17

No fue fácil encontrar la chabola de la amiga de Viki. Hacía dos años que la casucha de latas y ladrillos mal ensamblados que había sido de Viki y de su madre —muerta de alcoholismo agudo— había sido derruida y convertida en un bloque de pisos.

En la comisaría de Vallecas no pudieron decirle demasiado sobre Viki y su amiga Susi. En aquella zona había muchas como ellas. Además, utilizaban apodos y crecían tanto que un año eran niñas y al otro, mujeres cargadas con hijos. Después de mucho preguntar y de deambular por las calles terrosas de la barriada, Flores detuvo su coche frente a una chabola que formaba parte de un grupo de seis o siete situado en la parte alta de un terraplén que daba a la carretera de Valencia.

Observó al perro callejero que dormitaba tirado en la puerta. Él había vivido en casuchas parecidas a aquélla, sin baño ni retretes, con el suelo de tierra. Lugares que parecían hornos en verano y neveras en invierno, donde caía la lluvia hasta formar charcos, y él tenía que dormir bajo la cama, tiritando de frío. El perro se levantó cuando Flores empujó la puerta. Al otro lado había una cocina con platos sucios en el fregadero, una mesa sin recoger y una televisión en color, encendida y sin sonido. En un rincón descansaba una enorme nevera ultramoderna.

—¿No hay nadie? —gritó Flores.

Alguien había comido allí no hacía demasiado tiempo y se le había olvidado recoger los platos sucios. Pero, por lo que pudo comprobar, también se le había olvidado la última semana. El hedor de la comida podrida hacía casi irrespirable la atmósfera. Había otra puerta. Flores la abrió. Daba a un dormitorio con el suelo de cemento. Una gran cama de matrimonio lo ocupaba casi por completo. Había un armario viejo, abierto, una cómoda llena de frascos y productos de cosmética y un espejo de cuerpo entero apoyado en la pared. Por toda la habitación había diseminada ropa de mujer.

Flores se quedó inmóvil contemplando a Susi, que se desperezó en la cama. Pensó que no tendría más de dieciséis años, y dormía la siesta desnuda, si es que puede llamarse siesta a dormir a las siete de la tarde. A Flores le pareció muy hermosa, de labios rojos y abultados y cabello negro. Sus pechos parecían tallados en piedra. La chica se desperezó, bostezando con fuerza. Se quedó mirándolo sin rastro de sorpresa. Movió las piernas bajo las sábanas.

—Pasa, hombre, venga…, que no me como a nadie.

Flores preguntó:

—¿Susi?

—Sí —contestó ella—. ¿Y tú quién eres? No importa, estás muy bueno. Pero pasa, hombre.

Flores cerró la puerta y dio unos pasos en dirección a la cama.

—¿Te manda Nelson? —Flores no contestó, y ella añadió—: ¿Eres tímido?

—Conozco a Sousa —dijo Flores.

—Vaya —dijo ella—. Mira qué bien. De vez en cuando se acuerda de mí. ¿Sabes el precio? Espera un momentito y nos echamos un polvito, guapo. Ve poniéndote cómodo.

Se levantó. Su cuerpo desnudo no parecía el de una niña. Nada en ella hacía pensar en la infancia. Flores la detuvo cogiéndola del brazo.

—Vístete, vas a venir conmigo.

Ella se soltó y retrocedió con una pregunta en cada poro de su cuerpo.

—Un momento, ¿quién eres tú, tío? ¿Quién te ha mandado venir?

Flores le mostró la placa.

—Policía, Brigada Central. Tienes dos minutos para vestirte.

Ella se sentó en la cama. De forma inconsciente se tapó el cuerpo con la sábana.

—¡Yo no he hecho nada!

—¡He dicho que te vistas!

La ropa de la jovencita estaba en el suelo. Una falda, una blusa de seda que parecía cara y una especie de chaquetilla negra, a la moda. Flores lo recogió todo y lo arrojó a la cama con fuerza. Ella apartó la sábana que la cubría y volvió a mostrarse a Flores. Sonrió de una vieja manera que nadie le había enseñado y que había aprendido tratando a decenas de hombres.

