Loren aún no se había puesto el uniforme, una chaquetilla negra, pantalones del mismo color, chaleco rojo y guantes blancos. Junto con el personal de servicio de la casa y seis camareros más, colocaba grandes mesas en la explanada del jardín. Virginia era la única que se había puesto el uniforme: falda de tubo negra, delantalito blanco y una ridícula cofia. Pasó con una bandeja con zumos de frutas y los camareros dejaron de trabajar para mirarla. Por la puerta de servicio que comunicaba con el jardín aún seguían metiendo comida y botellas que llevaban en furgonetas. Loren se bebió un vaso de zumo de naranja ligeramente frío.
—Esa Maru es guapísima —dijo Loren—. Vaya mujer.
Virginia le sonrió.
—Por lo menos no te falla la vista.
Marcial, el jefe de la brigada de Garrigues, dio la vuelta a la casa llevando en el hombro lo que parecía media ternera, y Loren lo siguió con la mirada.
—¿Otro zumo? —le preguntó Virginia.
—Sí, pero con vodka —contestó.
—Está prohibido a los camareros, señor —dijo ella.
El encargado se acercó. También llevaba el uniforme, que, en su caso, consistía en un esmoquin y guantes blancos. Estaba sudando.
—Dentro de una hora tiene que estar todo listo —gruñó con voz áspera—. Vete ya a cambiarte.
—Sí, señor —dijo Loren, y palpó el radiotransmisor, no más grande que un paquete de cigarrillos, que llevaba en el bolsillo de su pantalón—. Enseguida estoy listo.
Se dirigió hacia la parte de atrás de la casa y comenzó a escuchar al grupo musical que habían contratado para amenizar la fiesta. Eran dos chicas morenas y bellas que actuaban con dos guitarristas y un maraquero.
—¡Probando, probando…! —anunció una de ellas al micrófono, y empezaron a tocar.
Era una rumba gitana.
La caja fuerte estaba empotrada en la pared y era una Fichet-Enaudi de doble refuerzo. Estaba abierta y Vilar mostraba el interior, tan grande como un armario empotrado. La maleta que habían llevado los Negri estaba apoyada en una estantería. Tonino, vestido con un elegante esmoquin de corte moderno, fumaba un cigarrillo. Gonzaga se levantó del sofá.
—Comenzaremos a meter el dinero en varios bancos a la vez, pero dentro de unos días y en pequeñas cantidades, Tonino.
—Comprendo —dijo él.
—Es muy segura, señor Negri —sonrió Vilar—. No debe preocuparse.
—No me preocupo —contestó éste—. Pero vendrán muchos invitados.
—Gente de confianza, Tonino, amigos y conocidos y las primeras autoridades de la provincia.
Vilar se abrió ligeramente la chaqueta y mostró un pequeño revólver plateado en el cinturón.
—¿Ve, señor Negri?
Vilar cerró la caja fuerte y, ayudado por Gonzaga, la tapó con un enorme cuadro de Muñoz Degrain, un brumoso paisaje de la huerta valenciana, de la escuela naturalista de finales del XIX. Maru entró en el despacho de su marido con un traje negro muy escotado que le llegaba un poco más abajo de las rodillas. El vestido estaba abierto hasta medio muslo, y cuando caminaba, mostraba sus piernas.
—¿Todavía estás así? ¡Oh, Dios santo, la fiesta está a punto de empezar!
Gonzaga dijo:
—Voy a cambiarme.
Vilar se sentó en el sofá, encendió un cigarrillo y se cruzó de brazos. Maru empujó a Tonino fuera del despacho.
—¡Vamos, Tonino, tú también!
Llegaron al comienzo de unas escaleras y Maru siguió empujándolo. Se escuchaba, tamizado por la distancia, el sonido del grupo rumbero. Tonino se volvió. Estaba en el cuarto escalón y Maru, debajo.
—Ese Vilar lleva pistola —dijo Tonino.
Los ojos de Maru brillaron.
—¿Vas a echarte atrás? —susurró.
Tonino sonrió y continuó su marcha escaleras arriba.
«Tendré que matarlo», pensó.
