jorowisch se estiró el vestido, bajó los ojos y colocó las manos juntas sobre el vientre. Sobre la mesa estaban desparramadas las cosas que le había llevado a Rogelio: un termo de leche caliente, pan con jamón, huevos duros y una tableta de chocolate. El policía gordo paseó sus ojos lentamente por el cuerpo de Irene y ésta se apretó las manos y las retorció. El otro policía era flaco y silbaba entre dientes.
—¿Qué es esto? —preguntó señalando el termo.
—Una poca de leche calentita —contestó ella.
—Leche calentita —dijo el gordo y volvió a mirarle los pechos y las caderas.
—¿Tú eres su hija? —preguntó el otro, y le dio un codazo a su compañero.
Irene negó con la cabeza.
—Mira el viejo —insistió el gordo—. Qué jodio el viejo. Una jai así y para él solo. ¿Cómo te llamas, guapa?
—Irene —dijo con un hilo de voz.
—Irene —repitió el gordo, y señaló la tableta de chocolate—. Y esto ¿qué es, guapa?
—Chocolate… pa que coma. ¿Sabe usted? Es que no come de na y el chocolate le gusta mucho…, por eso.
La galería de celdas estaba en el sótano de la comisaría. Había un pequeño vestíbulo del que partía un pasillo en el que se encontraban los cubículos a izquierda y derecha.
Aunque las celdas de una comisaría no son una prisión, comparten ese olor opaco y descompuesto que segregan los animales en cautividad. Filtrándose por las puertas de acero se escuchaba la ronca voz de Rogelio, que canturreaba una antigua carcelera.
—«Penitas las de mi cuerpo, torre de la alegría…, pa qué quiero yo la libertá, con toas estas penas mías…».
—¡Cállate! —gritó el gordo. La canción cesó. Se dirigió a Irene—: ¿Tenemos que darle nosotros el chocolatito? —Hizo el gesto de remover una cuchara.
—No te enteras —dijo el otro—. Eso es lo que quiere ella. Que le hagamos chocolatito y se lo demos al viejo.
—No, señor —dijo Irene—. Es chocolate duro, en tableta. Le gusta mucho.
—Si quieres, nosotros podemos preparárselo. Le hacemos el chocolatito y se lo damos al gitano. ¿No?
—Nosotros estamos aquí para servir a los delincuentes. ¿No, tú?
—Eso —dijo el gordo—. Nada más estamos aquí para que se encuentren mejor que en casa. Hay que tener mucho cuidado con los delincuentes, tienen sus derechos. ¿No, tú?
—Joder que si los tienen. Tienen todos los derechos. Tienen más derechos que tú y que yo.
El gordo empezó a manosear los alimentos que Irene había llevado en una cesta.
—Hijas así, que quieran tanto a su padre, son las que hacen falta.
—Que no es su hija, tú.
—¿No? —El gordo fingió incredulidad.
Irene se retorció más las manos.
—Entonces, ¿qué es?
—La querida. Se dice la querida, ¿no? Oye, ¿eres la querida del viejo?
—Sí —dijo Irene en un susurro.
—Más fuerte, no te hemos escuchado. —Se volvió al otro—. ¿Tú has oído algo?
El otro negó con la cabeza.
—No, no he oído nada.
—Sí —dijo Irene más fuerte.
—Pues siendo la querida, no sé si le debemos entregar esto. —Señaló las cosas desparramadas por la mesa—. ¿Tú sabes lo que dice la ley?
—La ley dice que tiene que ser la mujer o un pariente consanguíneo. No dice nada sobre las queridas. Aunque ahora, con la democracia, vete tú a saber.
—Ahora, con los sociatas en el poder, a lo mejor dejan a las queridas, ¿no?
—Oye —dijo el gordo—, ¿cómo se lo monta el viejo? ¿Te da candela? ¿Eh, te da candela? Me parece que ese jodido gitano no tiene edad para nada.
Los dos comenzaron a reírse. Daban risotadas. Al gordo se le agitaba la papada cuando se echaba hacia atrás en la silla. Irene reculó unos pasos, se dio la vuelta y empezó a golpear la puerta llamando al guardia.
