27

—¿Velasco? —preguntó Lucas al teléfono—. ¿No?… Póngame con el padre Velasco, por favor…, de parte de Lucas… Sí, esperaré.

La habitación del hotel tenía un balcón que daba al paseo y estaba decorado en tonos claros y relajantes. Era un hotel recién construido y aún olía a nuevo. Lucas escuchó ruidos al otro lado de la línea y la voz ligeramente ronca del padre Velasco.

—¿Lucas? ¿Qué te pasa? Estaba viendo la tele.

—Escúchame —le dijo Lucas—. ¿Has visto a la China?

—No, ¿por qué? ¿Ha hecho algo?

—¿Y al Buga?

—Tampoco, Lucas. Sigue sin aparecer por aquí. ¿Qué has averiguado?

Lucas titubeó.

—No ha estado detenido, pero…

—Pero ¿qué? ¿Ha hecho algo? ¿Sabes algo de él?

—No. Te llamaba por si tú sabías algo.

—Oye, Lucas, déjate de acertijos. No los he visto a ninguno de los dos… A no ser que se hayan vuelto invisibles y yo esté chocheando, que también puede ser. ¿Te importaría decirme qué pasa? ¿Es que el Buga ha vuelto a las andadas?

—Me temo que sí —le dijo Lucas—. Pero ya hablaremos. Te llamaré.

Colgó, se levantó de la cama y se puso a pasear por el cuarto.

Era imposible saber dónde podían estar el Buga y la China. De pronto se detuvo, volvió a sentarse en la cama y descolgó el teléfono. Marcó el número de Carmela.

En el mismo hotel, un piso más arriba, Poveda hablaba por teléfono. Se había quitado la chaqueta y se aflojaba la corbata con la mano derecha. Llevaba en la cintura, en una funda de cuero gastada, su vieja pero efectiva automática Astra del 9 corto.

Flores había ido a buscarlo al aeropuerto. De allí se habían marchado directamente al hotel. Poveda no quería esperar al día siguiente y había preparado una cita con Garrigues para aquella misma noche. A Poveda no le gustaba perder el tiempo.

—Sí, he llegado bien, Encarna. Los aviones no se caen así como así… ¡Y no le levanto el castigo a la niña! ¡No!… ¡Y a ese novio que dice que tiene, que no le eche yo la vista encima, porque si no, va a ser mucho peor!… No sé cuánto tiempo voy a estar en Alicante. Uno o dos días… Sí, adiós. —Colgó de golpe y se volvió a Flores—. A ese Muertofrío lo han trasladado a la cárcel de aquí. Lo primero que haremos mañana será tener una charlita con él. ¿Tú crees que Garrigues se está guardando cosas?

—Creo que sí —señaló Flores—. Y me parece normal.

—¿Normal? A mí me parece que Paco se ha pasado cantidad. Se está jugando una sanción. No veas el cabreo que se ha pillado el director general.

—Garrigues no es mal tipo. Ha estado sufriendo demasiadas tensiones últimamente —dijo Flores.

Poveda gruñó.

—Paco es gilipollas —dijo.

A Carmela le gustaba ayudar a su madre en la panadería. Lo había hecho desde niña, todos los días al salir del colegio y los domingos por la mañana. El olor del pan caliente, cuando era llevado de la tahona en sacos, le seguía pareciendo el mejor olor del mundo, una fragancia a tierra caliente y mojada, un olor que ella relacionaba con la vida.

La panadería se abría a las siete de la mañana, cuando hacía sonar la bocina la furgoneta de la tahona, y se cerraba cuando doña Antonia decidía que había que cerrar. Pero lo de estar abierto y cerrado era muy relativo. Los clientes de toda la vida sabían que la vivienda de doña Antonia estaba contigua a la panadería, y si necesitaban pan a cualquier hora del día o de la noche —siempre que no fuera demasiado tarde—, lo único que tenían que hacer era llamar al timbre y esperar a que doña Antonia o Carmelita —como la llamaban en el barrio— se asomasen a la ventana.

