Nelson se apoyó en la puerta trasera y encendió un cigarrillo. Las primeras luces del día se reflejaban con extraños arabescos en los coches que pasaban por la cercana carretera. Había un espeso silencio en la atmósfera, como si el mundo acabara de empezar. Éste era el momento que más le gustaba a Nelson, cuando todo es inconcreto y difuso aún. Un lejano piar de pajarillos lo transportó a otro lugar y a otro tiempo, cuando él era niño en la lejana Santo Domingo.
Los amaneceres no eran así en su infancia. El ruido de los pájaros atronaba el aire y todo el mundo se despertaba en la barriada de casuchas de lata donde él vivía. En su tierra el día comenzaba muy temprano, con la música de los aparatos de radio mezclada con el aroma del café que se filtraba a través de las delgadas paredes de caña y el bullicio de la vida. Los colores entonces eran más vivos, la luz, más fuerte y los movimientos del cuerpo, más rápidos y sincopados.
Pero la memoria no lo traicionaba del todo. Con el amanecer, también vinieron los recuerdos del hambre, del barro dentro de las casuchas, de la lluvia arrasando las casas y de los insectos devorando las llagas del cuerpo. Sin embargo, él había tenido suerte. Una suerte inesperada, cuando entró a formar parte del séquito del sargento de la policía. Aquél fue su primer golpe de suerte. Y a pesar de lo bien que estaba entonces y de lo bien que estuvo después en la capital, nunca soñó con que algún día podría estar como ahora, trabajando para el señor Sousa.
No era mucho lo que tenía que hacer, ni difícil, y, a cambio, tenía dinero, mujeres, comida buena, trajes y era respetado. Sabía que para conservar todo aquello y no volver a las casuchas de caña con fango lo único que tenía que hacer era obedecer al señor Sousa. Y lo obedecía.
Nelson tiró la colilla al suelo y se apartó para que los basureros se llevaran los grandes cubos de goma negra repletos de desperdicios. La trituradora del camión de la basura machacaba los residuos con un ruido de digestión pesada. Nelson se puso rígido. Su oído era demasiado fino y estaba suficientemente entrenado como para que no le pasara desapercibido el suave roce que había escuchado a su espalda. Lo primero que pensó fue que necesitaba su arma. Pero el señor Sousa no quería que la llevase. Se quedó atento, pegado a la puerta, sin moverse, aguardando a que el ruido se repitiese. Moviéndose como un enorme gato, Nelson volvió a entrar en El Burbujas. En el recodo que formaba el final del pasillo estaban los tres cubos que aún faltaba por arrojar al camión de la basura, que continuaba rugiendo en las inmediaciones. Nelson se detuvo al lado de uno de los cubos y contuvo la respiración. Abrió la tapa con rapidez, metió la mano y sacó a Aurora, que empezó a patalear y a intentar morderle la mano.
El señor Sousa le había dicho que tenía que cuidar de las niñas. Y era la segunda vez que Aurori intentaba escaparse. Nelson le dijo:
—¡Otra vez, pendeja, otra vez! ¡Sal de ahí, vamos!
Aurori se debatía como un gato furioso.
—¡Suéltame, cabrón, déjame en paz!
Nelson la dejó en el suelo sin soltarla. La niña estaba cubierta de una pasta formada por las sobras de cenas mal comidas y desperdicios de las cocinas.
—¡Desgraciado, hijo de puta! ¡Déjame en paz!
La pesada mano de Nelson le cruzó la cara. La niña se calló como por ensalmo. El hombre la sacudió como si fuera un muñeco de trapo.
—¡No vuelvas a hacer esto! ¿Me has oído? ¡Vamos, a tu cuarto! ¡Ya verás cuando se lo cuente al señor Sousa!
Aurori comenzó a llorar y Nelson la empujó pasillo adelante. Dos basureros los vieron alejarse, pero como no era de su incumbencia continuaron con su trabajo.