—¿Es que no te gusto? —le preguntó—. Venga…, vente, que te lo hago. Venga, un ratito, que estás muy bueno.

Flores la miró fijamente.

—Ya has perdido un minuto. Te queda otro. Si no te vistes, te voy a llevar conmigo tal como estás. ¿Lo has entendido?

Flores miró el reloj.

—Un minuto.

Se encaminó a la puerta.

Flores encendió un cigarrillo fuera de la chabola. Abajo, en la carretera, los automóviles pasaban raudos sin fijarse en el paisaje de feos edificios de color tierra que se alzaban diseminados hasta donde se perdía la vista.

Miguel apareció a su lado. Había surgido de la parte de atrás de la chabola. Le sonrió, mostrándole unos escasos dientes amarillos y sucios. El ojo vacío parpadeó.

—Un poco rápido, ¿no, jefe?

Flores no dijo nada.

—Soy su padre. —Señaló al fondo de la casa y se pasó una mano sucia por la boca—. ¿Es que no le ha gustado? Pase un ratito más, hombre, la niña está buenísima, ¿eh? Como un tren, ¿verdad?

Miguel movió la cabeza a izquierda y derecha y luego la bajó para mirarse los zapatos. Arrancó polvo del suelo, rascándolo con el pie.

—¿No me daría algo para mis gastos, jefe?

Flores lo cogió de las solapas, le dio la vuelta y lo empujó contra la pared. La nariz de Miguel sonó a roto. Un caño de sangre le surgió de las fosas nasales y le corrió por la raída chaqueta. Antes de que pudiera abrir la boca para quejarse, Flores le conectó la izquierda a la boca del estómago y lo remató con la derecha a la cara. Miguel resbaló pegado a la pared y cayó sentado en el suelo sin soltar un gemido.

Cuando Susi salió no le dirigió una sola mirada. Flores la cogió del codo y bajaron la cuesta hasta el «K» que había traído Flores, aparcado en el arcén de la carretera. Miguel se puso en pie con dificultad y trató de limpiarse la sangre que le manaba de la nariz. Susi y el desconocido se subieron al automóvil. Vio encenderse el pirulo luminoso en el techo del coche y oyó la sirena.

Entonces se dio cuenta cabal de quién lo había sacudido.

Susi se retrepó en el asiento delantero. Le caían lágrimas mejillas abajo. Flores conducía a toda velocidad.

—… el señor Prada me llevaba a cenar a los mejores restaurantes, ¿sabe usted?, y otras veces íbamos a hoteles…, siempre a hoteles de mucho lujo.

Susi se giró en el asiento.

—No me puede pasar nada, ¿verdad? Soy menor de edad. Tengo dieciséis años.

Flores negó con la cabeza y siguió conduciendo.

—¿Prada te llevaba también a El Burbujas?

—Sí, también a El Burbujas, pero a mí me gustaba más cuando me llevaba a los hoteles. —Susi asintió con tristeza—. Me gustaba mucho desayunar en los hoteles. Eso era lo que más me gustaba…, tostadas con mantequilla, mermelada…, y luego tenían un baño muy grande con agua caliente y espuma. —Susi hipó, las lágrimas seguían deslizándose por su cara. Continuó—: Me compraba regalos, me invitaba. Era muy bueno conmigo, me trataba bien y era…, era tan educado…, tan señor…

—¿Quién lo mató? —cortó Flores.

Ella dudó unos instantes y dejó de llorar. Su mano derecha se aferró al salpicadero del coche. Flores añadió:

—Tienes que colaborar si quieres que nosotros te ayudemos. Y es mejor que lo hagas por las buenas o te acusaremos de complicidad. ¿Sabes lo que significa eso? Sí, lo sabes, eres muy lista, demasiado lista. Así que deja de fingir. ¿Quién lo mató, Susi? ¿Fuiste tú?

