Julia empujó la puerta de la sala del Grupo Especial, se detuvo unos segundos mirando a izquierda y derecha, y se encaminó hacia la mesa de Carmela. Excepto ella y Muriel, que tecleaba con parsimonia la máquina de escribir, no había nadie más. Era uno de esos extraños momentos de tranquilidad.
Carmela levantó la cabeza de sus papeles y supo inmediatamente quién era. Julia preguntó:
—¿Está Manuel? —Carmela se puso en pie y le sonrió. Julia añadió—: Me llamo Julia. Soy su mujer.
Carmela le tendió la mano y se la estrechó con fuerza.
—Carmela —dijo—. Mucho gusto.
—¿No está Manuel? —repitió.
—No, ha ido a una de esas reuniones con el fiscal Antidroga. —Carmela miró el reloj. Eran las cinco y media—. No creo que esté de vuelta antes de las siete. Ha ido con Poveda.
—Vaya, mala suerte. Las niñas están en un cumpleaños y había decidido escaparme.
—¿Quieres que lo llame al busca?
—No, gracias, no hace falta. No es urgente. Aprovecharé para ir de compras. —Otra sonrisa.
Carmela comprobó que era muy guapa, muy distinguida. Un poco más alta que ella.
—Así que tú eres Carmela.
—Eso creo.
—He oído hablar mucho de ti. —Ahora fue Carmela quien sonrió. Julia continuó—: Eres muy joven.
—Tengo cara de niña, pero acabo de cumplir veinticinco años.
—Eres muy guapa, Carmela.
«¿A qué ha venido? —pensó—. ¿Por qué me mira con esos ojos? ¿Qué significa esto?».
—Gracias —contestó—. ¿No quieres sentarte? Ahora se está aquí muy bien. Te puedo preparar café, se deja beber.
—No, gracias. Voy a marcharme, ya veré a Manuel esta noche. Bueno —otra débil sonrisa—, si no tiene servicio.
—Creo que hoy no hay nada. —Carmela, de pronto, se sintió ridícula. Como si fuera una niña pequeña y estuviese frente a su hermana mayor. Se arrepintió de haber hablado—. Aunque eso no se puede saber.
—Claro. Bueno, encantada de haberte conocido, Carmela.
—Igualmente —contestó Carmela.
Volvieron a darse la mano. Julia dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta. A Carmela se le olvidó sentarse. Estuvo observándola hasta que salió.
El rayo de luz le dio a Lucas en la cara y se desperezó. Entonces se dio cuenta de que se había dormido sentado en el sillón, bajo la ventana del salón. Bostezó y se aflojó el cuello de la camisa. Le dolía todo el cuerpo después de una noche casi en vela, sentado y sin desvestirse. Miró el reloj, eran las ocho de la mañana.
Observó la habitación, grande, de muebles pesados y oscuros y de cortinones espesos. Contra su costumbre, encendió un cigarrillo y expulsó el humo hacia el techo, hacia sus pensamientos, como si quisiera borrar algo. Tenía la boca seca y áspera, la lengua rasposa. Aníbal emitió un leve maullido. Lucas sonrió al ver a su gato y aplastó el cigarrillo en el cenicero, lleno de colillas hasta los topes. Aníbal se acercó majestuoso, despacio, y restregó el lomo contra la pierna de su amo, ronroneando. Lucas lo acarició suavemente.
—Hola, gatito. ¿Qué tal estás? ¿Has dormido bien? Seguro que sí. Tú siempre duermes muy bien, no tienes problemas, ¿verdad? Bueno…, bueno, chico. ¿Me estás diciendo que quieres desayunar? ¿Es que tienes hambre?
Lucas le rascó a Aníbal su punto favorito, justo detrás de la oreja. El gato volvió a maullar, agradecido.
