21

A Julián, ser hijo de Poveda, un comisario de policía, no le parecía ninguna bicoca. Cuando era niño estaba orgulloso de decir en el colegio que su padre tenía pistola y era policía y perseguía a los ladrones. Eso era bonito, y los compañeros del colegio lo miraban con admiración y respeto. Uno de los sueños infantiles que más recordaba Julián era la posibilidad de que su padre lo llevara un día a la Brigada de Investigación Criminal, la BIC, como se llamaba entonces, que estaba en la Puerta del Sol. Él esperaba aquel día con verdadera emoción y soñaba todas las noches con aquel momento. Se figuraba a los policías como los veía en los tebeos y en las películas de televisión, con grandes pistolas, altos, bien vestidos y manejando sofisticados aparatos. Pero el gran día se iba retrasando. La verdad era que su padre iba muy poco a casa. Lo veía los fines de semana y no todos. Él intentaba mantenerse despierto para ver a su padre cuando llegaba a casa, para que le diera al menos el beso de buenas noches. Y todas las veces le preguntaba: «¿Cuándo me vas a llevar a la brigada, papá?». Su padre respondía invariablemente: «Muy pronto, Julián…, muy pronto». Pero ese pronto no llegaba nunca. De manera que se le fue olvidando según fue haciéndose mayor. Ya no era conveniente decir que el padre de uno era policía. Eso había que mantenerlo en secreto. Y cuando se mudaron de casa, cuando su padre ganó las oposiciones a comisario, el secreto se mantuvo también para los vecinos del inmueble. A Julián le habría gustado tener un padre normal, si hubiera podido elegir. Un padre policía no era lo mejor del mundo, y sí encima el padre era comisario, peor.

A Julián no le gustaba que lo vieran en calzoncillos. Era una manía. Pero ahora estaba golpeando la puerta del cuarto de baño, apretando el uniforme de soldado de Aviación contra su pecho, en calzoncillos. Tenía que estar en el cuartel a las ocho de la mañana en punto, y su hermana Chonín parecía esperar a aquel momento para bañarse. Con lo que tardaba.

—¡Abre de una vez! —gritaba Julián—. ¡Llevas más de una hora!

Su hermana le contestó:

—¡Mentira, acabo de entrar!

—¡Pues sal de una vez, tengo que ir al cuartel! ¿Es que no te enteras? ¡Tengo que ir al cuartel! ¡Sal ya, coño!

Encarna, la madre, asomó la cabeza por la puerta de la cocina.

—¡Julián, te tengo dicho que no le digas palabrotas a tu hermana!

—¡Pues dile que salga, me tengo que ir al cuartel!

—¿Y por qué no has entrado antes, hijo? ¿Es que todos los días vamos a tener el mismo problema? Sólo tenemos un cuarto de baño. Levántate diez minutos antes y ya está.

Julián estaba empezándose a poner rojo de ira.

—¿Diez minutos antes? ¿Y qué me dices de papá? Se tira también una hora en el cuarto de baño haciendo gimnasia.

—Hijo, no lo pongas tan difícil, por Dios.

—¡Yo no lo pongo de ninguna manera, pero tengo que entrar al baño a las siete, porque tengo que estar en el cuartel a las ocho! ¡Explícame qué tengo que hacer!

Se volvió y comenzó a dar puñetazos en la puerta del cuarto de baño.

—¡Cómo no salgas echo la puerta abajo!

—¡Salgo enseguida, espérate!

—¡Gorda, foca! —le gritó Julián.

—¡Asqueroso, más que asqueroso! —le contestó su hermana.

Poveda abrió la puerta de su despacho con el teléfono en la mano, tapando el auricular. Vestía una bata y tenía restos de crema de afeitar detrás de la oreja.

—Pero, bueno, ¿qué pasa aquí? ¿Queréis dejar de dar voces? ¡Estoy hablando con el director general!

Julián comenzó a ponerse los pantalones sin poder contener la ira.

—¡Al cuartel, me voy al cuartel!… ¡Qué bien se está en el cuartel, madre mía!

