23

El BMW rodaba a gran velocidad por la carretera de la costa, en dirección a Valencia y Alicante. Los días buenos continuaban. El sol estaba alto y el aire era limpio y puro. Las urbanizaciones playeras se sucedían una detrás de otra.

Maru iba recostada en el asiento trasero, aún con las gafas negras puestas.

—Le dices a mi marido que me he quedado en Alicante haciendo compras —le dijo al chófer.

—Sí, señora —respondió éste.

Se llamaba Salvador y era un hombre recio y silencioso que estaba al servicio de los Gonzaga desde que era pequeño. También su padre y su madre habían estado bajo las órdenes del viejo Gonzaga.

—Luego me vienes a recoger adonde siempre, a las ocho —dijo la mujer.

—A las ocho, sí, señora —respondió Salvador.

Flores vio a Joaquín Vidal salir del portal de su casa. Vidal llevaba un maletín de cuero y se colocó en el borde de la acera, buscando un taxi.

—Hola —le dijo Flores—. ¿Qué tal, Joaquín?

Se volvió y sus pequeños ojos lo escudriñaron unos instantes.

—Vaya —respondió—. El inspector jefe Flores. ¿Es una casualidad?

—No, quiero hablar contigo.

—Lo siento, va a tener que ser en otro momento. Salgo ahora mismo hacia Alicante y después voy a Barcelona —sonrió.

—Parece que no lo has comprendido, Joaquín, Vamos a hablar ahora. Ahora mismo.

Joaquín Vidal suspiró ruidosamente y continuó atisbando la calle.

—Otro día, hombre, otro día. ¿No ves que tengo prisa?

—Comisario, ¿le has dicho a mi mujer que yo estoy liado con Carmela?

—¿Yo? —exclamó—. Pero ¿qué dices? ¿Estás loco?

Flores se acercó un poco más y descubrió la respuesta en sus ojos, un leve parpadeo. Fue como si hubiera utilizado un detector de mentiras.

—¿Quieres decir que mi mujer está mintiendo, Joaquín?

—¿Eh, mintiendo? Hombre…, no sé… No lo sé, de verdad, no sé lo que ha entendido ella. —Intentó sonreír—. Yo no le dije exactamente eso… A ver si me comprendes.

—¿Qué le dijiste exactamente, Joaquín?

—La encontré por casualidad, ¿no?, y le hice un comentario gracioso, una broma. Una cosa sin importancia.

Flores le dio una bofetada con la mano abierta. Sonó como si explotara un globo. Joaquín cayó de espaldas contra el capó de un coche aparcado y soltó la maleta. Se llevó la mano a la cintura.

—¡Si tocas la pistola, te mato! —gritó Flores—. ¡Tócala siquiera y te frío a tiros, cabrón!

Joaquín respiraba ruidosamente, encorvado sobre el coche, la mano aún metida en la chaqueta. Tenía un lado de la cara rojo. El odio y la humillación producían chispas en sus ojos.

—¡Tócala, vamos, tócala! —Flores bajó la voz—. Hazme ese favor, Joaquín, y te mato como a un perro, hijo de puta.

Joaquín sacó la mano lentamente y se apoyó en el coche, respirando como un fuelle viejo.

—Vas a llamar a mi mujer y le vas a decir que todo eso es mentira. —Flores se acercó—. ¿Lo entiendes, Joaquín? —lo cogió de las solapas del blazer azul—. ¿Lo entiendes? —gritó.

—Suel… suéltame… Estás loco.

Flores lo soltó.

—Llámala o te pego un tiro. Te lo juro por mis hijas que lo hago.

Flores se alejó hacia su coche. Joaquín estuvo mirándolo hasta que el «K» de la brigada se perdió entre el tráfico. Luego recogió el maletín, se compuso la chaqueta y caminó hacia otro lugar para coger un taxi.

Flores pensó: «Tengo que meterle la izquierda en la cara y luego darle en la barriga», y comenzó a bascular el cuerpo, moviéndose alrededor de su contrincante, un boxeador retirado llamado Alfonso, Bombita II, que lo superaba en más de diez kilos y en casi veinte años de experiencia. Bombita lo esperó con la guardia alta. Flores le amagó varios directos de izquierda, pero antes de poder lanzar su derecha al plexo solar, Bombita le conectó dos crochés de izquierda y le lanzó la derecha. Flores pudo bloquearla, retrocedió y se movió hacia la derecha. Los dos golpes que le acababa de conectar Bombita le habían hecho daño. «Es listo —pensó Flores—. Parece que adivina lo que voy a hacerle y no quiere fatigarse, me está esperando, quiere que sea yo el que trabaje».

