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El director general de la Policía acudió a Alicante y felicitó personalmente a Garrigues y a toda su brigada. Llegaron también observadores de Francia y Bélgica y dos jueces antimafia de Italia. Domenico Negri pactó a cambio de contar su vida y la operación de blanqueo de dinero que tenía montada con Gonzaga.

La conferencia de prensa, que se realizó en un importante hotel de Alicante —no se podía mostrar a la prensa internacional la mugre de la Jefatura de Policía—, transcurrió en un clima de compañerismo y camaradería. El director general resaltó el espíritu de colaboración entre las distintas jefaturas y servicios. Garrigues estuvo sentado a su lado, afeitado y con su traje nuevo.

Todos los vuelos estaban ocupados, de modo que Poveda tuvo que utilizar las prerrogativas de la policía en cuanto a prioridad en el transporte y los cuatro hombres de la Brigada Central, más la policía adscrita a la oficina de la Interpol, pudieron viajar a Madrid aquella misma noche. En el vestíbulo del aeropuerto, Poveda sujetaba su bolsa de viaje, atento a las palabras que anunciaban el vuelo a Madrid.

El brigada Gomis no sabía cómo dirigirse a su hijo.

—Bueno… —El brigada sonrió—. La próxima vez que nos veamos igual ya me he jubilado, ¿sabes? Cumplo sesenta y tres el mes que viene.

—Ya lo sé —contestó Loren.

—Tu madre ha preferido no venir. Ya sabes. Le da vergüenza ponerse a llorar delante de tus amigos. Te manda recuerdos y me ha dicho que te diga que te cuides… y que escribas. Yo…

—Adiós —dijo Loren—. Dile a madre que no se preocupe.

Loren dio media vuelta y se dirigió a la entrada de pasajeros, detrás de Poveda. El brigada Gomis hizo un gesto en dirección a su hijo, pero éste ya había desaparecido. Sintió un escozor en los ojos. Aquél era su único hijo y lo estaba perdiendo. Se marchaba, quizá para siempre. Escuchó un taconeo de zapatos y se volvió. Se cuadró. Era el comisario Garrigues. Se detuvo. Jadeaba por la carrera. No se fijó en que el brigada lloraba.

—Flores —llamó.

Flores se volvió.

—Vete tú —le dijo a Lucas—. Yo iré enseguida.

Garrigues le tendió la mano.

—No me ha dado tiempo de disculparme contigo, Manuel.

Flores le apretó la mano.

—Disculparte ¿por qué, Garrigues?

—Por haberte llamado gitano.

—Soy gitano —dijo Flores, y sonrió.

El altavoz emitió la última llamada para el vuelo a Madrid. Virginia le hizo un gesto cariñoso al comisario Garrigues y llamó a Flores para que se sentara a su lado. A Virginia le gustaba charlar en los vuelos nocturnos. Se aburría mucho en los aviones.

Lucas golpeó la puerta de su casa y Aníbal contestó con un maullido. Era un rito que seguía cada vez que regresaba a casa después de un largo viaje. Sabía que Aníbal estaba bien porque todos los días lo cuidaba la portera, doña Luisa. Lucas volvió a golpear la puerta. Sintió el maullido de Aníbal más cerca. Debía de estar justo al otro lado.

—Me has echado de menos, ¿eh? Yo también.

Entonces escuchó el sonido del teléfono. Sacó la llave rápidamente.

Lucas encendió el pirulo del «K» que le habían enviado desde la comisaría de Entrevías. Conducía el coche un agente uniformado que parecía un adolescente. Llevaba un palillo en la comisura de los labios y hablaba con monosílabos. No quiso preguntarle nada, pero miró el reloj tres veces durante el tiempo que duró el trayecto.

En el descampado vio dos «Z» de la comisaría y el coche «K» de Luján, el jefe del Grupo de Homicidios. Varios policías de uniforme y de paisano rodeaban algo que estaba tirado en el suelo. Se encontraban en un descampado sin luces, recorrido por montículos de basura que ardían. Finas columnas de humo se elevaban a la sucia atmósfera de Madrid. El aire estaba impregnado de un intenso olor a porquería. Lucas descendió del coche y corrió hacia el círculo de hombres.

El padre Velasco fue a su encuentro y lo cogió de los hombros.

—Lucas —dijo—. Es horrible…, horrible.

Lucas apartó a la gente. En el suelo, estaba tendido el Buga, muerto. Le habían cortado el pene y se lo habían introducido en la boca.

—Lleva… —El cura Velasco se tapó la boca y añadió—: Lleva tres días muerto.

Nunca había visto al Buga tan guapo. Parecía una pálida estatua de alabastro, tendido en la camilla del depósito frigorífico del Instituto Anatómico Forense. Sus facciones se dibujaban con líneas puras y concisas, reflejando placidez. Era como si durmiera. La nariz era recta, las cejas, bien dibujadas, formaban un arco suave. Los ojos, ahora sin vida y muertos, habían estado llenos de chispa y malicia. Las pestañas, largas y sedosas como las de una mujer, se apoyaban en los párpados inferiores con la levedad del plumón de un pájaro. Tenía los labios entreabiertos, y mostraban una sonrisa blanca bajo una leve mueca irónica trazada por sus labios carnosos. Estaba allí, tendido, muerto, con los abultados músculos destacando en la cerúlea piel, que olía a formol.

Lucas recorrió el brazo helado del muchacho hasta que se detuvo en las cicatrices del antebrazo, sobre las gruesas venas. Las palpó, eran cicatrices recientes de agujas. El Buga seguía pinchándose a pesar de todas sus promesas. No se había reformado, no había dejado de drogarse, de hacer chapas a los automovilistas del paseo de la Castellana, en los sucios retretes de algunos cines, en aquellas discotecas oscuras en las que el Buga era el rey.

El hombre de la bata blanca tosió y Lucas pareció despertar de un sueño. Se volvió y le dijo:

—Cuando quiera.

—Sí —contestó el de la bata blanca—, tenemos que llevarlo a la autopsia.