15

En la casa de Navarro no habían encontrado nada que mereciera la pena, excepto las bolsitas con los restos de trip, que se hallaban ya en el laboratorio. El intento de Carmela en el viejo archivo también había sido un fracaso. Si Navarro estaba relacionado con Sousa, no había pruebas.

Poveda paseó a grandes zancadas por la sala del Grupo Especial. No se escuchaba el vuelo de una mosca. Flores era el único que permanecía en pie.

—Si tienes algo concreto con El Burbujas, dilo —manifestó Poveda—. Pero tiene que ser algo sólido, no la tontería que te puede haber dicho un confidente.

A Flores se le pasó por la cabeza decirle que la Aurori, la hija de Rubén Jorowisch, podía estar en El Burbujas prostituyéndose. Pero eso no era una prueba. Poveda prosiguió:

—No sé por qué te empeñas en seguir con eso de El Burbujas, Flores. Dime algo concreto y le pedimos al juez una orden de registro. Mientras tanto…

—Prada estaba relacionado con Sousa. Iba a El Burbujas y murió de una sobredosis —dijo Flores—. Prada vendía cocaína y caballo para mantener su tren de vida. Y ahora Navarro muere de la misma manera.

Poveda se detuvo en medio de la sala y empezó a contar con los dedos.

—Voy a decirte lo que tenéis en este asunto. Primero, todo eso que me has dicho no prueba nada. Segundo, la cajita de cerillas de El Burbujas que se encontró en el cadáver de Prada con huellas dactilares de una mujer que no está fichada tampoco es gran cosa…

—Puede que sean de una menor de edad que aún no se ha hecho el carné de identidad.

—Puede ser, puede ser… —Poveda elevó la voz—. ¡No quiero oír hablar de poder ser! ¡Quiero pruebas o te retiras del caso! ¡El Grupo Especial está para otras cosas! ¡Hace falta algo más sólido! ¿Tengo que explicártelo, Flores, o es que eres nuevo? ¡No quiero oír hablar de conjeturas! —Poveda paseó la mirada por los miembros del grupo—. ¿Dónde está la ficha de Navarro?

Marchena se la tendió.

—Los de la Brigada Interior no sabían que Navarro se drogaba —señaló Marchena—. Los de la Brigada Interior no se jalan una rosca.

Poveda miró largamente la ficha de Navarro. Tenía cuarenta y cuatro años, ingeniero electrónico, especialista en informática, soltero, misántropo, sin familia. Había ganado las oposiciones al cuerpo técnico de la policía hacía cinco años. Jamás había tenido una sanción. Poveda le devolvió la ficha a Marchena, que la arrojó sobre la mesa.

—Ya estoy cansado de tantas Burbujas. Medio Madrid ha ido a El Burbujas.

Poveda se fijó en el pendiente que le colgaba a Loren de la oreja izquierda.

—¡Otra vez! ¡Quítate eso cuando estés en la brigada! —Loren se echó mano a la oreja y se quitó el pendiente. Poveda se volvió a Flores—: Os estáis cubriendo de gloria. Vaya Grupo Especial.

Virginia se detuvo en el comedor de la cafetería Géminis y dirigió la cabeza a izquierda y derecha, hasta que vio a Flores y a Lucas inclinados sobre sus platos. La cafetería Géminis estaba situada frente a la brigada y era el lugar más fácil y asequible para comer. Hacían rebaja a los policías. Virginia llevaba bajo el brazo una carpeta de tapas marrones. Caminó entre las mesas y se detuvo frente a Flores. Éste dejó el tenedor y el cuchillo en el plato y observó a la chica.

—¿Quieres comer con nosotros, Virgi? —preguntó Lucas.

Ella negó con la cabeza.

—Gracias —dijo—. Ya he comido.

Colocó la carpeta sobre la mesa. Estaba manchada de polvo y en su parte superior, escrito con buena letra picuda, ponía: «Brigada Político Social. Confidencial».

—¿Qué es esto? —preguntó Flores.

Virginia sonrió.

—Un informe rutinario, comprende las actividades de la brigada entre los años 1970 y 1971. —Flores aguardó—. Sale Sousa. Pensé que te interesaría.

—¿Sousa? —Flores agarró la carpeta y la abrió—. ¿Sousa? ¿Cómo has conseguido esto?

Lucas se levantó de la mesa y se situó a la espalda de Flores, que leyó rápidamente, pasando el dedo.

