El navío se llamaba Alberta y tenía bandera panameña. Al entrar en la dársena del puerto de Barcelona hizo sonar la sirena varias veces. La lancha del práctico del puerto se colocó a proa y lo condujo hacia el interior.
Estaba amaneciendo, comenzaba un día luminoso y brillante de primavera, sin niebla ni nubes. Un día hermoso para ir al campo y contemplar las flores, suponiendo que las hubiera, y respirar el aire puro que venía del mar.
Era uno de esos días.
El Hostal Dorita estaba situado en la calle Escudellers. Antes albergaba casi exclusivamente a marineros y cargadores del cercano puerto. Muchos lo recordaban como un lugar limpio, de habitaciones agradables y precio módico. Pero desde hacía tiempo por él pasaba gente extraña que lo ocupaba una o dos noches y luego se marchaba. Ya nadie elegiría el Hostal Dorita si lo que buscara fuera un lugar acogedor.
En una de las habitaciones que daban a la calle, un despertador corriente, de esfera redonda y grande, marcaba las diez y media de la mañana. El ruido de su maquinaria parecía atronar la habitación. El cuarto era espacioso y poseía un balcón que permanecía cerrado y con las cortinas corridas. Había dos camas sin deshacer, dos mesitas de noche y un armario de tres cuerpos con capacidad suficiente para que los marineros pudieran guardar sus pesados petates. Al armario le faltaban las puertas. Las paredes tenían desconchones y manchas negras de humedad, y el lavabo que había al fondo llevaba varios años atorado.
Todo aquello parecía no importarles demasiado a los dos hombres que ocupaban la habitación. Uno de ellos era fuerte y gastaba un fino bigote negro. Podía tener alrededor de cuarenta años. El otro, de parecida estatura y rasgos muy semejantes al primero, pero con el cabello muy corto y blanco, igual que su bigote. El primero se llamaba Tonino Negri y el segundo, que era su padre, Domenico.
Tonino estaba sentado en una de las camas y parecía nervioso. A cada momento comparaba la hora de su reloj de pulsera con el despertador. Domenico paseaba arriba y abajo, haciendo ruido al tropezar con las baldosas sueltas. Ambos vestían ropas corrientes, de confección barata, y aunque no hablaban demasiado entre sí, lo hacían en el dialecto musical y un poco áspero de Sicilia.
—Ya tenía que estar aquí —dijo Tonino.
Domenico detuvo sus paseos por el cuarto.
—Cálmate, ¿quieres? El papeleo en el puerto siempre es largo.
—Lo sé.
—Entonces no te preocupes.
Tonino se levantó pesadamente de la cama, se dirigió al balcón y descorrió las cortinas. En la calle Escudellers, un marroquí vomitaba una pasta verdusca, apoyado en la puerta de un bar, mientras la gente pasaba sin hacerle demasiado caso. Tonino volvió a sentarse en la cama y los muelles crujieron.
—No me preocupo —contestó.
—Tienes que tener paciencia —remachó Domenico—. Debiste quedarte con la mamma. Podría haberme ocupado de esto yo solo.
Tonino hizo un gesto de desagrado con la mano.
—No digas tonterías. —Volvió a mirar el reloj despertador, situado sobre la mesita de noche. Después, como si fuera un gesto aprendido, miró su reloj de pulsera—. Estoy acostumbrado a esperar. Pero no es eso, estaba pensando en Gonzaga. Si es verdad que su contable, ese Boyle, está chivándose a la policía, Gonzaga está jodido. Y en ese caso, nosotros tendríamos que cambiar de planes.
—Gonzaga me ha dicho que solucionará ese problema; no debes subestimarlo. Es muy listo.
—Hasta que no esté despejada esa incógnita, no le daremos el dinero.
El viejo soltó una carcajada.
—¿Crees que tu viejo padre es tonto, caro figlio?
Tonino se removió inquieto en la cama y los muelles volvieron a sonar.
—No creo que tú pienses precisamente en Gonzaga. —El viejo tenía una expresión picara en los ojos—. Su mujer es hermosa, ¿eh, figlio?
