25

La mansión de los Gonzaga estaba situada en una loma cubierta de césped que descendía en suave declive hacia el mar y el pequeño puerto de amarre donde estaba fondeado el yate. El terreno tenía una hectárea, y desde la carretera no podía distinguirse la casa, rodeada de palmeras y árboles tropicales que habían sido plantados por el bisabuelo cuando volvió de Cuba. La casa recordaba vagamente a las mansiones de los ingenios de azúcar cubanos, con una galería de columnas alrededor. Pero la primitiva construcción había sido modificada por cada generación de los Gonzaga, de manera que se había convertido en una mezcla de distintas épocas y estilos, aunque no resultaba caótica ni absurda. La casa tenía tres plantas y ocupaba una extensión de cuatrocientos metros cuadrados. Contaba con diez cuartos de baño, sótanos y desvanes que encerraban la historia de los Gonzaga. Se podía vivir en aquella casa sin ver a nadie durante meses enteros, perdido en los amplios salones y en los innumerables dormitorios.

Los Gonzaga sólo la ocupaban los meses de otoño e invierno y parte de la primavera, cuando se está verdaderamente bien en la costa mediterránea. Los veranos solían dedicarlos a viajar.

Maru se adormilaba con el runrún del riego por aspersión. Estaba tumbada en la hamaca al borde de la piscina. El sol de la mañana hacía destellar el agua azul. A su lado tenía una mesa de desayuno con los periódicos del día y un vaso de zumo de naranja a medias. Se estiró, soñolienta, y bostezó.

Gonzaga llamaba a aquel cuarto la habitación de las maquetas. Había hecho colocar una cristalera que ocupaba uno de los frentes, y si la descorría, parecía encontrarse en el jardín. Desde niño le gustaban las maquetas. Siempre había tenido barquitos, aviones, coches, casas y toda clase de miniaturas. Lo que más le gustaba en el mundo era hacer maquetas. Ahora estaba terminando el pueblo que iba a construir con los Negri. Había mandado hacer a escala el trozo de costa que constituía las últimas posesiones de su familia y lo tenía colocado sobre una mesa de dos por tres metros. La reproducción del terreno era tan fiel que podían verse hasta los más mínimos accidentes. El pueblo de veraneo tendría cuatro mil habitantes, un pequeño hospital, iglesia, parque de bomberos, escuelas y un administrador que haría las funciones de alcalde. Se llamaría Nueva Alda, en honor de la esposa de Domenico, y sería la obra de construcción más importante que se hubiera hecho nunca en España en el campo del turismo.

Gonzaga, ataviado con una bata hasta las rodillas, estaba colocando con unas largas pinzas los chalés y los apartamentos entre los árboles. Con él se encontraba un hombre gordo y sudoroso, de unos cincuenta años, que sujetaba una carpeta de cuero llena de documentos. El hombre, llamado Baltasar, era el administrador principal de Gonzaga. Junto a la cristalera que daba al jardín, bebía café delicadamente Vilar, su abogado, un hombre atildado y elegante que vestía un traje de entretiempo. Gonzaga parecía no escuchar a su administrador. Parecía ensimismado colocando un núcleo de apartamentos en cuyo centro había jardines privados y una piscina.

—… diez millones de dólares o de divisas fuertes sería lo mínimo que deberíamos exigir, señor Gonzaga. Si me permite, debió haber sido más explícito con los italianos.

Gonzaga aguardó un buen rato antes de responder. Sonrió mostrando unos dientes blancos y parejos en su rostro atezado por el aire marino.

—Qué burro eres, Baltasar —dijo.

Baltasar aguantó la respiración y pareció sudar más. Gonzaga tomó con las pinzas otro apartamento y lo colocó en su lugar exacto.

—No debemos presionarlos. Los Negri no son tontos. Si fueran tontos, no habrían llegado adonde están ahora. Podríamos exigirles los diez millones a cuenta, o quizá más. En realidad, en una situación normal, lo corriente sería exigirles, al menos, el treinta por ciento del capital presupuestado. ¿No es así, Baltasar?

—El treinta por ciento, sí, señor Gonzaga.

—Bueno, pues vamos a dejar que ellos entreguen el dinero que estimen conveniente. Te apuesto tu sueldo de un mes a que es más de diez millones de dólares. ¿Quieres apostar, Baltasar?

Baltasar se limpió el sudor que le corría por la cara y soltó una risa que terminó enseguida.

—Je, je, je, señor Gonzaga.

Gonzaga se dirigió al abogado, que parecía tener la mirada perdida en la línea del mar azul que se distinguía más allá de los árboles.

—¿No te parece, Vilar?