Doña Antonia charlaba con una vecina gorda y de rostro muy blanco que se había quedado sin pan. Acababan de llegar a cenar su hija, su yerno y el nieto. La vecina, que se llamaba Remedios, quería obsequiar a su familia como se debía. Una cena sin pan era impensable. Sólo se podía dar en casa de los ricos. Carmela había dejado sobre el mostrador el bolso que siempre llevaba al trabajo y hablaba por teléfono con Lucas.

—… Lucas, majo, lo haría encantada, ya me conoces, pero ¿dónde encuentro yo a esa China?… Ya, y al Buga… Ya…, mira, a la brigada no han llamado, no…, eso seguro.

Doña Remedios apretaba contra su amplio pecho una talega de la que asomaban tres barras de pan, y estaba diciendo:

—Mira, Antonia, hija, es un trabajo del Estado, eso sí, seguro, fijo…, pero ser guardia…, no sé, hija, lo veo poco femenino.

A doña Antonia le gustaba que a su niña la llamara por teléfono aquel compañero tan educado y tan guapo, soltero, que además era de buena familia y tenía la carrera de abogado. De modo que no perdía sílaba de lo que decía al teléfono. Pero, claro, no podía expresar su opinión con la Reme al lado.

—No es guardia, Reme. Es inspectora de policía, que no es lo mismo. Los guardias son los que tienen uniforme.

Su niña continuaba al teléfono.

—… como siempre, Lucas… Sin novedad… No veas cómo se pone Marchena cuando lo hacen responsable del grupo… Nos tiene fritos.

—Bueno —dijo Remedios—, guardia, inspectora… Es lo mismo, ¿no?

—Pues no. No es lo mismo, Reme, qué quieres que te diga.

Remedios ya tenía las tres barras de pan. ¿Por qué no se marchaba de una vez? Tenía que hablar muy seriamente con su hija. Ésas no eran maneras de hablar con un muchacho. La verdad era que Carmelita parecía un hombre. Hasta soltaba palabrotas.

Y la Reme, escuchando.

—Así es que ha venido tu hija, ¿no, Reme?

—Ya ves, y sin avisar. —Suspiró para resaltar el sacrificio que hacía—. La suerte que tienes tú nada más que con una. ¿Cuándo va a casarse?

—¿Casarse? Qué antigua eres, Reme.

Lo que le escuchó a su hija estuvo a punto de helarle la sangre.

—… no conozco a ese Garrigues, pero me parece que es tonto del culo…

—Nueve a cenar que tengo hoy, fíjate tú —decía la Reme—. El ciento y la madre. Y otras veces me llama Paco y me dice que no viene a cenar y tengo que tirarlo todo. —Volvió a suspirar y a mover la cabeza arriba y abajo—. Si es que no puede ser, Antonia… Te lo digo yo, voy a acabar loca…, mal de los nervios.

—A ver —dijo doña Antonia.

—No te pongas coñazo, Lucas… —Su hija continuaba al teléfono—, que sí, hombre, que sí… Nada…, tú pásatelo bien con la de la Interpol. —Carmela soltó una carcajada—. Es una chica moderna…, me parece a mí que se está trabajando a Manuel… Te lo digo yo… Bueno, suerte y no te preocupes.

Carmela colgó y se volvió hacia su madre.

—Un compañero del trabajo —dijo.

Doña Antonia apretó la boca, signo inequívoco de que estaba enfadada.

—¿Vas a salir esta noche? —le preguntó.

—Me doy una ducha y me las piro.

—¡Habla bien, leñe! ¿Cómo quieres que te lo diga? —La Reme continuaba parada frente al mostrador, como si estuviera en el cine. Añadió—: ¿Vas a cenar?

—No… Y volveré tarde. Voy con unos amigos.

Doña Antonia iba a contestarle adecuadamente cuando la puerta de la panadería se abrió y entró un muchacho zanquilargo, vestido con una cazadora azul. Se dirigió al mostrador y doña Antonia pensó: «Vaya, otro cliente». Al llegar a la altura de doña Remedios, sacó una navaja del bolsillo de la cazadora y la blandió dirigiéndola hacia ella.

—¡Venga, dadme todo lo que tengáis! ¡Me cago en la leche!… ¡Venga, coño!

—¡Ay, Jesús! —exclamó doña Remedios.