—¿Cómo has conseguido esto? —repitió Flores—. Es increíble…

—Yo estuve con el equipo que codificó el archivo, ¿sabes? Lo pasamos todo al ordenador…, pero algunas cosas no. La información clasificada…, esas cosas.

Carmela llegó hasta la mesa de sus compañeros y se apoyó en una de las sillas vacías.

—¡Hola a todos! —exclamó—. ¿Puedo comer con vosotros?

Nadie le contestó. Flores y Lucas siguieron leyendo el informe.

—Bueno… —Virginia carraspeó—. Tengo que marcharme.

Flores se puso en pie y le estrechó la mano con fuerza.

—Gracias, muchas gracias por acordarte de nosotros, Virginia.

—No hay de qué —contestó ella con una sonrisa.

Virginia dio media vuelta y se encaminó a la puerta. Todos la miraron con atención.

—Ratita —murmuró Carmela, pero no la escuchó nadie.

Flores y Lucas se sentaron.

—Es increíble —dijo Lucas—. Como si nos hubiese tocado la lotería.

—Tenemos que dárselo a Poveda —manifestó Flores hojeando de nuevo el informe, que consistía en tres hojas mecanografiadas, amarillentas por los años.

—Bueno —observó Carmela—. Si no es un secreto de Estado, no me importaría saber a qué se debe tanta alegría. ¿Tengo que ir a comprar cohetes?

—Sousa fue confidente de la Social —dijo Flores.

—Y eso no es todo —añadió Lucas.

—¿Aún hay más? —Carmela se adelantó en la mesa.

—Sí —afirmó Flores—. Aún hay más.

—Navarro también fue confidente en la misma época.

A las siete de la tarde, el tráfico en la plaza de Cibeles era infernal. Los automóviles que acudían al centro de Madrid desde la calle de Alcalá tropezaban con los que procedían del sur, intentando alcanzar plaza de Castilla. Al mismo tiempo, otra riada de automóviles exasperados intentaba hacer el camino contrario.

Pero eso parecía no importarle al comisario retirado Blas Calzada, un hombre muy conocido por todos los policías y por la prensa. Había sido profesor de Técnica e Investigación Policial en la Academia de Policía, y al menos ocho promociones de inspectores lo habían tratado de alguna forma. Pero su fama se había cimentado como jefe de la Brigada Político Social, la policía política, entre 1968 y 1975.

Tomaba manzanilla con menta a sorbitos, con el ruido de fondo del tráfico de la calle de Alcalá, sentado en una mesa del Café Lyon que daba a una de las ventanas. Flores estaba frente a él acariciando una panzuda copa de coñac.

Era delgado y espigado, de unos setenta años, de nariz grande y ojos que parecían taladrar las paredes. Todo el mundo lo llamaba el Viejo.

—Sousa estaba muy relacionado con el grupo de los polacos exiliados, monárquicos nostálgicos y militantes de la Legión Blanca. Lo recluté a instancias de la Brigada de Extranjeros, cuando Sousa pidió la nacionalidad. En realidad no nos sirvió de mucho, pensábamos que los exiliados polacos podrían hacer algo cuando se reanudaran las relaciones diplomáticas, pero no pasó nada. —Volvió a sorber de su taza y miró distraídamente por la ventana la mole del edificio de Correos. Continuó—: No puedo jurar que conociera a ese Navarro, estaban en secciones diferentes. Navarro nos informaba de los movimientos de algunos grupúsculos de comunistas jóvenes, pero los comunistas crecieron, se convirtieron en hombres de negocios o catedráticos y se acabaron sus ardores juveniles. A cambio, cuando llegó la democracia, a Navarro le dimos el puesto de programador en el Centro de Datos. Creo que tenía un título académico de ingeniero. No estoy seguro.

—Ingeniero en electrónica —dijo Flores—. ¿Y qué recibió Sousa?

—La nacionalidad española.

El comisario retirado suspiró y miró la taza. La manzanilla con menta se había terminado.

—La verdad es que añoro el tiempo en que era un simple policía y no lo que soy ahora, un viejo jubilado. ¿Tenéis pruebas de que Sousa trafique con drogas?

—No —contestó Flores—. Pero está rodeado de extraños cadáveres. Primero fue Prada y ahora Navarro.

El comisario retirado sonrió. Sus delgados labios dejaron ver unos dientes grandes y afilados.