El cabo primero Jiménez, de guardia en la puerta de la Jefatura de Policía de Alicante, estaba acostumbrado a tropezarse con locos, borrachos, embusteros, chalados y maniáticos. Tenía enfrente a un hombre joven, delgado, con gafitas y que daba la impresión de ser muy tímido. Le había enseñado un carné en el que ponía que era médico adjunto del Servicio de Traumatología. Se llamaba Luciano Borja, doctor Luciano Borja. El cabo primero Jiménez les tenía mucho respeto a los jueces y a los médicos. Quizá por eso aún no había echado a la calle a aquel individuo.
—Bueno, vamos a ver, doctor. Usted quiere poner una denuncia, ¿sí o no? Porque si quiere poner una denuncia, aquí no es. Tiene que ir a la inspección de guardia.
—¿Una denuncia? —dijo el médico.
—Sí, una denuncia.
—Bueno… No sé si… Yo lo que quisiera es hablar con el comisario, con el señor Garrigues.
—Al comisario no se le puede molestar. ¿Por qué no viene usted mañana?
—¿Mañana?
La paciencia del cabo primero Jiménez era proverbial.
—Sí, mañana. Pero ya le digo, si lo que quiere es poner una denuncia…
—No exactamente. No es una denuncia. Mire usted, yo estaba de guardia cuando nos llevaron a ese recluso, Juan José Castillo…, a ése al que mataron a puñaladas en la prisión ayer por la noche.
El brigada Gomis se detuvo en el vestíbulo, dio media vuelta y se acercó al mostrador de guardia. El cabo se levantó de un salto y se cuadró.
—Dispense —dijo el brigada—, ¿ha dicho usted Juan José Castillo?
—Sí, señor —dijo el médico—. No pudimos hacer nada por él. Perforación intestinal múltiple. Si lo hubieran traído media hora antes…
—¿Se refiere usted a Muertofrío?
El médico lo miró con ojos como platos. El cabo Jiménez intervino:
—Dice que quiere ver al señor comisario, mi brigada.
—¿Es verdad eso? —preguntó el brigada Gomis.
—El recluso estuvo hablando mientras agonizaba y yo pensé que… —El médico se levantó—. No creo que tenga importancia.
Ninguno de los hombres que acompañaban al comisario Garrigues había dormido la noche anterior. Junto a él se encontraban Poveda, Flores y un hombre de su brigada llamado Zurita. Garrigues paseaba por el despacho, tenía los ojos rojos y no se había afeitado. Poveda y Flores no tenían mejor aspecto que él, pero el mundo parecía haberse derrumbado para Garrigues cuando supo que habían asesinado a puñaladas a Muertofrío. Se enteraron cuando aún estaban en el restaurante. Fueron al hospital y después a la cárcel. Hablaron con el director de la prisión e interrogaron a los ciento sesenta hombres que formaban parte de la galería a la que habían destinado a Muertofrío.
La Jefatura de Alicante había retenido la noticia, pero todos los que estaban allí sabían lo que los periodistas escribirían si la información saltaba a los medios. Lo más suave sería negligencia, inoperancia y abandonismo. La mafia se burlaba de la policía española. El director general de la Policía le había pedido a Garrigues que dimitiera inmediatamente, y el comisario ya había redactado la comunicación interna.
Parecía que a Muertofrío lo habían matado fantasmas. Ningún preso de la galería había visto nada y nadie sabía nada. El arma homicida se encontró envuelta en un trozo de trapo viejo al otro lado de la tapia de la prisión. Una cuchara que habían afilado frotándola contra una pared. La típica arma carcelaria. Ahora la tenían los técnicos del laboratorio, aunque todos sabían que no encontrarían huellas. La presencia del trapo así lo presagiaba.
