En Alicante el sol brillaba en todo su esplendor, el aire continuaba limpio y Maru se sentía feliz aquella mañana. Llevaba un traje sastre de color marfil y una blusa negra con lunares del mismo color que el conjunto. Calzaba zapatos de tacón fino atados al tobillo con una tira de cuero, y fumaba el primer cigarrillo del día. Iba al volante de un Ferrari descapotable rojo, biplaza.
En una terraza del paseo había tres hombres y una mujer charlando. Uno de los hombres tenía el inconfundible aspecto de un gitano y la mujer era joven y bella.
Maru no sabía quiénes eran y apenas se fijó en ellos. Tenía otras cosas en que pensar.
—¿Has visto, Lucas? —Loren le mostró a Lucas la cuenta de cuatro cafés y de la copa de coñac que se había tomado Flores—. Doscientas pesetas cada café.
—Un poco caro —remachó Lucas.
—Y a quinientas el coñac. Los precios suben y las dietas que nos dan son del tiempo en que Poveda hacía la mili con lanza, coño.
—Luego te doy la mitad.
—Tampoco es eso, Lucas. Pero hay que darle un toque a Poveda con el rollo de las dietas. Cada vez que salimos me cuesta dinero. Se nos va todo en pagar el hotel.
La gente iba y venía despreocupadamente por el paseo, con ropas veraniegas o de entretiempo. Nadie parecía tener prisa, Virginia y Flores no paraban de reírse de algo que ella contaba. Hacía tiempo que Lucas no veía a su jefe tan contento. Sobre todo en las últimas semanas, que parecía raro y como ensimismado.
—Esto es lo que yo necesito. —Lucas suspiró—. Una pequeña ciudad tranquila y con buen clima.
—Pues te la regalo —masculló Loren—. Para ti entera.
—¿Desde cuándo no vienes a Alicante? —preguntó Lucas.
—Desde hace bastante —contestó Loren.
Virginia le estaba diciendo a Flores:
—… yo estaba en el documento nacional de identidad y había un hombre con boina, no se me olvidará jamás, que había perdido el carné y llevaba tres años de retraso en la renovación. Estaba apoyado en el mostrador, mirándonos con cara de miedo, esa cara que tiene mucha gente cuando habla con la policía, y mi compañero, Bautista, que está ahora en Cáceres, en fronteras, va y le dice: le vamos a tener que castigar, hombre, tres años es mucho tiempo. Y el sujeto, que nos mira con ojos de camero degollado, te lo juro, muerto de miedo… Y yo le digo: el dedo, por favor, señalándole el tampón negro. Pero el pobre hombre no sé lo que entendió, porque dio un grito y dijo: ¡el dedo, no, el dedo, no! ¡Ja, ja, ja!
Garrigues llegó hasta ellos y se apoyó en el respaldo de la silla de Flores, que seguía riéndose.
—Vaya —dijo Garrigues—, fue divertido, ¿no?
Los cuatro se levantaron.
—Paco Garrigues —presentó Virginia.
Flores le tendió la mano.
—Manuel Flores —dijo, pero Garrigues no hizo ningún gesto por estrechársela.
—Ya os conozco —dijo—. Y a ti también me parece que te conozco, señorita de la Interpol. ¿Les estabas contando cosas graciosas?
Virginia lo desafió con la mirada.
—Nada que a usted le interese, comisario —dijo.
Flores añadió:
—Traigo instrucciones del director general, Garrigues. Cuanto antes nos reunamos, mejor.
No muy lejos de allí, Maru introdujo el Ferrari rojo en un estacionamiento subterráneo. Se detuvo en el tercer nivel y aparcó en batería al lado de un Jeep enorme, cuyas grandes ruedas estaban manchadas de barro. La oscuridad era casi absoluta y la débil luz que despedía un fluorescente en el techo añadía más sombras aún. Maru miró su reloj y tamborileó con las uñas en el volante. En el Jeep no parecía haber nadie. Prendió un cigarrillo y aspiró una profunda calada. Nadie entraba ni salía de aquel subterráneo. Abrió despacio la portezuela del coche y miró a izquierda y derecha. Del techo caía una gota de agua que producía un sonido metálico al chocar con el suelo. Maru no lo escuchó. Sólo sintió una mano que se apoyaba en su hombro derecho.
—Soy yo —dijo la voz.
Se volvió y un hombre de unos cincuenta años, delgado y musculoso, le sonrió mostrándole todos sus dientes. Llevaba el cabello casi cortado al cero y un jersey negro de cuello de cisne, impropio con aquel tiempo.
—Vaya, eres tú —contestó ella—. Te dije que me esperaras en el Jeep.
—Soy desconfiado por naturaleza. ¿Qué noticias traes?
