San Isidro sabía que tenía que cumplir una misión en este mundo pecador y lujurioso. Se lo había ordenado la santísima Virgen de la Fuensanta, de la que había sido toda la vida muy devoto, una noche de tormenta entre rayos y lluvias torrenciales. La santísima Virgen se le había aparecido a los pies del camastro, lo había señalado con el dedo y le había anunciado que él era el verdadero y auténtico san Isidro y que necesitaba su ayuda: la humanidad iba de mal en peor, los rusos avanzaban por el mundo y la gente se refocilaba en el pecado, peor que los perros y los cerdos. La humanidad estaba en peligro y solamente él, san Isidro, podía salvarla indicándole el verdadero y único camino. Recordaba cómo la santísima Virgen había extendido su manto y lo había cobijado en él. De pecador, borracho y mujeriego se había convertido en santo, su vida futura quedaba así trazada como los raíles del tren. San Isidro, de rodillas, le había prometido a la santísima Virgen de la Fuensanta dedicar su vida a la salvación de la humanidad.
San Isidro decidió no volver a afeitarse ni cortarse el pelo. De modo que las barbas blancas le llegaban hasta medio pecho y se hacía trenzas con el poco pelo que le quedaba en la nuca. Llevaba un bastón con la empuñadura reforzada con plomo, sandalias y un cuadro de la Virgen cosido al pecho. El cuadro tenía la propiedad de apartar todo mal y detener los navajazos y las pedradas. De su cuello colgaban seis medallas milagrosas con sus respectivas cadenas, y en el cuerpo se había prendido escapularios y medallas bendecidas.
La noche era oscura y pesada, una noche proclive al pecado. San Isidro se detuvo frente a la prostituta que estaba apoyada en la puerta del bar El Acordeón, en la calle del Barco. Cuando ella lo vio aparecer se le demudó el rostro. San Isidro espantaba a los clientes. El viejo se plantó en medio de la calle y alzó los brazos. El plomo del bastón brilló a la luz de las farolas.
—¡Os vais a condenar, golfos, herejes, sinvergüenzas, pecadores! ¡No tenéis temor de Dios, cabrones!
El bar El Acordeón se llamaba así porque el dueño había sido campeón de España de acordeón en 1958, en un concurso que tuvo lugar en San Sebastián. Aún conservaba un panel con fotografías y recortes de prensa. Era un bar oscuro y sucio, con sillones rojos y una tarima de madera con unas cuantas mesas donde se sentaban las mujeres con sus clientes.
Flores estaba acodado en el mostrador, en uno de los rincones, hablando con su padre. Hasta ellos llegaron las voces destempladas del San Isidro. Rogelio iba muy bien vestido y contemplaba a su hijo con una media sonrisa en la boca. Flores estaba furioso.
—¡Irene es una chiquilla, una niña! ¿Es que te has vuelto loco, Rogelio?
—Irene es una mujer y se ha venido conmigo por propia voluntad. Yo no la he forzado. Cuando quiera marcharse de mi lado, no tiene más que irse, yo no la tengo secuestrada. —Rogelio escupió al suelo y se limpió la boca con el dorso de la mano—. Yo no les tengo miedo a los Jorowisch, niño. No es fácil matar a Rogelio Flores.
San Isidro se asomó al bar. Los parroquianos del mostrador se volvieron. La distracción gratis era siempre un aliciente para pasar mejor la noche.
—¡San Isidro, reza por nosotros! —gritó uno.
El viejo blandió el bastón.
—¡Poneos a rezar, herejes, hijos de puta! ¡Os vais a quemar todos en las llamas del infierno!
Dos prostitutas que charlaban con un cliente gordo se levantaron de la mesa donde estaban sentadas. Una de ellas le gritó:
—¡Vete ya de una vez, que eres gafe, coño!
San Isidro la señaló con el bastón.
—¡Y tú, mira cómo vas…, despertando pasiones! ¡Sé más recatada en el vestir!… ¡Vais a coger todos el sida, pecadores!
Flores dejó un billete de quinientas pesetas sobre el mostrador. El golpe sonó seco.
—Tú sabrás lo que haces. Ya eres mayorcito —dijo.
Se dirigió a la puerta con el rostro contraído por la furia. Antes de llegar a la salida, consultó el reloj. Eran las doce y media. San Isidro abrió la boca para decirle algo y Flores se le plantó delante.
—Apártate —le dijo.
San Isidro cerró la boca.
—Sí, señor —contestó apartándose.
Flores salió a la calle.
Dos bares más adelante, las luces del Club Charli lanzaban destellos. Habían colocado un nuevo anuncio de neón. Loren y Carmela estaban haciendo un servicio para Prieto y la Sección de Estupefacientes. La sección de Prieto era la que más necesitaba del Grupo Especial. No daban abasto. Los hombres que tenía resultaban insuficientes.