Carmela abrió el bolso y dejó sobre el mostrador su revólver 357 Magnum, produciendo un sonido seco y metálico. El chico retrocedió un paso con los ojos abiertos como platos. Carmela le habló apoyándose en el mostrador y con el cuerpo hacia delante.

—Escúchame un momento, macarra… Si vuelvo a verte por el barrio, no pienses que voy a detenerte, no. Te voy a soltar un tiro en la jeta, ¿lo entiendes?

El chico soltó la navaja, que tintineó en el suelo, dio media vuelta y salió de estampida. Carmela suspiró y volvió a guardar el revólver en el bolso.

—Bueno, voy a ducharme, se me está haciendo tarde.

—¿Alguna otra cosita, Reme? —preguntó doña Antonia.

—Un… unos bollitos suizos —murmuró doña Remedios.

Loren pensaba que ya tendría que estar borracho, y sin embargo se encontraba cada vez más lúcido. Daba la impresión de que los vodka con naranja que llevaba bebiendo desde la hora de comer no le habían hecho efecto. La verdad era que ahora se encontraba muy bien. Nunca se había encontrado mejor.

Se había sentado en un taburete en la barra de la cafetería del hotel y se había hecho amigo de la camarera, una chica preciosa, aunque se pintaba demasiado los labios. Lucas estaba en el otro extremo de la barra y parecía triste y cabizbajo. Ese chico, Lucas, era un poco extraño. Buena persona, pero un poco raro. Siempre parecía andar pensando en algo, como si estuviera distraído.

—Otro de lo mismo, guapa —dijo Loren.

La camarera tomó la botella de vodka que había dejado a su lado y llenó el vaso de Loren. Luego abrió la nevera y sacó una botella de naranjada. Loren señaló a Lucas.

—A mi amigo sírvele lo que quiera.

Lucas se adelantó.

—No me apetece nada, Loren… Gracias.

—¿Has visto? —le dijo Loren a la camarera—. Tiene angustia vital. ¿A qué hora terminas esta noche?

—¿Te interesa? —La chica sonrió.

—Podríamos ver el Alicante la nuit. ¿Tú conoces el Alicante la nuit?

La chica se encogió de hombros.

—¿Tienes una amiga para mi compañero?

—A estas horas —dijo ella.

Lucas volvió la cabeza.

—No me apetece salir, gracias.

Loren hizo un gesto con la boca y le sonrió a la camarera.

—No me has dicho a qué hora terminas.

—A la una y media, pero luego tengo que recoger.

—A las dos te espero en la puerta.

—Mejor enfrente, en un bar que se llama Los Trillizos.

—Los Trillizos… Vale.

—¿Te hospedas en el hotel? —preguntó la chica.

—Sí, pero llámame Loren. ¿Cómo te llamas tú?

—Angelines.

Loren levantó la copa y bebió un trago.

—A tu salud, Angelines…, y tráeme la cuenta, anda.

Ella se marchó a la caja registradora y regresó con la cuenta. Loren soltó una carcajada.

—¡Cojonudo! —Llamó la atención de Lucas—. ¡Ya llevo las dietas de dos días!… Eh, ¿qué te parece? —Sacó un billete de cinco mil pesetas y se lo entregó a la chica. Empezó a contar con los dedos—. Con siete papeles tenemos que pagarnos el hotel, las comidas y los taxis…, y luego tendría que quedarme algo para copas, ¿no? ¡Vamos, digo yo! ¿No, Lucas?

—Sí —contestó Lucas sin volverse.

—Estas dietas son un cachondeo. Estoy hasta los cojones de que los viajes me cuesten dinero. No sé qué culpa tenemos nosotros de que Poveda sea tan tacaño.

La voz de Poveda resonó en la cafetería.

—Buenas noches —dijo.

Loren se volvió y palideció. Poveda lo miraba fijamente. Sus ojos lanzaban chispas. A su lado, Flores tenía un leve gesto irónico y divertido. La chica le llevó la vuelta.

—Quédatela, guapa —dijo Loren en un susurro. Se dirigió a Poveda y a Flores—: ¿Queréis tomar algo?

—No —contestó Poveda.

—Garrigues nos está esperando —dijo Flores.

La camarera limpió el mostrador alrededor de Loren.