—Aquí no —dijo ella—. Vamos a entrar en el coche.
El hombre se situó en el asiento del conductor y Maru a su lado. Apagó el cigarrillo aplastándolo en el cenicero.
—No habrá ningún cambio, Fabri. La fiesta ya está anunciada para dentro de unos días, el viernes por la noche. Salvador los llevará en el coche y yo te llamaré cuando salgan.
—Suponte que se marchan antes… o después.
—Lo sabrás. Ya te he dicho que te llamaré.
—¿Entonces?
—Pensaremos otra cosa. Quiero acabar esto lo antes posible.
—¿Por qué no me dejas que lo haga a mi manera? Sería más fácil.
—No, será como yo digo. Salvador los llevará al sitio convenido.
Maru le pasó la mano por el rostro curtido y él adelantó la cabeza y la besó en los labios. Fue un beso largo y apasionado. Ella se separó despacio, como si le costara trabajo.
—He sabido que al compañero de celda de Boyle, ese tal Muertofrío, lo han trasladado a Alicante. La policía tiene el convencimiento de que terminará por hablar.
—Sí, eso es un problema.
—Encárgate de eso, Fabri. ¿Podrás hacerlo?
Fabri asintió.
—Tengo muchos amigos aquí.
Maru volvió a besarlo. Pero esta vez fue un beso fugaz. Alargó la mano y abrió la puerta.
—Te llamaré —le dijo.
—Tengo ganas de que todo termine, Maru.
—Ya falta poco, cariño —le dijo ella.
Garrigues paseaba por su despacho a grandes zancadas. No era un despacho bonito, ni siquiera funcional. Era demasiado pequeño, o los muebles, demasiado grandes y mal colocados. Los tres hombres del Grupo Especial de la Brigada Central permanecían de pie. Virginia se había sentado en un sillón cubierto de polvo. Garrigues estaba encolerizado.
—¡Llevo mucho tiempo detrás de Boyle, Flores, y no voy a dejar ahora que la Brigada Central venga aquí a meter las narices donde no le importa!
Flores procuró que sus palabras sonaran pausadas y tranquilas. Como si le hablara a un niño que no entendiese nada.
—Atiende un momento, no se trata de meter las narices, Paco, se trata de colaboración. Estamos aquí para ayudarte. Tú llevarás el asunto tal como lo estás llevando hasta ahora. Estarás al mando.
—¡No trates de dorarme la píldora, Flores, y escúchame bien, porque no te lo pienso repetir! ¡No vas a llevarte este caso! ¿Te enteras? Este caso es mío, ¡mío!
—Cumplo órdenes. ¿Por qué no llamas a Madrid y aclaramos las cosas?
—Me da igual, así que coge a tus hombres y a esta señorita de la Interpol y os volvéis a Madrid. Habéis hecho el viaje en balde.
Loren dijo:
—Creo que voy a tomarme otro café. —Agarró a Lucas del codo—. ¿Te vienes, Lucas?
—Sí —contestó Lucas—. Te esperamos en el hotel, Manuel. ¿Nos acompañas, Virginia?
—No, me quedo —contestó ella.
Lucas llamó a un taxi, que se detuvo en la puerta de la Jefatura con un prolongado chirriar de frenos.
—Vete tú, Lucas —dijo Loren—. Yo iré andando, me apetece dar un paseo.
—¿Quieres que te acompañe?
—Prefiero ir solo.
—Como quieras —dijo, y se subió al coche.
Loren se quedó en la acera, mirando cómo el taxi se perdía entre el tráfico. Hacía diez años que no iba a Alicante. Diez largos años. Y por lo que había podido ver, la ciudad había cambiado bastante: edificios más altos, más coches y nuevas tiendas en las calles. Pero era el mismo aire, la misma luz y esa cualidad azulada y transparente de la atmósfera. Loren detuvo otro taxi y se subió.
—¿Conoce el barrio del Postigo? —le preguntó al taxista.
—Claro —contestó.
—Vamos para allá —le ordenó Loren.
Al llegar al barrio, Loren le dijo al taxista que parara.
—Pero no suba bandera. ¿No estaba ahí el Bar Carlos?
—No sé —contestó el taxista—. Yo no soy de aquí.
—En la trastienda había tres mesas de billar.
—¿Quiere ir a unos billares? —El taxista se volvió. Tenía la cara redonda y un pequeño bigotito que se movía sin cesar cuando hablaba.
—No, tire para delante, jefe.
Al cabo de un rato, el taxista dijo:
—Oiga, ¿adónde quiere ir usted? No hacemos más que dar vueltas.
Loren adelantó la cabeza.
—Preocúpese de que funcione el taxímetro y de nada más.
—Muy bien, ¿qué hacemos ahora?
Loren se recostó en el asiento.
