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El comisario Prieto, jefe de la Sección de Estupefacientes de la Brigada Central, era un hombre que hablaba poco y escuchaba mucho. Antes, cuando Estupefacientes era un grupo más de la brigada y Prieto, el inspector jefe, solía pasarse días enteros en su minúsculo despacho enfrascado en sus papeles. No era demasiado amigo de tomar el café en la cafetería de enfrente por las mañanas ni el aperitivo antes de comer. Era un solitario que tenía fama de tímido y hasta de huraño. Pero la realidad era bien distinta. A Prieto le gustaba su trabajo y detestaba perder el tiempo. Sabía que había compañeros que visitaban la cafetería de enfrente cuatro veces en un solo día.

Aquella mañana, Prieto había salido de su despacho anejo al moderno edificio de la brigada con la intención de visitar a Flores. Ahora, estaba sentado frente a él, leyendo el informe que había escrito sobre la detención de los dos camellos en la calle del Barco.

—Habrá un momento de pánico entre los drogadictos de la zona —estaba diciendo Prieto—. Empezarán a buscar otros camellos que les surtan y acudirán a la plaza de Chueca. Allí tengo a mis hombres camuflados y si hay una red de traficantes, como creo, la desmantelaremos.

—¿Crees que la hay? —preguntó Flores.

Prieto se encogió de hombros.

—Puede que sí y puede que no. Algunos iraníes salen de su país con heroína escondida en el cuerpo. Allí la heroína es buena y barata. Cuando llegan a Madrid se ponen en contacto con un díler que les compra la mercancía a bajo precio, pero que para ellos significa mucho. Es una especie de seguro de subsistencia para los primeros meses en España. —Prieto suspiró, dobló el informe y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta—. La mayoría de ellos no reincide, basta con un primer viaje, pero otros se dan cuenta del negocio y se ponen en contacto con parientes y amigos y empieza la cadena. Los dílers cortan la droga y la revenden al menudeo. Ésa es la red. Sabemos que en Madrid hay veinte o treinta dílers iraníes dedicados a eso, lo que no significa que toda la colonia de exiliados iraníes trafique. —Prieto le palmeó la espalda a Flores—. Los que has cogido son de tercera división, pero servirán.

—¿Es caballo iraní, Prieto?

—Sí, y de muy buena calidad. Demasiado buena, del mismo tipo que le cogimos a Prada.

—Sousa está en la cárcel. ¿Tú crees que tiene que ver con la heroína iraní?

—Sousa era un eslabón en la red de traficantes. La red sigue funcionando sin parar, y algo me dice que no son culeros quienes la traen. Esto es demasiado gordo, Flores. —Prieto se puso en pie—. Sousa no era la cabeza, era la cola —añadió despidiéndose de Flores.

Abrió la puerta del despacho y tropezó con Carmela.

—Buen trabajo con esos tíos —le dijo Prieto.

Carmela sonrió y Prieto abandonó la sala del grupo. Flores mantuvo la puerta abierta, observando a Carmela. Llevaba un vestido nuevo que le sentaba muy bien. Carmela titubeó unos segundos antes de hablar.

—Verás…, estos días son las fiestas de mi barrio.

—¿Sí? —dijo Flores.

—¿Por qué no vienes cualquier noche de éstas? Mi madre siempre me está diciendo que quiere conocer a mi jefe…, y hace unas rosquillas estupendas. Además, las fiestas de Cascorro son muy bonitas.

—No sé si podré, Carmela.

Solana llevaba en la mano el expediente de un falsificador portugués que había sido detenido una vez en Madrid y que la Interpol quería conocer. Se quedó inmóvil en la puerta.

—Bueno, si te animas, ya sabes.

—¿A qué hora quedamos? —preguntó Solana—. ¿Hay baile?

—Sí —contestó Carmela—. Habrá baile.

Carmela se marchó y Solana le tendió el expediente a Flores.

—Echale un vistazo, jefe —le dijo Solana, y le sonrió sin que viniera a cuento.

El juego de fotos del expediente del Buga incluía la de la ficha policial y otra en la que se lo veía muerto en el descampado. Los periodistas habían incluido una tercera foto en la que el Buga, sonriente, disparaba en una caseta de tiro al blanco. Lucas se preguntó cómo la habrían conseguido. Quizá se la habían pedido a la China, se dijo. Pero desechó esa posibilidad.

Todas aquellas fotos, más los periódicos, estaban sobre la mesa de Poveda. Ventura sostenía un periódico entre las manos. Le estaba diciendo a Lucas:

—Mira, estás en todos los periódicos, has declarado que eras amigo del Buga… Fíjate, un policía amigo de un chapero ladrón de coches, drogadicto y con cuatro causas por sirias y atracos.

Ventura señaló otro periódico. Lucas no podía distinguir lo que estaba escrito. Sólo los titulares eran visibles, y decían: «Asesinado confidente de la Brigada Central».

—Éste se pregunta si no se trata de otro caso de mafia policial. —Ventura dejó el periódico sobre la mesa. Añadió—: Es un asunto muy feo, Lucas. Espero que lo entiendas. Nadie te había autorizado a que hicieras declaraciones a la prensa.

—No he hecho declaraciones a la prensa —dijo, tajante—. Lo dedujeron cuando me vieron allí y cuando supieron que el Buga era uno de los chicos del padre Velasco. Todo eso lo he puesto en el informe que os he entregado.

