El Kalashnikov estaba atornillado a un trípode y apuntaba a la salida del túnel. Fabri había cortado ramas de pino y creado una pequeña bóveda de camuflaje alrededor del fusil de asalto. Cuando estuvo en Argelia, veinticinco años atrás, los rusos aún no lo habían perfeccionado. A Fabri le gustaba especialmente aquella arma. Podía disparar como una ametralladora, tiro a tiro e incluso lanzar granadas, y se le podía acoplar un visor de rayos infrarrojos para la noche. Era el mejor fusil de asalto que existía en el mercado, por delante del M-16 estadounidense o el cetme español.
Fabri acarició la bruñida culata del fusil. Estaba contento. Podría disparar, si quisiera, al BMW en movimiento, y tenía un cien por cien de posibilidades de alcanzarlo y hacerlo estallar con una granada antitanque de fragmentación. Pero iban a ponérselo más fácil aún. Hasta un niño lo podría hacer desde donde se encontraba y con la visibilidad que tenía.
Llevaba una hora aguardando y solamente había pasado una pequeña camioneta renqueante. Fabri había jugado a dispararle con el Kalashnikov: bum, bum, bum…, y en su imaginación la camioneta había estallado en mil pedazos.
Fabri volvió a canturrear la canción de moda. Dentro de poco sería rico, en Brasil o en cualquier país de ésos con playas, muchas playas, y un régimen político no muy estricto con respecto a los extranjeros millonarios que se asentaran en él. Miró su reloj y después alzó la cabeza al cielo, que empezaba a aclararse sobre las copas de los pinos.
Ya estaba amaneciendo. Eran las siete y quince minutos.
Garrigues rugió por la radio:
—¿Cómo que se ha perdido? ¡Es que sois gilipollas!, cambio… ¡Volved a la gasolinera, ha debido de tomar una desviación!, cambio y corto.
—Aquí hay una desviación, cinco kilómetros más allá de la gasolinera —dijo Flores.
—Me he criado aquí —respondió Garrigues—. Ya sé por dónde han tomado.
Torció el volante con brusquedad, el coche dio un giro de ciento ochenta grados y se situó en sentido contrario. Un coche que iba detrás pasó a su lado haciendo sonar la bocina. Garrigues pisó el acelerador, se metió en el arcén y se salió de la carretera.
—¡Agárrate! —le gritó a Flores.
El coche dio un salto y se introdujo en el campo, los amortiguadores chirriaron y los matorrales golpearon el capó. Rodaban por un camino que parecía de cabras o de excursionistas. Garrigues tomó la radio.
—¡Águila Uno a todas las unidades, cambio!… ¡Águila Uno a todas las unidades, cambio! ¡Acudan al kilómetro doscientos diecinueve de la carretera a Elda! ¡Corto! —Dejó la radio y se volvió a Flores. A éste le dio la impresión de que su rostro resplandecía—. Nosotros iremos por un atajo.
Poveda iba en un «Z» junto al brigada Gomis, un conductor y un ayudante que atendía la radio. El conductor hizo sonar la sirena y puso el coche a ciento cuarenta. Poveda sacó de la funda de la cintura su 9 corto y lo montó. Le gustó el sonido. Hacía al menos cinco años que no lo usaba.
Fabri hizo girar el Kalashnikov en la base del trípode y lo desplazó desde la boca del túnel hasta el recodo que formaba la carretera vecinal. Tenía veinte segundos antes de que el coche desapareciera de su vista. Le sobraban quince. Y eso contando con que el coche no se detuviera, como estaba previsto. En medio minuto desarmaría el fusil, lo guardaría en la bolsa y se subiría al Jeep. Cinco minutos más tarde estaría lejos de aquel lugar. Tenía el tiempo cronometrado.
En el rostro de Fabri se dibujó una sonrisa.
Gonzaga estaba echado en la cama de su dormitorio sin desvestirse. Se había aflojado la pajarita y se había quitado la chaqueta del esmoquin, y releía unos papeles que había sacado de un portafolios de cuero repujado. La puerta se abrió de golpe y entró Tonino, despeinado y con un extraño brillo en los ojos. Gonzaga se incorporó de golpe. Los papeles cayeron al suelo y se desparramaron por la alfombra. Tonino empuñaba una automática negra a la que había aplicado un silenciador.
—¿Dónde está Maru? —gritó.
—¡Pero Tonino!…
Tonino le dio una patada en el pecho. Gonzaga se quedó sin aire. Lo agarró del cuello y lo levantó en vilo como a un pelele. Lo zarandeó. Sus ojos despedían fuego.