Tonino le sonrió a su padre. Domenico añadió:
—¿Es más guapa que las americanas?
Tonino se llevó los dedos índice y pulgar a los labios y chascó la lengua. El viejo volvió a soltar una de sus secas y cortas risas. Escucharon pasos en el pasillo. Tonino se puso en pie y sacó una automática Walter PK con silenciador del bolsillo de su chaqueta. Su padre se situó a un lado de la puerta y Tonino hizo un gesto de silencio.
—¿Quién? —preguntó Domenico en dialecto siciliano.
—Los amigos son los amigos —contestó una voz de hombre en la misma lengua.
Domenico abrió la puerta con rapidez y un hombre bajito y tosco de grandes bigotes y barbilla mal afeitada entró en el cuarto con una pesada maleta reforzada con correas. El hombre dejó la maleta en el suelo y cerró la puerta a sus espaldas, luego besó a Domenico dos veces en cada mejilla.
—Signore Domenico —dijo.
Tonino guardó la pistola en la chaqueta y se acercó. Domenico lo presentó con un gesto de la cabeza.
—Mió figlio Tonino. —El hombre inclinó la cabeza con respeto. Domenico indicó—: Se llama Giorgio Sparzano. —Y se volvió hacia él—: ¿Has tenido un buen viaje?
—Si, grazie, signore Domenico.
—¿Algún problema, Giorgio?
—No, signore Domenico. Grazie a Dio.
Tonino adelantó la mano para coger la maleta, pero Domenico se lo impidió con un gesto. Tonino se detuvo.
—¿Todos bien en casa? —insistió Domenico.
El hombre sonrió abiertamente. Tonino lo miró con furia y carraspeó, impaciente.
—¿Lo has traído todo? —le preguntó.
—Si, signore —contestó el recién llegado.
—Ábrela tú mismo, Giorgio. Veremos qué es lo que nos envía la familia.
El hombre volvió a tomar la maleta, levantándola sin dificultad aparente, y la llevó hasta la cama. Se quedó quieto, frente a ella.
—Ábrela —le dijo Domenico.
Giorgio quitó las correas con parsimonia. Luego rebuscó en sus pantalones y sacó dos llaves unidas a una cadena plateada, sujeta al cinturón. Giró las cerraduras, que se abrieron con un chasquido, y se retiró. Tonino se abalanzó sobre la maleta y levantó la tapa. Dentro había diez millones de dólares americanos, ordenados en montoncitos de billetes de diez, veinte, cincuenta y cien usados y sin numerar. Tonino pasó la mano por los billetes. Cogió un fajo, lo levantó y lo observó al trasluz. Cada fajo estaba sujeto con una gomita.
—La última entrega, signore Domenico —dijo el hombre.
El viejo le palmeó la espalda.
—Has hecho un buen trabajo, Giorgio. Estoy orgulloso de ti.
El hombre inclinó la cabeza con satisfacción y Domenico le volvió a hablar, mientras su hijo contaba los montones de billetes con gran rapidez.
—¿Cuándo vuelves a casa, Giorgio? —le preguntó.
—Domani, signore Domenico. Domani mattina.
El viejo alargó la mano y su hijo le tendió un fajo de billetes. Domenico pareció sopesarlo unos instantes, luego se lo entregó al hombre, que abrió los ojos desmesuradamente.
—Diviértete esta noche en Barcelona. Es una bonita ciudad, te gustará.
Giorgio tomó los billetes con avidez.
El taller de carpintería era una nave prefabricada con tres pequeñas ventanas que daban a la calle. El suelo era de cemento y, aunque se limpiara, siempre parecía sucio.
Había nueve muchachos de entre quince y dieciocho años trabajando en los bancos o haciendo funcionar la sierra. El ruido de los martillazos y el chirrido de las sierras ahogaban la música que surgía de un pequeño aparato de radio a pilas, situado sobre lo que parecía ser la mesa del profesor. Los muchachos vestían pantalones ajustados y algunos de ellos llevaban el cabello en cresta, mientras que otros se peinaban con el cuidado y la atención de los chicos de barrio. Lucas paseaba entre ellos con las manos en los bolsillos, ajeno al ruido y pensativo.