A pesar del casco protector, Flores comenzó a sentir la contundencia de Bombita. Pegaba a la corta, cuando él se acercaba, sacando los brazos sólo cuando hacía falta. No gastaba energía. Flores bailoteaba alrededor de Bombita, cubriéndose la cabeza con ambas manos. Volvió a tirarle la izquierda y Bombita separó la cabeza para que el puño de Flores pasara junto a su rostro. La boca de Bombita dibujó una tenue sonrisa, pero Flores basculó la pierna y le conectó un gancho largo de derecha que lo alcanzó justo en la barbilla, bajo las correas del casco. Flores sintió la sacudida por todo el brazo.

—¡Coño, vaya golpe! —exclamó Loren.

Loren llevaba un periódico bajo el brazo y una pequeña bolsa de cuero que constituía todo su equipaje cuando iba de viaje. A su lado, Marchena contemplaba el combate con una bolsa de color azul a sus pies. Loren añadió:

—Parece que se ha vuelto loco.

Flores le estaba haciendo daño a Bombita con feroces golpes de izquierda y derecha. Éste se cubría la cabeza y la cara con los guantes. Flores lo empujó contra las cuerdas, alcanzándolo en el estómago y en el plexo solar. Ricardo Tigre Atocha, el preparador, saltó al ring.

—¡Eh, Flores…, Flores…! ¡Para ya, para ya!

Bombita cayó de rodillas y Tigre Atocha le dio un empujón a Flores, separándolo.

—Pero ¿es que te has vuelto loco, joder?

Flores se quitó el casco. Jadeaba y su rostro estaba chorreante de sudor.

—Lo siento, Tigre.

Bombita se incorporó apoyándose en las cuerdas. Tigre Atocha le quitó el casco.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó.

—No pasa nada —contestó.

—Discúlpame, Bombita. —Flores le sonrió.

Otra vez le había entrado aquella extraña furia. Bombita no debió reírse de él durante los dos primeros asaltos. No tenía que haberle sonreído de aquella forma mientras Flores bailaba inútilmente a su alrededor.

—No pasa nada —repitió Bombita con voz ronca.

—Estáis haciendo guantes, no en el campeonato del mundo. ¿Vale?

—Vale, Tigre —asintió Flores.

—Te buscan dos amigos tuyos.

Tigre Atocha señaló hacia Loren y Marchena. Loren levantó la mano e hizo el signo de la victoria con los dedos. Flores se quitó los guantes. Con la toalla alrededor del cuello, descendió del ring, que ahora estaba ocupado por dos jóvenes en chándal que ensayaban golpes largos. Loren le palmeó la espalda.

—Yo prefiero el taekwondo. A ese tío lo hubieras dejado fuera de combate de dos patadas.

—Os creía ya en el avión —dijo Flores—. ¿Ha ocurrido algo?

—Ya lo saben —respondió Marchena.

Loren le tendió el periódico.

—Toma, lee —le dijo—. Viene en primera página. Estos periodistas es que son la hostia. ¿De dónde habrán sacado la información? Es que no me lo explico.

Flores leyó: «El asesinato de Frangois Boyle en su celda de la cárcel Modelo está relacionado con la mafia…».

—La información es bastante completa —dijo Loren.

«… durante cinco años, Frangois Boyle, de origen francés pero nacionalizado español, fue el principal contable de Vicente Gonzaga Palacios, llamado también el Rey de la Costa, uno de los más importantes financieros…».

Flores le devolvió el periódico.

—No me gustan los asuntos que salen en la prensa… Andad con cuidado.

—Ésos son los mejores, Flores. —Marchena le sonrió—. Si los resuelves, te cae una medalla.

Loren cogió su pequeña bolsa.

—Estaremos de vuelta mañana por la noche o pasado mañana.

Flores asintió.

—Buen trabajo —dijo.

El jefe superior de Barcelona se apellidaba Marín y era bajo, fornido, andaluz y con el aspecto de no reírse demasiado. Tampoco era de los que dejaban que se rieran de él. Observó detenidamente a Virginia, que estaba sentada frente a él con un portafolios de cuero sobre las piernas, junto al comisario Joaquín Vidal jefe de la oficina de la Interpol en Madrid.

Marín había tenido que mandar un informe sobre Boyle y las circunstancias de su muerte al director general de la Seguridad del Estado, al delegado del Gobierno, al consejero de Interior de la Generalitat, a su propia brigada, a la de Alicante —puesto que Boyle vivía allí—, a la Brigada Central de Madrid y a la Guardia Civil. Y ahora le tocaba la oficina de la Interpol.