Sousa se acarició la barbilla, sonrió dulcemente y continuó su corto paseo por el despacho. Aunque era muy temprano, ya estaba vestido elegantemente, el rostro liso y afeitado, con una ligera fragancia a agua de colonia. Nadie diría que aquella noche no había dormido absolutamente nada. Y para colmo, Aurori intentaba escaparse metida en uno de los cubos de basura. La primera vez echó simplemente a correr y fue fácil cogerla. Esta vez había estado a punto de conseguirlo. Al principio pensó en darle una paliza, pero ésos no eran métodos. Primero tenía que saber por qué quería marcharse, después ya lo arreglaría él.
Aurori, peinada y lavada, permanecía sentada en el sofá con las piernas encogidas y un gesto de fastidio en la cara. Nelson estaba rígido, de pie tras el sofá, Sousa continuó hablando. Lo hacía despacio, sin dejar de sonreír:
—… te he dado todo lo que querías, Aurori, todo. Vestidos, regalos, discos, un aparato de televisión. Todos tus caprichos. ¿No es verdad? —Sousa se acercó al sofá y se sentó a su lado. Ahora parecía un hombre compungido, triste—. Dime si no es verdad, Aurori, —ella asintió, pero continuó enfurruñada—, ¿y qué te he pedido a cambio Nada?, no te he pedido nada, que juegues algunas veces con amigos míos, que encima te dan mis regalos. Hombres que te cuidan cuando yo no puedo cuidarte, Aurori. —Sousa abrió las manos como hacen algunos predicadores expertos desde los pulpitos—. Si quieres volver a tu casa, con tu gente, me lo dices y yo mismo te llevaré. Tú puedes marcharte cuando quieras, Aurori, pero me lo tienes que decir. No quiero que te escapes, eso es una tontería. —Sousa se retrepó en el sofá y cruzó los brazos sobre el pecho—. Si quieres volver con tu familia a fregar y barrer y a pedir limosnas, te irás ahora mismo. Yo sólo quiero que estés bien, que seas feliz.
Sus dedos iniciaron el recorrido de las mejillas de la niña. Ésta se estremeció ligeramente, volvió la cabeza y miró a Nelson.
—Pues dile a éste que no me vuelva a pegar.
Sousa cruzó su mirada con la de Nelson.
—Mataré al que te haga daño. ¿Lo has entendido, Nelson?
—Sí, señor Sousa —contestó éste.
—Nunca vienes a verme —dijo Aurori.
—No puedo, no tengo tiempo, Aurori. Pero tú sabes que yo quiero estar contigo. Tú lo sabes, ¿verdad?
Ella volvió a asentir.
—Quiero estar contigo.
Sousa se levantó, cogió a Aurori del brazo y la puso en pie.
—Ahora tengo mucho trabajo. Vete a desayunar, iré a verte enseguida.
Aurori le colocó las manos alrededor del cuello y le besó en la mejilla. Sousa le palmeó el culo. Al llegar a la puerta, la niña se volvió y dijo:
—¿Cuándo vas a venir a verme?
—Enseguida.
Nelson abrió la puerta y los dos salieron. En aquel momento sonó el teléfono y Sousa miró el reloj. Era puntual. Antes de cerrar la puerta, la niña le hizo un gesto de despedida, al que Sousa ya no contestó. Fue hacia la mesa de su despacho y descolgó uno de los teléfonos. Su actitud cambió. Parecía tenerle miedo al que le hablaba desde el otro lado de la línea.
—No, no lo sabía… —dijo Sousa—. ¿Cucarachas en los servicios? Es la primera vez que… Sí, voy a fumigar el local, no se preocupe —repitió—. Confíe en mí. Mi establecimiento no pude tener… Sí, no se preocupe.
Colgaron con un seco chasquido y Sousa permaneció unos instantes con el auricular en la mano, pensativo. Una arruga le cruzó la frente. Luego colgó despacio. Se sentó en el sillón y de pronto descolgó otro teléfono y marcó un número.
—¿Velarde? —anunció—. Sousa. Escucha, quiero que desinfectes el local de arriba abajo, un cliente me ha llamado, ha encontrado cucarachas en el servicio de caballeros. —Escuchó lo que le decía el otro—. Ahora mismo, Velarde. —El rostro de Sousa se contrajo—. ¡Estúpido, he dicho que ahora mismo!