Chonín abrió la puerta del cuarto de baño. Llevaba una bata floreada y una toalla en la cabeza.

—¡Todo tuyo, para ti! ¡Ya puedes pasar!

Poveda entró en el despacho y cerró de un portazo.

Carraspeó antes de continuar hablando:

—Disculpe… ¿Me estaba diciendo?… Claro, claro, en cuanto llegue la brigada hablaré con el de Prensa… Daremos un comunicado, sí, por supuesto… ¿Mejor una conferencia de prensa?… Muy bien, si usted lo estima necesario… Sí, llevábamos tiempo detrás de Sousa y El Burbujas, pero teníamos que ser muy cautos… Efectivamente… ¡Por supuesto, director, por supuesto…, yo estoy al tanto de todas las operaciones de la brigada, eso por descontado!… El éxito ha sido rotundo…

Poveda sonrió al teléfono.

—Gracias, director.

Colgó y se quedó inmóvil, pensativo.

—¡Gitano, me cago en tu padre! —gritó.

A las cinco de la tarde, Flores conducía su coche hacia la ciudad de Sigüenza. Llevaba a Aurori sentada al lado. No le había dado tiempo de afeitarse ni bañarse y la sensación de llevar la misma ropa durante casi cuarenta y ocho horas le resultaba molesta. Había interrogado ya a Sousa en presencia de Brea, su abogado, y estaba contento. Habría muchos más interrogatorios hasta que transcurrieran las setenta y dos horas que Sousa podía pasar incomunicado en los calabozos de la brigada. Estaba seguro de poder presentar al juez unas diligencias bien atadas. Las dificultades no habían hecho más que empezar, pero podía estar contento. Los compañeros del grupo lo habían estado celebrando en la cafetería de enfrente. Tendrían una felicitación pública que se añadiría a su expediente personal y, probablemente, un premio en metálico para cada uno, en especial para Loren y Carmela.

Aunque era la más joven del grupo, la recién llegada estaba demostrando ser una excelente policía. Para la conferencia de prensa que se celebraría al día siguiente, Flores había propuesto a Carmela y a Loren, que se sentarían al lado de Poveda para responder a las preguntas de los periodistas. Al director general le había parecido de perlas. Así daban la imagen de una policía joven y de nuestro tiempo.

También Aurori había declarado ante el juez del Tribunal Tutelar de Menores una versión muy adornada de cómo conoció a Sousa y de cómo éste la engañaba, obligándola a tener relaciones con sus amigos a cambio de dinero. Con las declaraciones de Aurori y de Susi tenían ya suficiente para inculpar a Sousa, pero aún quedaban cabos sueltos. El caso estaba ya en manos del Grupo de Delincuencia Juvenil, que serían los responsables de seguir investigando.

Los testimonios de Cori y Nelson serían muy valiosos. Los dos eran profesionales y sabían cuándo se perdía y cuándo se ganaba. De modo que pactarían con ellos una condena menor a cambio de cantar todo sobre las actividades de Sousa. Flores estaba seguro de que llegarían a un acuerdo.

Debería estar contento, pero no lo estaba. Había pillado a Sousa por delitos de prostitución de menores, intento de asesinato, obstrucción a la justicia y algunos otros más que ahora estudiaba la fiscalía. Sin embargo, Flores estaba seguro de que los asesinatos de Prada y de Navarro se debían a Sousa, y de que éste era uno de los distribuidores de droga más importantes con que se había tropezado en su carrera policial. Pero eso iba a costar trabajo demostrarlo. En el maletín no había drogas. Había documentos personales y dinero, pero no drogas.

Estaba seguro de que Sousa conocía el curso de las investigaciones que se seguían contra él. Alguien había estado avisándolo. Un traidor. De eso no tenía ninguna duda. Pero ¿quién? Confiaba en todos y cada uno de los miembros de su grupo, pero no era la primera vez que un policía se corrompía. Las drogas dejan tanto beneficio, se gana tanto dinero con ellas, que cualquier otro negocio —legal o ilegal— se queda pequeñito a su lado. Flores no quería pensar en esa posibilidad, pero la idea le martilleaba la cabeza. El caso de Sousa no estaba cerrado aún, al menos para él.