—A eso lo llamo yo intuición policial, Manuel.

—Tú me enseñaste a confiar en la intuición.

—Eres uno de los mejores policías que pasó por mis manos, Manuel. Siempre he dicho que nos hacen falta hombres reflexivos, ecuánimes…, que tengan más laboratorio que tiro al blanco. Desgraciadamente las nuevas promociones de policías se parecen cada vez más a los que salen en televisión. Dime, ¿le habéis intervenido el teléfono?

—Poveda ha decidido no ir al juez hasta que no tengamos pruebas.

—El bueno de Poveda.

—Esto nos ha ayudado bastante. Lo he sabido por casualidad; estábamos metidos en un hoyo y no podíamos salir. Si Sousa es lo que yo pienso, es el tipo más listo con el que me he tropezado nunca.

—¿Siempre tenemos que hablar de cosas del trabajo? Deberíamos vernos más, Manuel. Me estoy convirtiendo en un viejo chocho que habla demasiado. Deberíamos morimos antes de jubilamos, como los viejos caballos. ¿A propósito, cómo siguen Julia y las niñas?

—Deseando verte.

—Buenas chicas, son buenas chicas.

Flores tuvo una ráfaga en la que vio a sus propias hijas en medio de la decoración de un burdel. La rechazó con fuerza y dijo:

—¿Fias oído hablar de que El Burbujas sea un prostíbulo de menores?

El Viejo pareció quedarse rígido, pero fue sólo durante unos segundos. O eso creyó Flores.

—¿Prostíbulo de menores?

—Sí.

—¿Quién te ha dicho eso? No tenía ni idea.

—Un confite.

—¿Y es seguro?

Flores se encogió de hombros.

—No, no es seguro. Te lo preguntaba por si sabías algo.

El Viejo negó con la cabeza.

—Me cuesta trabajo pensar en Sousa haciendo eso. Pero todo es posible.

—No es seguro. Ya te lo he dicho, es una confita.

El Viejo golpeó la mano de Flores.

—No he tenido hijos, Manuel, pero si hubiera tenido uno, me habría gustado que fuera como tú.

—Vente un domingo a casa. Las niñas echan de menos esos pasteles que les llevas.

—Cuídalas, Manuel. Al final, cuando seas un viejo poli como yo, sólo vas a tener a tu familia. Nada más.

Flores se despertó de pronto y se extrañó al ver la cama vacía. Miró a izquierda y derecha, escuchando. La casa estaba en el más completo silencio. Se levantó y salió del dormitorio, vestido sólo con el pantalón del pijama. Primero pensó que Julia estaría en el cuarto de las niñas. Abrió la puerta y escudriñó en la oscuridad. La respiración acompasada de sus hijas creaba una sensación de quietud y reposo en la habitación. Las miró unos instantes. Cristina dormía como siempre, boca abajo, arrugando las sábanas y las mantas con un brazo debajo de la cara. Pili lo hacía de lado, serena y firme, con el cabello extendido en la almohada. Flores pensó que se podía saber muchas cosas sobre las personas viéndolas dormir, sorprendiéndolas cuando el cuerpo no recibe ningún imperativo de la mente y se muestra tal como es. Se preguntó a sí mismo por qué entonces él no dormía nunca. Podía permanecer hasta setenta y dos horas de vigilia sin necesitar dormir.

Cuando era niño se resistía a caer vencido en la cama y luchaba por estar despierto. Era como si no quisiera que se acabara el día, como si dormir fuera algún extraño vestíbulo de la muerte. De esa forma, el sueño le llegaba siempre por sorpresa, inesperadamente y de golpe. Él atribuía esa ligereza de sueño a alguna inevitable herencia de su padre, o quizá de su raza, que los convertía en hombres siempre listos para huir, para desmontar la casa y marcharse a cualquier hora y a cualquier lugar.

Aquélla era una de las cosas que le extrañaban a su mujer en los primeros tiempos de vida en común. Julia sorprendía siempre a su marido con los ojos abiertos, como si acabara de despertarse unos segundos antes. Aunque él, gracias a esa extraña facultad, la podía contemplar largamente mientras ella dormía con el rostro sereno y dulce. Uno de los espectáculos más hermosos que podía recordar. En la cama, mientras la miraba, procuraba no hacer ruido, y aquéllos eran momentos secretos que no compartía con nadie.