—¿Dónde está?
—En… en su cuarto… Está en su habitación.
Tonino lo arrojó al suelo con furia.
—¡No está!… ¡Hijo de puta, no está!
—¡Tonino, escucha! ¿Qué te ocurre?, yo…
Lo volvió a agarrar del cuello y lo arrastró hacia la puerta. Al llegar allí lo empujó escaleras abajo. Gonzaga se incorporó. Tenía la cara tumefacta y sangraba de una ceja. Tonino fue arrastrándolo hasta la puerta del despacho, que estaba abierta de par en par. Vilar estaba tumbado en el sofá con los ojos abiertos, observando el techo. Pero no miraba nada. Lo que antes era su mejilla izquierda ahora era un boquete negruzco por el que se veía el astillado hueso de la mandíbula. La sangre le había empapado la chaqueta, la camisa y se había deslizado por el sofá hasta la moqueta. Gonzaga se tambaleó y sufrió una arcada. El cuadro del paisaje valenciano estaba tirado sobre uno de los sillones. La estructura metálica de la caja fuerte parecía lo único vivo en aquella habitación. Tonino lo empujó hacia ella.
—¡Ábrela!… ¡Vamos, imbécil, ábrela!
Gonzaga se volvió a Tonino y abrió la boca, pero no pudo hablar. Sólo pudo balbucear sílabas inconexas. Tonino lo apuntó con su arma.
—Tienes tres segundos para abrirla —le ordenó—. Si no quieres que te ocurra lo mismo que a ese idiota de Vilar.
Gonzaga se tambaleó y Tonino volvió a empujarlo. Chocó contra la caja fuerte y gimió.
—Escucha… —le susurró.
—¡Ábrela! —gritó Tonino.
Movió el dial a izquierda y derecha, introduciendo la combinación. La caja se abrió sin ruido. Gonzaga metió los brazos dentro. Sólo había papeles y pequeños ficheros. Tonino no se movió de su sitio. Soltó una seca carcajada.
—¡El dinero! —gimió Gonzaga—. ¡El dinero!
La maleta no estaba.
—Nos ha engañado a los dos —dijo Tonino—. Se ha llevado el dinero… Zorra hija de puta.
—Maru… —balbuceó Gonzaga—. Maru…
Tonino escuchó una voz que provenía de la puerta abierta del despacho y se volvió. Virginia lo apuntaba con un pequeño revólver.
—Muy bien —dijo Virginia—. Tira la pistola… Policía.
Tonino apretó el gatillo dos veces. La cabeza de Virginia se encontraba a menos de cinco centímetros del marco de la puerta. Los impactos de las balas levantaron astillas de la pesada madera de roble. Virginia se arrojó al suelo y disparó. Tonino dio un salto y rompió la cristalera que comunicaba con el jardín. Virginia se levantó y corrió hacia el ventanal. Vio a Tonino correr en zigzag por el jardín.
—¡Alto, policía! —gritó disparando de nuevo.
Tonino siguió corriendo en dirección a la puerta trasera. Virginia tomó puntería y volvió a disparar. Tonino desapareció.
Loren y Marcial entraron a la carrera en el despacho. Cada uno con su arma en la mano, Gonzaga no se había movido del sitio. Tenía los ojos muy abiertos y el rostro alelado. Permanecía de pie al lado de la caja fuerte.
—¡Dios mío! —exclamó Loren corriendo hacía la cristalera donde se encontraba Virginia—. ¿Te encuentras bien?
—¡Sí! —exclamó Virginia, y señaló hacía el jardín—. ¡Tonino se ha escapado!
Escucharon el inconfundible sonido del motor de un coche. Virginia suspiró.
—Se acaba de marchar.
Marcial le estaba poniendo las esposas a Gonzaga, que continuaba sin reaccionar.
—¿Conoce usted sus derechos, señor Gonzaga? —le estaba diciendo Marcial, pero Gonzaga parecía no oír ni ver nada.
Un grupo de hombres y mujeres del servicio de la casa se agolpaba en la puerta del despacho. El asombro se mezclaba con el sueño y la estupefacción. Una mujer lanzó un grito apagado.
—Policía —dijo Loren acercándose a ellos—. Que no salga nadie de la casa. ¿Quiere hacer alguien café? —Se volvió a Virginia y añadió—: Llama a la Jefatura y al juzgado.
Loren metió la mano en el bolsillo y sacó el walkie talkie. Marcial se acercó a los criados.