Sus hombres habían comenzado ya a investigar el asesinato de Boyle en su celda, y sabía que los de Alicante también estaban investigando. Habían pasado dos días, y a pesar de sus llamadas urgentes al director general de la Policía, su jefe inmediato, aún no se sabía a ciencia cierta qué sector de la policía iba a encargarse del asunto. Eso sin contar con los periodistas, que literalmente asaltaban las dependencias de Via Laietana en busca de información.

No eran los mejores días del comisario Marín.

—Tendrás el informe completo —le respondió al comisario Vidal, que parecía recién salido de los probadores de Loewe—. Aunque las investigaciones las tenemos en marcha.

—Boyle era ciudadano francés y París quiere estar al tanto de todo. Comprenderás que…

—Sí, comprendo —gruñó el jefe superior.

Entonces habló Virginia:

—La Interpol quiere saber si Boyle pertenecía a la mafia… y pide una lista completa de sus amigos, relaciones, antecedentes y negocios.

—Estamos en ello. Ese Boyle vivía en Alicante, no en Barcelona. Estaba en la cárcel Modelo esperando a ser conducido a su prisión definitiva.

Marín pensó que si el asesino hubiese esperado dos días más, Boyle habría sido destinado a otra prisión y él tendría unos cuantos problemas menos. Pero no dijo nada de eso. Añadió:

—Hemos descubierto que Boyle no se nacionalizó nunca español. Ni siquiera tenía el permiso de residencia. Estaba aquí como turista, salía cada tres meses para que le sellaran el pasaporte. —Marín hizo una pausa—. Boyle iba a ser juzgado por tráfico de divisas, entre otras cosas. Probablemente utilizaba esos viajes periódicos para sacar el dinero. Pero todo eso está en el informe.

—Curioso —contestó Virginia.

—¿Qué es curioso, inspectora?

—Nada, disculpe. Pensaba en voz alta. ¿Dónde se encuentra este… —consultó un documento que sacó de su portafolios—, su compañero de celda…, Muertofrío?

—Aquí —respondió Marín—. Lo tenemos en Jefatura.

—¿Ha incluido el interrogatorio de ese Muertofrío en el informe, comisario? Marín se removió inquieto.

—No.

Virginia sonrió y Joaquín adelantó el cuerpo en su silla.

—Podrá incluirlo, ¿verdad? Ya sabe que tenemos que…

—Ya lo sé… París y todas esas cosas.

—¿Sabe usted que Boyle y la familia Negri estaban relacionados a través de los Gonzaga? —la sonrisa de Virginia era espléndida.

Marín pensó que no le gustaría tener una policía así en su brigada. Era demasiado guapa y demasiado lista. Observó al jefe de la oficina de la Interpol en Madrid, y decidió que quizá sí era bueno tener bajo su mando a una policía como aquélla.

—Eso tampoco está en el informe —reconoció.

Loren se apoyó en la pared de la celda. Había cosas que no le gustaban de Marchena, y una de ellas era la manera en que se encaraba con los presos en los interrogatorios, sobre todo con aquel Muertofrío. Aunque la verdad era que se había asombrado de la forma en que Marchena había adivinado enseguida dónde estaba el quid de la cuestión. Paseaba a grandes zancadas mientras Muertofrío permanecía sentado, encogido, con las manos esposadas entre las piernas.

—No vuelvas a decirme que no sabes quién mató a Boyle, chaval…, no vuelvas a decírmelo.

Se detuvo frente a Muertofrío y le levantó la barbilla con la mano, obligándolo a que lo mirara. Muertofrío bajó los ojos.

—Mírame, ¿tengo cara de tonto?

Marchena le dio una patada en la espinilla. Muertofrío soltó un grito.

—¡Habla cuando te pregunto!

—No…, no sé…, señor inspector —lloriqueó.

Con las manos huecas, Marchena lo golpeó en los oídos con fuerza. Ése es un golpe que aturde y que no deja huellas, por si un forense quiere hacer un reconocimiento. Muertofrío volvió a gritar y se tambaleó. Loren tuvo que sujetarlo para que no se desplomase de la silla. Marchena le habló con voz dulce.

—Vamos, chavalete, no te pasará nada. Te lo prometo. Tú sabes muy bien quién quería que Boyle no hablara. ¿Fueron los Negri? ¡Di, responde! ¿O fue Gonzaga?

Marchena volvió a golpearlo en los oídos. Muertofrío lanzó un grito agudo y empezó a tiritar. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Voy a preguntártelo otra vez, así que atiéndeme, basura.

—No lo sé. Se lo juro por mi madre. Se lo he dicho ya a todo el mundo. Quiero ver a mi abogado. —Miró a Loren—. Llame usted a mi abogado.

