20

Sousa cerró el maletín que tenía sobre la mesa de su despacho, colgó un cuadro sobre la caja fuerte y abrió uno de los cajones de su mesa. La pistola era una Beretta automática del 38, negra y nueva. La miró unos instantes y se la guardó en el bolsillo. Alguien golpeó la puerta con nerviosismo.

—¡Adelante! —gritó Sousa.

Nelson apareció en la puerta con el rostro demudado.

—¿Qué ocurre, Nelson? ¿Por qué no estás ya lejos de aquí?

A Nelson le costó trabajo responder.

—Se ha escapado, señor Sousa. Llevo buscándola desde hace más de una hora… Lo… lo siento.

—¿Qué estás diciendo?

Sousa se acercó al aterrorizado Nelson. Éste retrocedió.

—Pero ¿qué estás diciendo?

—No estaba en su cuarto, señor Sousa. La he buscado por todas partes. No ha sido culpa mía.

Sousa cerró la puerta del despacho con cuidado.

—No creo que se haya podido escapar. Cori está en la puerta de la sala y la salida de atrás está cerrada. Vamos a ver dónde está esa estúpida. No debe de andar muy lejos.

El cuarto de baño de señoras tenía los azulejos rosas y los grifos de los lavabos dorados. Había un vago aroma a perfume.

Una mujer muy escotada estaba parada frente a uno de los grandes espejos del tocador, contemplándose la cara. Al lado de los espejos había una ventana cerrada que daba al pasillo. Al menos eso era lo que había dicho Susi.

La mujer terminó de perfilarse los ojos, abrió la polvera y se dio colorete haciendo muecas frente al espejo. Carmela estaba sentada en la taza del váter, mirando el reloj y maldiciendo por lo bajo. Tiró de la cadena y salió del retrete. La mujer parecía haber terminado y contemplaba el efecto torciendo la cabeza a izquierda y derecha. Carmela le sonrió, pero la mujer no le devolvió la sonrisa. Cogió su bolso y abandonó el servicio de señoras con gesto digno. Carmela abrió la ventana, se encaramó a ella y saltó al otro lado.

Loren y Solana estaban dentro del coche.

—¿Qué estarán haciendo ahora? —preguntó Loren.

—Pasárselo bien —contestó Solana—. ¿Te has fijado en lo buena que estaba Carmela con ese vestido?

—Sí —dijo Loren—. Pero es una compañera.

—¿Y quién dice lo contrario? —manifestó Solana.

—Es muy buena chica —añadió Loren—. Muy buena compañera.

—Yo creo que le gusta el gitano.

—No me jodas, Robert Redford.

—Lo que yo te diga.

—Una vez hice una espera de horas con Carmela, nos inflamos a contar chistes —dijo Loren.

—Yo creo que se la tira.

¿Qué?

—Que el jodido del gitano se tira a Carmela. Te lo juro.

—Qué pesado eres, macho. Deja que se la tire.

—Le tengo ganas a Carmela. —Se volvió hacia Loren—. ¿Tú no?

—Qué ameno eres, Robert Redford. Contigo da gusto.

—¿No quiere volver con su mujer? —le preguntó a Lucas la chica del guardarropa.

—No estoy casado —le sonrió Lucas.

—Bueno, su novia.

—No es mi novia.

La chica lo miró en silencio, aguardando la contestación de Lucas. Éste cambió el peso del cuerpo de una pierna a otra.

—Es una historia un poco complicada.

—Yo no soy curiosa.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Lucas mirando a Flores, que continuaba en la barra al lado de la cantante. Aún no había ocurrido nada extraño. No habían aparecido ni Sousa ni Nelson.

—Rosario —contestó la chica.

—Lucas —dijo él.

—Hola, Lucas —dijo ella—. Encantada de conocerte.

—Hola, Rosario.

La chica soltó una carcajada. Era morena, menudita, de ojos grandes y despiertos. Vestía una blusa negra de la que sobresalían los pechos. Lucas no podía ver cómo era de cintura para abajo.

—Aquí me aburro mucho, toda la noche sin hablar con nadie.

—Yo estoy aquí, hablando contigo —dijo Lucas, y se preguntó en qué momento ella había dejado de tratarlo de usted para tutearlo.

—Salimos a las cuatro. Bueno… se termina a las cuatro, pero mientras recogemos y todas esas cosas, antes de las cinco, casi nunca.

—Vaya —dijo Lucas.

—¿Te gustaría?

—Hoy no voy a poder —sonrió.

—Claro, tu…, bueno, lo que sea… Tendrás que irte con ella, ¿verdad?

—Exactamente.

—Otro día —dijo ella.