—Vamos a seguir dando vueltas —contestó.
Cuando Garrigues se quedó solo en su despacho le entró una extraña fiebre de trabajo. Se sentó tras la mesa y comenzó a revisar papeles como si fuera la primera vez que los hubiera visto. En la puerta sonaron unos golpes tímidos.
—Adelante —ordenó Garrigues.
Virginia pasó adentro y Garrigues se levantó de su sillón.
—Se me ha olvidado una cosa —dijo Virginia.
—No creo —contestó Garrigues.
Virginia se acercó.
—Has sido injusto con Flores, Paco.
—¿Ahora soy otra vez Paco? Antes era señor comisario. ¿Qué es lo que pretendes, Virginia?
—Decirte que te has confundido. No sé lo que has podido pensar cuando estábamos en el paseo riéndonos. Yo nunca me reiría de ti. Creo, con toda franqueza, que eres un buen policía.
—¡Un buen policía! —Garrigues se aproximó a Virginia—. ¡Me hace gracia!
—No puedes hacer que tus sentimientos personales influyan en el trabajo. Eso no es de un buen profesional, Paco. Flores está aquí cumpliendo órdenes, como estoy yo y como estás tú también.
—¡Flores! —exclamó—. ¡Me da igual quién sea! ¡Siempre pasa lo mismo! ¡Cuándo hay un asunto importante vienen los de Valencia o los de Barcelona, y si no, los de Madrid!
Garrigues la cogió de los hombros y Virginia sintió la enorme fuerza que comunicaban aquellas manos. Habló más calmado, mirándola a los ojos.
—No es nada personal contra Flores, Virginia, pero no voy a dejar que ni él ni nadie me robe este caso. Ni mi propio padre. ¿Lo has entendido?
¿Por qué había ido a su casa?, se preguntaba Loren. Fue un impulso lo que le hizo darle la dirección al taxista. Subió las viejas escaleras sintiendo que regresaban los viejos olores y todos los recuerdos. Encontró a su madre más delgada, con los ojos más hundidos, pero con las mismas manos rotas de haber lavado ropa a mano durante muchos años. Ella se puso a llorar y le dijo que estaba hecho un hombre y que por qué no le había escrito aunque sólo fuese una postal de vez en cuando. Loren le dijo que era muy vago para escribir, que tenía mucho trabajo, pero que de ahora en adelante le escribiría.
Le explicó que estaba allí por el caso Boyle. Ella llamó por teléfono al padre, al brigada Gomis, y le comunicó que su hijo había ido a verlos. Su padre no había cambiado en lo más mínimo. Seguía teniendo la voz ronca de fumar y de impartir órdenes y la misma barriga abultada y dura que recordaba de siempre. Después del rito de lavarse las manos y la cara, se había quitado el uniforme y estaba sentado a la mesa.
—Sabía que ibas a venir; los de la Brigada Central sois muy famosos. En Jefatura no se habla de otra cosa.
Loren se dio cuenta de que su padre estaba nervioso. Quería decirle algo y no era capaz. Algo pugnaba por salir de él y se le quedaba en la garganta.
Loren se detuvo frente a la fotografía enmarcada de su hermano, muerto en servicio. Debajo habían colgado su placa abierta y al lado, también enmarcadas, las cuatro medallas al mérito policial que había conseguido. Era la foto de final de carrera en la Academia. El primero de su promoción, el policía más condecorado del país, con más felicitaciones públicas y con el mejor expediente que nadie tuvo jamás. Loren se fijó en su cara, desdibujada por los retoques del fotógrafo de la Academia, sus ojos vivaces, sus labios finos.
—Parece que el comisario le ha dado un varapalo de aquí te espero a ese gitano que tenéis como jefe. Es que no hay derecho, coño. Se parte los cuernos currando en un asunto y luego llegan unos señoritos de Madrid y se llevan el gato al agua.
Su padre hablaba y hablaba, pero no era aquello lo que quería decirle. Cuando Loren volvió la cabeza para asentir en silencio, su padre apartó la cara y se puso a picotear pan, como tenía por costumbre antes de comer.
—¿Y la niña que ha venido de la Interpol? Es para…, dedicándose a encelar a los hombres con esa cara de mosquita muerta, con esa carpetita que lleva, venga a apuntar cosas.
—Es muy buena policía, padre. Se llama Virginia.
—Claro…, en Madrid todos sois cojonudos. Unas lumbreras.
La madre se acercó, secándose las manos en el delantal.
—Le falta muy poquito al arroz —dijo, y se colocó detrás de Loren, que seguía parado frente al retrato de su hermano. Añadió—: Todos los días rezo por él. Es como si no se hubiera ido.
—Tu hermano sería ahora el comisario más joven del Cuerpo —dijo el padre.