—¿Yo? ¿Cómo voy yo a matar al señor Prada? ¡Yo no me como ese marrón!

—¿Quién lo mató? —repitió Flores—. ¿Sousa?

—No —contestó ella despacio—. No sé quién mató al señor Prada. Estaba conmigo cuando…

Cerró la boca con fuerza.

—Me estás cansando —dijo Flores—. Y no eres tan lista como pareces. Vas a pudrirte en un reformatorio.

—Nelson —dijo ella—. Fue Nelson. El señor Prada estaba conmigo, Nelson entró y le sacudió y luego… Ya no sé más. Se lo juro, Nelson le pegó y se lo llevó.

Susi sonrió. Ya no había restos de lágrimas en sus ojos. Le acarició el muslo a Flores con lentitud, hasta que llegó a la entrepierna.

—¿Te la mamo un poco y me dejas irme?

Flores cogió su paquete de tabaco del salpicadero y se lo puso a Susi sobre la falda.

—Entretente con esto, Susi. Y mientras tanto, ve contándome el tinglado que tiene Sousa montado en El Burbujas, anda. Y no te olvides del tal Nelson.

—Ahora ya no tienes pretexto para estar jodido —le dijo Carmela a Flores—. Has pescado a esa Susi.

Flores apenas movió los labios en una sonrisa, y pasó el dedo por el borde de la copa de coñac. Se encontraban en una cafetería elegante, donde el murmullo de las conversaciones no era molesto y el servicio rápido y eficiente.

—Alguien le ha dicho a mi mujer que tú y yo estamos liados.

Carmela sufrió un sobresalto y sintió que el rubor le encendía las mejillas. Nunca pensó que pudiera ocurrirle aquello.

—¿Cómo dices? ¿Tú y yo? —juntó los dedos índices—. Qué tontería, ¿verdad? —Movió la cabeza.

—Por eso quería hablar contigo, Carmela. Me cuesta trabajo pensar que se lo haya inventado todo. Creo que alguien se lo ha dicho, no tengo otra explicación. El asunto es ¿quién ha sido?

Carmela se mantuvo en silencio unos instantes.

—Creo que hay más gente que piensa que estamos liados.

Flores la miró con una expresión interrogante.

—¿Quién?

—Vidal.

—¿Vidal? ¿Qué Vidal?

—Joaquín Vidal, el de la Interpol. Tuve un rollo con él, ¿sabes?, pero lo corté enseguida. Él me acusó de estar…, bueno, de que habíamos ligado. Pero me cuesta trabajo pensar que haya podido ir con el chisme a tu mujer.

—Lo mejor es preguntárselo. Así saldremos de dudas. Si ha sido él, voy a fabricarle otra cara.

—No lo busques. Está en París, me parece que vuelve dentro de un par de días o así.

—Hijo de la grandísima puta. —Apretó el puño—. Como haya sido él…

—Deberíamos liarnos de verdad. ¿No? Así no tendríamos que fingir.

Flores se bebió de golpe la copa. Miró el reloj.

—Vámonos, anda. Nos espera Lucas.

Aurori dormía boca arriba, con una mano bajo la almohada. Sousa la contempló desde la puerta. Nelson y Cori se acercaron. Permanecieron en silencio hasta que Nelson carraspeó.

—La furgoneta está lista —dijo.

—Bien —contestó Sousa.

Nelson dio un paso adelante.

—Podemos irnos cuando usted quiera.

—Aurori se vendrá con nosotros. —Volvió la cabeza.

—Lo que usted diga. Ya he recogido todo, señor Sousa. He desmontado el espejo.

—Bien, Nelson, bien.

—Señor Sousa. —Volvió a carraspear—. ¿Cuánto tiempo estaremos fuera?

—El suficiente, Nelson. —Nelson bajó la cabeza. Sousa añadió—: Tiene que parecer que aquí nunca ha habido chicas. ¿Lo has hecho todo como te he dicho?

