La mayor parte del repertorio de Rosita Valleda eran canciones de amor, boleros. Antes de cantarlas solía dirigirse al público por el micrófono. Decía:
—Y ahora, aprieten bien a sus parejas. No las dejen escapar… Al menos durante esta noche en El Burbujas. —Y comenzaba a cantar.
Carmela, con tacones, era más alta que Lucas. Llevaba un vestido de noche muy escotado y se había puesto un collar de perlas falsas que parecían auténticas. Lucas vestía un esmoquin. Lo habían elegido a él porque era el único que tenía uno. Lucas no comentó que el esmoquin había sido de su padre y que hacía muchos años que su madre se lo había arreglado.
Se sabían de memoria el plano de El Burbujas: el despacho de Sousa, las habitaciones de las niñas y la zona reservada. Flores había conseguido un plano en el Registro de la Propiedad y Susi le había ido indicando dónde estaba cada sitio. Según la chica, unos cuantos amigos muy elegidos de Sousa se sentaban en los cómodos butacones de una salita y miraban a las chicas a través del espejo de doble visión. Ellas, siguiendo las indicaciones de Sousa, tenían que fingir que no se daban cuenta. Entonces, los amigos de Sousa iban eligiéndolas para terminar en una serie de cuartos individuales que tenían al lado.
Estuvieron más de dos horas dándole vueltas al plan. Según Susi, los camareros no tenían nada que ver en el asunto y estaba prohibido que cualquiera de ellos hablara con las chicas. A los que había que temer era a Nelson y a uno nuevo al que llamaban Cori. Habían repartido fotos de Sousa y Nelson, pero nadie había oído hablar de ese pistolero llamado Cori, de modo que actuarían pendientes siempre de aquel tipo.
A las once de la noche, Carmela se separó del estrecho abrazo al que la estaba sometiendo Lucas.
—¿Desde cuándo no bailas? —le susurró Carmela.
—¿Eh? —respondió Lucas.
—¿Te has dormido?
—No.
—Te preguntaba que desde cuándo no bailas.
—No suelo bailar mucho.
—Ya…, se te nota. Está bien que me aprietes, pero déjame respirar un poco. Me estás ahogando.
Lucas la pisó.
—Perdona.
—No importa, éste es el cuarto pisotón. Ya me estoy acostumbrando.
—Lo siento, Carmela. ¿Quieres que nos sentemos?
—Todavía nos queda. Ya tendremos tiempo de sentarnos y de aburrirnos.
—¿A ti esto te parece un prostíbulo de menores, Carmela?
Lucas paseó la mirada por la sala. La gente parecía feliz y se movía con distinción. Los camareros, silenciosos como bailarines de ballet, servían las cenas. Carmela suspiró.
—Si nos hemos equivocado, será Manuel quien lo pague —contestó ella.
—Cuando estuve destinado al Grupo de la Audiencia, en Burgos, entramos una vez en un bar de carretera que tenía niñas para los camioneros que pudieran pagarlas y para los caciques de la zona. Era un sitio infecto, pintado de rojo, con cuartos sucios, sin ventanas. Una de las niñas tenía once años y era subnormal. La tenían vestida con una falda de volantes y no llevaba ropa interior. Era muy gorda y no hacía más que comer caramelos. Todos los días le compraban kilos de caramelos y ella se los iba comiendo mientras los hombres la ocupaban. Había noches que la usaban quince hombres. Pagaban alrededor de treinta mil pesetas por ella.
—Mierda —dijo Carmela—, no me cuentes eso. Ya sé que los hombres sois asquerosos.
—El bar se llamaba El Duende. Y no se parecía en nada a esto.
—Si todo fuera tan fácil, no habría policías, y nos moriríamos de hambre, Lucas. Si los asesinos y los ladrones fueran de una raza distinta a la nuestra, si estuvieran hechos de una pasta diferente, no haría falta nada de lo que estamos haciendo.
—Eso me suena a curso de criminología moderna.
—A lo que te dé la gana, pero deja de meterme la pierna. Llevo el revólver entre los muslos.
Flores se había situado en el mostrador, en un rincón, bebía una tónica con gestos distraídos. Miró el reloj con disimulo. Llevaba una cazadora de cuero y jersey de cuello alto. Nadie iba vestido así. Pensó que destacaba tanto como un cura durmiendo en un montón de cal. Al principio pensó que podría haber chicas alternando en el mostrador, pero se sorprendió al darse cuenta de la distinción del lugar. Le hubiera gustado llevar a Julia y bailar con ella. ¿Cuánto tiempo hacía que no salían juntos una noche? Ni se acordaba.
Antes de tener a Pili, aún salían con los compañeros a cenar y a tomar copas muy a menudo. Después, se espaciaron las salidas. Hacía casi un año que ellos dos no estaban solos. Pensó que le exigía demasiado a Julia, que no tenía derecho a pedirle tanto. Ella había dejado su trabajo de profesora en el instituto para cuidar de las niñas, porque su sueldo de policía no alcanzaba para pagar a una criada.