Poveda echaba fuego por los ojos.

—Mira, Lucas —dijo conteniéndose—, no puedo entender qué coño hace un policía en esa parroquia del padre Velasco, enseñando no se sabe qué a esos maleantes. Tú eres policía y no un cura o una hermanita de la caridad. Te pagan para detener a los delincuentes y llevarlos ante el juez, nada más. Deja ya esas monsergas.

—No sabes lo que estás diciendo.

Poveda dio un puñetazo sobre la mesa.

—¿Que no sé lo que digo?

—No. —Lucas lo miró fijamente.

Ventura intentó aplacar a Poveda sujetándolo del brazo.

—Lo que estoy haciendo no entra en contradicción ni interfiere con mi trabajo policial —añadió Lucas.

Ventura habló sin dejar de presionar el brazo de Poveda, cada vez más lívido de rabia.

—Lucas, lo que haces es muy importante, muy bonito… Lo comprendemos… y estamos seguros de que tú no has hecho esas declaraciones a la prensa… —Poveda miró a Ventura, sin dar crédito a lo que escuchaba del comisario subjefe de la brigada—, las han tergiversado, pero ya sabes cómo son los periodistas…, comprende la situación en que ha quedado la brigada. El público siempre piensa lo peor de la policía y están deseando tener carnaza. Han dicho que el Buga era confidente tuyo.

—Desmentid esa información —contestó Lucas—. Para eso tenemos un Gabinete de Prensa, ¿no? El Buga no era mi confidente, jamás.

—Y eso ¿quién se lo va a creer, Lucas? —dijo Poveda—. Supongamos que nosotros nos lo creemos, pero ¿y los periodistas?, ¿y el público?

Golpearon la puerta y entró Rosi, con la bandeja de todas las mañanas. En aquella bandeja siempre había una cafetera, una jarrita de leche, un azucarero, una taza y su platillo, una cucharita y un vaso de agua. Esta vez, Rosi había añadido dos tazas a la bandeja y había hecho más café. Caminó por el despacho y dejó la bandeja sobre la mesita que estaba frente al sofá. Vertió café en una taza y añadió un chorreón de leche.

—Venga, que se va a enfriar y frío está muy malo —dijo. Llevó la taza hasta la mesa de Poveda y se la puso delante—. ¿Tú también quieres, Lucas?

—No —dijo éste—. Tengo mucho que hacer. —Se dirigió a Poveda—: ¿Algo más?

Poveda negó con la cabeza. Lucas dio media vuelta y salió del despacho.

—Trae bicarbonato, Rosi —pidió Poveda.

—¡Si ya no le hace efecto! —exclamó la chica—. ¡Le va a salir úlcera! ¡Ay, madre mía!

Poveda sorbió el café, hizo una mueca y lo dejó sobre la mesa.

—¡Trae el bicarbonato! —ordenó—. ¡Es para hoy!

—¡Huy, no se ponga usted así!

Poveda se bebió el vaso de agua y observó cómo Ventura bebía su café sin hacer ningún gesto de asco. Ya había desistido de decirle a Rosi que a él le gustaba el café clarito, a la americana. Ella le decía que así era como lo preparaba, pero pasaban dos o tres días y otra vez lo traía negro y espeso como para cargar una pluma estilográfica.

—¿No se toma el café? —le preguntó Rosi.

—No tengo ganas —contestó Poveda.

Rosi se puso a archivar papeles.

—Pues hoy me ha salido clarito. ¿A que está clarito, señor Ventura?

—Como a mí me gusta, Rosi —contestó Ventura, que parecía pensativo.

—Llama al Gabinete de Prensa, Rosi —dijo Poveda—, y pregunta por Larraga. Que venga a verme.

—Sí —contestó ella—. Ahora mismo.

Rosi continuó arreglando papeles. Poveda la observó durante unos instantes.

—¡Te he dicho que llames a Larraga! ¡Que es para hoy!

—¡Huy, cómo está…!

Salió del despacho. Ventura se volvió a Poveda:

—Escúchame un momento. Estoy pensando que no sería demasiado malo que insistiéramos en la amistad de Lucas con ese chapero.

—¿Qué estás diciendo? ¡Lo que vamos a decir es todo lo contrario! ¿Qué es lo que quieres? ¿Que se cachondee todo el mundo?

—Se cachondearían unos cuantos, pero otros pensarían que Lucas es un policía idealista, dedicado a la redención social. Piensa un poco, Poveda, un policía junto al padre Velasco…

—Lo estoy pensando y cuanto más lo pienso, más tonto me parece.

—Hazme caso… Si lo negamos, el público va a seguir creyendo a la prensa y no a nosotros. Es mejor que lo afirmemos rotundamente. Cuando tenemos a la prensa encima diciendo que somos torturadores y verdugos, nosotros anunciamos que uno de nuestros hombres, en sus ratos libres, dedica su tiempo a los chicos descarriados. ¿No es magnífico?

—Sigue.

—Y si los periodistas intentan corroborar nuestra información con el padre Velasco, se encontrarán con que es verdad. ¿Te das cuenta, Poveda? Habremos matado dos pájaros de un tiro.

Rosi llamó a la puerta y se asomó.

—El señor Larraga vendrá enseguida.

Poveda, pensativo, removió el café y se lo bebió. No se dio cuenta de que estaba frío.