33

En la salida del puerto de Algeciras había un chiringuito que abría antes del amanecer para servir copas y café a los cargadores del puerto. El chiringuito era un quiosco pintado de azul que tenía cuatro mesas desparejas con sillas de varios estilos y colores.

La China estaba sentada en una de las sillas con un bolso negro que apretaba contra su regazo. Llevaba una minifalda sucia y gastada que dejaba al aire sus muslos morenos y torneados. Estaba allí, en aquel bar, desde antes de que saliera el sol. Observaba con atención un Mercedes azul celeste aparcado en el muelle de carga del puerto.

Poco antes, el Mercedes había sido sacado de uno de los contenedores alineados en el muelle. Apoyados en el capó, había dos hombres. Uno de ellos era alto, bien vestido y tenía acento sudamericano. El otro era bajito, fuerte y con una enorme barriga. El primero de ellos se llamaba Óscar y había sido contratado para conducir ese coche hasta Madrid. El otro se apellidaba García y también trabajaba para Kader. Export-Import. Su profesión era la de mecánico. Los dos fumaban cigarrillos y contemplaban lo que hacían Maurice y el aduanero en los contenedores.

García le estaba diciendo a Óscar:

—Yo tengo un primo aquí en Algeciras, ya ves. Ha puesto una papelería que montó con el dinero que sacó en Alemania. —Sonrió como hacen los hombres que añoran su juventud—. Nos fuimos juntos a la Mercedes Benz, a Stuttgart —continuó. Óscar, que seguía a su lado, parecía no escucharlo—. Era mejor mecánico que yo, fíjate tú. El mejor mecánico que había en la fábrica. El ingeniero le habría pagado lo que hubiera querido para que no se marchara, y él, ya ves, se vino a España… La tierra tira.

—A quien tiene tierra —contestó Óscar.

—Sí, es verdad. Yo soy andaluz, de Puente Genil, y también me gusta estar en Madrid. Nos ha fastidiado. Estoy en Madrid porque me paga Kader, como a ti. Si no, pues a lo mejor seguía en Alemania, o estaría en Puente Genil. Tendría un tallercito en Puente Genil. De aquí a dos años me monto un tallercito, Óscar. Ya verás.

—Muy bien —contestó Óscar, y arrojó la colilla del cigarrillo al suelo y la pisó.

Teodoro Castán, el aduanero, se consideraba un buen hombre, amaba a sus hijos y a su mujer y era respetuoso con sus jefes. Lo único que tenía que hacer era la vista gorda cada veinte o veinticinco días, cuando la empresa en la que trabajaba Maurice exportaba aquellos coches tan lujosos y tan nuevos a lugares tales como Dubai, los Emiratos Árabes, Dakar o Trípoli. Nunca eran demasiados coches a la vez, a lo sumo quince o dieciséis, y lo normal, seis o siete.

Los coches viajaban en la cubierta de los barcos, estibados con cables de acero y metidos en contenedores. El trabajo de Castán consistía en comprobar que los números de serie del motor coincidieran con el listado que le daba Maurice. Siempre coincidían, aunque algunas veces el raspado del número de serie era demasiado evidente por las prisas con las que tenían que trabajar los mecánicos de Maurice. Era entonces cuando Castán se alegraba de haber pasado la línea que separaba sus anteriores años de tonto a los actuales de listo. Castán cobraba un alto porcentaje por cada uno de los coches que exportaba la firma Kader. Export-Import. Lo que cobraba por aquella labor superaba su sueldo y lo convertía en un hombre feliz.

Todos aquellos coches iban a parar a gente a la que no conocía ni conocería jamás, aunque sabía que eran la nueva clase de ricos del Tercer Mundo. Hombres que anhelaban coches lujosos: Ferraris, Lancias, BMW y Mercedes, sobre todo Mercedes, y a los que no les importaba la procedencia de aquellos coches, siempre que fueran más baratos que los comprados directamente a los fabricantes o a sus distribuidores oficiales. Y si no les importaba a ellos, tampoco le importaba a Castán.

Ya había amanecido en el puerto de Algeciras y la grúa mayor alzaba hasta la cubierta del mercante Albatros, de bandera griega, un contenedor con un Mercedes dentro. Castán se subió las gafas, que se le solían resbalar por la nariz, y se dirigió a Maurice, que había abierto la pesada puerta del contenedor.