—Si quiere otra copa, le invita la casa. ¿Les sirvo algo, señores? Invita la casa.

Poveda no se había movido del sitio y seguía mirando a Loren fijamente.

—He dicho que no —contestó, dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta.

Loren se bajó del taburete acariciándose el pendiente que llevaba en la oreja izquierda.

La sirena de la ambulancia cortó el aire de la noche. Entró en la rampa de la sección de urgencias del hospital y se detuvo frente a la puerta donde ya aguardaban dos camilleros. Abrieron la puerta trasera de la ambulancia y ayudaron a sacar la camilla. En ella había un hombre joven, moreno, que tiritaba de frío. La sábana que lo cubría estaba manchada de sangre. Un médico joven apareció en la puerta.

—¡Dios santo! —exclamó.

—¡Está muy mal! —le dijo el sanitario que iba en la ambulancia—. ¡No para de delirar!

—¡Al quirófano, rápido! —ordenó el médico—. ¡Rápido!

—Escuche… —balbuceó Muertofrío—. Escuche…

—¡No hable! —le dijo el médico—. ¡Tranquilícese!

Lo empujaron por el pasillo, que a esa hora estaba solitario. Una enfermera acudió a paso vivo.

—¡Grupo sanguíneo! —ordenó el médico—. ¡Vamos a operar ahora mismo! ¡Avise al anestesista! ¡Necesito un ayudante! ¡Rápido!

La enfermera asintió y salió corriendo en dirección contraria. Los dos camilleros, el sanitario y el médico entraron en el ascensor que llevaba directamente a la zona de quirófanos.

—Tiene el cuerpo cosido a puñaladas —dijo el sanitario.

—Escuche… —Muertofrío intentó hablar—. Ha sido…, ha sido…

—¡Descanse, no hable! —El médico le puso la mano en el cuello, el corazón aún latía.

El jefe de la brigada de Garrigues era un policía de unos treinta y cinco años, muy fuerte, con barbas y el rostro curtido por la práctica de los deportes náuticos. Se llamaba Marcial y era un hombre de pocas palabras. Estaba terminando de contar lo que sabía de los Negri en el reservado de un restaurante antiguo que conservaba aún pesados cortinones en las ventanas y un rancio aire de conspiración. A Flores le gustó mucho la teoría que sostenía Marcial.

—Tenemos una ventaja sobre ellos —decía Marcial—. Y es que nos subestiman. Están acostumbrados a burlar a policías a las que ellos consideran más importantes, como la italiana o la francesa, y piensan que esto es pan comido. Además conocemos las actividades de Gonzaga al dedillo y según nuestros informes, el dinero ya está en poder de Gonzaga.

—Y ese dinero no se puede ingresar en ningún banco —afirmó Garrigues—. Si podemos demostrar que Gonzaga tiene dinero que no ha declarado a Hacienda, lo meteremos en la cárcel.

Virginia lo interrumpió:

—Boyle había pactado con la brigada de Barcelona. Quería impunidad a cambio de desvelar información sobre los tejemanejes de Gonzaga. Parece que estaba a punto de darla cuando lo mataron. Todo esto no estaba en los informes que recibimos.

Garrigues apenas si había probado la cena. Al principio, la conversación había derivado hacia amigos comunes, anécdotas lejanas, jubilaciones y errores judiciales, pero después habían ido al grano, aunque Poveda ya había hablado con Garrigues antes de la cena, en un aparte que había durado veinte minutos. Todos sabían de lo que habían tratado y a lo que se había llegado, pero disimulaban. De modo que Poveda, removiendo el café, dijo:

—Actuaremos como un grupo de apoyo, pero Paco Garrigues tendrá el mando absoluto de la operación en todas sus fases. Ni que decir tiene que Madrid está muy interesada en este asunto. Mañana por la mañana —miró a Flores— os presentaréis en Jefatura y os pondréis a trabajar.

Garrigues se bebió el café de golpe. Era prácticamente lo único que había tomado en la cena. Marcial dijo:

—Tenemos mucho sobre Boyle. Un año detrás de él. —Sonrió—. Mañana os daremos las carpetas para que os las estudiéis. Pero si os cansáis, os haré un resumen.

—No hace falta —dijo Lucas—. Prefiero verlas todas.