—Tú eres mi amigo, ¿verdad, Aníbal? Tú sabes que yo te quiero, ¿eh? Sí, lo sabes. Te doy de comer, tienes una casa y todos los caprichos, luego es lógico que me quieras. Eres como todo el mundo, chico, con la diferencia de que no me traicionarás jamás, ¿eh? ¿A que no, Aníbal?
En el letrero ponía AUTOS DE OCASIÓN KADER, ocupaba toda la parte frontal del portón. Unas tapias de dos metros de altura rodeaban el recinto, adornado con banderolas de diez países. Desde la carretera se veían los coches relucientes, limpios, de todos los colores y modelos, aparcados en batería. Había deportivos, todoterrenos, utilitarios, autos elegantes, caravanas y camiones, cada uno de ellos con su precio pegado en la ventanilla delantera. Los vendedores pululaban entre los coches, mostrándolos a los posibles clientes. Al otro lado del recinto había una serpenteante pista de pruebas donde se probaban los vehículos antes de ser adquiridos. Kader daba seis meses de garantía y podía financiarlos.
En una esquina del recinto tapiado estaba el moderno edificio de oficinas. Al final se encontraban los talleres de reparación, que tenían su propia puerta y constituían un mundo aparte. Siempre había ruido de martillazos, que se mezclaba con el motor de los vehículos en pruebas y la música suave que partía del sistema de altavoces, repartidos por todo el recinto. Ése era el reino de Kader, un reino limpio y aséptico, donde el cliente se tropezaba con una sorprendente sensación de efectividad profesional.
El recinto se encontraba en la carretera de Valencia, en el kilómetro veinticinco, y frente a él había una explanada para los aparcamientos y una moderna cafetería-restaurante especializada en comida rápida. Los talleres tenían una vía de acceso distinta, un camino vecinal sin asfaltar que daba directamente a una nave vacía. En la nave había en aquel momento un gran Mercedes de color verde botella con las puertas abiertas. Un muchacho de pantalones vaqueros ajustados y cazadora negra estaba hablando con García, que llevaba un mono de trabajo azul y una máscara de soldar en la mano. Parecía enfadado.
—¡Te dije un Mercedes 500…, un Mercedes 500! —Señaló el coche—, y esto ¿qué es?
El muchacho se encogió de hombros.
—No hay Mercedes 500 por ningún lado.
—Si dije que quería un Mercedes 500, era porque quería un Mercedes 500, y no cualquier cosa. Si hubiera querido cualquier cosa, te lo habría dicho, ¿no? Te habría dicho, mira, tráeme cualquier cosa. Tiene que ser un Mercedes 500, ¿cómo quieres que te lo diga?
El muchacho miró el coche y le pasó la mano por encima.
—¿No me puedes dar nada? Me ha costado un huevo pillarlo. Tenía antirrobo y estaba en doble fila… Oye, García… Dame algo.
—¡Una patada en los cojones es lo que te voy a dar! —Y añadió cambiando el tono de voz—: Trae un 500 y te llevas veinte mil duros. ¿Me has oído? Veinte mil duros como veinte mil soles. Pero tienes que traerlo hoy o mañana. Nos corre mucha prisa.
—He estado en el aeropuerto, en Azca, por el Club de Campo… Joder, no hay ningún Mercedes 500.
El muchacho volvió a acariciar el morro del coche.
—Y ahora ¿qué hago con él, García?
—Llévatelo de aquí —respondió García—. Muy lejos de aquí.
Si hubiera querido, Maurice habría podido cambiar de coche todos los días, pero no le gustaban los coches. Tenía un Alfa Romeo 2000 blanco descapotable que parecía un avión de competición, pero lo tenía abandonado en su garaje particular y lo sacaba en contadas ocasiones, sólo para impresionar a alguien. Maurice iba siempre en taxi. Le gustaba viajar en taxi. Solía decir que era como tener auto con chófer y no pagar seguridad social. Era un conductor malo, distraído y chapucero.
