29

A nadie le gustan las dependencias policiales. La presencia constante de hombres solos suele impregnarlas de una cierta pátina de dejadez y caos, como si el sufrimiento, el miedo y la rapacería flotaran siempre entre sus paredes. Las dependencias de la Jefatura no eran luminosas ni funcionales, y nunca lo habían sido. Estaban en un viejo caserón que jamás terminaban de arreglar ni de pintar como era debido.

El doctor Borja subió en un viejo ascensor acompañado por el brigada Gomis, pensando en que debía haberse quedado en su casa. Más tarde, sentado frente al comisario Garrigues, fue tranquilizándose, a pesar del extraño aspecto que presentaba aquel hombre. Su mirada profesional diagnosticó inmediatamente agotamiento nervioso generalizado. Después de que el doctor Borja contara lo que le había escuchado al moribundo Muertofrío, el comisario ordenó a uno de sus hombres que fuera al ordenador y comunicara con el Centro de Datos de El Escorial. Además de al comisario Garrigues, al doctor Borja le presentaron a otros policías que estaban en el despacho: un tal Poveda y otro, llamado Flores. Todos parecían al borde de sus fuerzas físicas.

—Es curioso lo que dicen los moribundos —estaba explicando por enésima vez el doctor Borja—. Casi todos hablan, dicen algo. Muchos se vuelven niños, hablan de su infancia o de algún recuerdo, otros lloran… Nadie quiere morirse.

El doctor Borja esbozó una tímida sonrisa y miró a los policías que lo rodeaban.

—¿Quiere un café, doctor? —le preguntó el brigada—. Puedo hacer que se lo suban.

—No, gracias —le respondió el médico y, continuó—: De lo que más suelen hablar los moribundos es de sus madres. Nos morimos pensando en nuestra madre.

Garrigues se removió en su asiento y Poveda preguntó:

—¿No puede hacer memoria?

—Es que no le presté demasiada atención, dijo algo así como… —el médico volvió a repetir lo que ya había dicho más de diez veces en la última media hora—: Algo así como ha sido Fabi… o Fabio… Fabi me ha matado, ha sido él, y lo dijo muchas veces. Si llego a intervenir media hora antes, podría haberse salvado. Cada día me convenzo más de la maravillosa maquinaria que es el cuerpo humano y lo que puede resistir. Estamos hechos para durar eternamente. ¿Sabían eso?

—No. —Garrigues encendió otro cigarrillo y el doctor Borja lo miró con desaprobación. El médico continuó hablando.

—Fabi o Fabio o quizá Rafi… No presté atención.

Flores había estado escribiendo una serie de nombres parecidos a Fabio o Fabi. Le habían salido veinticinco. Le tendió el papel al doctor Borja.

—Mire, por si le suena cualquiera de éstos —le dijo.

El médico comenzó a leer:

—Fabio, Eufrasio, Falo, Felo, Talo, Fabi, Rafi, Fito, Fabri… —Se detuvo—. Puede ser Fabri —dijo—. Fabri… —repitió.

Garrigues pulsó el timbre de su mesa y la puerta del despacho se abrió casi al instante. Uno de sus hombres se asomó.

—Mete Fabri en la computadora —le ordenó Garrigues—. F-a-b-r-i, a ver qué pasa.

El edificio tenía once plantas y era uno de los más altos de la ciudad. Casi todas estaban ocupadas por oficinas, menos la décima y la undécima, que eran apartamentos. En la última planta había una luz encendida. Era un gran ventanal que daba a una terraza, desde la que se divisaba la ciudad.

Fabri estaba sentado frente a una mesa que había cubierto con un paño de terciopelo. Sobre el paño estaban diseminadas las piezas de un Kalashnikov modelo K-68, de fabricación soviética. Canturreaba una canción de moda mientras les pasaba un paño aceitado a las piezas. Cuando hubo terminado, fue colocándolas en un estuche de lona. Fabri hacía las cosas con parsimonia, demorándose el tiempo que hiciera falta. Llevó el estuche hasta un mueble que ocupaba una de las paredes de la habitación. Abrió uno de los cajones, sacó una enorme bolsa azul y metió el estuche.

Sin dejar de canturrear, se colocó la bolsa en el hombro, apagó las luces y salió de la casa.