—¿Te sigue gustando el arroz, hijo? —La madre le acarició el pelo con mano torpe. Esas manos no habían sido hechas para acariciar, sino para trabajar.
—Tenía menos años de los que tienes tú ahora —siguió el padre.
—Nunca he vuelto a comer un arroz como el tuyo, madre. De verdad —dijo Loren.
—A saber lo que comes por ahí, siempre de pensión. En Madrid no se come el arroz como lo hacemos aquí.
La madre le sonrió y volvió a acariciarle el pelo. Loren pensó que nunca había visto a su padre hacerle el más mínimo gesto de cariño a la madre. Ni cogerle la mano ni una palabra amable.
—Aunque no creo que hubiera podido aguantar a tanto gilipollas como hay ahora en el Cuerpo —siguió el padre.
—Enseguida está el arroz. —La madre volvió a la cocina y Loren se dio la vuelta y se acercó a la mesa. Descorrió la silla.
Su padre lo miró fijamente. Loren se quedó quieto.
—¿No vas a quitártelo? —preguntó.
—¿El qué, padre? —contestó él.
De pronto, la furia apareció en sus ojos.
—¡Ese pendiente, coño! ¡Pareces maricón! ¡Quítate eso si quieres comer conmigo! ¿Qué eres, un niñato o un policía? Di, coño… ¿Por qué no aprendes de tu hermano?
La madre apareció con la paella. Tenía los ojos asustados. La dejó sobre la mesa.
—¡Por favor, hijo, por favor, no discutáis!
Loren apartó la silla, despacio. La ira y el odio acumulados le subieron a borbotones hasta el rostro.
—¡Habrías preferido que hubiera muerto yo, ¿verdad?! Di, te hubiera gustado, ¿eh?
—¡Vete de aquí! —gritó el padre—. ¡Fuera!
—¡Quién te has creído que eres, ¿eh?! ¡A mí no me grita nadie!
—¡Loren, por Dios bendito, Loren, hijo mío!… ¡Hijo!
—¡He dicho que te vayas!
El padre se levantó de golpe y tiró la silla, avanzó unos pasos hacia su hijo.
—Inténtalo, vamos, inténtalo. Intenta ponerme las manos encima y te juro que lo sentirás.
Loren vio cómo su padre avanzaba un paso más. Veía su cara grande y sudorosa, cubierta de arrugas, las manos grandes y fuertes y el cuello con las venas infladas. Dejó de escuchar los lloros de su madre, las manos que le intentaban apartar de la mesa. Supo que podría golpear a su padre hasta reventarlo. Pero su padre, de pronto, bajó los brazos, lo miró, recogió la silla y agachó la cabeza. La levantó y sus labios comenzaron a abrirse en una sonrisa torpe. Loren se dio cuenta de que hacía esfuerzos por hablar, era como un hombre que se ahogara y se esforzase por respirar. Estuvo así unos instantes, moviendo su mano por el mantel, respirando con fatiga. Su madre, detrás de él, sollozaba. Eran dos viejos cansados y solos, humillados por la vida.
—Lo… lo siento, hijo… Perdóname —dijo al fin.
—Ya es tarde —contestó Loren.
Su madre le pasó la mano por el pelo y le apretó el hombro. Sintió el viejo olor a jabón que despedía en su infancia y la mano le comenzó a pesar en el hombro como si fuera de hierro.
—No debí haber venido. Ha sido una idiotez.
—Hijo, no digas eso. Tu padre te está pidiendo perdón… Por favor, hijo…, siéntate.
—Perdóname —repitió su padre.
—¿Perdón? ¿De qué sirve que me pidas perdón?, ¿eh, padre? Sigues pensando lo mismo.
—Siéntate, Loren —insistió su padre—. Yo no sirvo para…, quiero decir, que muchas cosas no sé decirlas…, pero siéntate, anda.
—Siempre tienes razón, padre. Tú nunca te equivocas. ¿Lo recuerdas? No me des ahora la razón porque no te creo.
—¡Hijo, te está pidiendo perdón!
—Por favor, Loren. Lo siento, no sé lo que me ha pasado, se me ha ido la cabeza, deja que te explique…
Loren apartó a su madre, que lo había cogido por detrás y había apoyado la cabeza en su espalda. Caminó hacia la puerta y la abrió. Todavía escuchó a su madre llorar, y cuando cerró, entrevió fugazmente cómo su padre la abrazaba.
Su barrio había cambiado mucho. Ya no existían aquellos salones donde se podía jugar al futbolín hasta bien entrada la noche. Pero quedaban algunas tiendas, el quiosco de las pipas, algunos rótulos, las copas de los árboles que asomaban tras las tapias del convento.
Aquél era su barrio. El territorio de su infancia. Lo miró por última vez y supo que no volvería jamás.