—Está bien —dijo Castán volviéndose para hacerle una seña al de la grúa.

—Míralo —dijo Maurice—. Conviene que te vean mirarlo.

Maurice no tenía aspecto de pasarse la vida en los puertos, aunque la realidad era bien distinta. Los automóviles que exportaba Kader. Export-Import salían por los puertos de Bilbao, Valencia y Algeciras, y en todos ellos estaba Maurice, tratando con gente parecida a Castán. En realidad, se pasaba la vida en los puertos. Era un hombre elegante, de estatura media y bronceado con lámpara ultravioleta.

Castán suspiró y alzó el capó del Mercedes. El número de serie estaba en la parte frontal del motor del coche, pero ni siquiera lo miró. Señaló con un lápiz en la hoja que tenía en la mano y le hizo un gesto al hombre de la grúa. Dos cargadores se acercaron al contenedor, lo cerraron y colocaron los cables de acero para izarlo al Albatros.

La grúa estaba trasladando al barco el último contenedor, y en la cubierta bullían los marineros. Maurice se dirigió al muelle. García lo vio aproximarse. Cuando estuvo a su altura, dijo:

—¿Te has cansado mucho, Maurice? Hoy te he visto currar un poquito.

Maurice no lo miró, como si no existiera. Entonces el barco hizo sonar la sirena. Los empleados del puerto empujaron la escala y la retiraron del casco del buque. Maurice aún conservaba un ligero acento francés a pesar de que llevaba diez años en España.

—Bueno, ya hemos terminado. —Se dirigió a Óscar—: Te irás a Madrid ahora mismo, el señor Kader está esperando el coche.

—De acuerdo —contestó el aludido.

—¿Tienes mi billete de avión, Maurice? —le preguntó García.

—Por supuesto.

—Pues entonces, vámonos de una vez. Tú mandas, Maurice. —García lo miró con desprecio.

—No salgas todavía —le dijo Maurice a Óscar—. Espera a que nosotros nos marchemos.

Óscar observó el chiringuito del puerto, al otro lado de la verja.

—Antes tomaré un café.

—Llamaré a Kader —dijo Maurice.

Kader quería dar la impresión de ser un aventurero que hubiese viajado mucho, y lo conseguía. El salón donde se encontraba tenía dos niveles, muebles blancos y negros, diseñados por un prestigioso interiorista, cuadros abstractos y esculturas móviles. Una de las paredes estaba ocupada por una inmensa piel de tigre auténtica, flanqueada por colmillos de elefantes. Había máscaras africanas, lanzas, azagayas, arcos y flechas y la cabeza disecada de un búfalo de los pantanos y de un león. Todo lo que había allí era genuino. En las otras dependencias de la casa tenía más pieles de animales salvajes y recuerdos de, al menos, tres continentes.

El teléfono sonó y Kader permitió que la estridencia del sonido se repitiera en el salón. Luego pareció rebotar en las cortinas, pasar por el mueble bar abierto y por cada una de las exóticas botellas de bebida, las copas y vasos de cristal de roca, por las suaves alfombras y resbalar por la ropa tirada en el suelo y desperdigada por la habitación.

En el segundo nivel del salón, un bulto desnudo se removió sobre la alfombra, y una mano delicada tanteó la mesita china buscando el teléfono. Era un muchacho de menos de dieciocho años, pero que podía aparentar cualquier edad. Aún no le había salido la barba y su rostro viril, cuadrado y bello, parecía aunar las cualidades de fuerza y suavidad. Su voz resonó cargada de sueño.

—¿Dígame? —Hubo unos instantes de silencio—. No, soy Rinchi, señor Maurice —continuó el muchacho.

La voz de Maurice se escuchó con nitidez en la calma absoluta del salón.

—¿Dónde está Kader? Dile que se ponga.

Rinchi recorrió con la mirada los bultos en la penumbra.

—No lo sé, señor Maurice.

—Estoy aquí. —La voz era baja y profunda, sonora.

El muchacho levantó la cabeza. Kader estaba en lo alto de la corta escalera que comunicaba los dos salones. Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, de tez morena, nariz aguileña y ojos de halcón. Vestía una corta bata azul y bajó las escaleras lentamente. Rinchi le tendió el teléfono en silencio.