Flores cambió de marcha y su coche tomó la curva a buena velocidad. Aurori miraba la carretera en silencio. Las funcionarías del Tribunal Tutelar de Menores le habían comprado ropa nueva y un bolso, y Aurori había dejado de llorar. Ahora parecía tranquila. Tendría que volver varias veces a Madrid para ser interrogada y vuelta a interrogar y luego asistir al juicio. Quizá pasase un año entero antes de que se juzgara a Sousa.

Flores consultó el reloj. Las cinco y media de la tarde. Ya no le daba tiempo de ir a buscar a sus hijas al colegio y darles una sorpresa. Había pensado en invitarlas a merendar. La necesidad de ver a sus hijas y a Julia era tan aguda que parecía que le dolía el pecho cada vez que lo pensaba. Con un poco de suerte, estaría de vuelta en casa a las siete. Confiaba en tener fuerzas suficientes para salir a cenar con Julia.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó a Aurori.

La niña asintió sin decir nada. Luego dijo:

—No quiero ir.

—¿Por qué? —le preguntó Flores.

Se encogió de hombros y se removió en el asiento. Seguía teniendo los ojos fijos en la carretera. Después de unos instantes, dijo:

—Tengo que lavar la ropa y fregar y cuidar de mis hermanillos.

Pareció pensar un poco y añadió:

—No quiero pedir limosnas con mi madre.

Aurori se volvió y miró a Flores con sus enormes ojos negros. Ya no era una niña ni volvería a serlo jamás. Flores sabía lo que le esperaba siendo hija de un Jorowisch, que aún continuaba con las viejas tradiciones. ¿Quién se casaría ahora con ella? ¿Qué hombre tomaría en serio a una chica desvirgada que había sido prostituta?

—Llévame a tu casa, por favor.

Flores procuró no mirarla mientras conducía. La voz le surgió extraña.

—No puede ser, Aurori. Tienes que estar con tu gente. Tu padre y tu madre lo han pasado muy mal mientras tú estabas fuera.

—Por favor —insistió ella.

—Vas a ver muchas veces a las señoritas del Tribunal Tutelar. Hazte amiga de alguna de ellas y cuéntale todo. Ellas te ayudarán. ¿No has echado de menos a tus hermanitos?

Ella asintió, sin moverse.

A Flores le llegó el rumor de una música que acudía desde su infancia. No tenía entonces los mismos años que Aurori, quizá era mucho más pequeño.

La música partía de una trompeta vieja que soplaba Rogelio y de un tambor que tocaba una mujer desgreñada y flaca de cuyo nombre Flores no se acordaba. Durante mucho tiempo, todos los domingos, su padre le alquilaba al señor Honorio un mono viejo vestido con una faldilla y los tres se iban a tocar por los barrios de Barcelona. Él llevaba un platillo y tenía que estar atento a los balcones y agitar el platillo para que le echaran monedas. ¿Eso era pedir limosnas? En aquel tiempo él no sabía la diferencia. Después sí. Pero aquellos domingos le gustaban. Le encantaba ir con el mono, su padre y aquella mujer. Sacaban bastante dinero y comían en una taberna del Barrio Chino, y todo eso le parecía al niño Flores una hermosa fiesta. Hacía mucho tiempo que no escuchaba aquella música. La tenía sepultada en la memoria como tantas y tantas cosas. Como las humillaciones por ser gitano, los insultos, los malos modos. El desprecio en las miradas. La música aquélla de los domingos fue acallándose y él dejó de oírla. El mono viejo y su falda de volantes dieron sus últimas volteretas.

Sigüenza se veía ya en la lejanía. Flores torció por un camino vecinal. Rodó unos cuantos minutos entre el polvo hasta que divisó la explanada de la verbena. Aún era demasiado temprano para el público. Y los feriantes pululaban alrededor de los tiovivos y de las casetas de refrescos y del tiro al blanco. Todavía no habían puesto la música y en varios lugares regaban la tierra con pequeñas mangueras o cubos de agua. Flores atravesó el llano a poca velocidad, intentando divisar el lugar donde estarían los Jorowisch.