—Siéntense todos en esa habitación. Vamos a esperar al juez. ¿Queda alguien en la casa?
Una mujer gorda y grande paseó la mirada por las cinco mujeres y los tres hombres.
—Falta Salvador —dijo con una voz carente de expresión.
Loren hablaba por el walkie talkie.
—… ¡Te oigo muy mal, Flores!… ¡Escucha!
Salvador enfiló el túnel y redujo la marcha. Comenzó a tocar el claxon y se mordió los labios. No hacía calor, pero el sudor le resbalaba por la cara y se le metía por el cuello bajo el uniforme. Por aquel trabajo iba a sacar la entrada para un local comercial en el centro de Alicante y, lo que era más importante, el agradecimiento de la familia Gonzaga. Salvador sabía que ese agradecimiento le iba a producir más beneficios aún. Él sabía mucho, estaba en posesión de un secreto que podía poner en peligro a la familia Gonzaga. Y eso habría que pagarlo. Salvador tenía ganas de dejar el uniforme de chófer.
Hacía tiempo que soñaba todas las noches con la cafetería que iba a montar. Ya tenía pensado el nombre. Para eso tenía que traspasar el túnel. Lo peor aún no había pasado. Lo peor iba a ocurrir en aquel mismo momento. El túnel llegaba a su fin. Veía el semicírculo iluminado y la claridad lechosa al otro lado y se pasó la lengua por los labios resecos.
Por el espejo retrovisor contempló a Domenico Negri y a la vieja, que dormitaban en el asiento trasero. Poco después estarían reventados.
El coche corría por el campo, dando tumbos y con la sirena encendida. Flores apenas si podía escuchar a Loren. Le costaba trabajo sujetar el walkie talkie contra la oreja.
—… ¡muy bien, Loren, nosotros vamos tras los Negri, cambio!
La voz de Loren llegó distorsionada. Era una especie de sonido gutural.
—¡No te oigo, Flores, cambio!… ¿Qué dices?
Flores, furioso, sacudió el walkie talkie. Garrigues sonrió.
—¿Lo ves? Sólo tenemos material de mierda, desechos. Llevo tres años pidiendo que me renueven el material —dijo con amargura—. Vosotros en el Grupo Especial tenéis mejores cosas que en toda mi brigada.
El walkie talkie continuaba emitiendo un gorjeo ronco.
—Algo ha pasado en la casa de los Gonzaga. —Flores volvió a pegarse el aparatito a la oreja—. ¡No te oigo, Loren! —gritó, Flores soltó una interjección, cerró el walkie talkie y lo arrojó al asiento de atrás. Llevaba la ventanilla abierta y se sujetó con fuerza. El coche corría ahora, prácticamente, a campo traviesa. Ya no había ningún camino.
—¡Ya no podemos volver! —gritó Garrigues.
Flores no contestó. Se dio cuenta de que todo daba igual. Garrigues ya no iba contra los Negri. Peleaba contra toda una vida de servicios no recompensados, de frustraciones y humillaciones.
Sería lo último que haría antes de dimitir.
La luz del día cegó a Salvador momentáneamente cuando salió del túnel. Redujo la marcha del BMW y frenó de golpe, diez metros después de la salida. Abrió la puerta y se deslizó fuera del coche. El corazón le latía con fuerza. Domenico se despertó.
—¡Eh! —gritó—. ¿Qué está haciendo?
Intentó abrir la puerta, pero las puertas parecían bloqueadas. Los cristales tampoco podían abrirse. Domenico sacó una pequeña automática plateada del bolsillo de su esmoquin. Alda se despertó, aterrorizada.
—¡Domenico! —gritó—. ¡Domenico! ¿Qué ocurre?
Empezó a disparar a la cerradura.
Fabri vio correr al chófer. Parecía una de aquellas figurillas del tiro al blanco. Sonrió antes de apretar el gatillo. Salvador recibió el impacto de la bala blindada en la cabeza. La bala le produjo en la sien izquierda un orificio de entrada del tamaño de una pelota de tenis, y la explosión le reventó la parte posterior de la cabeza. Trozos de hueso, cuero cabelludo y masa encefálica salieron en todas direcciones, en un radio de veinte metros.
Salvador aún caminó varios pasos como sin darse cuenta de lo que había pasado. La muerte le llegó instantáneamente, las piernas se le doblaron y cayó tendido en el arcén de la carretera vecinal.
Fabri seguía canturreando la misma canción de moda, que no se despegaba de sus labios. Estaba atornillando una granada de fragmentación a la boca del Kalashnikov.