—Sí, señor Sousa. Todo.

—¿Te importa dejamos solos a Cori y a mí?

Nelson se marchó y Sousa cerró la puerta de Aurori con cuidado.

—Probablemente venga la policía, Cori. —Miró el reloj—. Me marcharé en cuanto arreglemos esto. Quiero que seas el nuevo encargado de El Burbujas. Te duplicaré el sueldo. ¿Qué dices?

Cori permaneció en silencio y Sousa continuó:

—Van detrás del asunto de las chicas.

—¿Cuándo vendrán?

—Tardarán unos días, pero hay que ser precavido. Aún no tienen la orden de registro. Ahora ven a mi despacho. Lo organizaremos todo. Te haré un contrato.

Lo cogió del hombro y lo condujo pasillo adelante.

Aníbal era un gato de angora grande, pesado, de suave pelo lustroso y ojos verdes. Lucas lo había comprado dos años atrás en una tienda de animales cuyo dueño estaba implicado en una red de falsificadores de tarjetas de crédito con ramificaciones en Bélgica y Francia. Lucas se hizo pasar por un cliente puntilloso, interesado por los animales domésticos.

La primera vez que fue a la tienda, el gato, recién nacido, estaba en una cajita de zapatos colocada encima del mostrador. El dueño le dijo que había sido el décimo de una camada y que la madre lo había despreciado por ser el último y el más débil. Se lo dejaba barato. Lucas nunca había tenido gatos ni perros ni se le había pasado por la cabeza tener alguno. Pero cuando lo vio, muerto de frío, con los ojos cerrados y sacando la lengua, se lo llevó en esa misma caja de zapatos. Al principio pensó que lo había hecho como pretexto para seguir vigilando la tienda y a su dueño, pero aquella misma noche hizo una casa para el gato con bolsas de agua caliente y un trozo de manta vieja. También consiguió un biberón.

Tres días más tarde el gato continuaba vivo. Entonces Lucas lo llamó Aníbal. Día tras día, durante dos semanas, iba a la tienda y compraba libros sobre el cuidado de gatos, vitaminas, comida especial y multitud de accesorios, la mayor parte de ellos, inútiles. Y fue tomando confianza con el falsificador de tarjetas de crédito, que le daba consejos sobre cómo cuidar al gato. De modo que cuando entró con Flores al sótano de la tienda y sorprendió al dueño plastificando tarjetas American Express, sintió que estaba cometiendo alguna oscura traición.

El falsificador se sorprendió al verlo con un revólver. Nunca habría imaginado que el circunspecto joven tan educado y tan preocupado por los animalitos domésticos fuera un policía de la Brigada Central. Desde entonces, y durante los primeros meses, Lucas dejó de comer en la cafetería frente a la brigada. Pretextó mil citas inexistentes para acudir a su casa y cuidar al gato sin que nadie en la brigada lo supiera.

En la cocina le construyó una cama con almohadones y un cajón de arena para que hiciera sus necesidades. Aníbal pesaba nueve kilos y jamás se había marchado de correrías nocturnas. Permanecía junto a Lucas cuando él estaba en casa y lo esperaba en la puerta cuando escuchaba sus pasos en el descansillo de la escalera.

Ahora todos sus compañeros del grupo estaban en su salón bebiendo whisky y tomando café. Las voces de sus conversaciones llegaban hasta él, que acariciaba a Aníbal mientras éste comía la mezcla de pienso, vitaminas, hierro, fósforo y pescado fresco que constituía su cena.

—Muy bien —le dijo Lucas al gato—, muy bien… Eres un muchacho fuerte que tiene que alimentarse.

Lucas estaba agachado al lado del gato y se levantó. Desde el salón, las voces eran cada vez más agrias.

—Esta noche voy a tener que dejarte solo, Aníbal. Vas a tener que portarte bien.

Escuchó la voz de Flores.