Carmela avanzó corriendo por el oscuro pasillo del piso de abajo. Encontró las escaleras que le había explicado Susi, se subió el vestido y sacó su revólver Cadi con caño de dos pulgadas. La placa policial se la había enganchado en el escote. Subió las escaleras de dos en dos, escuchando cada vez con más nitidez rumor de voces. Sabía que al subir las escaleras se encontraban las habitaciones de las niñas.

Aurori estaba apoyada en la pared con gesto enfurruñado.

—Me has engañado —le dijo a Sousa—. No has venido a verme.

—Vamos a ir a un sitio bien chévere —le dijo Nelson—. Una playa linda, Aurori. Vamos a ir el señor Sousa, tú y yo.

—¡Yo no quiero ir a ningún sitio! —gritó la niña.

Sousa le dio una bofetada que le hizo volver la cara y chocar la cabeza contra la pared. Aurori abrió los ojos como platos, pero no lloró. Apretó los labios y se contuvo.

—¡Estoy hasta las narices de ti! —exclamó Sousa. Se dirigió a Nelson—: ¡Vámonos de una vez!

Tomó a Aurori del cabello con fuerza y la arrastró por el pasillo. La niña gimió.

—¡Suéltame! —gritó y comenzó a patalear.

—¡No juegues conmigo, guapa, o te juro que te arrepentirás!

Carmela empujó la puerta con el hombro y entró en la habitación agachada y apuntando con su revólver. Antes de gritar «¡Policía!» supo que allí no había nadie. El rumor de voces partía del cuarto de al lado. Sin embargo, Susi no los había engañado. Allí estaban los sillones elegantes, el pequeño bar, el sofá y los ceniceros y, sobre todo, un hueco que podía haber sido un gran espejo que ocupaba una pared de lado a lado.

Carmela salió de la habitación y empujó la puerta cercana, donde Susi les había dicho que vivían ellas. Era una sala de estar con sofás de tonos alegres y cortinas en las ventanas. Había una alfombra en el suelo, muebles y un televisor encendido con un vídeo. Las voces que había oído Carmela provenían de la película, que le resultaba familiar. Era Lo que el viento se llevó. Soltó una interjección. Hacía muy poco que alguien había estado allí. Alguien que se había ido precipitadamente. Salió al pasillo y durante unos instantes trató de orientarse, buscando la salida. Apretó el revólver y echó a correr. Sus pasos resonaron en las losetas del corredor vacío.

—¿Te ocurre algo? —le preguntó la cantante a Flores.

—No, no me ocurre nada —contestó éste.

Ella estaba en medio de un pequeño círculo de admiradores que la adulaban, y se volvió hacia Flores.

—Parece que esperas a alguien.

Flores no contestó. Carmela tenía que haber llegado ya a la habitación del espejo. Quizá no había ninguna habitación con espejos, quizá Susi se la había jugado.

—Aquél de ahí parece que se ha enamorado de ti. —La cantante señaló a Cori con una sonrisa—. Lleva toda la noche sin dejar de mirarte.

—¿Desde cuándo trabajas aquí?

—¿Yo? —Flores asintió—. Llevo dos semanas. ¿Es la primera vez que vienes por aquí?

—Sí.

Rosita Valleda bebió un trago de su copa.

—Oye, que no deja de mirarte.

Flores se volvió.

—¿Quién es?

—¿No lo conoces? Creí que erais amiguetes. Es el nuevo encargado.

—¿Se llama Nelson?

—¿Nelson? ¡No, qué va! Se llama Cori.

Cori continuaba de pie, frente a la puerta donde ponía «Privado», sin moverse. Parecía que ni siquiera parpadeaba. Flores dejó un billete de mil pesetas sobre el mostrador y se dirigió hacia los servicios. Rosita Valleda gritó:

—¡Eh, tú…, que no violo a los tíos!

Flores entró en los servicios y Cori fue con paso rápido tras él.

Flores se quedó detrás de la puerta. Pocos segundos después, entró Cori. Se quedó rígido al ver a Flores, que le sonreía.

—¿Querías algo, Cori?

No le dio tiempo a responder. Lo tomó de las solapas, lo atrajo hacia sí y le asestó un cabezazo en el puente de la nariz. Cori se derrumbó y Flores lo arrastró hasta una de las cabinas. Lo registró. No llevaba armas. Tenía la documentación a nombre de Doroteo Coronado, un extraño nombre para un guardaespaldas.

La furgoneta DKW blanca estaba a unos cincuenta metros de la puerta. Sousa corría hacia ella llevando en una mano el maletín y en la otra a Aurori, que se resistía. Nelson iba detrás. Carmela apareció en la puerta y levantó su arma.

—¡Brigada Central, alto! —gritó.

Nelson se volvió. Llevaba una pistola azulada en la mano.