En el barrio, a Antonia la llamaban siempre doña Antonia. Incluso cuando era joven y vivía el bendito de su marido, el señor Rufino, ya la llamaban así. Era una mujer bajita, regordeta y con el rostro ancho y sin arrugas que tienen algunos gordos felices. Sus ojos eran negros como piedras húmedas y los movía a izquierda y derecha cuando estaba nerviosa y algo no le salía como ella quería. Solía colocarse las manos en las axilas, cruzando los brazos, y eso quería decir que estaba a punto de enfadarse.
En su panadería vendía tres clases de pan, bollitos suizos y pastas caseras. Allí había pasado la infancia y la juventud. Allí, a esa panadería, había ido a cortejarla su Rufino, y también allí la pidió en matrimonio. Diez años más tarde, don Rufino, o el señor Rufino, como lo llamaban en el barrio, murió de resultas de una terrible borrachera de anís Machaquito, dejándola sola en la panadería con una niña pequeña.
Doña Antonia tenía dos cosas en esta vida. Una era la panadería y otra, su hija Carmela. «Si no llega a ser por la panadería, habría tenido que ganarme la vida en las esquinas», solía decir doña Antonia a las escandalizadas vecinas. Por su hija Carmela sentía una adoración y un orgullo tan grandes que los trataba de disimular a duras penas, regañándola siempre por cualquier motivo. Su hija era inspectora de policía, adscrita al Grupo Especial de la Brigada Central, nada menos, y se había diplomado en Criminología. Todo eso eran profesiones de hombres, cosas extrañas impropias de mujeres, pero si su hija era todo aquello, entonces era bueno.
Cuando la veía salir de la ducha a medio vestir y la contemplaba tan hermosa y sana, parecía que el corazón iba a saltarle en el pecho de gozo. Sentía una doble satisfacción, la que siente cualquier madre ante una hija así y la propia de una mujer ante un bello ejemplar de su misma especie. El único punto negro que tenía su hija era que no parecía tener demasiadas ganas de casarse. Ella se había casado con su Rufino a los diecinueve años y su niña había cumplido ya veinticuatro sin dar muestras de tener novio. Los tiempos habían cambiado, eso lo sabía muy bien doña Antonia, pero todavía se casaba la gente en todas partes y a su niña no le quedaban ya amigas solteras. Unos cuantos años más —el tiempo pasaba volando— y su Carmela se convertiría en una solterona sin remedio.
Doña Antonia vertió el zumo de naranja en un vaso y lo llevó a la bandeja, donde ya había colocado un huevo pasado por agua, pan integral fresco, miel, mantequilla y queso de Burgos. Se preguntó cómo su hija podía mantenerse tan esbelta comiendo tanto y ella, que apenas probaba bocado, estaba cada vez más gorda.
Carmela torció ligeramente el cuerpo hacia la izquierda, basculó la cintura y lanzó la pierna derecha en una patada circular. Antes de terminar el movimiento, lanzó el puño derecho cerrado, levantó la rodilla, retrocedió un paso y emitió el grito gutural de los karatecas para golpear con la mano contraria siguiendo la kata llamada del «hacha». Sudaba copiosamente porque llevaba media hora haciendo gimnasia. Sólo le faltaban los movimientos de rotación, de los que hacía cien. Mientras su cuerpo se movía a izquierda y derecha comenzó a pensar en Flores.
Llevaba apenas unos meses en el Grupo Especial y nunca había visto a su jefe tan abatido. Nada estaba saliendo bien, no hacían otra cosa que dar palos de ciego sin ningún resultado. Primero fue la captura de Prada en el aeropuerto de Barajas con aquella cocaína tan pura y la tontería que hizo Pacheco durante el interrogatorio. Después, la muerte por sobredosis de Prada y la obsesión de Flores por centrar todas las investigaciones en El Burbujas.