A Loren le dolían los brazos de llevar la bandeja de los canapés. Lo peor era que nadie comía. Casi siempre regresaba con la bandeja llena a la cocina, donde le volvían a dar otra de las mismas o parecidas características. La fiesta ya estaba animada, y el combo de música rumbera alternaba con un trío que tocaba canciones de ayer, de hoy y de siempre. Algunos invitados bailaban. Loren se acercó al grupo formado por Domenico, Alda, Gonzaga y dos caballeros que parecían estar riéndose continuamente. Les ofreció la bandeja y sólo Alda tomó un langostino ensartado en un palillo, los demás continuaron charlando. Maru se acercó al grupo y se abrazó a su marido. Estaba espléndida, Loren tuvo que reconocerlo. Le tendió la bandeja con una sonrisa. Ella hizo un imperceptible movimiento con la cabeza.

—¿Me disculpan un momento? —La sonrisa de Maru era maravillosa, parecía que había nacido con ella—. De vez en cuando me gusta bailar con mi marido.

Gonzaga hizo un gesto de resignación, que produjo muchas más risas en los dos caballeros, y se dejó arrastrar por Maru. Comenzaron a bailar muy apretados en la improvisada pista.

—Fabri está listo —le susurró Maru al oído.

Gonzaga asintió y continuó bailando. Luego dijo:

—¿No has notado a Tonino un poco raro?

—¿Raro? No, ¿por qué lo dices?

Se encogió de hombros.

—A lo mejor son figuraciones mías.

El trío orquestal tocaba en aquel momento Siboney. Gonzaga se separó de Maru y movió torpemente las caderas.

—No dejes solo a Tonino —murmuró Gonzaga—. Ese imbécil es muy listo.

La mansión de los Gonzaga le producía a Virginia una sensación agradable. Había muebles muy antiguos junto a sofás de diseño ultramoderno. Todo de muy buen gusto. En el despacho de Garrigues, habían revisado los planos de la casa una y otra vez hasta que se los supieron de memoria, pero el mismo Garrigues les había dicho que la casa había sufrido modificaciones y que era imposible del todo conocerla exactamente. Sin embargo, la habitación que más les interesaba era el despacho principal de Gonzaga, en la planta baja, donde estaba la caja fuerte.

La puerta del despacho era de roble y estaba tallada con bajorrelieves que representaban escenas de caza. Virginia la abrió con sigilo. El despacho de Gonzaga tenía más de ochenta metros cuadrados. Toda una pared estaba tapizada por libros, cuyos lomos marrón oscuro evidenciaban que se trataba de buenas encuadernaciones antiguas. La mesa estaba al fondo, inmensa y cubierta de papeles. Frente a la chimenea de piedra había un sofá semicircular de color blanco marfil. A un lado de la chimenea estaba el cuadro del paisaje valenciano. El cuadro tapaba la caja fuerte. Virginia dio un paso dentro del despacho.

Vilar estaba acostado en el sofá y se levantó de un salto, llevándose la mano derecha a la cintura. Virginia se tapó la boca con las dos manos y ahogó un grito.

—¿Qué hace aquí? —chilló el abogado.

—¡Oh, señor, lo siento! ¡Creo que me he perdido, no sé volver a las cocinas!

—Fuera.

—Sí…, sí, señor.

Vilar continuó con la mano en la cintura. Dio unos pasos en dirección a Virginia, que retrocedió y cerró la puerta con cuidado. «Tienen aquí el dinero —pensó Virginia con alegría—. Dios santo, está todavía en la casa».

Escuchó un ruido a sus espaldas y se volvió. El encargado la miró de arriba abajo.

—¿Se puede saber qué haces aquí? —gruñó.

Virginia puso cara de infinita inocencia.

—Me he perdido, señor.

—No se te paga por andar curioseando. ¿Cómo te llamas?

—Virginia Domínguez, señor.

—Me acordaré de ti. Te voy a descontar una hora de sueldo.

Y ahora, ven conmigo. —La asió del codo y la condujo hacia las cocinas—. Yo te diré dónde está tu lugar.

Virginia asintió.

—Sí, señor.

Pero estaba pensando rápidamente en cómo podría avisar a Loren para que transmitiera la gran noticia.

Frente a la puerta del apartamento de Fabri, el portero titubeó antes de meter la llave maestra en la cerradura. Se volvió hacia Garrigues como si quisiera consultarlo. El portero era un hombre joven, con bigote y llevaba la muñeca tatuada. Junto a Garrigues se encontraban Poveda, Flores y el brigada Gomis.

—Vamos, abra de una vez —le ordenó Garrigues, y desenfundó su arma—. Tenemos orden de registro.

La puerta se abrió y Garrigues echó a un lado al portero. Aún era el comisario jefe. La dimisión la enviaría a la mañana siguiente.