—Por supuesto. Ellos están acostumbrados a este tipo de negocios, tienen asesores, abogados. Saben que lo corriente es el treinta por ciento del capital. Nos darán entre el diez y el veinte, quizás un quince por ciento.

—Seguro que están pensando en lo fácil que resulta hacer negocios con nosotros —manifestó Gonzaga moviendo las largas pinzas arriba y abajo—. Deben de pensar que con nosotros da gusto. —Miró la maqueta y añadió—: En el fondo son unos paletos…, y la mejor forma de engañar a unos paletos es deslumbrarlos. ¿Qué te parece la maqueta, Baltasar? Me ha salido bien, ¿verdad?

Baltasar se acercó a la mesa con expresión de arrobamiento.

—Es extraordinaria, señor Gonzaga. —Gonzaga pareció no oírlo siquiera. Vilar se acercó despacio, la miró y sonrió.

—Perfecta —dijo.

Garrigues había sido nombrado comisario jefe de Alicante un año atrás. Era un hombre moreno, con tendencia a engordar y con el cabello ligeramente rizado. Sabía que se jubilaría en la policía sin llegar a ser más de lo que era ahora. El asesinato de Boyle en Barcelona le había permitido demostrar que su pequeña brigada era eficiente, a pesar de que necesitaban más medios, más coches, más hombres y un edificio nuevo. Gracias a sus informes se pudo pescar a Boyle, al que él, personalmente, había fotografiado y seguido durante más de seis meses sin que el contable se diera cuenta. Y ahora, tras su asesinato, lo habían llamado de Madrid, Barcelona y hasta de París. Toda la policía española quería saber su opinión.

En su brigada no había ninguna mujer con la categoría de inspectora. Había mujeres, pero eran mecanógrafas y auxiliares. Por eso, cuando la oficina de la Interpol en Madrid le envió a Virginia para que recabara información sobre Boyle y sus posibles contactos con la familia mafiosa Negri, a Garrigues no le gustó. Durante toda su vida había estado tratando con hombres en su trabajo. Pero desde el primer momento aquella chica lo cautivó. Hacía preguntas inteligentes, no parloteaba y actuaba con una seguridad en sí misma y un conocimiento del tema que le hicieron reconocer que era una buena policía. Y, además, muy hermosa. Incluso demasiado hermosa para lo que él estaba acostumbrado a ver y tratar.

Habían pasado juntos tres días poniendo en limpio los oscuros informes de la Brigada de Delitos Monetarios y consultando los pesados libros de contabilidad confiscados a Boyle. Aquella mañana, muy temprano, Garrigues la había llevado a que viera «de cerca» a la familia Negri. Tenía a varios de los hombres de su brigada en el hotel donde se hospedaban, y le habían avisado de que se preparaba algo. Los Negri habían vuelto de un corto viaje a Barcelona y parecían inquietos.

A las diez de la mañana, un BMW plateado, propiedad de los Gonzaga y conducido por Salvador, su chófer particular, había aparcado en la puerta del hotel. Salvador había cargado en el portaequipajes una maleta que parecía pesada. Garrigues había seguido al automóvil con facilidad. A aquella hora, la carretera que salía de Alicante en dirección a las poblaciones de la costa estaba muy concurrida. El BMW no fue al chalé de los Gonzaga —que Garrigues también tenía bajo vigilancia—, sino que cambió de dirección y tomó la carretera hacia Murcia. Fue conduciendo tras él, sin perderlo de vista ni dejarse ver, mientras Virginia permanecía en silencio a su lado.

Había transcurrido casi una hora y el coche de los Gonzaga no daba trazas de parar. Garrigues supo entonces que iban a la gran urbanización que construirían en breve, y adelantó al coche para situarse en un lugar desde donde pudieran verlos sin ser vistos. Aparcó en un recodo del camino y sin bajar del coche le señaló a Virginia las palas excavadoras que estaban allanando el terreno. Poco después el BMW se detenía al borde del camino. Salieron Domenico, Alda y Tonino. El chófer permaneció en el coche.

—El más alto es su hijo, Tonino —dijo Garrigues—. Digamos que es el jefe de la familia en Estados Unidos, pero no es él quien lleva los negocios. A Domenico aún le queda cuerda; es duro, astuto y no tiene escrúpulos. Empezó siendo un pistolero profesional. —Garrigues suspiró—. Saben que estamos siguiéndolos.

—Parecen una honrada familia mirando la parcelita donde se construirán la casa —dijo Virginia.

