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El edificio tenía diez plantas y parecía una caja de zapatos puesta en pie, al lado de otras cajas de zapatos semejantes. Habían sido construidos veinte años atrás dentro de un programa diocesano de erradicación del chabolismo que no llegó a culminarse. De las diez cajas de zapatos que tenían proyectado hacer, sólo erigieron dos. La tercera, a medio construir, servía como refugio a ratas, vagabundos, prostitutas viejas y a todos aquéllos que no tenían casa y necesitaban un agujero. Años después, al lado de aquellas cajas de zapatos, el Ayuntamiento había construido otras con la misma forma y finalidad: meter allí al aluvión de emigrantes andaluces y extremeños que habían acudido a Madrid en la década de los sesenta buscando trabajo en la construcción. No había apenas árboles, ni parques, ni lugares donde pasear, como si sólo les hubiera importado acabar con las chabolas.

Cada planta del edificio tenía siete puertas, que correspondían a otras tantas viviendas, todas iguales, de treinta y cinco metros, quizá la cantidad de metros que los benefactores consideraron idónea para que viviera una familia pobre. Algunas de las familias de aquel bloque constaban de ocho personas, y las había mayores.

La familia de Agustín Montoya, natural de Coín (Málaga), estaba compuesta por sus tres hijos y la madre, paralítica y enferma, que se lo hacía todo encima. Habían llegado a ser nueve, pero la muerte de Remedios, la madre, y ahora la del Buga había añadido espacio para los que aún quedaban vivos.

Agustín Montoya, en baja permanente por incapacidad laboral desde que un bloque de hormigón le cayó en el pecho, presidía la mesa del duelo con una banda negra en la manga de la chaqueta. Era un viejo renegrido y pequeño con la cara surcada por profundas arrugas adquiridas en los andamios del barrio de Moratalaz. Junto a él estaba su hijo Loren, sus dos hijas y sus respectivos maridos, dos vecinas viudas y unos cuantos amigos del barrio. Todos los vecinos habían ido a presentarles sus respetos y a acompañarlos en el sentimiento por la muerte del Buga. Pero una cosa era ser vecino y cumplir con esa norma mínima y otra, muy distinta, permanecer en la comida del difunto, reservada a la familia.

Cuando sonaron los golpes en la puerta, Rogelio Flores, con el sombrero en la mano, daba el pésame a Agustín. A su lado, Irene Jorowisch permanecía en un segundo plano, silenciosa y tímida. Rogelio Flores acababa de mudarse a aquel barrio con el nombre de Amador Muñoz. Los golpes sonaron firmes y perentorios y se hizo el silencio en el diminuto comedor. Las voces sonaron con toda claridad:

—¡Policía! ¡Abran de una vez, coño!

Agustín Montoya miró uno a uno a todos los presentes. El cuerpo de su hijo Antonio Montoya, por mal nombre «el Buga», asesinado dos días antes, ya estaba enterrado, pero la casa estaba de luto. No era momento para que acudiera la policía. Agustín Montoya abrió la puerta. Entraron dos policías y detrás de ellos cinco uniformados. Uno de los policías se llamaba Romero y era alto, fuerte y con la coronilla sin pelo. Gastaba un espeso bigote negro que se le movía al hablar. Lo acompañaba Peláez, también de comisaría. Romero puso delante de Agustín Montoya un papel.

—Orden de registro. ¿Quién es Agustín Montoya?

Lorenzo Montoya, el hermano mayor del Buga, se puso de pie, rojo de ira.

—¡Estamos en el banquete de un difunto!

Agustín Montoya lo detuvo con un gesto de la mano.

—¡Estaos quietos! —Los hombres se habían puesto en pie—. ¡Sentarse todo el mundo! —gritó Montoya—. Yo soy Agustín Montoya.

La madre de Agustín Montoya, la abuela, estaba comiendo en la silla de ruedas, y chilló con su voz hueca:

—¡Ay, Dios mío! ¿Qué le van a hacer ustedes a mi Agustín, es que no respetan los funerales?

Romero avanzó unos pasos y se cruzó de brazos. Llevaba la chaqueta abierta y se le veía la culata del arma.

—No quiero que nadie abra la boca hasta que yo no le pregunte. ¿Estamos?

Había seis hombres y cinco mujeres en la mesa, sin contar a Rogelio Flores y a Irene. Se hizo un silencio absoluto. Sólo la abuela Montoya rezongaba en voz alta y se persignaba.

—¿Estamos? —repitió el policía. Se volvió a Agustín Montoya—: ¿Dónde está tu hija, Montoya?

