El «K» de Garrigues estaba aparcado al borde de la carretera con el pirulo encendido. Flores fumaba un cigarrillo apoyado en el capó. Contemplaba cómo las luces del día empezaban a expulsar a la noche. En aquel momento el aire parecía más puro y limpio. Flores notaba el olor salino del mar que le llegaba con el viento. Garrigues hablaba por radio con Loren. Flores lo escuchaba perfectamente.
—… muy bien Loren, muy bien… Pero los del furgón tampoco lo saben… Si Fabri ha acudido a la fiesta, lo sabremos cuando revisemos el vídeo… No, no hagáis nada hasta que yo lo diga… Díselo a Marcial.
Garrigues cortó la radio y salió afuera.
—¿Qué haces? —le preguntó a Flores.
—Nada.
—¿Sabes?, eres un poco raro. —Flores no contestó y Garrigues añadió—: Cuando me dijeron que ibas a venir, me pregunté cómo sería un policía gitano. —Flores se contrajo, pero Garrigues continuó—: Me hizo gracia. Un poli gitano, y además, al frente del Grupo Especial de la Brigada Central.
—¿Qué es lo que te hizo gracia, Garrigues?
—No sé. Me dio por pensar que a lo mejor el ministro era aficionado al flamenco. Ya sabes.
—No me gusta el flamenco.
—¿Y no cantas ni bailas ni tocas la guitarra? —La risa de Garrigues sonó hueca—. Un robagallinas en la Brigada Central. Así está la policía.
Flores tiró la colilla y la aplastó con el pie.
—No me gustan esas bromas, Garrigues, vamos a tener la fiesta en paz. Yo no tengo la culpa de tu dimisión. Retira lo que has dicho. *
—¿Es que no eres un robagallinas, gitano?
Se lanzó hacia él, pero Garrigues lo esperaba. Le dio una patada en la rodilla y Flores se dobló. Garrigues lo alcanzó en la barbilla con un tremendo izquierdazo y Flores cayó hacia atrás, sobre la tierra del camino. Garrigues se quitó la chaqueta y la tiró sobre el capó del coche. Su rostro resplandecía.
—¡Ponte de pie! ¡Venga, ponte de pie!
Flores se incorporó, masajeándose la mandíbula.
—Pegas fuerte —le dijo.
—Voy a machacarte, gitano. Voy a demostrarte que aún no estoy acabado.
Garrigues avanzó, blandiendo los puños. Le envió la derecha, pero Flores dio un paso al costado y el brazo pasó silbando por encima de su hombro. Garrigues trastabilló y entonces Flores le conectó un golpe en el hígado y, después, dos rápidos puñetazos en la cara. Garrigues retrocedió hasta el coche, Flores se preparó frente a él, tomó impulso y le lanzó un gancho de derecha, casi desde el suelo. El impacto en la boca del estómago sonó como cuando cae al agua una piedra grande. Garrigues boqueó y se deslizó lentamente al suelo. Empezó a vomitar.
Se oyó la radio del coche.
—¡Aquí Puerta a Águila Uno, Puerta a Águila Uno, cambio…! Estamos a la escucha, cambio.
Flores jadeaba. Cogió la radio.
—¡Aquí Águila Uno, te oigo, cambio…!
Garrigues le arrancó el auricular de las manos.
—¿Qué pasa?… ¡Estoy escuchando, Puerta!… ¿Qué coño pasa?
El sonido de la radio era chirriante y distorsionado, pero se entendía. Garrigues sudaba como si estuviera en una sauna. El sudor le caía por la cara y le manchaba la camisa. Su pecho, abombado y fuerte, se movía arriba y abajo por la respiración.
—¡Los Negri han salido de la casa, cambio…! ¡Esperamos instrucciones, cambio!
Garrigues chilló:
—¡Id detrás de ellos, no perdáis tiempo! ¿Qué camino han llevado? Cambio.
—¡Van en dirección a Elda, cambio!
—¡Avisad a todas las unidades, corto y cierro!
Dejó la radio y se volvió despacio a Flores, que lo observaba en silencio. Aún jadeaba. Flores dijo:
—Somos policías y tú eres el jefe de esta operación. Al menos hasta mañana.
—Sube —dijo Garrigues con voz ronca, y arrojó dentro del coche su chaqueta.
Arrancó y salió a la carretera, que era una cinta azulada. Poco después, la luz del sol comenzaría a quitar los jirones de la noche. Rodaban a más de ciento treinta por la carretera. El viento entraba en el coche, revolviendo el pelo de los dos hombres. Garrigues torció a la izquierda, en una desviación, sin abrir la boca. Flores miraba los pinares que como masas oscuras jalonaban ambos lados del camino.
—Lo arreglaremos después —dijo Garrigues sin dejar de observar la estrecha carretera.
—Lo que tú quieras —contestó Flores.
Los frenos chirriaron cuando el coche tomó una curva sin disminuir la velocidad.