Garrigues tenía sobre la mesa de su despacho los informes de los interrogatorios a todos los presos que habían estado con Muertofrío en la misma galería. Sólo llevaba tres días en la prisión de Alicante y la mayoría de los presos ni siquiera había oído hablar de él. Lo habían destinado a la enfermería de la cuarta galería, lo que incluía en las investigaciones policiales a los funcionarios de prisiones, a los dos médicos y a los enfermeros. Un total de ciento ochenta personas. Garrigues tenía la suficiente experiencia policial como para darse cuenta de que si no tenían un golpe de suerte, iban a tardar bastante tiempo en desentrañar aquel crimen. En todo caso, las próximas investigaciones no las llevaría él, sino su sustituto.
Un año entero de seguimientos y sacrificios tirado por la borda. Sus mejores hombres seguían en la prisión prometiendo en secreto rebajas en las condenas a cada uno de los presos si decían quién había asesinado a Muertofrío. Pero Garrigues ya no pensaba en eso. Pensaba en su dimisión y en que pediría el retiro. No aguantaría un puesto subalterno rellenando papeles o haciendo cuentas. Quizás encontrase trabajo en alguna empresa de seguridad.
Quizás.
Los coches de los invitados fueron llegando a la puerta de la mansión de los Gonzaga en oleadas sucesivas. Maru y Gonzaga, vestido con un esmoquin de corte moderno, los recibían en la entrada. Había toda clase de coches caros: Ferraris, Mercedes, BMW, Lancias, la mayoría de ellos con chófer. Si no lo tenían, dos porteros, al servicio de los Gonzaga, iban aparcándolos en batería en la explanada que había frente a la casa.
A unos cincuenta metros de la puerta de entrada estaba estacionada una furgoneta azul con un rótulo de una casa de mudanzas en la puerta. Dentro de la furgoneta Lucas se sentaba en un banco corrido. Junto a él había dos hombres de Garrigues. El que estaba en el extremo del banco se llamaba Muñoz y era casi calvo, el otro, sentado al lado de Lucas, se llamaba Vicent y era grande, fuerte y la tripa le desbordaba el cinturón. Un tercer hombre rodaba en vídeo a todos los invitados de Gonzaga. El aparato, de alta sensibilidad, estaba acoplado a la ventanilla de la furgoneta.
No eran los únicos policías que había en los alrededores. Entre los elegantes automóviles de los invitados había un coche «2» con tres uniformados y un cabo que atendía la radio y estaba en constante comunicación con el despacho de Garrigues. Tres indolentes chóferes que charlaban despreocupadamente apoyados en los capós de sus vehículos eran también policías camuflados.
—Esto es lo que yo llamo un guateque —dijo el que estaba en el vídeo—. Igual que los que prepara mi hermano pequeño.
—Sí, es una fiesta importante —dijo Muñoz—. Han venido hasta policías de Madrid.
—Vamos, Muñoz —dijo Vicent removiéndose en el asiento.
Lucas estaba pensando en la China y en el Buga y no contestó. El tal Muñoz había estado lanzándole pullas desde que se habían situado frente a la casa de los Gonzaga dos horas antes.
—No le hagas caso —le dijo Vicent—. Hace mucho calor y todos estamos nerviosos.
—Los de la Brigada Central vivís de puta madre —insistió Muñoz—. Dietas van y dietas vienen. El único viaje de servicio que he hecho yo fue el año pasado a Castellón. ¿Cuánto sacáis de dietas al mes, macho?
—Déjalo, Muñoz.
—¡Callaos de una vez, coño! —gritó el del vídeo—. ¡Encima de que estamos aquí jodidos y asados de calor! —Continuó hablando mientras seguía rodando—: Yo estuve destinado en Madrid. En escoltas. ¿Y sabes lo que te digo? Prefiero esto… Es más tranquilo y el sueldo te cunde más. Madrid no hay quien lo aguante. Hay cien jefes por metro cuadrado. Eh… —dijo—. Un momentito…, ahí está. ¿Quieres ver al mafioso, madrileño?
Lucas se levantó y el del vídeo se apartó, mostrándole el visor. Vio a Domenico Negri y a su esposa Alda, que descendían del BMW de Gonzaga. Encontró a Domenico mucho más joven de lo que habían mostrado las fotos.
—Deberíamos haber traído unas cervecitas frías. Me cago en la leche —exclamó Muñoz—. Qué gilipollas somos.