El viejo Montoya sufrió un sobresalto. Dio unos pasos en dirección a la mesa, donde se enfriaba la comida. Señaló a sus dos hijas, la Laurita y la Toñi, que estaban con sus maridos.

—Éstas son mis hijas, señor inspector.

—Busco a la China —dijo Romero—. Si la tenéis escondida, te vas a arrepentir. Es mejor que salga por las buenas.

—¿La China, señor inspector?

Romero se volvió a los cinco policías uniformados.

—Registrad la casa.

Tres de ellos se dirigieron al pequeño pasillo al que daban los dos minúsculos dormitorios, la cocinilla y el retrete. Se empezaron a escuchar ruidos de trastos tirados al suelo. Rogelio se adelantó.

—Pero ¿qué es lo que quieren ustedes?

Romero lo empujó con la mano abierta.

—¡He dicho que a callar! ¿Quién te ha dado vela en este entierro? —Se volvió al viejo Montoya, que tenía el rostro lívido y se retorcía las manos—. ¡Tú! ¿Dónde está la China?

—No lo sé, señor inspector. Se lo juro. Hace mucho tiempo que no sé na de mi niña.

Romero agarró al viejo por el codo y lo sacudió.

—¿Me vas a decir que no ha venido al entierro de su hermano? ¿Y quieres que yo me trague eso?

El mayor de los Montoya, Loren, se puso en pie lívido de rabia y empuñó uno de los cuchillos de la mesa.

—¡Deje usted a mi padre! —gritó.

Su hermana, la Toñi, se abalanzó sobre él y le sujetó el brazo mientras gritaba:

—¡Loren, por Dios, déjalo, Loren!

Romero sacó su arma y lo apuntó. Habló con suavidad:

—Hazlo —dijo—. Venga, ten cojones que te voy a soltar un tiro en mitad de la jeta. Venga, guapo, que te tengo muchas ganas.

Rogelio se colocó frente a Romero.

—Pero ¿qué va a hacer usted, hombre de Dios?

Romero lo golpeó con el caño de la pistola en la sien. Rogelio dio un grito y cayó de rodillas. Se hizo un súbito silencio en la habitación. Irene se arrojó sobre Rogelio y lo abrazó.

—¿Nos entendemos ahora? —dijo Romero paseando la mirada por todos los presentes. Loren Montoya soltó el cuchillo y se sentó en su sitio, mordiéndose los labios de rabia. Nadie dijo nada—. Así me gusta, que seáis buena gente. Yo, por las buenas, todo lo que queráis. —Le dio un puntapié a Rogelio—. Y tú, levántate. No seas quejica, que te vas a venir conmigo a comisaría —señaló a Loren Montoya—. Y tú también.

—¿Quién, yo? —contestó Loren.

—¡Sí, tú, listo! Te vas a venir a comisaría. —Empujó al viejo Montoya—. ¡Y tú también! ¡A lo mejor se te refresca la memoria! —Miró de nuevo a los comensales—. ¿Alguno más quiere venir a comisaría? —gritó—. ¡He preguntado que si alguno más quiere venir!

Los tres guardias volvieron del registro, —aquí no hay nadie— dijo uno de ellos.

—Mucha mierda es lo único que hay —dijo el otro.

Peláez se acercó a Romero y le bajó la pistola.

—Romero —dijo con voz suave.

El policía tenía el rostro gris y parecía sudar. Romero gritó:

—¡Estoy hasta los cojones de todos vosotros!

El bar se llamaba Casa Ciriaco y era el único que tenía teléfono público en los alrededores. Las cabinas telefónicas, las dos que había en la calle, siempre estaban rotas. De manera que casi todos los días se formaban colas en el bar para hablar por teléfono. Había que gritar porque siempre estaba puesta la televisión, hubiese o no hubiese gente viéndola.

En uno de los rincones comían tres hombres ataviados con monos manchados de pintura. En la mesa de al lado, la China miraba un plato de carne guisada que aún no había tocado. Desde la cristalera del bar se podía ver el «Z» de la comisaría aparcado frente a la casa de los Montoya. El padre Velasco, con una camisa de cuadros y pantalones vaqueros, gritaba al teléfono haciendo bocina con la mano.

—¡Lucas Jordán! ¡Pregunto por Lucas Jordán, sí!…

Se volvió y le sonrió a la China, que no contestó a su sonrisa.

Lucas aparcó el coche frente al centro parroquial y se bajó. Atravesó la calle y entró a la nave. Caminó por el pasillo cruzándose con niños y niñas que salían de una de las clases. Un niño lo saludó:

—¡Adiós, don Lucas!

Lucas le sonrió.

—¡Adiós!

El padre Velasco lo aguardaba al final del pasillo. Lucas se dio cuenta de que estaba nervioso.