—¡Es una casa de putas! ¡Ahí están encerradas un montón de niñas!

El vozarrón de Solana sobresalió entre los demás.

—¡Coño! ¿Qué trabajo te costaría hablar con el juez?, digo yo…

Lucas suspiró.

El único que estaba en pie era Flores, que paseaba por el espacioso salón, de muebles pesados de madera oscura y antigua. Marchena estaba hablando.

—Me parece una locura entrar en El Burbujas sin mandamiento judicial, Flores… Lo siento, pero es mi obligación decírtelo. Además, ¿qué es lo que tenemos? Tú mismo has dicho que muy poco.

Flores lo interrumpió:

—Para un juez quizá tengamos muy poco, pero yo estoy hablando de otras cosas. Susi ha declarado que ejercía la prostitución en El Burbujas junto con tres o cuatro niñas como ella… Además, me ha confesado que estuvo liada con Prada y me ha dado a entender que a Prada lo mató un tal Nelson Izcaray, un pistolero profesional dominicano que trabaja para Sousa.

Flores se acercó a Marchena ante el silencio de los demás compañeros, que terminaban de beber sus cafés.

—… y te olvidas de otra cosa, Marchena. Las huellas que encontramos en la cajita de cerillas que tenía Prada son de Susi.

Lucas entró en el salón y se apoyó en el respaldo de la silla de Carmela. Marchena dio un puñetazo en la mesa.

—¡No me jodas, Flores! ¡Tú sabes que todo eso es mierda pura! ¡Cualquier abogaducho de oficio hará que esa Susi se desdiga de sus declaraciones! ¡Y la cajita de cerillas es una prueba circunstancial!

Flores también gritó:

—¡Lo sé mejor que tú, por eso tenemos que entrar en El Burbujas!

Se calmó y habló dirigiendo la mirada al círculo de compañeros que estaban sentados alrededor de la mesa.

—La única manera de pescar a Sousa es descubrirlo con las manos en la masa. Que no haya ninguna duda de que allí dentro se practica la prostitución de menores.

—No hay que olvidar otra cosa —dijo Lucas—. Quizás estemos también ante una red de traficantes de droga que ni sospechamos. No me gustaría exagerar, pero me parece que estamos ante un asunto más importante de lo que parece. Ya se han producido dos muertes, la de Prada y la de Navarro. Sousa no se anda con chiquitas y no está protegiendo sólo un garito de putas muy jóvenes. Ahí hay algo más gordo.

Flores se quedó mirando a su segundo. Había resumido la situación perfectamente, con concisión. Ésa era una de las características de Lucas. Su claridad de pensamiento. Flores asintió.

—Perfecto, Lucas. Ésa es la situación. Has dado en el clavo.

—Sí, ya sabemos cómo piensa Lucas —volvió a hablar Marchena—, no es ninguna sorpresa. Pero yo no me meto en ningún sitio sin la autorización del juez. Somos una policía judicial, no detectives privados, ni pistoleros. —Marchena miró su reloj—. No contéis conmigo.

—Ya he dicho al principio que el servicio será voluntario. Iremos a El Burbujas a bailar, como clientes. Si aceptáis, os explico mi plan y lo discutimos aquí, pero si no, iré solo.

—Yo iré también —dijo Lucas—. Y estás en un error, Marchena.

—¡Déjame en paz! —contestó Marchena—. ¡Tú haz lo que quieras, que yo haré lo mismo!

—Basta de discusiones —cortó Flores—. El que quiera venir que venga; y el que no, que se marche a la brigada o a su casa. Se acabó ya perder el tiempo.

Muriel levantó la mano.

—¿No podríamos decírselo a Poveda?

Loren le dio un codazo.

—¿Te has vuelto loco? —Se dirigió a Flores—: Cuenta conmigo.

—No quiero que me expedienten como a Pacheco —dijo Muriel—. Lo siento mucho.

—De acuerdo —dijo Flores—. Los que no queráis venir marchaos.