Bien era verdad que en el cadáver de Prada habían encontrado una cajita de cerillas de El Burbujas, pero eso había que tomarlo con mucho cuidado. Ella misma tenía cajitas de cerillas de cinco o seis sitios a lo que no había ido nunca. Eran cajas de cerillas que cogía de los amigos o que le daban. En ese aspecto, Poveda parecía tener razón: no podían pedirle a un juez una orden de registro con pruebas tan débiles y circunstanciales. ¿Por qué estaba tan obsesionado Flores con El Burbujas? Se lo habían preguntado todos en el grupo sin ningún resultado. Flores no decía nada.
Y para completar el desconcierto, Navarro, un técnico adscrito a un departamento policial, había muerto de sobredosis, y Flores había vuelto a obsesionarse con El Burbujas y con Sousa. ¿Estaban relacionadas las muertes de Navarro y Prada? ¿Los dos pertenecían a una red hasta ahora desconocida de traficantes de droga? Si era así, les quedaba mucho trabajo por hacer. Meses enteros de investigación.
Carmela suspiró mientras respiraba rítmicamente. Cómo le hubiese gustado tener pruebas de que El Burbujas era un prostíbulo infantil. Lo que habría dado ella porque la cara de Flores se hubiera ensanchado en una sonrisa y le diera esos golpecitos en el hombro que él solía dar cuando algo iba bien. Pero en vez de eso, el rostro de Flores se ensombrecía cada día más. «No te preocupes, Carmela —le había dicho—. Ya llegará un golpe de suerte».
Podía haber presionado más a Viki; algunos compañeros lo hacían, pero ella no había podido, esa chica le había dado pena. Quizás hizo mal o quizás era lo que tenía que hacer. Sin embargo, algo le decía que Viki sabía mucho más de lo que le había dado a entender.
Una hora después estaría de nuevo en la brigada, en la reunión diaria, y estaba segura de que esta vez habría problemas. Ningún compañero había protestado aún, pero ella notaba el desconcierto general por la persistencia de Flores en seguir con lo de El Burbujas. Casi todos tenían una fe ciega en su jefe, el gitano, como lo llamaban cuando él no estaba delante, pero también eran todos experimentados policías, sobre todo Marchena.
Marchena no había dicho esta boca es mía desde el asunto de Prada, aunque todos intuían que estaba disconforme con la línea que seguía Flores e incluso con que el grupo se ocupara del caso, que era, notoriamente, un asunto para el Grupo Regional de la judicial o para Prieto y los de Estupefacientes, Respetaba a Marchena como policía, pero había algo en él que le resultaba antipático. Era muy atractivo con su aspecto sombrío y serio. Incluso más atractivo que Flores y que muchos de los hombres que había conocido, pero tenía algo, un desprecio en la mirada, una frialdad que lo hacía desagradable.
Escuchó los ruidos que hacía su madre caminando con las chancletas y terminó las rotaciones del tronco. Doña Antonia abrió la puerta de un caderazo y entró en el cuarto.
—¡Mírala, todavía está así! —exclamó—. ¡Se te va a hacer tarde para el trabajo! —Dejó la bandeja sobre la mesita y añadió—: Te he dicho que te pongas sujetador para hacer la gimnasia. Te van a llegar las tetas hasta las rodillas.
Carmela se acercó a su madre y le lanzó la pierna a la barbilla. La detuvo a unos centímetros, giró sobre sí misma y le conectó el puño al cuello, parándolo también unos centímetros antes de la carótida. Doña Antonia retrocedió, gritando:
—¡Deja de hacer la payasa, leñe, y búscate un novio!
Carmela le lanzó el codo a la nariz. De haberle dado, el hueso se hubiese incrustado en el cerebro, produciendo la muerte instantánea.
—Los hombres son de quita y pon —le contestó ella.
En la plaza de Lavapiés, Viki resbaló y cayó al suelo. Dos mujeres que pasaban cogidas del brazo se apartaron, mirándola fijamente. Viki se puso en pie con trabajo. Tenía los ojos morados y el labio hinchado. Pero las huellas de la mayor parte de los golpes que había recibido no se veían. Las dos mujeres continuaron andando. Estaban acostumbradas en ese barrio a ver borrachos o drogadictos de ambos sexos caídos en la calle. No serían ellas las que tocasen a una tiparraca de esa categoría, Viki se levantó con dificultad. Un hilillo de sangre le empezó a caer barbilla abajo. Tenía el cuerpo tan entumecido de las patadas que había recibido la noche anterior que ya no sentía ningún dolor. Sólo una imposibilidad creciente para respirar o fijar la vista.