—En realidad es eso. Sólo que en la parcelita habrá sitio para un pueblo entero. —Garrigues encendió un cigarrillo y se lo ofreció a Virginia. Ella lo rechazó con un gesto—. El asesinato de Boyle me ha rejuvenecido, Virginia.

El humo cubrió el rostro de la mujer, que resplandecía. No llevaba ni la más mínima sombra de maquillaje.

—Me gustaría que estas investigaciones duraran mucho tiempo. No me importaría. —Hizo una pausa—, pero tú te irás a Madrid. —Virginia se volvió. Garrigues añadió—: Me gustaría que cenaras esta noche conmigo. He reservado sitio en un restaurante precioso de la costa. Te gustará.

—¿Una cena íntima?

Garrigues no dijo nada. Ella se echó hacia atrás en el asiento y continuó:

—Y después de cenar me dirás que también has reservado habitación en un hotel, ¿no? Estoy segura de que es el mismo hotel al que sueles llevar a tus ligues. Un hotel discreto donde nadie le hace preguntas al señor comisario.

Garrigues continuó sin decir nada. Virginia sonrió.

—A tu mujer le dirás que tienes servicio, papeleo…, cualquier cosa. Ya estará acostumbrada. ¿No es cierto?

Garrigues colocó su gran mano sobre la rodilla de Virginia. Ésta no hizo ningún movimiento.

—No intentes ligar conmigo, Paco.

No había burla en sus palabras. Lo dijo con la frialdad con que hubiera pedido la hora.

La familia Negri volvió a subirse al coche. Garrigues arrojó por la ventanilla el cigarrillo a medio fumar y puso en marcha el «K».

—Mejor nos vamos —dijo.

Baltasar nunca había visto tanto dinero junto. El dinero se encuentra en los bancos y se mueve de un lugar a otro mediante talones y transferencias, y él había hecho operaciones para el señor Gonzaga moviendo muchísimo más dinero que aquél. Pero una cosa era ver cifras escritas en papeles y otra muy diferente, ver billetes apilados que son sacados de una maleta y colocados sobre una mesa. Y no solamente era verlos, también, olerlos. El dinero tiene un olor especial, un tufillo que embriaga. Había montones de dólares americanos ordenados en fajos parejos y atados con gomitas. También había libras esterlinas, marcos alemanes y yenes japoneses.

Gonzaga había hecho trasladar una mesa grande al cuarto de las maquetas y allí habían ido colocando los billetes para que Baltasar los contara. Baltasar era capaz de contar billetes más rápido que cualquier hombre que hubiera conocido. Cuando comenzó a quitarle las gomitas al primer paquete, Gonzaga hizo un gesto de desagrado.

—¡Por favor, Baltasar, no hace falta! —le dijo—. Haz el recibo con la cantidad que te diga el señor Negri.

Tonino Negri dijo:

—Doce millones de dólares, ochocientas mil libras esterlinas, medio millón de marcos y cien mil yenes. —Y sonrió.

Tonino firmó los documentos que convertían a los Negri en socios de Nueva Alda S. A. Baltasar volvió a colocar los billetes en la maleta. Le sudaban las manos. Cada fajo era de diez mil dólares. Dinero libre de impuestos. Dinero que nadie sabía que existía.

Gonzaga señaló las casitas diseminadas en grupos por la maqueta.

—Eres muy hábil, Gonzaga, un artista —le dijo Domenico Negri—. La reproducción es perfecta…, me gusta mucho.

Domenico se dirigió a su mujer.

Tipiace, Alda?

Molto, Domenico, molto… E bellissima.

—¿Cuándo comenzará la venta de chalés, Gonzaga?

Domenico entrecerró sus ojillos. Levantó uno de los chalés en miniatura y lo observó. Después lo volvió a dejar en su sitio.

—Dentro de quince días empezaremos a construir los chalés piloto. Haremos publicidad en televisión, prensa y mediante vallas. En seis meses esperamos venderlos todos, y habrás recuperado tu inversión a cuenta de los beneficios de la venta de los chalés y los apartamentos.

—Un gran negocio. —Tonino se acercó hasta la maqueta y la señaló—. Yo tengo fe en eso. Será una mina de oro.

—Un gran negocio para todos —enfatizó Domenico, y sonrió. Sus bigotes blancos parecían colmillos.

Gonzaga carraspeó y se pasó la mano por su elegante blazer.

—Mira, Domenico, aquí estará la iglesia…, los supermercados…, el centro comercial.

Tonino contemplaba el jardín y a Maru, tendida en la hamaca. Apenas si oía la jerga de Gonzaga explicándole a su padre las tonterías de la maqueta. Allí cerca tenía dos cosas hermosas y deseables. Trece millones de dólares, quizás un poco más, y una mujer apasionada y bella como una diosa.