El taxi aparcó en la explanada frente al recinto de Autos de Ocasión Kader. Maurice salió y le entregó un billete al taxista. Se despidió de él sin recibir la vuelta del viaje y se encaminó al portón de entrada. Antes de entrar al edificio de oficinas, cambió de idea y se encaminó por entre las filas de coches hacia las naves del taller. Maurice iba ensimismado. Al llegar a la puerta de los talleres, la empujó y pasó adentro. Un hombre gordo, sentado en una silla, leía un periódico deportivo, y se puso en pie con cara de pocos amigos. Cuando lo reconoció, una sonrisa cruzó su cara.
—Buenas tardes, señor Maurice —saludó.
Maurice hizo una seña con la mano, quitando importancia al saludo, y se arregló el impecable nudo de su corbata.
—¿Dónde está García?
El hombre señaló al fondo.
—Está en el foso, señor Maurice.
Maurice atravesó la zona de los chapistas y de los petroleadores. En aquel momento estaban poniendo a punto cuatro automóviles utilitarios que habían sido comprados a sesenta mil pesetas cada uno. Después de pintarlos y hacerles otras reparaciones sin importancia, serían vendidos a trescientas mil pesetas como mínimo.
García estaba inclinado sobre un Lancia de tres puertas que acababa de llegar desde Milán. Había sido robado el día anterior en la misma plaza del Duomo. Antes de que hubieran puesto la denuncia, ya estaba en Francia, y catorce horas después, en el taller de Kader. Pronto sería irreconocible incluso para su propio dueño. Maurice se detuvo ante García, que dejó la máscara de soldadura autógena.
—¿Qué tal está quedando, García?
García lo miró de arriba abajo antes de responder.
—¿Y a ti qué te importa? Tú de esto no entiendes. Tú a lo tuyo, Maurice, a mover el whiskicito y a tomar el sol…, y ten cuidado, no vayas a mancharte.
Maurice palideció y tosió levemente.
—¿Ha llegado algún 500?
—No.
García se puso la máscara otra vez y se inclinó sobre el motor abierto. Maurice miró a izquierda y derecha, volvió a carraspear y se marchó despacio, teniendo cuidado de no mancharse los zapatos de ante con la grasa que había en el suelo.
El negro vestía un traje de alpaca gris, camisa blanca y corbata del mismo color que el traje, con un alfiler de perla. Estaba sentado en un sillón en el despacho de Kader con un whisky en la mano. Kader se encontraba sentado frente a una mesita baja con otro whisky que no había tocado. Una mujer alta, delgada, elegante y de amplias caderas vertía agua mineral en una pequeña jarrita de cristal de roca ante un mueble bar. Con la jarrita en la mano se acercó hasta donde se encontraba el negro y se inclinó graciosamente. Le dijo:
—¿Un poco de agua, señor Suleiman?
—No, gracias —contestó el negro, y cruzó las piernas con elegancia, mostrando un zapato Gucci—. Los coches han llegado a su destino, Kader —dijo sin apenas mover sus gruesos labios—. Está todo confirmado y el dinero en tu cuenta corriente. —Hizo una pausa y bebió de su vaso—. Pero tú no has cumplido tu palabra. Mi comisión era un Mercedes 500. ¿Dónde está?
Kader se removió en su asiento.
—Escucha, Suleiman…
El negro adelantó la mano y Kader se calló.
—No me importan los imprevistos que hayan sucedido. Me da igual lo que haya ocurrido, Kader… Puedes contarme lo que quieras, que se ha quemado el coche, que se ha despeñado o volatilizado —recalcó las palabras—. Volatilizado, hecho humo…, es lo mismo. El caso es que yo no tengo mi comisión. —Sonrió, pero no era una sonrisa alegre ni amistosa. Parecía una mueca, como si descorriera una cortina. Los dientes eran blancos y grandes—. El caso es que no has cumplido tu palabra.
—No puedo controlar los accidentes inesperados, Suleiman. No es tan difícil de entender. Hemos hecho ya bastantes negocios juntos y siempre has cobrado tu comisión. Puedo proporcionarte ahora mismo un Lancia 2000, un Porsche…, BMW, lo que quieras.