Y sonrió también. Virginia dijo:

—Quiero que me incluyáis.

Poveda se volvió hacia ella y toda la furia que llevaba acumulada se desbordó:

—¡Tú estás en la oficina de la Interpol y eso no es un grupo operativo! ¡Tu labor es coordinar la información!

Garrigues golpeó la mesa con la palma de la mano. Su rostro estaba rojo.

—¿Estoy o no estoy al mando, Poveda?

Todo el mundo fue consciente de que el comisario Poveda se mordía el labio inferior.

—Sí…, estás al mando, Paco —contestó con voz ronca.

—Ella estará en la operación con nosotros. —Apartó la taza de café vacía—. Tenemos ya una orden del juez, firmada, para entrar en el chalé de los Gonzaga. Lo único que tenemos que hacer es ponerle la fecha.

Sonrió mirándolos a todos, pero quedó muy claro que la sonrisa iba dirigida a Poveda.

—Esto no es Madrid, es una ciudad pequeña y nosotros conocemos muy bien a los jueces, tenemos confianza en ellos. Mañana los Gonzaga darán una de sus acostumbradas fiestas. Por lo que sabemos, será en honor de los Negri, y eso quiere decir que han cerrado ya la operación, que tienen el dinero.

Garrigues apartó su taza de café más aún y limpió de migas su lado de la mesa.

—Todos los años necesitan camareros —continuó— y esta vez necesitarán más. A sus fiestas viene gente de Madrid, de Barcelona e incluso del extranjero. Ahora escuchadme, os voy a decir cómo hemos montado la operación.

A Salvador no le gustaba entrar en la casa de los señores. Se ponía nervioso. Y aún le gustaba menos ser tratado con amabilidad, no estaba acostumbrado. El fuego crepitaba en la chimenea. No hacía frío, no se necesitaba ningún fuego excepto durante algunos días de invierno, pero a los Gonzaga les gustaba el fuego. Salvador sintió las oleadas de calor traspasándole las ropas.

Vicente Gonzaga, en batín, fumaba un puro echado en un sillón. Maru, la señora, estaba sentada en el suelo con las piernas encogidas y la mirada fija en las llamas.

—Siéntate, Salvador —le dijo Gonzaga con una sonrisa.

—Gracias, señor. Prefiero estar de pie.

Gonzaga dio un par de caladas antes de volver a hablar.

—Como quieras. —Enarcó las cejas—. ¿Alguna duda, Salvador? ¿Lo has entendido todo?

—Sí, señor Gonzaga. Lo he entendido todo —dudó unos instantes—. Es muy fácil.

Maru parecía taladrarlo con los ojos. Salvador sintió un inesperado escalofrío.

—Tenemos mucha fe en ti,, Salvador, Sabemos que lo harás bien.

Salvador asintió.

—¿Estás de acuerdo en…, en el extra que vamos a darte, Salvador?

—Sí, muchas gracias —contestó él.

Los bares que permanecen abiertos toda la noche se parecen entre sí, como los bares de carretera y los prostíbulos. Sean del sitio que sean.

La chica de la cafetería del hotel estaba enfadada, muy enfadada, y Loren se preguntó a qué venía enfadarse tanto.

—No he podido venir antes, esto…, Antonia. Lo siento.

—¿Antonia? ¡Me llamo Angelines, para que te enteres! ¡Llevo aquí más de media hora, como una tonta!

—Sí, Angelines, eso. Perdona, mujer.

Loren soltó una risa hueca y se apoyó en el mostrador. El vino que había bebido en la cena con Garrigues le había sentado mal. Había que tener cuidado con lo que se bebía. Se adulteraban mucho las bebidas últimamente.

—Estás borracho —dijo la chica con asco.

Loren se señaló con el dedo.

—¿Yo? ¿Te refieres a mí? Mira, no vuelvas a llamarme borracho. Me jode mucho que me llamen borracho. No lo aguanto.

—¿No?

—No, pero no nos preocupemos. Vamos a tomar unas copitas por ahí. Vamos a ver qué tal se nos da.

Loren intentó cogerla del codo, pero la chica se deshizo de un manotazo.

—¡A mí no me toques! ¡Asqueroso!