Solana encendió los faros del coche.

—¡Allí están! —gritó.

Loren bajó la ventanilla.

—¡Van hacia aquella furgoneta! —Señaló con la mano.

Solana ya había arrancado.

Carmela se tiró al suelo. Los disparos de Nelson se clavaron en el asfalto alrededor de ella. Adelantó los brazos y apuntó. Nelson se confundía con la figura de la niña y la de Sousa, recortadas en la oscuridad. Dudó unos instantes. Se puso en pie y disparó al aire dos veces.

—¡Policía!… ¡Deténganse!

Comenzó a correr hacia la furgoneta, que se movía, con chirriar de neumáticos, en dirección a la salida.

Solana y Loren escucharon los disparos de Carmela, pero no la vieron. Los coches aparcados se lo impedían. Loren abrió la puerta. Con su arma en la mano, asomó medio cuerpo fuera y la vio correr en dirección a la furgoneta.

—¡Carmela! —gritó.

Comenzó a disparar, intentando alcanzar los neumáticos de la furgoneta.

Flores corrió en diagonal, saltando por encima de los coches aparcados. Vio a la furgoneta tomar velocidad. Tenía que colocarse en medio del camino. Impedir que saliera y se perdiera entre el tráfico de la carretera de La Coruña.

Carmela corría detrás, Flores la vio, iluminada por los focos del coche de Solana.

Flores atravesó el espacio terroso que lo separaba de la otra fila de coches aparcados en batería. Saltó. Sus pies se elevaron del suelo. Chocó contra el capó de un coche de color rojo. El impulso le hizo rebotar sobre el techo, giró sobre sí mismo y se deslizó hasta el suelo. Se levantó y corrió varios metros hasta que se detuvo en medio del aparcamiento. Abrió las piernas, sujetó con fuerza su arma y adelantó los brazos. La furgoneta iba directamente hacia él.

—¡Policía! —gritó—. ¡Alto o disparo!

El sudor le escoció los ojos, parpadeó. No pudo evitar el temblor de piernas. La furgoneta se acercaba a toda velocidad. Respiró hondo. Pudo distinguir la cara del conductor y el coche de Solana, que se acercaba velozmente a la furgoneta por un costado.

Antes de que Solana frenara, Loren saltó del coche y rodó varios metros impulsado por la velocidad. Corrió hacia la furgoneta, dio un salto y se encaramó a la ventanilla del conductor a pulso. Metió su revólver y apuntó a Nelson.

—¡Loren! —gritó Solana, y luego dijo para sí mismo—: ¡Maldito loco, cabrón!

Nelson dio un volantazo y Loren cayó al suelo. La furgoneta siguió.

Carmela llegó jadeando y le tiró del brazo.

—¡Vamos, que se escapan! —le dijo.

Sousa iba sentado atrás con su Beretta en la mano. A través de los cristales delanteros, vio a Flores en medio del carril, apuntándolo.

—¡Aplástalo, no te detengas! —le gritó a Nelson—. ¡Mata a ese cabrón!

A su lado, Aurori comenzó a gritar.

Loren adelantó a Carmela. Se fue acercando de nuevo a la furgoneta, a la ventanilla del conductor. Veía a Flores, inmóvil, apuntando. Dio un salto y se encaramó de nuevo a la ventanilla. Nelson sintió el cañón de la pistola en la frente y frenó de golpe. Sousa salió despedido hacia delante. Aurori cayó al suelo.

La furgoneta había parado a menos de un metro de Flores, que no se había movido. Nelson gritó:

—¡No dispare, no dispare!

Carmela rompió los cristales traseros con su revólver. Jadeaba tanto que no podía hablar. Fue Solana el que dijo:

—¡Quieto todo el mundo!

Solana abrió la puerta trasera y apuntó con su arma al interior.

—¡Sal ya, hijo de puta! —exclamó.

Sousa, con el rostro crispado, sujetaba a Aurori con una mano. Con la otra apuntaba a su mejilla. La presión del caño de su arma deformaba la cara de la niña, que tenía los ojos desmesuradamente abiertos.

—Fuera —dijo Sousa con voz helada—. Fuera de aquí o mato a esta putita. ¿Lo habéis entendido?

Flores se acercó a la puerta trasera. Carmela y Solana se apartaron.

—Me alegro de verte, gitano —dijo Sousa—. Y ahora escucha bien lo que voy a decirte.

Nelson tenía las manos sobre la cabeza. Veía la cara sudada y manchada de polvo de Loren y sus ojos centelleantes. Supo que iban a matarlo en ese mismo instante. El revólver se le clavaba en el cuello, un contacto frío.

—Espere —tembló Nelson—. Espere un momento… No dispare, por favor. No dispare.