—Por favor —imploró Viki en un murmullo pastoso.
Pero nadie le hizo caso. Viki continuó caminando con dificultad.
La primera cliente del día ya se había llevado su pan. Carmela encendió un cigarrillo y se apoyó en el mostrador.
—No me esperes a comer —le dijo a su madre.
—Por ahí no comes más que mierdas —le contestó doña Antonia.
—Voy a tener mucho curro hoy.
La puerta se abrió y madre e hija vieron a Viki, inmóvil en la puerta. Desde donde estaban eran visibles las señales de la cara.
—Viki —murmuró Carmela, y comenzó a levantar la trampilla del mostrador.
—¡Dios mío! —exclamó doña Antonia—. ¡Jesús Santo!
Viki dio unos pasos dentro cuando ya Carmela corría en su ayuda. Pero cayó al suelo, produciendo un ruido seco y opaco, como si lo que hubiese caído fuera un saco de piedras. Carmela le sujetó la cabeza.
—¡Llama a una ambulancia, madre! —le gritó—. ¡No pierdas el tiempo, está muy mal!
—Ha… ha sido Cori… —balbuceó Viki—. Co… Cori…
—¡Llama a la ambulancia de una vez! —volvió a gritar.
Las tres chicas estaban en la puerta trasera de El Burbujas. Cada una de ellas llevaba una pequeña bolsa. Nelson dio unos pasos en el aparcamiento vacío. Dijo:
—Aprendeos esto de memoria: nunca habéis estado aquí. Eh, ¿entendido? No conocéis al señor Sousa ni a mí. Ya os llamaré.
Las tres se pusieron a observar la cinta de la carretera de La Coruña. Susi bajó la mirada al suelo y movió el pie, apartando algunas pequeñas piedras.
—¿Vas a llamarnos de verdad, Nelson?
—Clarito que sí.
—¿De verdad?
—No os estamos botando. Eso seguro. Es sólo un tiempito fuera.
Alicia se mordió el labio y murmuró:
—Joder, me cago en la mar, hay que joderse. ¿Y por qué tenemos que irnos?
—Porque lo digo yo, ¿vale? —Nelson caminó hacía ella—. ¿Está claro? Y apréndete todo lo que te he dicho —sonrió—. Es mejor que os lo aprendáis. ¿De acuerdo? Si no, me puedo poner nervioso y enfadarme.
Alicia miró hacia otro lado y Susi la cogió del brazo.
—Nos volverán a llamar. Ya verás. Vámonos, anda.
—Eso es lo más sensato —dijo Nelson.
Susi se volvió y besó a Nelson en la boca. Fue un beso fugaz.
—Acuérdate de mí —le dijo, y movió la lengua entre los labios.
—Seguro —respondió Nelson.
Las tres caminaron hacia el final del aparcamiento, llevando sus bolsas. Nelson las estuvo observando hasta que se subieron a la furgoneta blanca. Podían parecer escolares de vuelta a casa, después de una excursión.
Nelson encendió un cigarrillo.
En la foto, Sousa resplandecía. Su rostro reflejaba satisfacción. Flores la sujetó frente a los ojos de Viki.
—¿Es éste, Viki? —le preguntó Flores—. No hace falta que hables, mueve la cabeza.
Viki asintió. Sus labios se abrieron.
—Sí —murmuró.
La habitación del hospital era espaciosa y soleada. A Viki le habían puesto sedantes para evitar el dolor y ahora había un equipo de médicos preparados para hacerle un diagnóstico de rayos X. Lo primero que dijo el médico de guardia fue que tenía dos costillas rotas que le habían alcanzado el pulmón, probablemente estaba reventada por dentro.
—Por favor, Manuel —susurró Carmela.
Viki comenzó a hablar con los ojos cerrados. Su voz tenía extrañas ronqueras.