La voz de su padre lo sacó de sus pensamientos.

—¿Has visto qué bonito, Tonino?

—Sí —dijo Tonino volviéndose—. Es perfecto, Gonzaga, perfecto.

Le palmeó la espalda y Gonzaga sonrió.

«Estúpido», pensó Tonino.

Lucas estaba observando a su gato Aníbal cuando sonó el timbre de la puerta. El gato pareció sorprenderse también, dio un maullido que a su dueño le sonó lastimero y se sentó sobre sus patas traseras. El timbre volvió a sonar.

—¿Quién será, Aníbal? —dijo Lucas. El reloj de pared del salón señalaba las doce y media de la noche. Se levantó y se quedó inmóvil. Nunca tenía visitas. Abrió uno de los cajones del pesado aparador de madera oscura y tomó su arma de reglamento. Los timbrazos volvieron a repetirse.

—¡Un momento! —gritó.

Avanzó por el pasillo con la pistola en la mano. Aníbal lo siguió, enredándose entre sus piernas. Descorrió la mirilla y luego abrió la puerta, echándose a un lado. Escondió la pistola en el bolsillo de su bata. Las últimas personas a las que habría imaginado ver en aquel momento eran precisamente la China y su hermanastro, el Buga. La China le sonrió, apoyándose en el quicio.

—¿Podemos pasar, Lucas?

Antes de que Lucas pudiera responder, el Buga entró en el vestíbulo mirándolo de arriba abajo.

—Vaya chabolo más guay, tío. Se está a gusto aquí, oye —dijo.

La China pasó detrás y Lucas cerró la puerta. La China era una muchacha espigada y morena, de ojos luminosos y grandes, que trabajaba buscándose la vida con el trapicheo de la droga y la prostitución ocasional. El Buga era alto, fibroso y de sonrisa ancha y blanca. Se movía como si estuviera hecho de goma elástica.

Los tres se miraron sin decir nada. La China parecía inquieta. El Buga había cogido un abanico filipino, expuesto en una vitrina, que había sido de la madre de Lucas, y lo miraba como si lo evaluara.

—No toques nada, Buga —le recriminó Lucas—. ¿Dónde estabas? El padre Velasco y yo estábamos preocupados.

—Pues por ahí, ya ves.

Lucas se dirigió a la chica:

—¿Qué queréis, China? Es muy tarde para hacerme una visita.

La muchacha dudó unos instantes y Lucas pensó que el Buga había hecho otra de las suyas. Probablemente lo habían citado para un juicio o lo habían pescado robando. El Buga era el mejor ladrón de coches que conocía. Su habilidad para abrir cerraduras de vehículos y hacerse con ellos era proverbial en el barrio. Pero se había reformado desde que estaba recogido con el padre Velasco. Al menos eso era lo que él decía.

—Se quieren cargar al Buga, Lucas —dijo la China al fin—. Se lo quieren cargar, te lo juro. Tienes que esconderlo.

El Buga sonrió. Ahora estaba mirando un pisapapeles que era un bloque de plástico con una reproducción de la Torre Eiffel dentro. Era un recuerdo del primer viaje de Lucas a París, cuando aprobó el COU.

—De verdad, tío, me quieren matar —corroboró el Buga.

—Pero ¿qué tonterías estás diciendo?

—¡Te lo juro por mi madre, Lucas! ¡Tienes que esconderme al Buga, en la parroquia ya no se puede quedar!

—Vamos a ver qué tonterías son ésas. ¿Quién quiere matarte, Buga?

—No te lo puedo decir, yo no soy un chota.

—Velasco me ha dicho que a lo mejor estás metido en un lío. ¿Es eso? —Lucas los miró a los dos. El Buga volvió a mostrar sus dientes. Añadió—: Te has tirado una semana sin ir por la parroquia. Has vuelto al rollo, ¿no? —No era una pregunta. Era una afirmación—, todo eso de que lo habías dejado era un cuento chino, ¿eh, Buga?

El chico juntó el índice y el pulgar, se los llevó a la boca y chascó la lengua.

—Te juro que no, tío.

—¿No has vuelto a robar coches?

Negó con la cabeza.

—Joder, tío, que no.

Lucas estuvo tentado de decirle que le mostrara los brazos. Que le demostrara que había dejado de pincharse. Pero no lo hizo. No estaba en ninguna comisaría, ni en la brigada.

—¿Entonces?, Buga ¿Qué historias son ésas? ¿Por qué te quieren matar?

—No ha sido cosa mía —contestó el Buga—. Ha sido cosa de ésta. —Señaló a la China—. Se ha empeñao en venir a verte. A mí me da igual.