—No tienes escapatoria, Sousa. Y tú lo sabes. Deja a la niña.

Sousa gritó:

—¡Voy a matar a esta zorra, gitano! ¿Quieres verlo, quieres verlo?

Flores apartó a Solana y a Carmela.

—Cálmate, Sousa.

—¿No me crees? —volvió a gritar.

—¿Qué es lo que quieres? Dilo de una vez.

Aurori se revolvió y apartó la mano de Sousa con un movimiento instintivo e histérico. El disparo abrió un boquete en el techo de la furgoneta y atronó el espacio. Flores le sujetó la pistola con la mano izquierda, y con la derecha comenzó a golpearlo en la cabeza. Sousa cayó hacia fuera. Aurori pataleaba, fuera de sí. Carmela la abrazó.

Nelson, de rodillas en el suelo, escondió la cabeza entre los brazos. Lloriqueaba.

—¡Yo no he hecho nada!… ¡No sé nada!

No podía escuchar a Loren.

—¿Sabes tus derechos, criatura? Tienes derecho a permanecer en silencio, cualquier cosa que digas será empleada en tu contra y tienes derecho a un abogado. Si no lo tienes, se te proporcionará uno de oficio. —Loren descansó unos instantes y luego continuó con la retahila. Vio cómo Flores levantaba el cuerpo inconsciente de Sousa hasta apoyarlo contra la furgoneta.

Solana se acercó. Le hizo a Loren un gesto de amenaza con el puño.

—Has estado a punto de matarte, loco de mierda. No estoy para estos sustos.

—¡Bah! Estaba todo controlado —contestó Loren.

Nelson levantó la cabeza del suelo.

—Escuche…, escuche, señor inspector. —Intentó sonreír—. Yo sé muchas cosas de Sousa, de este tinglado, yo…

—¡Calla, imbécil! —Loren le dio una patada en las costillas y Nelson volvió a dar con la cara en el suelo—. ¡Habla cuando te pregunte!

Cori llevaba un revólver del 22 cuando salió al aparcamiento de El Burbujas y vio la furgoneta y a Flores con Sousa.

Tenía astillados los huesos de la nariz y el cerebro conmocionado. El dolor de cabeza era tan grande que apenas si podía moverse. La sangre de la nariz le había empapado la chaqueta y la camisa. Se escondió tras un coche. Su automóvil estaba al otro lado del aparcamiento. Sólo tenía que cruzarlo, subirse al coche y salir de estampida. Escuchó el ruido gangoso de la radio del coche de policía.

Solana hablaba con la brigada:

—¡Pues si el juez está dormido, lo despertáis! ¡Queremos una orden de registro!… ¡Sí, tiene que ser ahora, imbécil!… ¡Sí, del Grupo Especial!… ¡Pues despierta a quien te dé la gana, pero esa orden de registro tiene que estar aquí enseguida! Atiende a la dirección…

Cori levantó la pistola. La figura de Flores se veía con toda nitidez, silueteada ante los focos del automóvil «K».

—Hijo de puta —murmuró—, cabrón.

Escuchó un débil ruido detrás y se volvió. A su espalda lo observaba en silencio un extraño sujeto ataviado con una gorra de plato que le venía grande. En la mano empuñaba un grueso garrote. Cori lo apuntó con el pequeño revólver.

—Queda detenido —dijo el hombre—. Soy la autoridad.

Dio un paso en su dirección. Cori apretó los dientes y reculó. Se había olvidado de matar a Flores. Ahora, lo que quería hacer era retroceder hasta los últimos coches y escaparse andando por la carretera. Pero ese extraño sujeto se lo impedía.

Lo que estaba escuchando podía ser la sirena de un coche policial. Dudó antes de apretar el gatillo. Se dio la vuelta. Un coche entró en el aparcamiento en aquel momento a más de cien por hora. Sonaba la sirena y el pirulo lanzaba destellos. Era otro «K».

Cori ya no escuchó nada más. Algo le estalló en la cabeza. Tampoco pudo escuchar el grito del guardacoches:

—¡Viva España! ¡Muera Rusia!

Muriel se bajó del coche con el arma en la mano y corrió hacia el cuerpo de Cori, tendido en el suelo. Se agachó y le dio la vuelta. Aún llevaba el revólver del 22 en la mano. Se lo guardó. —¿Quién es usted?— le preguntó al guardacoches.

—¡Soldado de primera Requejo! —contestó.

Solana le gritó a Muriel:

—¡Chorizo, sabía que no podías fallar!

Muriel le contestó haciendo un saludo con la mano, sonrió de oreja a oreja y le colocó las esposas a Cori.

El guardacoches continuaba en posición de firmes.