—Lo quería mucho…, me enamoré de él. Era muy bueno conmigo, me regalaba cosas… Sus amigos también se venían conmigo…, luego…, luego… él… él… me…
—Manuel, está muy mal. Deja que la curen, luego hablaremos con ella. ¿No ves que está muy mal?
—Es muy importante, Carmela. —Flores le acarició la mejilla—. ¿Estabas en El Burbujas cuando ibas con sus amigos, Viki? Piénsalo. ¿Era El Burbujas?
Viki abrió los ojos.
—Sí… Burbujas… Sus amigos se acostaban conmigo. Pero él era bueno…, me quería…, luego…, luego…
—Luego ¿qué, Viki? ¿Qué más? Haz un esfuerzo, Viki.
Viki cerró los ojos y movió los labios.
—¡Más alto, Viki, más alto, por favor!
Flores le golpeó las mejillas suavemente y la chica abrió los ojos.
—Se fue con mi amiga, con Susi…, Susi —repitió.
—Muy bien, Viki, muy bien. ¿Dónde vive Susi? Haz memoria, ¿dónde vive?
Carmela se mordió los labios y se agitó, intranquila.
—¿No ves que está muy mal, Manuel? Ya hablaremos con ella, déjala en paz, por favor. ¿No ves que la han reventado a golpes?
Flores apartó a Carmela, sin mirarla. Continuó hablándole a la chica, volcado sobre la cama.
—Vamos, Viki, sigue contándomelo. ¿Dónde vive Susi? ¿En El Burbujas? ¿Dónde vive?
Viki parecía delirar.
—Susi… Susi… Era mi vecina, la Susi… Sousa me echó, me dijo…, me dijo que me había estropeado, que me pinchaba, y se quedó con Susi y a mí me echó… La Susi es muy guapa…
—Ya lo tenemos. —Carmela se acercó a Flores. Lo cogió del brazo. Respiraba muy deprisa, como si acabara de correr—. Si son vecinas, ya lo tenemos, Manuel. Será fácil encontrar a esa Susi. Déjala ya, por favor. ¿No ves cómo está?
Viki se incorporó en la cama con los ojos desorbitados.
—¡Mamá! —gritó—. ¡Ven, mamá! —Y estiró los brazos.
Empezó a llorar, le dio una arcada y una bocanada de sangre le explotó en la boca. Empezó a mover la cabeza a izquierda y derecha y Carmela la sujetó con fuerza.
—¡Cálmate, Viki, cálmate!
—¡Llama a un médico! —gritó Flores.
Carmela apretó el timbre que estaba sobre la mesilla de noche.
La habitación era pequeña, atestada de papeles y con una sola mesa de despacho. En la pared había un calendario de una empresa de material sanitario. El hombre que estaba tras la mesa era pequeño y delgado, con una prominente barriga que le impedía abrocharse la bata blanca. Se dirigió a Carmela, mirándola fijamente con unos ojos azul pálido, fríos como chapas de refrescos.
—¿Es usted familiar?
—No.
—Pero ¿se responsabiliza de ella? Quiero decir, no tenía cartilla de la seguridad social. En estos casos avisamos a la beneficencia.
—No hace falta. Yo me responsabilizo de todo.
—Muy bien —contestó el sujeto.
Comenzó a rellenar unas hojas de papel. Tenía frente a él el carné de identidad de Viki. Un carné medio destrozado, gastado por el sudor.
—María… Victoria Sánchez Muñoz, tenía diecinueve años, parece mentira. Tuberculosis, hepatitis… y encima se pinchaba, tenía el cuerpo como un colador. Además, la habían molido a golpes. No me explico cómo ha durado tanto.
El sanitario levantó la vista.
—O se golpeó al caer por unas escaleras. ¿Qué pongo?
—Ponga lo que quiera.
Asintió.
—Así nos evitamos jaleos. —Continuó escribiendo. Unos instantes después, dijo—: Parecía una vieja.
—Para algunas personas un año representa lo que diez para otros.
El sanitario le tendió el papel.
—Firme aquí. La quemaremos dentro de un rato. —Y añadió—: Le entregaremos todas sus cosas.
—Métalas en el horno con ella —contestó Carmela.