Y en los últimos días, Julia estaba rara, no parecía la de siempre. La sorprendía mirándolo fijamente y apartaba la mirada cuando él se daba cuenta. También sabía que lloraba. ¿Qué le ocurría a Julia, por qué se había creído lo de Carmela? ¿Creía que él era un embustero?
Carmela estaba guapísima bailando con Lucas. Flores la observó. ¿Qué estupidez era ésa de que estaba liado con Carmela? Tenía que preocuparse más por Julia, pensó Flores, y como siempre que pensaba en su mujer, lo inundó una sensación de ternura y amor.
Volvió a mirar el reloj y se dio cuenta de que la manecilla apenas se había movido. Tenía que calmarse, tenía que parecer uno más de ésos que iban a escuchar a la cantante, a Rosita Valleda.
A Cori nunca le había gustado la música, ni bailar. Cori nunca se distraía. Eso lo convertía en un buen profesional y por eso lo contrataban. Se consideraba el mejor. Un guardaespaldas muy bueno. En su trabajo no había tarjetas de visita, ni se podía anunciar en las Páginas Amarillas. La gente sabía de él por el boca a boca y siempre tenía trabajo. Unas veces eran unos y otras veces, otros, pero para él eran los mismos. Le pagaban y se limitaba a hacer su trabajo de la mejor forma posible. De esa manera lo volvían a contratar y lo recomendaban.
Desde la puerta donde ponía «Privado», Cori sonrió en silencio. La mujer guapa que bailaba con el tipo del esmoquin era policía. Ya había visto algunas mujeres policía. Ninguna tan guapa, pero eso no tenía nada que ver. Era policía.
Le había costado trabajo sacarle a esa Viki quién era la amiga que había pasado con ella al retrete en el Club Habana. Ahora se alegraba de haberlo hecho. Tuvo que sacudirle un poco a la putita, pero el resultado merecía la pena. A él le pagaba Sousa para que lo protegiera y él lo protegía. Cori no creía en las casualidades. La policía aquélla no estaba divirtiéndose en El Burbujas con uno de sus amiguitos. El del esmoquin era policía también. Y había otro más, al menos. El de la cazadora de cuero había estado en el Club Habana limpiándose los zapatos.
En el aparcamiento trasero de El Burbujas había unos veinte coches de diversas marcas y modelos. Loren pensó que ninguno de sus ocupantes tendría problemas con la subida del precio de la gasolina.
Él y Solana habían situado el «K» de tal forma que dominara la entrada. Había un cartel sobre ella en el que ponía «Salida de emergencia» en letras rojas. Estaban apoyados en el coche, hablando con el guarda del aparcamiento. Era un sujeto delgado, de unos setenta años, que cojeaba de una pierna y gastaba un grueso bastón y gorra de plato que casi le impedía ver. El guardacoches estaba diciendo:
—¡Yo he estado en la División Azul con mi general Muñoz Grandes!
El sujeto se cuadró y continuó:
—¡Mande usted lo que quiera!
—Esto tiene máxima prioridad —dijo Solana—. Es una operación de máximo secreto. ¿Lo ha entendido?
—¡Sí, señor inspector!
—No lo puede saber nadie.
—¡Estoy a sus órdenes, señor inspector!
Solana encendió un cigarrillo y Loren suspiró y consultó su reloj. Había veces que no entendía el sentido del humor del Robert Redford. Prefería a Muriel cuando tenía que hacer algún servicio. Muriel era callado y serio y se había acostumbrado a él. Solana no paraba de hablar y de hacer chistes. Había veces que lo mareaba.
—Nombre y graduación —estaba diciendo Solana.
—¡Soldado de primera Requejo, señor inspector!
—Nos hacen falta veteranos como usted, Requejo. Hombres que cumplan su palabra y sean siempre útiles a la patria. Cuando la patria llama, hay que responder, Requejo, y ahora la patria está llamando. Hay que cumplir con la obligación de soldado.
El guardacoches se cuadró otra vez. Respondió con voz ronca:
—¡Mándeme usted lo que quiera, señor inspector!
—Se va a poner usted allí. —Solana señaló el final del aparcamiento, al lado de la carretera de La Coruña, y el guardacoches volvió la cabeza, asintiendo—. Póngase allí y vigile. No deje pasar a nadie. ¿Me ha comprendido, Requejo?
—¡Sí, señor!
Dio media vuelta militar y se fue caminando a paso rápido por entre los coches. Solana comenzó a reírse.
—¿No te das cuenta de que está mal de la cabeza, Robert Redford? ¿Para qué te enrollas tanto? —dijo Loren.
—Está como un cencerro, vaya tío, madre mía.
—Mira que decirle que éramos de los servicios secretos.
Loren volvió a mirar el reloj.
—Casi tres cuartos de hora… Vaya coñazo de espera —añadió.