La puerta del taller se abrió y un hombre de unos cincuenta y cinco años, delgado y fornido, le hizo una seña amistosa y sonrió. Llevaba barba y sus ojos de color azul desvaído parecían saber más de lo que apuntaban.
Lucas se acercó. Se llamaba Velasco, Ricardo Velasco, y era cura, pero llevaba más de dos años sin decir misa ni confesar a nadie. Había creado en su parroquia un centro de formación profesional y un programa de desintoxicación de drogadictos que contaba con algunas exiguas subvenciones estatales. Al cura Velasco nadie lo llamaba padre.
—Perdona que te haya hecho esperar, Lucas —le dijo—. Pero me han liado.
—No te preocupes —respondió Lucas, y aguardó a que el cura Velasco continuara hablando.
—Verás, se trata del Buga.
—¿Le ha ocurrido algo? —interrumpió Lucas.
—No lo sé. Y eso es lo que me preocupa, Lucas. Lleva una semana sin venir y es raro. Estaba curado, ¿sabes?, había dejado de pincharse.
—¿Has avisado a su hermana?
—No sabe nada.
—Veré lo que puedo hacer.
Velasco sonrió.
—Comprueba si está detenido, por favor.
El coche «K» de Flores estaba aparcado frente a la parroquia. En la puerta, al lado de la nave prefabricada del taller, había un cartel que ponía: «Centro Parroquial de Formación Profesional Salvador Allende». Flores vio salir a Lucas, tiró el cigarrillo y puso el coche en marcha. Lucas abrió la portezuela y subió.
—¿Algún problema? —preguntó Flores.
—Todos los problemas —contestó Lucas.
El coche arrancó y comenzó a rodar por las calles mal empedradas y sucias del barrio. Los bloques de pisos, todos iguales y con ventanas minúsculas, parecían haber sido colocados allí al azar. No había árboles ni jardines ni plazas. Sólo los rectángulos de ladrillos grises con ropa en las ventanas.
—Uno de cada diez se libra de la droga, y ya me parece mucho —dijo Lucas—. Un drogadicto pobre es un delincuente…, hasta un asesino en potencia.
Flores no contestó. Cuando él era un adolescente en el barrio de La Mina, la heroína no existía aún. Había porros y pegamento para inhalar, y sólo unos pocos sabían lo que eran la coca y el caballo. Pero sí había robos de coches, tirones de bolsos, sirias callejeras y atracos. Él había salido de todo aquello, de aquel mundo de miseria y carencias, de una forma de vida que consistía en aprovecharse de los pringados, es decir, de todos los que trabajaban.
Si él se había escapado de todo eso, ¿por qué no lo conseguían los demás? ¿De qué dependía que unos pudieran salir de ese círculo vicioso y otros no? Flores se había preguntado eso muchas veces sin encontrar una respuesta clara. Pensaba que ahora era mejor, había muchas más posibilidades, más sensibilización para todas esas cosas.
—El Buga era un ladrón de coches, el mejor de Madrid —estaba diciendo Lucas—. De vez en cuando hace chapas, pero buen chaval en el fondo. Creía que estaba curado.
Flores entró en la M-30. Dijo:
—Hoy voy a ir a comer a casa. ¿Te vienes? Llamo a Julia y nos vamos para allá, ¿eh, qué te parece?
—Bueno, pero no me gustaría molestar.
—Arreglado —dijo Flores—. No se hable más. Te vienes a comer a casa. Quiero que mis hijas sepan que los polis no somos todos iguales.
Boyle estaba convencido de que era un hombre de suerte. Uno de ésos que siempre caen de pie. Todo el mundo lo decía y él estaba completamente seguro de eso. Por ejemplo, ¿no tenía la mejor celda de la cárcel Modelo? ¿No era eso un buen ejemplo de su buena estrella? Y por si fuera poco, tenía criado. Sí, el Muertofrío, el chico ése que siempre parecía estar tiritando, que le limpiaba la celda dos veces al día, le buscaba la correspondencia y le hacía recados.