Maurice llamó a la puerta y entró. Saludó a los presentes, pero nadie le contestó al saludo. Se sentó en el sofá, cerca de Kader, y cruzó las piernas.
—¿Quiere beber algo, señor Maurice? —le preguntó la mujer.
—No, gracias, Sonia —contestó—. Es muy temprano para mí.
Kader añadió:
—Siempre hemos cumplido nuestra palabra.
El negro movió una mano de palma blanca y volvió a sonreír.
—El mes que viene tengo un pedido para Kuwait, cinco coches. Los cinco están pagados y el dinero en el banco… Todo muy fácil para vosotros. Ya me he cansado de recibir cochecitos de regalo.
—Explícate, Suleiman —dijo Kader.
—Un coche fue lo que convinimos —terció Maurice, y Kader lo miró con sus ojos centelleantes. Maurice bajó la vista y carraspeó.
Kader siguió diciendo:
—¿No te interesa trabajar para nosotros?
—Sí, claro que sí, Kader. Formamos un buen equipo. Por supuesto que sí. Lo que ocurre es que ya me he cansado de los coches. Quiero el diez por ciento.
Maurice fue a decir algo, pero se mordió los labios. Kader volvió a hablar con su calma característica. Dijo:
—Podemos buscar otros intermediarios, Suleiman. Tengo amigos en todas partes.
—¡Por supuesto! —exclamó el negro—. Claro que tienes amigos en todos sitios. Tú tienes muchos amigos. Yo soy amigo tuyo y poseo valija diplomática. Puedo ir y venir sin despertar sospechas y tengo más contactos que nadie. —Se encogió de hombros—. El diez por ciento o nada.
Se puso en pie, Kader también y Maurice los siguió. Kader sonrió.
—Es una tontería que nos enfademos por un Mercedes más o menos, Suleiman.
—Eso es lo que yo pienso. Necesito ese Mercedes…, es un compromiso personal. —Guiñó un ojo y sonrió de nuevo. Nadie lo secundó.
—Tendrás el Mercedes —afirmó Kader, y luego dijo rápidamente—: Te daré el cinco por ciento del volumen bruto, Suleiman.
—El diez.
—A partir de cinco coches, el diez. Menos de esa cantidad, el cinco por ciento.
—De acuerdo. —Suleiman se arregló la chaqueta de alpaca y se quitó una invisible mota de polvo de las solapas—. ¿Cuándo estará el coche?
—Dame dos días más.
—Dos días —dijo Suleiman dirigiéndose hacia la puerta.
—Sonia te acompañará a Madrid —indicó Kader.
La mujer, sonriendo, se acercó a Suleiman y se colgó de su brazo. El negro la miró.
—Cuando quiero una puta, me la busco yo solo, Kader.
Sonia se soltó del brazo y Suleiman salió. Al cerrar la puerta, Kader exclamó:
—¡Hijo de perra!
Maurice volvió a sentarse en el sofá con un largo suspiro.
—Nos tiene pillados.
Kader paseó por el saloncito.
—¡Este cabrón es el mejor intermediario que hemos tenido, pero hay que empezar a buscar a otro! ¡Yo soy el dueño del negocio, no él! ¡Yo impongo las condiciones! —Se detuvo y miró a Maurice—. ¡Corre la voz, ofrece doscientas cincuenta mil pesetas por un Mercedes 500! ¡Llama a Milán, París…, a todo el mundo!
—Kader… —dijo Maurice.
La mujer se bebió el whisky que había dejado Suleiman y comenzó a recoger los vasos.
—Kader —repitió Maurice.
Kader miró fijamente a su socio.
—Escucha, Kader… Es peligroso insistir tanto con el Mercedes. Puede llegar a oídos de la policía.
—¡Imbécil! —exclamó—. ¡Haz lo que te he dicho!