Fabri tenía un walkie talkie en la mano. Estaba fuera de su jeep en una especie de colina tapada por los pinos. Abajo, se veía la línea de la carretera y la salida de un túnel.
—… claro que me dará tiempo, cariño —dijo entre las interferencias atmosféricas—. Hasta pronto.
Cerró el walkie talkie y de un solo movimiento abrió la bolsa de deportes azul. De ella sacó el Kalashnikov. Empezó a canturrear.
El BMW rodaba a velocidad constante por la carretera que bordeaba la costa. Tonino no había abierto la boca en todo el trayecto. Parecía ensimismado y ajeno.
—¿En qué piensas? —le preguntó su padre en italiano.
El coche tenía una mampara de cristal que los separaba del chófer. Tonino tardó en responder.
—En nada —dijo.
—Tenía ganas de preguntártelo. Nos han llegado rumores de que los negocios en Estados Unidos no van tan bien como parece.
—Domenico. —Alda puso la mano sobre la rodilla de su marido—: Per favore, Domenico, adesso no.
—¿Quién te ha dicho eso? —respondió Tonino.
—No importa quién me lo haya dicho. ¿Es verdad?
—Tú lo harías mejor, ¿cierto? ¿Es eso, padre? Por qué no regresas a Estados Unidos, ¿eh?
Domenico lo miró con fiereza.
—No me hables así. No te lo consiento.
Tonino hizo un gesto despectivo con la mano y continuó mirando por la ventanilla.
—¿Es que crees que soy estúpido? Las inversiones en Atlantic City han sido un desastre. Yo lo sé, lo sé todo. Y tampoco me ha gustado cómo has llevado el negocio con Gonzaga, acostándote con esa puerca de Maru… Comes en su mano, como un perrito.
—¡Déjame en paz! —le gritó Tonino.
Alda los miró alternativamente.
—Per favore, per favore! Tonino, per favore!
Unos kilómetros más adelante había una gasolinera. Tonino corrió la ventanilla de separación.
—¡Eh! —le indicó a Salvador, que se volvió—. ¡Para ahí, en la gasolinera!
Salvador puso cara de asombro.
—Pero… tengo…, tengo órdenes de llevarlos al hotel, señor Negri. No podemos parar.
—Pero ¿qué haces, te has vuelto loco? —Domenico se encaró con su hijo—. ¿Adónde quieres ir?
Tonino Negri gritó:
—¡He dicho que te detengas, imbécil!
El coche frenó y se clavó en el asfalto. Tonino besó a su madre.
—Gao, mamma. Nos veremos en el hotel.
—Ma figlio!…
Tonino abrió la puerta y salió del BMW. No volvió la cabeza, Alda miró a su marido sin saber qué hacer.
—¡Déjalo! —exclamó Domenico—. ¡Es un estúpido!
Miró a Salvador, que tenía el asombro pintado en el rostro.
—¡Sigue tu camino! —le ordenó—. ¡Vamos, quiero irme a dormir!
Cerró la ventanilla con fuerza y el coche arrancó.
—Mierda de fiesta —murmuró.
Alda se volvió y a través de la ventanilla trasera del coche vio a su hijo hablar con el empleado de la gasolinera.
—Déjalo —le dijo Domenico—. No te preocupes más. Ya es mayorcito.
Domenico se relajó en el asiento. El BMW giró a la izquierda y tomó una carretera estrecha. Domenico se incorporó en el asiento y volvió a abrir la ventanilla.
—¡Eh! —le dijo a Salvador—. ¡Éste no es el camino!
—Por aquí evitaremos el tráfico de camiones, señor Negri. Ganaremos tiempo.
Domenico gruñó algo, cerró la ventanilla y volvió a recostarse en el asiento. El coche se deslizaba por la carretera sin hacer ruido.
El furgón de mudanzas se detuvo a medio kilómetro de la gasolinera. Dentro, Vicent hablaba por la radio.
—… Tonino se ha bajado en el kilómetro doscientos diecinueve, en la gasolinera, y está tomando un taxi. El coche de los Gonzaga continúa el camino. Espero instrucciones, corto…
La voz de Garrigues se escuchó rasposa y estridente:
—Águila Uno a Furgón, seguid al viejo, cambio… ¿Qué ruta lleva el taxi?…
—El taxi parece seguir el camino contrario, parece regresar al chalé, cambio… ¿Vamos tras el viejo?
—Sí —respondió Garrigues—, corto.
Vicent dejó la radio y se dirigió al policía que conducía la furgoneta.
—Vamos para delante… Hay que seguir al viejo.
El furgón de mudanzas arrancó y se cruzó con el taxi.
—Me gustaría saber por qué seguimos a los Negri —dijo Vicent—. Conocemos ya de memoria los trayectos que hacen. De la casa a la urbanización, al restaurante… Sólo nos falta entrar con ellos al retrete. Estoy de los Negri hasta el gorro.
—Hablando de los Negri… —Muñoz señaló la cinta de la carretera—, ¿dónde coño se han metido?