La China se acercó a Lucas y lo agarró del brazo. Aníbal, que había estado observando a los recién llegados desde el pasillo, dio media vuelta y se fue.

—Tienes que esconderlo, Lucas… Por tu madre.

—Me marcho de viaje y, además, yo no puedo hospedar en mi casa a un ladrón de coches. Soy policía, China, y si quieres que te diga la verdad, no me creo ni media palabra de lo que me estáis diciendo.

Lucas extrajo un billete de cinco mil pesetas de la cartera y se lo entregó a la China. Ésta no hizo ningún gesto por cogerlo. Se limitó a mirarlo fijamente con sus grandes ojos muy abiertos.

—Ahora no tengo tiempo para averiguar lo que has hecho, Buga. Pero ya me enteraré cuando vuelva del viaje. De momento, idos a una pensión.

El Buga adelantó la mano y agarró el billete.

—Gracias, tronqui —dijo.

Abrió la puerta y empujó a la China con fuerza. Ella se resistió, pero logró echarla fuera.

—Id a ver al padre Velasco. Ya hablaremos luego.

—¡Pero Lucas, si es que me lo van a matar! —La China se resistía a salir, Lucas tuvo que empujarla con más fuerza.

Escuchó cómo bajaban las escaleras, discutiendo. Sus voces fueron perdiéndose hasta que sintió el ruido de la puerta de la calle al cerrarse.

Flores se ajustó la pistolera bajo la axila y tiró de las correas hasta que estuvo ligeramente encima de la cintura, en el costado izquierdo. Le gustaba así, baja. Era una de sus manías. Había otros compañeros que preferían tener la pistola en la cintura o inmediatamente bajo la axila. La funda, de cuero flexible, estaba corroída por el sudor. Al principio, le molestaba bajo el brazo. Pero después de largos años de uso, la portaba con naturalidad y sin sentirla. Era como si a su cuerpo se hubiera añadido una especie de apéndice.

Tenía sobre el sofá del salón de su casa la bolsa de viaje. El débil sol del amanecer se filtraba desde la terraza, creando una luz opaca y terrosa en la habitación. Con la foto de sus hijas en la mano, Flores escuchó el estridente sonido del despertador, que sonaba en el dormitorio. Guardó la foto en la bolsa y la cerró. Palpó la funda sobaquera y se puso la cazadora. Entonces dejó de sonar el despertador. Siempre lo fascinaba la capacidad de dormir que tenía su mujer.

Julia, soñolienta, apareció en la puerta. No llevaba bata y la luz de la mañana silueteaba su cuerpo bajo la tela del camisón.

—¿Te hago un café?

Flores negó con la cabeza.

—Vuélvete a la cama. Es muy temprano.

—No me cuesta trabajo preparártelo. Lo haré en un minuto.

—No, me lo tomo en la calle.

Flores agarró la bolsa y caminó hacia la puerta.

—¿Vas a estar mucho tiempo fuera?

—Eso nunca se puede saber, Julia.

—Tenemos que hablar.

—Sí. Tenemos que hablar bastante.

La sonrisa de ella fue triste.

—Siempre decimos lo mismo. Tenemos que hablar, pero nunca hablamos. Necesitamos una larga conversación, Manuel.

—Y yo necesito hacer el amor contigo, Julia.

—¿Crees que hacer el amor lo cura todo?

—No sé lo que hay que curar, pero ya hablaremos cuando vuelva de Alicante.

—Puedes tirarte un mes en Alicante, Manuel. ¿Has pensado en eso?

—Sí, lo he pensado. Pero no creo. Poveda no puede, tenemos un mes fuera de la brigada. Cuando vuelva hablaremos.

Besó sus labios, que no se abrieron. Sintió la intensa fragancia de su cuerpo, el olor tan conocido, la textura de su carne. Flores salió al descansillo de la escalera rumbo al ascensor. Antes de llegar, su mujer lo llamó. Él se volvió.

—El otro día me porté como una tonta, ¿sabes? Tuve un ataque de celos. —Su cara tenía un halo de tristeza y Flores sintió un nudo a la altura del tercer botón de la camisa—. ¿Me perdonas, Manuel?

Estuvo tentado de estrecharla en sus brazos, besarla hasta la saciedad, volver a recorrer su cuerpo. Sin embargo, asintió con la cabeza, dio la vuelta y se dirigió al ascensor. Su mujer lo llamó de nuevo y avanzó unos pasos. Flores aguardó a que hablara sujetando la puerta del ascensor.

—Ten cuidado, por favor —le dijo ella.