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Maurice llevaba una chaqueta cruzada de lanilla gris perla, camisa celeste y corbata azul, también de lanilla. Su aspecto era fresco y optimista, como un anuncio de cereales para el desayuno. Atravesó el gimnasio del Club Puerta de Hierro sonriendo a derecha e izquierda. Hacía falta ser socio y pagar una elevada cuota para poder entrar a las instalaciones. La gente que sudaba haciendo ejercicio matutino parecía gastarse más dinero en engordar que en quitarse las grasas. Maurice caminó por la zona de saunas y jacuzzis, las dejó atrás y entró a la parte dedicada al squash. El sonido de las pelotas que chocaban contra los muros era semejante al de los pistoletazos sordos. Se detuvo frente a la pista número seis y se puso a observar al hombre que golpeaba la pelota.

Kader jugaba con precisión y dureza, economizando movimientos. Golpeaba la pelota con giros de muñeca en los que parecía no intervenir el brazo. La pelota salía disparada contra la pared, rebotaba con fuerza y parecía volver adonde deseaba Kader. Llevaba un pantalón corto y tenía el torso desnudo, una cinta sujetaba su pelo. Su cuerpo duro y sin gota de grasa transpiraba a ojos vistas, y Maurice sufrió un imperceptible estremecimiento mientras lo contemplaba.

Lo había conocido doce años atrás en París, antes de que Kader se independizara en el negocio de los coches. Entonces era propietario de una oficina dedicada a la exportación-importación con el mundo árabe, sobre todo con el Líbano. Pero aquel negocio tenía los días contados por las guerras y por los intermediarios gubernamentales, que exigían cada vez comisiones mayores. De modo que una madrugada, después de una de aquellas fiestas íntimas a las que Kader era tan aficionado, le dijo que se iba a trasladar a España y que se dedicaría al negocio de los automóviles usados. Al principio, Maurice no entendió gran cosa, pero, poco a poco, según se fueron disipando los vapores del alcohol y los efectos de la coca, lo comprendió todo.

España, le explicó Kader, era un paraíso fiscal, y la legislación sobre inversiones en negocios, la más laxa de Europa. Además, y esto era lo más importante, poseía muchos y buenos puertos marítimos donde podrían diversificar las exportaciones de coches usados, que tendrían documentación legal. Kader le pidió que fuera su socio y Maurice aceptó enseguida. Habría aceptado incluso ser su criado. Pocos años después, el negocio de exportación de automóviles usados era una mina de oro y crecía sin parar. Tenían oficinas y concesionarios abiertos en al menos diez puntos en tres continentes: Chile, Filipinas, Senegal, Dubai, Emiratos Árabes…

Kader parecía tener un sexto sentido. Al sentirse observado, se volvió. Vio a Maurice y torció el gesto. Maurice le sonrió. La pelota rebotó contra la pared de enfrente, botó en el suelo y se perdió. Kader, con la raqueta en la mano, aguardó a que Maurice se acercara.

—Sabes que no quiero que nadie me moleste cuando hago ejercicio —le dijo cuando estuvo cerca—. ¿Qué ocurre?

Kader comenzó a secarse el sudor del torso y la cara con una toalla azul que parecía suave como la seda. Se la puso en torno al cuello.

—Han quemado el Mercedes —dijo Maurice de sopetón.

Kader lo miró unos instantes, se dirigió a un perchero y tomó un albornoz blanco que se puso sobre los hombros. Sin decir una sola palabra, salió de la pista y se dirigió a la zona de masajes. Su masajista lo aguardaba, pero aún tenía que darse un corto baño de vapor. Se detuvo ante su taquilla, la abrió y guardó su raqueta inglesa. Entonces se volvió.

—¿Qué quiere decir quemado?

—Quemado, incendiado, destruido —remachó Maurice—. Inservible.

—¿Cómo ha sido? —preguntó con voz suave.

—Acabo de recibir una llamada de la Guardia Civil de Tráfico. Ha aparecido el coche en un área de servicio abandonada, un poco antes de Marbella. Alguien ha incendiado el coche y asesinado a Oscar a tiros.

—¿El coche ha quedado completamente destruido?

—Sí.

Kader arrojó la toalla al suelo con fuerza y lanzó una interjección en su dialecto árabe de las montañas.

—Parece un robo. La Guardia Civil opina que han matado a Óscar para robarle y que luego han incendiado el coche para borrar las posibles huellas. Da la impresión de que ha sido así, si no fuera por un pequeño detalle.

—¿Qué detalle?

—Que no me lo creo.

Kader se quedó pensativo. El sudor le brotaba de los poros abiertos como pequeñas fuentes y le resbalaba mejillas abajo hasta perderse en el pecho, suave como el de un niño, sin rastro de pelo.

—Hay que buscar otro Mercedes —dijo—. Lo necesitamos enseguida y tiene que ser un Mercedes 500. Avisa a todo el mundo.

—Ya lo he hecho.

Kader sonrió y le palmeó la espalda a su socio.

—Eres muy eficiente, Maurice. ¿Has pensado también en quién ha podido hacernos esto?

—Sí, lo he pensado —contestó Maurice.

Lucas se removió en la silla. Estaba sentado frente a la sucia mesa de despacho de Flores y parecía acalorado. Flores pensó que era la primera vez que veía acalorado a Lucas.