Flores caminó despacio por la calle y se situó frente a la entrada del Club Charli. Cuando salieran Loren o Carmela, sería la señal y el momento de subir al piso de arriba. Al parecer lo solían utilizar como centro distribuidor de drogas del barrio.
San Isidro se había sentado en silencio en una de las mesas con un botellín de cerveza muy fría. Se la estaba bebiendo a gollete cuando las sombras de tres cuerpos ocuparon la entrada del bar El Acordeón. San Isidro sufrió un sobresalto. A él no le gustaban los gitanos y menos los Jorowisch. Encontrarse en una misma noche al inspector Flores y a los Jorowisch le parecía demasiado. Se le atragantó la cerveza.
Victorio Jorowisch se quedó en la puerta y sus dos hijos, Rubén y Zacarías, avanzaron hacia el mostrador. Se hizo el silencio en el bar. Alguien carraspeó. Rubén se dirigió al dueño:
—Quiero hablar con Rogelio Flores. ¿Dónde está?
El dueño llevaba más de veinte años regentando un bar de alterne y había sobrevivido a base de no ver nada y saber menos.
—No conozco a ningún Rogelio Flores.
Zacarías paseó la mirada por el estrecho local.
—Lo han visto entrar y no ha salido. ¿Dónde se esconde ese perro?
El dueño lanzó una mirada de refilón al teléfono que tenía bajo el mostrador y calculó lo que tardaría en llamar al 091. Al lado del teléfono tenía un largo machete de monte, afilado como una navaja. Se dio cuenta de que no le daría tiempo. El más viejo de aquellos gitanos se había quedado en la puerta, pero los dos que tenía al lado parecían taladrarlo con la mirada. Adivinaban sus pensamientos.
—Que no se te ocurra ninguna tontería —dijo Rubén Jorowisch.
—Voy a preguntártelo otra vez, payo. —Zacarías colocó despacio en el mostrador un látigo corto, de cuero trenzado, y volvió a hablar—: Es un viejo calvo con la nariz ganchuda. Va de negro, chaqueta y un pantalón de pana. Estaba ahí con su hijo. —Señaló el lugar del mostrador donde habían estado Rogelio y Flores.
—¿Ahí? —preguntó el dueño.
Zacarías movió la fusta sobre el mostrador y lo miró a los ojos. Al dueño le empezó a parpadear el ojo izquierdo.
—Ahora me acuerdo…, un viejo vestido de negro, sí. Se acaba de marchar por la puerta de los retretes. —Señaló detrás del mostrador.
Zacarías golpeó la barra con la fusta.
—¡Me cago en la leche! —exclamó.
Un poco más arriba, en el Club Charli, Loren y Carmela hablaban con un sujeto gordo que disimulaba la calva con gomina. Llevaba una camisa cerrada, sin corbata. Carmela vestía su minifalda negra de siempre, un jersey de angorina muy ajustado, que le marcaba los pechos, y una peluca rubia rizada. Loren se estaba haciendo pasar por su macarra y el gordo parecía asustado.
—¡… déjate de coñas, que a mí no me gusta el cachondeo! ¡Tú has dicho que tenías caballo! ¡Muy bien! ¿Dónde está?
Carmela se mordió los labios y se pasó la mano por la boca. Se había disfrazado de prostituta yonqui que quería obsequiar a su novio con una ración extra de heroína.
—No hables tan fuerte, coño —dijo el gordo—, aquí no tengo. ¿Cómo quieres que tenga caballo aquí? ¿Estás loco, tío?
—Una dosis aunque sea, venga. —Carmela le apretó el brazo—. ¿Dónde la tienes? Venga, ¿dónde la tienes?
Loren sacó un fajo. Eran cuarenta mil pesetas en billetes de cinco mil.
—Te pago lo que sea, pero dame caballo ahora mismo. Dame aunque sea medio gramo.
Carmela le frotó el brazo al gordo, se arrimó por detrás y le metió la pierna. El gordo se estremeció al sentir la carne joven contra la suya.
—Ya no puedo más —dijo Carmela—. Dame eso y no te arrepentirás.
—La tengo en la casa —contestó el gordo en un susurro—. Está en la casa, arriba.
Hizo un gesto con la cabeza, en dirección al techo.
—Pues venga. —Loren lo empujó—. Venga, date prisa, coño.
Los tres salieron del Club Charli y entraron en el portal de al lado. Flores le hizo una seña a Lucas y éste, despacio, cruzó la acera y fue tras ellos. Flores miró la hora, diez minutos después irían los demás. A su lado, Marchena tenía cara de no querer decir nada.
—¿Listo?
—Siempre estoy listo —contestó Marchena.
—Me alegro —añadió Flores.