Domenico apoyó la espalda en el asiento y pateó la puerta con fuerza. Había gastado el cargador alrededor de la cerradura, formando un boquete de hierros retorcidos y tapicería.
—¡Es una encerrona! —gritó Domenico—. ¡Agáchate, Alda, agáchate!
Sus fuertes piernas volvieron a golpear la puerta. Había escuchado la explosión de la bala blindada y había visto desplomarse a Salvador. Sabía de lo que se trataba. Él lo había hecho en el pasado.
Fabri apuntó con cuidado hacia la ventanilla izquierda del coche. El dedo se curvó sobre el gatillo. De pronto se puso en tensión y despegó la cara del punto de mira del fusil. ¿Lo que estaba escuchando era una sirena policial o estaba soñando despierto? Prestó atención. Sin duda era una sirena policial. Pero provenía del campo, no de la carretera. ¿Se trataba de una trampa? Fabri levantó el trípode y el Kalashnikov en vilo y corrió hacia su Jeep. La sirena estaba cada vez más cerca. Abrió la portezuela y entonces vio el coche de la policía, que iba hacia él. Apuntó y disparó.
Garrigues dio un volantazo. La explosión rompió las ventanillas y la onda expansiva lanzó por los aires el coche, que dio una vuelta de campana y quedó panza arriba con las ruedas girando. La sirena dejó de funcionar.
Fabri contempló unos segundos el coche. Arrastrándose, salieron dos figuras. Sólo había dos policías. Aquello era extraño. Una de las figuras se puso de pie y se colocó en posición de tiro. Fabri metió el fusil y el trípode en el Jeep y montó en el vehículo. Al mismo tiempo sonaron los impactos de las balas en la chapa del Jeep. Fabri arrancó y se lanzó cuesta abajo. Pensó que aquel policía era buen tirador.
Garrigues se apoyó en el coche. Las ruedas aún daban vueltas. Flores sostenía la pistola con las dos manos. El Jeep se había perdido de vista.
—Fabri —dijo Flores—. Nos ha alcanzado a más de doscientos metros. —Se volvió y observó a Garrigues—. ¿Estás bien?
—Vámonos de aquí. Esto puede estallar.
Los dos corrieron hacia el montículo donde antes había estado el Jeep. El coche estalló cuando aún no habían recorrido la mitad del trayecto.
Tonino le alquiló la motora a un sujeto simpático y dicharachero que le cobró seis mil pesetas la hora. La arrendó para dos horas y dijo que quería dar un paseo por la costa. Ya se había dado la orden de busca y captura contra Tonino Negri. Su fotografía pronto estaría en las comisarías, puestos fronterizos y cuarteles de la Guardia Civil de toda España. Pero el tipo que alquilaba las motoras no era policía ni había tenido tratos con la policía en toda su vida. En cualquier caso, el sujeto que le había pagado dos horas por la lancha y la fianza de quince mil pesetas no parecía italiano, sino norteamericano. Hablaba en inglés, no tenía bigote y llevaba el pelo muy corto, como suelen llevarlo muchos norteamericanos. Además, vestía una amplia camisa de colores chillones y un pantalón corto. Parecía un turista más de los que infestan la costa en todas las estaciones del año. Lo que no sabía el dueño del negocio de alquiler de lanchas a motor era que el norteamericano aquél llevaba una pistola automática negra debajo de la camisa floreada, prendida en la cinturilla del pantalón de deporte.
La lancha corría a la máxima velocidad que era capaz de alcanzar. Empezó a dejar atrás a zodiacs cargadas con padres de familia y niños que ensayaban pesca submarina. Otras lanchas tiraban de esquiadores náuticos. Eran las nueve y media de la mañana y Tonino Negri pensaba que quizá tendría suerte. Probablemente, aún no supieran nada de lo que había pasado. Intentó acelerar el motor de la lancha y la embarcación comenzó a temblar. Redujo un poco el gas. Una chica en biquini que conducía otra lancha parecida pasó en dirección contraria y lo saludó agitando una mano. Tonino le devolvió el saludo.
Quince minutos más tarde, Tonino divisó la pequeña cala y, al fondo, el bungalow. Había una lancha varada en la orilla. Tonino reconoció la potente y moderna embarcación de Maru. Con ella podría viajar hasta Ibiza y allí mezclarse con los turistas. De allí se podía ir a cualquier parte. Nadie prestaba atención a los turistas que contrataban aviones taxi con destino a cualquier punto del Mediterráneo. Tánger, por ejemplo. Y de Tánger iría a Casablanca y de allí, adonde quisiera. Él tenía buenos amigos en Nassau y Panamá. Con trece millones de dólares se puede empezar una nueva vida. Claro que sí.