En el despacho de Velasco, la China se encogió de hombros.

—No me lo quiso decir —dijo—. El Buga era muy reservao. Yo se lo estuve preguntando y él me decía que para qué lo iba yo a saber. Que contra menos supiera, mejor.

El despacho era un lugar limpio y tranquilo que el padre Velasco utilizaba como oficina y almacén de material. También tenía allí la fotocopiadora, una mesa cuadrada grande, donde solía hacer las reuniones, y lo menos diez sillas de madera pegadas a las paredes. La China estaba sentada en una de aquellas sillas, y hablaba sin mirar a nadie. El padre Velasco estaba a su lado y Lucas paseaba mordiéndose los labios.

—¿Estás segura de que no tienes ni la menor sospecha de quién ha podido matar al Buga?

La China negó, moviendo la cabeza.

—No, no lo sé.

Lucas añadió:

—No me estarás mintiendo, ¿verdad?

—Te lo juro —contestó ella.

—¿Había vuelto el Buga a robar coches? —preguntó el padre Velasco.

—No, padre.

—No me llames padre —respondió el cura—. Llámame Velasco o Ricardo, como te dé la gana.

—No estaba robando coches, te lo juro por lo más sagrao.

—¿Y tú? —preguntó Lucas—. ¿Has vuelto tú a robar coches?

—¡No, de eso nada! —exclamó la China.

—¿Dónde estás ahora? —volvió a preguntar Lucas.

—Está de alterne en el Doble W —contestó el padre Velasco, y suspiró—. Ese bar de la carretera de Colmenar.

La China se encogió de hombros.

—Sirvo copas —dijo.

—Me pregunto por qué los de la comisaría te están buscando. ¿No será por algo relacionado con ese bar de alterne?

—Llevo allí quince días. No me conocen. La madera se ha llevao…

La China bajó los ojos.

—… la policía se ha llevao a mi padre. ¿Por qué? Mi padre no ha hecho na… Me cago en la pena negra.

—¿No podrías averiguar por qué, Lucas? —le preguntó el padre Velasco—. Así saldríamos de dudas.

Lucas asintió en silencio con expresión ausente.

—Sabes mi teléfono, ¿no?

—Sí —respondió la China.

—Quiero que me llames si recuerdas algo que pueda estar relacionado con el asesinato del Buga. ¿Lo harás?

—Sí —respondió otra vez.

—Voy a averiguar lo que andan buscando los de la comisaría.

Lucas fue hasta la puerta y la abrió. El padre Velasco le estaba diciendo a la China:

—Puedes quedarte aquí. No creo que te busquen en la parroquia. Estarás bien.

Lucas, mientras caminaba por el pasillo rumbo a la calle, pensó en que la China estaba mintiéndole. Pero la pregunta era ¿por qué? ¿A quién pretendía encubrir la China?

Al lado del «Z» había un policía uniformado. Lucas le enseñó su placa y el policía se apartó. Dentro, esposado, estaba Rogelio Flores. Lucas se extrañó al verlo. Rogelio lo miró y escupió al suelo. Lucas escuchó una voz detrás de él. Se volvió.

—Vaya, la Brigada Central. ¿Cómo estás, Luquitas? —Romero le palmeó la espalda.

—¿Qué ha pasado aquí?

Romero hizo un gesto abriendo los brazos y dijo:

—Una redada sin importancia. Inseguridad ciudadana, ya sabes. Pero nada más tenemos un «Z», éste es el segundo viaje, ya ves.

Romero cogió a Lucas del brazo y lo separó unos metros del coche.

—Entre compañeros, Luquitas. ¿Sabes dónde está la China? Tú eras muy amiguete de ellos, ¿verdad?

Lucas se soltó de un tirón.

—¿Por qué buscáis a la China?

—El asesinato del Buga se ha producido en nuestro distrito… y hay que hacer una limpieza de vez en cuando, ¿no?

—Estaban en los funerales de su hijo, Romero. No tenías por qué detenerlos.

Un sargento uniformado se acercó a ellos. Un nutrido grupo de vecinos miraba expectante a los policías, rodeando a la familia Montoya. La abuela Montoya lanzaba gemidos.

—¿Cuándo nos vamos, inspector? —dijo el sargento—. Son las cuatro de la tarde y tenemos que comer.

—Ahora mismo, sargento. —Romero se volvió a Lucas—. No te pases, Luquitas, No me digas lo que tengo que hacer. Vosotros, los de la Brigada Central, me la traéis floja. Y tú, más… Así que olvídame, ¿eh? No me jodas.

Lo empujó con el dedo, fue un empujón despectivo. Lucas se quedó observando cómo arrancaba el «Z». Romero se despidió con la mano.