Y todo aquello sólo por saber más cosas que nadie, por guardar papeles y ser precavido. Cinco años de contable del señor Gonzaga fueron tiempo suficiente como para hacerse una buena provisión de papeles comprometedores. Eso era a lo que él llamaba tener vista. De manera que cuando el juez aquél de delitos monetarios le lanzó la policía encima por el rollo de la fuga de capitales, él dejó pasar unos cuantos días en las infectas celdas de la cuarta galería, llenas de marroquíes, locos, drogadictos y homosexuales compulsivos. Después pidió una entrevista con la policía y les mostró sólo tres o cuatro papeles. A los polis se les agrandaron los ojos. Y él les dijo que aquello era sólo el principio. Que podía inculpar a los Gonzaga y a toda la buena sociedad catalana de delitos tales como compra de funcionarios públicos, construcciones ilegales, fuga de divisas, tráfico de oro y obras de arte e impago de impuestos, amén de contabilidades falsas.
A cambio de tirar de la manta, pidió una rebaja de condena y una celda en otra galería. «Una celda de mi categoría», les dijo Boyle. Y lo trasladaron a aquélla, situada sobre la vieja enfermería, en la que estaría acompañado por el Muertofrío, que le serviría de criado. Más tarde, en una comunicación con el señor Gonzaga, le dijo lo mismo: o le proporcionaba toda clase de comodidades y el mejor abogado especializado en delitos fiscales o decía todo lo que sabía a la policía y al juez. Él no sería un chivo expiatorio. Dijo chivo expiatorio y el señor Gonzaga entendió perfectamente. Tres horas más tarde, su celda tenía televisión con vídeo, una nevera llena de comida, ropa de cama, ropa personal, libros, una estantería y una discreta vajilla. No podía salir a la calle, ésa era la verdad, pero su estancia en la cárcel sería lo más parecido a unas vacaciones en un hotel de lujo.
Y lo estaba consiguiendo. Sólo faltaba que la policía aceptara sus pretensiones.
Todos los días, alrededor de las doce de la mañana, las ventanas de las celdas de la cárcel Modelo de Barcelona que dan a la calle Provenga se llenaban de brazos que se agitaban, rostros contra los barrotes y gritos. Abajo, en la calle, los parientes y amigos de los presos hablaban con ellos a voces. Los niños iban vestidos de domingo y la barahúnda tenía un aspecto de fiesta. La fachada de la cárcel Modelo parecía una colmena.
En la azotea del edificio de enfrente, un hombre delgado, musculoso, de unos cincuenta años y con el cabello casi al cero abrió una bolsa de deportes barata. Fue sacando con movimientos precisos las piezas desarmadas de un Springfield modelo K-28, utilizado para la caza mayor. Canturreaba una canción de moda. Cuando terminó de montarlo, ajustó una mira telescópica y dejó el fusil en el suelo con cuidado. Después sacó de la bolsa un pequeño trípode que colocó a la altura de la balaustrada de la azotea. Era un trípode giratorio semejante al que usan los fotógrafos profesionales para ajustar sus cámaras cuando quieren hacer fotos de precisión.
Sin dejar de canturrear, el hombre moreno acopló el fusil al trípode y miró la hora en su reloj de pulsera. Después aplicó su ojo derecho a la mira telescópica y recorrió la pared de la cárcel contando las ventanas. Cuando llegó a la que buscaba, inmovilizó el fusil, volvió a ajustar el trípode y observó por la mira telescópica.
Sonrió con aprobación. La pared de enfrente estaba casi a cien metros de donde se encontraba él. Volvió a meter la mano en la bolsa y sacó una caja cuadrada de munición blindada. La abrió, extrajo un proyectil del tamaño del dedo índice de un hombre grueso y lo colocó en la recámara del rifle. Repitió la operación hasta vaciar la caja. En ningún momento dejó de cantar por lo bajo. Cuando hubo terminado, se limpió las manos con una gamuza y miró al cielo. Su única preocupación en aquel momento eran los helicópteros de vigilancia que solían sobrevolar la cárcel cada veinte minutos.
Pero para él eso era mucho tiempo.