Marchena volvió a golpearlo. El chasquido atronó los oídos de Loren, que se encogió instintivamente. Muertofrío cayó al suelo, gimiendo.

—Marchena —dijo Loren—, creo que…

Marchena se llevó el índice a los labios, ordenándole callar.

—¡Levántate! ¡He dicho que te levantes!

Muertofrío lloraba sin poder contenerse. A duras penas se incorporó, pero volvió a sentarse en la silla. Loren encendió un cigarrillo y comenzó a darle furiosas pitadas.

—Ahora voy a preguntártelo otra vez. Vamos a ver quién es más cabezota, tú o yo. ¿Quién mató a Boyle?

Muertofrío se tapó los oídos con las manos sin dejar de gemir. Marchena le dio otra patada en la espinilla, y cuando gritó y bajó las manos, volvió a golpearlo en los oídos. Muertofrío lanzó un grito desgarrador. Loren estuvo a punto de quemarse los labios al chupar el cigarrillo con tanta avidez. Marchena pinzó las mejillas de Muertofrío.

—Muy bien. Yo no tengo prisa. Voy a tirarme todo el día contigo, y si hace falta, también mañana.

La puerta de la celda se abrió de par en par con un chasquido. Marín apareció al otro lado. A pesar de su corta estatura parecía dominar todo el espacio, como si la puerta se hubiera adaptado a su tamaño. Sus ojos incisivos recorrieron a los tres hombres. Hizo un gesto con la cabeza y Marchena y Loren caminaron hacia la puerta. Loren tiró la colilla al suelo y la pisó, y Marín se apartó para que pudieran salir. Un policía uniformado empujó la pesada puerta y la cerró. Virginia y Joaquín se mantenían a prudente distancia. Nadie dijo nada. Los ojos de Marín despedían chispas cuando se dirigió a los dos hombres de la Brigada Central:

—Se acabó… os volvéis a Madrid. Aquí las cosas se hacen como yo quiero. ¿Lo habéis entendido?

Marchena sonrió y se encaminó por el pasillo hacia la salida, seguido por Loren. Al llegar a la altura de Joaquín y Virginia, Marchena se volvió y se dirigió a Marín:

—La Interpol es otra cosa, ¿verdad?

La lancha cortaba el agua a más de ochenta kilómetros por hora. Maru giró levemente el volante y la lancha sorteó, sin disminuir la velocidad, la zodiac de unos aficionados a la pesca submarina. Seguía llevando las gafas de sol, y un diminuto biquini color salmón le marcaba el cuerpo como si se lo hubiesen dibujado. Atrás quedaron los altos edificios de apartamentos de Benidorm y los elegantes chalés de la costa. Poco después, disminuyó el gas del motor, que comenzó a ronronear.

En una pequeña caleta, un hombre alto en bañador le hizo señas con la mano. Detrás del hombre se recortaba la silueta de un bungalow que semejaba una antigua casa de pescadores. La lancha enfiló hacia la caleta y se adentró en la arena, deteniéndose. Maru saltó al suelo y Tonino Negri fue a su encuentro. Se abrazaron estrechamente. La mujer lo besó con furia, mordiéndole los labios.

—Estaba deseando verte… Ya no puedo más —murmuró con voz ronca.

—Cariño —dijo Tonino—, no puedo estar sin ti. ¿Cuánto tiempo tenemos?

Maru volvió a besarlo. Seguían abrazados allí, en la apartada caleta. Dijo:

—Estoy en Alicante, de compras. Salvador me vendrá a buscar a las ocho.

El rostro atezado de Tonino Negri resplandeció.

—¡Maravilloso! ¡Eres estupenda, Maru!

—Soy una mujer enamorada —ronroneó ella.

—No me gustaría que tu marido se enterara.

—¿Te importaría?

—Antes de firmar el contrato sí.

Ella volvió a reír.

—Te quiero, Tonino. ¿Lo sabes? ¿Lo sabes?

—Sí —dijo él—. Cuando firmemos el contrato nos iremos juntos, Maru. Quiero estar contigo, no separarme de ti.

—No puedo esperar más, Tonino. Ya no puedo más. Es un tormento verte y…

—Cariño, falta poco. Tenemos que aguantar.

Ella se separó del abrazo, lo tomó de la mano y caminaron hacia el bungalow que se divisaba entre las rocas.

—Tenemos que ser prudentes, Maru —dijo él de pronto—. Mi padre sospecha algo y es un perro viejo. Quizá no deberíamos vernos más.

Ella se detuvo.

—Tonino…

—Será poco tiempo, cariño, y después…

Tonino la levantó en vilo. Ella empezó a besarlo en el cuello y en la oreja. Con ella en brazos, caminó hacia la cabaña entre risas.