—El señor Fabri no está. Ya se lo he dicho —insistió el portero—. Ha salido hará unas tres horas.

Flores extrajo su arma de la funda sobaquera y la puso en posición de disparo. Desde donde estaba veía un gran salón con ventanales. Entraba una débil claridad que silueteaba los muebles y los cuadros. El silencio era espeso. Garrigues encendió la luz y entró el primero. Después, Flores y Poveda, seguidos por Gomis y el portero, que tenía el rostro lívido. Garrigues se detuvo en el salón.

—Mira en el resto de la casa —le dijo a Gomis.

El brigada empezó a abrir puertas y a asomarse por ellas. Flores se acercó a la mesa que estaba situada frente al ventanal y pasó el dedo por encima del terciopelo que la cubría.

—Aceite —dijo oliéndose el dedo—. Parece aceite para limpiar armas.

—Tiene muchas armas —manifestó el portero—. Es socio del tiro olímpico. Es campeón de…

—Ya lo sabemos —lo cortó Poveda.

El brigada Gomis regresó de su corta expedición por la casa. Negó con la cabeza.

—No hay nadie —dijo.

Tres hombres se asomaron por la puerta del apartamento. Dos eran policías y el tercero, oficial del juzgado de guardia.

—¿Comisario? —preguntó uno de los hombres.

—Pasen —ordenó Garrigues.

Los tres hombres miraron las pinturas abstractas colgadas de las paredes y los caros y modernos muebles.

—Efectivamente, es socio del club de tiro olímpico —dijo uno de los hombres sacando un papel doblado del bolsillo de su chaqueta—. Francés nacionalizado español en 1965. Antiguo capitán de la Legión Extranjera, veterano de Argelia. Es muy conocido en los ambientes relacionados con el tiro olímpico.

—Ya se lo dije yo —confirmó el portero.

Poveda le gritó:

—¡Cállese!

El portero bajó la mirada y el policía continuó:

—Soltero, tiene algunas inversiones en apartamentos…, y acciones en bolsa…

—Y es socio de Gonzaga en su sociedad inversora —terminó Garrigues. Se dirigió a sus hombres—: Desmontad la casa. Miradlo todo, si tenéis que levantar el suelo, lo levantáis.

—De acuerdo, comisario —dijo el del papel guardándoselo en el bolsillo.

Garrigues se dirigió al brigada Gomis:

—¿Han dicho algo los del coche? ¿Y los de dentro?

—Los del coche no han visto nada anormal, comisario —respondió Gomis—. Y todavía no sabemos nada de los de dentro.

Garrigues miró primero a Flores y después a Poveda.

—¿Venís con nosotros?

Flores asintió.

—No me perdería esto por nada del mundo —contestó Poveda.

Las dos chicas morenas, el maraquero y el trío rítmico tocaban ahora juntos. Era una especie de popurrí de canciones, todas a ritmo de chachachá. Un grupo de invitados bailaba entre risas, empujándose los unos a los otros. Loren llevaba pequeños pastelillos de crema y chocolate, pero nadie parecía tener ganas de pastelillos. En realidad, nadie parecía haber tenido hambre en aquella fiesta. Loren tenía los brazos agarrotados de llevar la bandeja, y el uniforme de camarero manchado por las veces que le habían tirado encima los vasos con bebidas.

Una mujer de caderas anchas, vestida de verde y muy escotada, lo sujetó por el brazo.

—Vamos a bailar, anda —le dijo a Loren con voz pastosa—. Tira esa mierda de pasteles y ven a bailar conmigo. Quiero bailar.

—No puedo, señora. —Loren intentó sonreír—. No nos dejan. Tengo que llevar la bandeja.

La mujer ensayó una sonrisa torcida y le apretó más el brazo. Olía a ginebra.

—¿Quién no te deja, guapo? ¿Esa zorra de Maru? Le diré que te deje bailar conmigo.

Loren miró a izquierda y derecha y vio a algunos camareros agrupados, charlando y fumando cigarrillos. Era ese momento en el que siempre hay alguien que dice: «Ahora es cuando empieza la fiesta de verdad». Había grupos de invitados sentados en tumbonas y sillas alrededor de la piscina y en el césped, y sus risas se confundían con el ruido de la música.

—¡Maru! —gritó la mujer—. ¿Dónde estás? —La mujer miró a Loren con ojos turbios—. Debe de estar por ahí con ese italiano tan guapo. Ella me dejará bailar contigo. Venga.

Le dio otro tirón del brazo. La bandeja estaba a punto de caérsele al suelo.