—Es el señor Maurice —dijo el muchacho—. Perdone, no me he dado cuenta. Lo siento mucho, pero me he dormido.

Kader asió el teléfono.

—Ya tienes el dinero, ¿no? —El muchacho asintió con fuerza—. Entonces, márchate… Venga.

Kader estuvo observando cómo Rinchi buscaba sus prendas de vestir, diseminadas por el suelo. Cuando terminó, habló:

—¿Todo ha ido bien, Maurice?

—Perfecto. Óscar saldrá dentro de un rato con el coche.

—Cuando llegue a Madrid, que me llame —dijo, y colgó.

Óscar conducía sin aparente esfuerzo, rozando el volante. El coche se deslizaba sin ruido ni sacudidas. A su lado, la China miraba el paisaje y canturreaba por lo bajo. Para Óscar se trataba de una furcia de carretera. Estaba en el chiringuito del puerto de Algeciras y le había pedido que la llevara a Madrid. Había aceptado porque era hermosa y con aspecto salvaje y excitante.

La falda corta que llevaba se le había ido subiendo sin que ella hiciese ningún gesto por bajársela. Iba sentada con las piernas abiertas y Óscar se dio cuenta de que no llevaba ropa interior.

—… no veas, vaya buga, eh…, de puta madre. ¿Me das un cigarrito?

Óscar le tendió uno sin dejar de mirar la carretera. Ella misma lo encendió con el mechero del coche.

—No se está bien aquí ni na. Aquí hasta se puede vivir y todo.

La chica pasó la mano por el salpicadero de madera de roble.

—¿Pongo la radio?

—No.

La China volvió a canturrear por lo bajo una rumbita gitana. Se acompañaba dándose palmadas en los muslos.

—¿Cuánto habrá costado este buga, tío?

—No sé.

—¿Es tuyo, tío?

—Preguntas mucho. Desde que salimos de Algeciras no has dejado de hablar.

—Algo hay que hacer, ¿no?

Óscar asintió en silencio.

—¿Dónde quieres que paremos?

Se encogió de hombros.

—Donde quieras, en un sitio guay, ¿no?

Óscar giró el volante y tomó una desviación. El Mercedes se dirigió a una cafetería de carretera cerrada. Tenía dos plantas y las ventanas cegadas con listones de madera. Dio la vuelta y recorrió despacio la trasera del edificio. No había nadie. Frenó. Unos montes aplastados y cubiertos de matorrales y manchas pardas se extendían hasta el horizonte. Óscar paró el motor, giró en el asiento y le puso la mano en el muslo a la chica. Ésta abrió las piernas unos centímetros.

—Aquí estaremos bien —dijo Óscar.

Subió la mano hasta que encontró la pequeña maraña de pelos. Ella abrió más las piernas. Óscar la estuvo explorando, sin dejar de mirarla.

—Vamos a hablar claro, guapa, ¿eh?… Vamos a hablar muy clarito.

Ella ni siquiera fingió que estaba excitada. Apretó el bolso contra su regazo.

—Estabas en el chiringuito esperándome, ¿verdad, guapa? Te has tirado allí más de tres horas esperando para que yo te llevara en coche.

Óscar tenía dedos firmes y grandes y le retorció los labios. La chica lanzó un grito apagado y le aguantó la mirada.

—Me pregunto por qué.

Ella tuvo un estremecimiento. La mano de Óscar le hacía daño.

—Oye, pero ¿qué te pasa, tío? Me estás haciendo daño. —Agitó las piernas—. Suéltame, joder.

Óscar sacó la mano y se limpió en la pierna de la chica.

—Háblame claro, guapa. Convénceme de que todo esto ha sido una casualidad. Yo no soy un panoli. ¿Quién te ha dicho que te vengas en mi coche? —Óscar le puso la mano en la cara y le acarició las mejillas—: Si no me lo cuentas, te voy a hacer daño —dijo.

Algo duro se le hincó en la entrepierna. La chica aquélla había sacado una automática del 9 corto del bolso y se la apretaba contra los testículos. Óscar se apartó despacio.

—Eres tú el que vas a hablar, tío, o te quedas sin cojones. ¿Dónde está ese moro hijo de puta? —Empujó la pistola.

—Aparta eso de ahí. ¿Estás loca?