Tonino detuvo el motor y remó hasta la orilla. Prefería esforzarse un poco más a que lo descubrieran. Estaba seguro de que el bungalow estaba ocupado y no quería arriesgarse. La lancha chocó débilmente contra las rocas y Tonino se encaramó a una de ellas de un salto. Empezó a trepar, teniendo cuidado de no resbalarse. Diez minutos más tarde estaba en la cima del acantilado. Quería llegar a la casa por atrás, no por la playa. Seguramente estarían atentos a la playa. Comenzó a descender la cuesta rocosa. Mientras bajaba, no dejaba de observar la casa, que parecía tranquila, inocente.
Fabri tomó un puñado de billetes de cien dólares y se los restregó por su cuerpo enjuto y moreno. Estaba sobre la gran cama que ocupaba casi por completo el único cuarto de la cabaña. Al pie de la cama estaba la maleta abierta y Fabri iba cogiendo puñados de billetes y se los restregaba. La cama estaba cubierta de billetes de banco. Fabri giró sobre sí mismo y los billetes crujieron. Le gustaba aquel ruido. Era un ruido hermoso. No había nada mejor que el sonido que producen los billetes de banco al ser estrujados, arrugados y machacados. Lo habría dado todo por aquel sonido subyugante. Toda su vida había ido detrás de aquel ruido divino y ahora tenía todo el tiempo del mundo para arrugar billetes, tirarlos si quisiera. Fabri calculaba que no tendría años suficientes para derrochar aquellos millones de dólares. No se había emborrachado nunca —era malo para su trabajo— y por lo tanto no sabía lo que era estar embriagado.
Pero lo que estaba sintiendo en aquel momento era embriaguez, borrachera de dinero. El olor y el ruido del dinero le habían vuelto loco. Fabri no se reía nunca, y estaba soltando carcajadas como si ensayara para una comedia graciosa.
Maru salió del cuarto de baño secándose el pelo tintado de rubio. Estaba desnuda y no había señales de biquini en su cuerpo.
—Cariño —le dijo a Fabri—. ¿Te has vuelto loco?
—Sí —contestó él—. Me he vuelto loco. Ven, anda, ven. —Le hizo señas con la mano—. Estoy a punto, cariño, ven.
—Vamos, por favor. —Ella sonrió sin dejar de secarse—. Tenemos que marcharnos. No podemos perder más tiempo.
Fabri se incorporó en la cama.
—Nos iremos enseguida, pero ven, ya no puedo más.
Le tendió la mano. Ella soltó la toalla y se dejó arrastrar a la cama con una risa que se ahogó cuando Fabri la besó con furia. Se revolcaron entre los billetes, besándose y acariciándose, mordiéndose como lobos hambrientos. Maru comenzó a gemir.
Tonino escuchó los jadeos al otro lado de la puerta. Se retiró unos metros y se abalanzó contra ella. Rompió la cerradura y parte del marco que la sostenía y entró en la cabaña que tan bien conocía. Maru estaba encima de Fabri. Dio un grito y se volvió, deslizándose fuera de la cama. El terror aparecía pintado en sus ojos.
—¡No! —gritó al ver el arma en la mano derecha de Tonino.
Éste no dijo una sola palabra. Apretó el gatillo en dirección al hombre, que, haciendo gala de unos reflejos increíbles, empuñaba ya un arma que había extraído de debajo de la almohada. El primer disparo de Tonino le reventó la boca, partiéndole los dientes y haciendo que su cabeza chocara contra el cabecero de la cama. La pistola se deslizó de su mano y la sangre salió disparada en todas direcciones.
—¡Zorra! —exclamó Tonino antes de volver a disparar. Aquello fue lo que le perdió.
Apretó el gatillo al mismo tiempo que Maru, que había cogido el arma de Fabri y disparaba cogiéndola con las dos manos. Tonino se tambaleó. Volvió a disparar. Dio unos pasos en dirección a la cama sin dejar de apretar el gatillo. La pared y el techo se llenaron de impactos de bala. Al llegar a los pies de la cama se desplomó sobre ella. Tenía el pecho cubierto de rosetones rojos. Su cabeza chocó contra la huesuda pierna de Fabri.
Maru tenía los ojos abiertos. Parpadeó. Movió los labios para decir algo, pero lo único que surgió de su garganta fue una bocanada de sangre.