Hacía esfuerzos por no llorar. Detrás, los otros dos seguían riéndose.
El chaval podría tener catorce años y llevaba el pelo cortado al cero con una coletilla en la nuca. Estaba tiritando con las esposas puestas, y un policía uniformado lo empujaba escaleras arriba en la segunda planta de la comisaría.
—¡Dame una pepa, me cago en mi madre! ¡Dame una pepa, que tengo el mono, coño! ¡Que tengo el mono!
El policía lo empujó con fuerza.
—¡Pues te lo comes, joder! ¡No hay pastillas, venga para delante!
La puerta que daba al recodo del pasillo se abrió. En la puerta había un cartel en el que ponía «Inspección de guardia». Salió Flores acompañado de un hombre de mediana edad, vestido con chaqueta y corbata. El hombre gesticulaba mucho al hablar.
—No tiene nada, Flores. Fueron a hacer una redada y parece que se insolentó. Te lo puedes llevar cuando quieras.
Lucas se lo había contado todo a las cinco de la tarde, antes de que entraran en una reunión con Poveda, el fiscal general Antidroga y el delegado del Gobierno en Madrid. La reunión había sido tediosa y aburrida. Se habían dedicado a explicar cómo entraba la droga en España y cuáles eran los métodos más habituales de reparto al menudeo en determinados barrios. Cosas que cualquier policía sabe de memoria. Prieto no fue a la reunión, pretextando un servicio urgente, y en su lugar envió a su segundo, un policía muy joven llamado Cardín, que al parecer había seguido un cursillo antidroga en Estados Unidos.
Aquellas reuniones fatigaban mucho a Flores. En cuanto terminó llamó por teléfono a la comisaría. Nadie fue capaz de explicarle por qué su padre continuaba en el calabozo sin que hubiera nada contra él. Le dijeron que los Montoya habían salido ya y que su padre continuaba encerrado. De modo que decidió ir a la comisaría, si aún no lo habían soltado, cuando terminara el trabajo. A las nueve volvió a llamar desde el coche, le dijeron que aún seguía allí y decidió acercarse a la comisaría.
El inspector de guardia se llamaba Villamil, y mientras bajaban al sótano no paró de gesticular.
—Yo he entrado de turno ahora mismo, ¿sabes? No sé lo que le ha podido hacer al compañero que llevó la redada…, éste, Romero. Parece que se puso…, no sé, un poco chulo, o que intentó pegarle. Pero si yo llego a saber que es tu padre… Bueno, lo suelto, Flores, no hay nada contra él.
Siempre la misma extrañeza, la media sonrisa cuando descubrían que el inspector jefe Manuel Flores, responsable del Grupo Especial de la Brigada Central, un policía de élite, gitano de pura cepa, era hijo de otro gitano, Rogelio Flores, borrachín, pendenciero, bronquista, trilero y huésped asiduo en comisarías de policía y cuartelillos de la Guardia Civil. Además, pensó Flores mientras descendía los últimos escalones, arrejuntado con una mujer treinta y cinco años más joven que él.
En la puerta había un policía canoso que descorrió los cerrojos cuando el inspector Villamil le explicó el objeto de su visita. Flores entró en el pasillo de celdas y escuchó la voz ronca de su padre, que cantaba una antigua canción gitana que hablaba de dolor, cárcel y soledad. La marca indeleble en el destino de su raza.
Los dos policías de guardia estaban cenando de un termo y mordisqueaban una tableta de chocolate. Uno era gordo y sudoroso y el otro, alto y con el cabello demasiado largo para cualquier inspección de indumentaria. Se pusieron en pie al ver entrar a Flores y a Villamil.
—Buenas noches —saludó Villamil. Los dos policías le contestaron mientras terminaban de tragar el chocolate. Villamil añadió—: Saquen al señor Flores, Rogelio Flores.