Un BMW plateado se detuvo tres calles más arriba de la cárcel. Un chófer uniformado salió con rapidez y abrió la puerta trasera. Descendió una mujer alta, vestida con un sencillo traje sastre de entretiempo. Llevaba gafas oscuras y su cabellera era negra y sedosa. Se llamaba Maru. Era la esposa de Gonzaga.
Caminó por la acera sin dirigirle una sola palabra al chófer, que volvió a entrar en el coche. Parecía que la mujer se deslizaba por la acera, moviéndose con suavidad felina. Al llegar a una esquina, se detuvo y miró un pequeño reloj de platino que llevaba en la muñeca izquierda.
Poco después se mezclaba con los parientes de los presos que se agolpaban en la acera de enfrente de la cárcel. Nadie reparó en ella. Todo el mundo tenía la vista clavada en las ventanas. Ella hizo lo mismo que los demás. Buscó un lugar entre ellos y elevó sus ojos hacia arriba. Lo único diferente era que ella sonreía.
Boyle tomó una nueva rebanada de pan y la untó de paté. Con la boca llena bebió de la copa de vino blanco frío. En la televisión veía por segunda vez el vídeo de una película cómica. Muertofrío aún no había terminado de barrer la celda. Boyle apartó unos segundos la mirada del aparato de televisión.
—No hagas ruido —le dijo.
Muertofrío dejó la escoba y el recogedor apoyados en la pared y miró la hora que marcaba su reloj. Luego cogió una silla y la colocó bajo la ventana enrejada. Boyle soltó una carcajada. Muertofrío se subió a la silla.
—Ya ha venido, señor Boyle.
Boyle gruñó algo ininteligible y continuó mascando pan con paté y bebiendo vino blanco. Muertofrío añadió:
—Ha venido sola.
—¿No está Gonzaga? —preguntó Boyle sin apartar los ojos de la pantalla.
—No, señor Boyle. Sólo ella.
Así que tendría la comunicación sin el marido. Boyle se relamió. Tres horas en el cuarto del vis a vis, como se llama en la cárcel a las comunicaciones privadas. En tres horas se puede hacer mucho. Quizá fuera un regalo adicional que le hacía Gonzaga. No cabía duda de que le tenía en un puño.
—¿Estás seguro?
—Sí, señor Boyle. Es la señora que vino a verlo con su marido la semana pasada.
—Te acuerdas de ella, ¿eh, Muerto?
—Sí, señor Boyle. Me acuerdo.
—Y está buena, ¿eh?
Muertofrío no respondió. Bajó de la silla y se acercó a la mesa donde Boyle comía.
—¿Quiere usted verla?
Boyle eructó.
—Sí, creo que sí. —Se levantó, atravesó la celda y se subió a la silla. Desde allí le dijo a su compañero de cuarto—: Esto hay que barrerlo más, coño. Está hecho una mierda.
—Sí, señor Boyle.
Se asomó por la ventana y su rostro se iluminó.
—¡Ahí está, Muerto! —exclamó.
Y fue lo último que dijo. Boyle salió despedido de la silla como si le hubiesen dado una patada en la cara. El proyectil blindado lo había alcanzado debajo de la nariz, saltándole los dientes y reventándole la cabeza. Trozos de hueso, con cuero cabelludo adherido, se esparcieron por la celda, mientras la sangre salpicaba las paredes. Boyle movió unos segundos las piernas, se puso rígido y se le abrieron los esfínteres.
Muertofrío se tapó la nariz y pisó con cuidado para ver lo que quedaba de Boyle. Sólo pudo distinguir la mandíbula inferior. Sin perder tiempo se dirigió al catre, levantó el colchón y sacó la carpeta con los papeles que había estado escribiendo el antiguo contable. Los llevó al retrete y los hizo pedacitos. Después tiró de la cadena. Luego se dirigió a la estantería donde Boyle tenía las novelas. Abrió una de ellas, de tapa azul, y sacó treinta mil pesetas en billetes que se guardó en el bolsillo del pantalón. Luego fue hasta la puerta de acero y comenzó a dar patadas y a gritar:
—¡Funcionario, funcionario!
La verdad era que el hedor era ya insoportable.