—¡Yo no he hecho declaraciones a los periodistas! ¿Cómo tengo que decirlo? Me vieron con el padre Velasco. Estoy seguro de que fue él el que dijo que el Buga y yo éramos amigos.

Flores tenía sobre la mesa el expediente del Buga. Había muerto con diecisiete años y había tenido los primeros tropiezos con la justicia a los diez. El primer reformatorio lo había visitado un año después y sólo estuvo en él tres meses. A partir de entonces, su vida había transcurrido entre la calle y el Tribunal Tutelar de menores. Una historia repetida de niño del arroyo que Flores conocía muy bien: se empezaba con pequeños hurtos, lo expulsaban del colegio, de los hurtos se pasaba a la navaja y a robos más importantes, sirias, coches, consumo de drogas, atracos, y ya lo único que había que hacer era dejarse llevar por la pendiente. Al final se llegaba siempre al mismo lugar, al trullo, la cárcel. Carne de talego. Y eso si no se moría antes, víctima de una sobredosis, un tiroteo con la policía o una pelea entre bandas. El futuro de aquellos muchachos era tan claro como un amanecer en un día sin nubes.

—¿Qué quieres? ¿Que presente la dimisión por tener un amigo chorizo?

Flores levantó la cabeza de los papeles.

—Chapero, drogadicto, sirlero y, al parecer, el mejor ladrón de coches de Madrid.

—También era alegre y simpático y leal a su manera. Le gustaba la música y me había prometido dejar esa vida, empezar de nuevo. Quizá lo hubiera conseguido, yo lo creía. Tenía a la China.

—¿Quién es la China?

—Son hermanos de madre, aunque en el barrio creen que también es su novia, su tronca, como dicen ellos. Es posible que sea verdad. —Lucas se encogió de hombros—. Pero eso no lo sabe nadie. Sólo ellos dos.

—Hijo de Agustín Montoya y Remedios Blanco, fallecida. El hijo número cuatro.

Lucas continuó:

—Remedios trabajaba de palmera en Las Cuevas del Nemesio, era una mujer muy guapa… Tuvo cuatro hijos con Agustín Montoya. La China es quien tiene la clave de esa muerte, Manuel… Tengo que encontrarla.

—El expediente del Buga parece el Espasa, Lucas. Samuel lo conocía. En realidad era muy conocido en todas las comisarías y cuartelillos de la Guardia Civil de Madrid.

—Lo había dejado. Ya no se dedicaba a robar. Me lo había prometido.

—Está bien. ¿Quieres encargarte de este caso? Pues adelante.

Lucas se puso en pie, su rostro resplandecía.

—Iba a proponértelo.

El despacho de Luján, en el Grupo de Homicidios, era pequeño pero ordenado. Una puerta acristalada daba a la sala del grupo, ocupada por seis mesas de oficina y con las paredes cubiertas por archivadores grises. Había dos inspectores enfrascados en su trabajo. Desde el despacho de Luján se escuchaba, de vez en cuando, el ruido de una máquina de escribir. Luján permanecía sentado tras su mesa y Lucas leía el informe forense del Buga.

—Lo asesinaron en otro sitio y luego lo llevaron a ese descampado —dijo Luján—. Murió por estrangulamiento, le cortaron el pene después y se lo metieron en la boca, pero ya estaba muerto. —Lucas asintió y dejó el informe sobre la mesa. Luján continuó—: Da la impresión de ser un crimen ritual, la clase de muerte que se le aplica a un chivato. Pero hay algo que me mosquea.

—El estrangulamiento —contestó Lucas.

—Eso es. Y eso me hace pensar. No es normal que esa gente estrangule, habría sido más fácil el navajazo, o incluso el tiro en la cabeza. Además, lo han estrangulado con guantes, y eso sí que no es normal. Mi impresión es que han querido fingir un asesinato ritual. Han encontrado en el estómago restos de canapés y cerveza, su cena. Pero no eran canapés corrientes, el Buga estuvo festejando algo, los canapés eran muy caros, productos de la mejor calidad; algo muy alejado del bolsillo de un chapero de poca monta. —Lucas había sacado un cuadernito y lo apuntaba todo—. Se metió un pico alrededor de las ocho y media de la tarde, se lavó a conciencia los sobacos y el paquete. —Luján hizo una mueca—. Hemos encontrado restos de jabón caro en el pene y las axilas. A continuación cenó los canapés y bebió casi un litro de cerveza. —Hojeó el informe forense—. Creo que hasta han determinado la marca de la cerveza, es de importación.

—No hace falta, sigue —interrumpió Lucas.

—Lo estrangularon entre las nueve y las nueve y media, posiblemente a las nueve y cuarto. Se le cortó la digestión. Luego, lo llevaron al descampado.

Lucas dejó el cuaderno sobre la mesa.

—Un crimen premeditado, realizado por un profesional, posiblemente por alguien que lo conocía mucho.

Luján asintió.

—No me extrañaría que hubiese cenado con su asesino.

—¿Habéis investigado algo?

—Hemos interrogado a todos los basureros que frecuentan la zona y nadie sabe nada.

—¿Alguna pista en el descampado?

Luján negó con la cabeza.

—Probablemente hubiéramos podido encontrar huellas de neumáticos, pero fueron borradas por la cantidad de coches que acudieron al descampado. —Luján suspiró—. Al lugar del crimen tenemos que ir sólo nosotros, los de Homicidios. Eso no es una feria. Oye, ¿qué tenéis que ver vosotros con ese chapero?

—El Buga era amigo mío.