Al final del recinto ferial vio las dos viejas caravanas de los Jorowisch, la tómbola y una caseta de tiro. Flores frenó el automóvil a unos cincuenta metros y paró el motor. Tras las caravanas, unas mujeres tendían ropa en unas cuerdas y unos cuantos chiquillos jugaban entre el polvo. Flores le abrió la puerta a Aurori y le hizo un gesto con la cabeza para que bajara. La niña dudó todavía unos instantes. Los niños habían dejado de jugar y contemplaban el coche a distancia. Flores sabía que todos se habían percatado ya, de sobra, de su presencia en la explanada ferial, pero que aguardarían hasta que él se dirigiera a ellos.

Uno de los niños divisó a Aurori y salió gritando rumbo a la primera caravana.

—¡La Aurori!… ¡Ha venío la Aurori!

Los demás niños lo siguieron, volviendo la cabeza atrás y gritando también. Flores salió del coche. Aurori corrió hacia la caravana. La mujer que tendía la ropa la tiró al suelo y abrió la puerta de la casa rodante, gritando hacia el interior:

—¡Está aquí la Aurori, ha venío!

Aurori se detuvo unos metros delante de la caravana.

—¡Padre! —gritó con voz desgarrada—. ¡Padre!

Los niños se callaron como por ensalmo. Rubén apareció en el marco de la puerta. Bajó despacio los tres escalones que lo separaban del suelo. Aurori se precipitó en sus brazos. Rubén le cruzó la cara de una bofetada y la apartó con fuerza. La niña cayó a tierra y dos mujeres se apresuraron a levantarla. Flores pudo escuchar los gemidos y los lamentos de Aurori, conducida por las dos mujeres a algún lugar detrás de las caravanas.

Flores avanzó hacia Rubén, que lo miraba fijamente. Los niños habían desaparecido. Detrás de Rubén, bajó Zacarías. Sus ojos despedían chispas. Sacó una navaja del pantalón y se encaró con Flores.

—¡Te voy a matar, pestañí de mierda! —gritó.

Rubén le hizo un gesto con el brazo. Flores siguió caminando hasta que estuvo a unos dos metros de los Jorowisch. Victorio salió del vehículo y descendió los escalones.

—¿Dónde está mi Irene, raza de ladrones? —tronó.

Flores entrecerró los ojos y se preparó para recibir la embestida de Zacarías, que parecía haberse vuelto loco. Rubén le había puesto el brazo delante.

—¿De qué estás hablando, Victorio? —le preguntó Flores.

Victorio se colocó al lado de sus hijos. Sus ojos brillaban de odio.

—¡Maldita sea tu sangre…, la tuya y la de todos los Flores! ¡Rogelio ha mancillao a mi Irene! ¡Me la ha robao, me ha quitao a mi hija! ¡Vuestra sangre está maldita para los Jorowisch!

Zacarías intentó abalanzarse sobre Flores, blandiendo la navaja y con los ojos desorbitados. Rubén lo retuvo.

—¡Quieto!… ¡He dicho que te quedes quieto!

—¡Deja que lo raje, lo voy a matar!

Rubén habló con voz parsimoniosa, pero también con odio y desprecio en sus palabras.

—Nos has devuelto a mi Aurori y has cumplió y estoy en deuda contigo, Manuel. Te lo pago ahora no sacándote los ojos ni matándote.

—¡No! —gritó Zacarías cortándose la mano de un tajo.

La sangre brotó y comenzó a chorrearle, manchando el suelo.

—Vete, Manuel. Ya estamos en paz —dijo Rubén.

Victorio se adelantó un paso.

—Dile a tu padre que maldigo su nombre y la raza entera de los Flores, y dile que si no me devuelve a mi Irene tan entera como el día en que nació, no va a quedar vivo ni un Flores para contarlo. Vete y díselo.

Flores dio media vuelta y caminó hacia su coche. La música de la verbena había vuelto a sonar.