Vio a los Jorowisch salir de El Acordeón. Fingían caminar despreocupadamente calle arriba, como si fueran parroquianos normales. Flores sintió una oleada de calor dentro del cuerpo. Tenía ganas de matar a los Jorowisch. De despedazarlos con sus propias manos. Pero también sentía lo mismo con respecto a su propio padre. Estaba seguro de que él era aún peor que los Jorowisch. Robarle la hija a Victorio le parecía una monstruosidad.
Se quedó con la mirada fija en el final de la calle. Marchena le tocó el hombro. Dijo:
—¿Te has dormido? —Flores se volvió—. Ya han pasado diez minutos.
Lucas llevaba su pequeño revólver en la mano. Estaba parado en el segundo descansillo, y le hizo señas a Flores indicándole una puerta sucia. El edificio era utilizado como burdel por las prostitutas de la calle. Una especie de local de oficinas de alquiler rápido. Treinta minutos salían a quinientas pesetas. No se escuchaba ningún ruido. Flores arremetió contra la puerta con el hombro. En aquel momento, el gordo estaba pesando la heroína en una pequeña balanza de precisión y colocándola en unos sobrecitos transparentes. A su lado, un sujeto de aspecto árabe, joven, fuerte, de cabellera crespa y labios abultados, contaba el dinero que le había entregado Loren. Carmela se había sentado en una silla detrás del gordo.
La habitación era semejante a todas las que había en la planta: un camastro, un lavabo empotrado y, en aquel caso, una mesa con dos sillas. Apoyada en la pared había una pequeña maleta de cartón de aspecto barato.
Al escuchar el estrépito, el gordo tiró la heroína, pero el moreno de labios abultados soltó una exclamación y se echó la mano a la cintura. Tenía reflejos muy rápidos.
—¡Quieto, policía! —gritó Flores.
Loren le atenazó el brazo al de aspecto árabe y lo empujó con fuerza contra la pared. Carmela sacó su revólver del bolso y apuntó al gordo. Después de Flores, pasó Marchena. Lucas se quedó en la puerta, atento al pasillo. El árabe tenía una pistola automática bajo la ropa. Flores le dio una patada al arma, y Loren la recogió con un pañuelo.
—¡Cara a la pared! —Marchena apuntó al gordo—. ¡Cara a la pared, imbécil!
Flores cogió al árabe de la camisa.
—Qué ibas a hacer con la pistola, ¿eh? —le gritó.
—¡Cabrón! —El tipo escupió a Flores.
Flores le dio un puñetazo en los riñones que le hizo doblarse, luego tomó impulso y le conectó un gancho de abajo arriba en la barbilla. El hombre soltó un apagado gemido y se quedó desmadejado como un pelele. Flores se preparó para soltarle un derechazo en la cara. Lucas le detuvo el brazo con fuerza.
—¿Qué te ocurre, Manuel? Cálmate, por Dios, cálmate.
Flores lo soltó. El traficante resbaló y quedó tendido en el suelo. Jadeaba y tenía los ojos inyectados en sangre.
—Está bien, Lucas… Puedes soltarme ya.
Lucas lo soltó.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó.
—Sí, estoy bien —le contestó Flores, y añadió—: Léeles sus derechos a estos hijos de puta.
—Tenéis derecho a permanecer callados y a solicitar un abogado que esté presente en los interrogatorios, si no lo tenéis se os proporcionará uno de oficio. Estáis detenidos, acusados de tráfico de estupefacientes.
Marchena le dio un empujón al gordo.
—¿Lo has entendido? ¿Quieres que te lo repita?
El gordo no dijo nada. Carmela le limpió la sangre al árabe con un clínex y le puso de pie, luego lo esposó por detrás.
—Tú estás acusado también de intentar dispararle a un policía —le dijo Lucas. El árabe echó la cabeza para atrás y abrió la boca para contestar.
—Mejor que te estés calladito —le dijo Carmela—. Esta noche no está el horno para bollos.
Se escucharon carreras por el pasillo y una voz que gritaba: «¡Agua, agua!», Lucas se asomó a la puerta. Una mujer bajaba las escaleras despavorida, dando saltos y arrastrando sus altos zapatos de tacón. Una sirena policial fue haciéndose cada vez más audible.
—Los de la comisaría —dijo Lucas—. Han debido de llamarlos los vecinos.
Marchena había colocado la maleta sobre la mesa y la había abierto. Había seis bolsas grandes de resina de hachís, unos dos kilos; y una serie de bolsitas transparentes que seguramente contenían’ cocaína. En el fondo de la maleta, otra balanza de precisión y una bolsa de leche en polvo, utilizada para cortar la heroína. Sobre la mesa estaba todo el caballo, alrededor de un kilo, ya cortado, lo que vendido al menudeo significaba unos cincuenta millones de pesetas. Marchena silbó.
—Mira lo que tenían los pollos.