—Oiga, señora, le he dicho que no puedo bailar. No nos permiten bailar.

—Cobarde, los hombres sois todos unos cerdos cobardes.

Loren vio acercarse a Virginia. Cuando estuvo a su lado, ésta miró a la mujer con extrañeza. Loren esbozó una sonrisa.

—¿Quieres un pastelito, Virgi?

—No quiero ningún pastelito. —Volvió a mirar a la mujer—. ¿Has avisado a los amigos?

Loren señaló a la mujer de verde con un gesto.

—No me deja. Quiere que baile con ella.

—Oye —le dijo Virginia—, ¿vas a dejar en paz a mi marido o te arranco los pelos?

La mujer abrió la boca para decir algo, pero Loren le puso la bandeja en las manos. La mujer la agarró sin saber qué decir. Virginia cogió a Loren del brazo y lo arrastró unos metros.

—Llama y di que el dinero está aquí —le susurró.

—¿Estás segura? —preguntó Loren.

—Casi segura. Tienen a un tipo armado en el despacho donde está la caja fuerte.

Loren suspiró. Eso podía querer decir muchas cosas.

—¿Lo sabe Marcial?

—Sí, se lo he dicho en la cocina. Pero ¿a qué esperas para llamar?

Loren volvió a suspirar, metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó el radiotransmisor.

—Vamos —dijo Maru—. Un ratito más. Ahora es cuando la fiesta está más animada.

Domenico abrazó a su esposa Alda, que sonrió débilmente.

—Alda está cansada. Va a amanecer dentro de poco.

—Ha sido una fiesta estupenda —dijo Tonino—. Yo también estoy cansado.

Gonzaga se aproximó al grupo que charlaba en un extremo del jardín. No llevaba la más mínima arruga en su esmoquin. Se escuchaban las risas de algunos invitados y el rumor de las conversaciones. Una pareja, abrazada estrechamente, paseaba por el césped.

—Salvador está preparado. Cuando queráis.

Maru tomó del brazo a Alda y las dos mujeres caminaron por el jardín, dando la vuelta a la casa. Gonzaga iba al lado de Domenico y Tonino.

—Mañana os daré el boceto del plan de inversiones. Voy a darle a una empresa local la promoción de Nueva Alda y empezaré a abrir cuentas en los bancos.

—Eres muy listo. —Domenico le palmeó la espalda—. Me gusta hacer negocios contigo. Se me han ocurrido más cosas. Pero ya hablaremos.

—¿En qué estás pensando?

Domenico miró a su hijo Tonino antes de responder.

—Cadenas de pizzerías. Tenemos amigos en ese negocio. Llenaremos la costa de pizzerías. Mis amigos estarán contentísimos de trabajar contigo. ¿No crees, Tonino?

—Estoy seguro —respondió éste.

Gonzaga se detuvo.

—Me interesa. Yo también tengo amigos. ¿Por qué no hablamos de eso mañana?

—Perfecto —respondió Domenico, y respiró hondo el puro aire del jardín—. Quizá me trasladaré a vivir aquí, en la urbanización. A Alda le gusta mucho.

—Te construiré un chalé. —Gonzaga sonrió—. Será mi regalo para vuestras bodas de oro.

Domenico soltó una carcajada y le palmeó la espalda de nuevo.

—No mezcles la amistad con los negocios, caro amigo.

Reanudaron el paseo. Maru y Alda ya estaban en la parte trasera del jardín. En la calle, Salvador aguardaba con su gorra en la mano. El BMW plateado tenía las puertas traseras abiertas. Se besaron todos y la familia Negri entró en el coche. Salvador se puso al volante.

—Hasta mañana —se despidió Gonzaga. Domenico abrió la ventanilla y agitó la mano. Lo mismo hizo su esposa Alda.

Ciao —dijeron—. Hasta mañana. Y gracias por la fiesta, ha sido fantástica.

El coche arrancó. Dobló la esquina que formaban las altas tapias que bordeaban el jardín y se perdió.

Maru se colgó del brazo de su marido.

—Espero que todo salga bien —dijo Gonzaga.

—Saldrá. Ya lo verás. —Todavía era de noche, pero la luz del nuevo día parecía pugnar por salir en el horizonte del mar. Maru continuó—: Voy a avisar a Fabri y me echaré un rato a descansar. Me duele un poco la cabeza.

Gonzaga asintió. Su mujer se soltó de su brazo y entró de nuevo en el jardín.

—Cadenas de pizzerías —dijo en voz alta.

Luego pensó: «Estúpidos».