—Menos mal —dijo el gordo—, se ha tirado toda la tarde dando la tabarra con el cante, inspector. Estamos hasta los cojones de la mierda del gitano ése. Y mire que le hemos dicho que se callara, el cabrón.
Villamil habló rápido:
—Escuche, ese hombre…
—Abra —dijo, tajante, Flores—. Abra de una vez.
El policía de pelo largo caminó por la fila de celdas hasta una de ellas, de donde surgía la voz de Rogelio. El policía abrió la celda y se apartó. Ya se había dado cuenta de que el hombre que iba con Villamil también tenía el inconfundible aspecto que la gente atribuye a los gitanos. Flores se quedó en el umbral de la celda, sin llegar a entrar.
Su padre estaba sentado en el camastro, sin chaqueta, con la corbata suelta y cabizbajo. Tenía sesenta años, pero era como si siempre lo hubiese visto así. Tenía los hombros anchos y fuertes, la nariz grande como él mismo, los pómulos altos y sin rastro de barriga. Lo único que delataba sus años era la calvicie, que había arrasado su antigua y lustrosa cabellera negra, siempre bien peinada. Hasta en una celda, su padre exhalaba dignidad y orgullo infinitos, lo que podía confundirse con insolencia y chulería, pero que no lo era. Era instinto de supervivencia, algo que había visto de niño en su padre y en algunos vecinos de la barriada de La Mina en Barcelona.
No era la primera vez que veía a su padre en una celda. Cuando era niño acompañó a sus vecinos y amigos a la salida de un cuartelillo de la Guardia Civil en un pueblo que no recordaba, pero que debía de estar en la raya de Portugal. Su padre, entonces, tenía una pequeña camioneta traqueteante con la que vendía fruta, cacharros de cocina y telas al peso por los mercadillos de los pueblos. Él lo ayudaba pregonando y bajando y subiendo las mercancías a la camioneta. No se acordaba de qué edad tenía entonces. Ocho o nueve años, quizá siete. En todo caso, era antes de que fuera al colegio de aquellas señoritas catalanas.
Era demasiado pequeño para entender que hacían falta permisos y licencias para la venta ambulante, pero lo suficientemente mayor como para saber que sus enemigos naturales eran la Guardia Civil, o sea, los jundanares y la pestañí, de uniforme o de paisano, que infestaban los mercados. Recordaba aquel amanecer en que él, niño, rodeado de hombres y mujeres a los que no conocía, pero que eran gitanos, y ya por eso le prestaban toda clase de ayuda y socorro, se apostó frente al cuartel de la Guardia Civil a esperar a que saliera Rogelio Flores. Salió a las once de la mañana. Llevaba la camisa rota y moratones en la cara, pero salió derecho y orgulloso, digno. A los tres días ya habían conseguido nuevas mercancías y un carro tirado por dos mulas. Con ellos, continuaron la venta ambulante. Rogelio ni siquiera se lamentó de que le hubieran confiscado la mercancía y la camioneta.
Habían pasado más de veinticinco años desde aquel amanecer. Esta vez Rogelio Flores no tenía marcas de golpes en el cuerpo.
Rogelio dejó de cantar, levantó la cabeza y observó largamente a su hijo. Después escupió al suelo y se quedó inmóvil, en silencio. Flores tampoco dijo nada. Entonces, Rogelio habló:
—¿Qué tal, niño? —dijo, y se puso de pie.
En la puerta de la comisaría lo aguardaba la familia Montoya en pleno. Rogelio se separó de su hijo y se encaminó hacia ellos. Flores observó cómo de entre los Montoya salía Irene Jorowisch y se abrazaba a su padre con fuerza. Detrás de ella, fueron los demás, saludándolo y dándole palmadas. Seguramente habría una fiesta para celebrar que ya había pasado todo. El grupo de hombres y mujeres se alejó rodeando a Rogelio y a la chica de los Jorowisch, que lo tenía cogido del brazo. El grupo tiró calle abajo y desapareció.
Flores encendió un cigarrillo, pero después de la primera calada lo tiró al suelo y lo pisó. Tenía un extraño sabor amargo.