—¿Dónde vive Kader, gilipollas? ¿Dónde vive?

—Cálmate… ¿Quieres saber dónde vive Kader? ¿No es más que eso? Yo te lo diré… Pero aparta la pistola. Las pistolas se disparan con mucha facilidad.

La China apartó la pistola unos centímetros.

—Tiene un chalé en Puerta de Hierro, en la calle Pico Nevado, número 14… ¿Satisfecha?

La China volvió a presionarle la entrepierna con la pistola. Óscar tuvo un sobresalto.

—¡Espera un momento, no dispares!… ¡No seas loca!… ¡Espera!

La China sonrió.

—Ahora no eres tan gallito, ¿verdad, tío?

—Escucha, yo no tengo nada que ver con Kader. Yo no sé lo que te ha hecho, me limito a llevarle los coches. Ése es mi trabajo, soy un empleado de Kader.

La presión de la pistola se hizo menor.

—Yo no tengo nada que ver —repitió y sintió que estaba sudando—. No te confundas.

—Alguno de vosotros ha matado a mi hermano y lo vais a tener que pagar como que me llamo la China.

—¿Tu hermano? ¿Quién es tu hermano? Yo no sé nada… Vamos, mujer. Ya te lo he dicho. Yo me dedico a conducir los coches, no sé nada de los asuntos de Kader. Por mí, puedes pegarle cuatro tiros. Yo puedo ayudarte.

La China apartó la pistola y retrocedió hasta apoyarse contra la puerta. Óscar se limpió el sudor que le caía mejillas abajo.

—¿Cómo vas a ayudarme?

—Así está mejor. Esa pistola se puede disparar.

—¿Cómo vas a ayudarme, tío? Y habla deprisa. Me estoy aburriendo aquí.

—Tengo que entregarle este coche. Es uno de sus chanchullos. Se lo tengo que entregar personalmente en Madrid. Entonces será fácil pegarle cuatro tiros.

—¿Y por qué vas a ayudarme tú?

Óscar sonrió y se acercó un poco más a la China.

—Vamos, mujer, tú y yo tenemos que ser amigos. Nos tenemos que llevar bien. Eres muy guapa, ¿sabes? Me gustas.

La mano de Óscar voló hacia el arma, pero ni siquiera pudo tocarla. El primer disparo le destrozó los testículos. Óscar gritó y se llevó las manos a la entrepierna. El segundo le dio en el pecho, a la altura del corazón. El hombre cayó hacia delante con los ojos abiertos y una expresión extraña en ellos. La China lo empujó para que no la manchara. Luego le registró, le sacó la cartera y la abrió. Dentro había un sobre con cincuenta mil pesetas en billetes de cinco mil. Se los guardó en el bolso e intentó arrancarle el anillo de oro que llevaba en el dedo corazón de la mano izquierda, pero no pudo sacarlo. Estaba demasiado apretado.

Descendió del Mercedes y se estiró la falda. Se miró por todas partes por si se había manchado de sangre. No encontró el menor rastro.

Por el otro lado del edificio abandonado pasaba la carretera. El ruido de los automóviles era constante. Frente a ella estaba el campo. Daría un rodeo y retrocedería. Con dinero se podía hacer cualquier cosa. Estaría en Madrid antes de que cayera la tarde.

Pero antes tenía que hacer algo con el coche.

La China corrió por el campo en paralelo a la carretera. Al llegar a una pequeña loma, se volvió. Tuvo que esperar muy poco tiempo. La explosión produjo un ruido atronador y una llamarada azul que se elevó hacia el cielo en una gruesa columna de humo negro.

Siguió su camino.

Julia le dio vueltas a su vaso y miró a la gente que bailaba en la pista iluminada por múltiples luces de colorines.

—¿En qué piensas? —le preguntó Flores.

Ella negó con la cabeza y su marido le cubrió la mano con la suya.

—En nada.

—¿Quieres que bailemos?

—Venga, Manuel. Nunca te ha gustado bailar.

Flores giró la cabeza y contempló a la gente que daba vueltas en la pista de baile. Todo el mundo parecía muy contento.

—Nunca es tarde para empezar, Julia.

—Bébete tu copa, anda.

—Es un buen ejercicio —comentó Flores—. Se suda y se hace gimnasia.

Flores bebió de su copa y Julia miró el reloj.