Caminó por el pasillo y se asomó al salón. Julia fumaba sentada en el sofá, con las piernas apoyadas en el respaldo del sillón. Llevaba una bata ligera sobre el camisón. Las luces de la calle se filtraban a través de los cristales sin cortinas de la terraza y creaban un halo de irrealidad en torno a ella.

—¿Qué haces? —preguntó él.

Ella tardó en responder.

—No podía dormir —dijo.

Flores cogió la cazadora que estaba sobre otro sillón y se la puso. Se sentó al lado de su mujer.

—¿Te ocurre algo, Julia?

—Nada, simplemente que no podía dormir.

—Pero ¿te encuentras bien?

—Sí.

Su rostro resplandecía, artificialmente blanco y espectral, por la lechosa luz que provenía de los anuncios de la calle. Adivinó la suave textura de la carne bajo el camisón, la suave línea de las caderas, la forma de los senos bajo la tela. Le pasó la mano por el cuello y ella tuvo un estremecimiento y se apartó.

—Déjame que lo adivine —dijo—. ¿Vas a hacer otro servicio nocturno?

—Sí —contestó él con extrañeza—. Se me olvidó decírtelo al acostarme, lo siento.

—¿A las dos y media de la madrugada?

Se quedó en silencio unos instantes, contemplándola. Notó cómo ella se mordía los labios.

—¿Estás enamorado de ella? —Había un pálpito de inseguridad y angustia en esa pregunta—. Di, ¿la quieres? —Flores abrió la boca. Ella prosiguió en un tono más bajo—: ¿La quieres, Manuel? Dímelo, por favor.

Flores la tomó de los hombros con suavidad y la obligó a que lo mirara.

—¿De qué estás hablando, Julia? ¿Qué es eso de que estoy enamorado?

—¿Es?, guapa Dime, ¿es más guapa que yo? He…, he intentado ir a verla a la brigada, pero no he podido, no puedo humillarme tanto.

Flores la soltó de los hombros y se echó hacia atrás en el sofá. Ella inclinó la cabeza. Lloraba en silencio, sin aspavientos, como si se hubiera abierto un grifo oculto en alguna parte de ella.

—Yo lo…, lo entiendo, Manuel, lo entiendo. No hacemos mucho el amor últimamente, yo estoy muy cansada y tú siempre estás fuera… No, no nos vemos, Manuel… Es lógico que…, que estés con esa chica, seguro que es muy guapa y más joven que yo…, y estás todos los días con ella…, con esa Carmela… Lo…, lo entiendo, Manuel. —Levantó la cabeza y continuó—: Ya no puedo más, Manuel. Me había propuesto no decírtelo, pero ya no puedo más. Me paso todo el día sola en casa y no hago otra cosa que pensar y pensar.

Flores negó con la cabeza. La tomó de la cara para que lo mirara.

—Julia, no sé de dónde has sacado eso. ¿Yo enamorado de Carmela? Es una tontería, Julia… Mírame… Es una tontería. No se me ha pasado por la cabeza ligar con Carmela. No sé de dónde has sacado esa bobada.

—Prefiero que me lo digas, Manuel. Que me digas la verdad. Te espero y te espero en casa, pensando que estás con ella y… y… no puedo más, Manuel, no puedo más.

Flores se puso en pie y gritó:

—¿Cómo quieres que te lo diga? ¡Me cago en la mar! ¡No estoy liado con Carmela ni con nadie, coño!

—¡No me grites!

—Pero ¿qué te ocurre, es que te has vuelto loca? ¿Cómo se te ha ocurrido pensar eso? ¡Di! ¿De dónde lo has sacado?

Julia comenzó a llorar más fuerte.

—No me grites, por favor. No me grites.

—¡Pero cómo no voy a gritarte, te has vuelto loca! ¡Maldita sea mi estampa! ¡Me vas a volver loco a mí!

Flores dio un manotazo y tiró al suelo lo que había en la mesita: el cenicero, una cajita de madera, un jarrón de cerámica y un vaso medio lleno de whisky. Los fragmentos quedaron esparcidos por el suelo.

—¡Bruto! —gritó Julia y se puso de pie—, ¡eres un animal!

—¡Ahora dime que soy un tipo sin educación, anda, dímelo! —Su rostro permanecía rojo de ira. Bajó la voz—. ¡Dime que soy una mierda de gitano! ¡Dímelo, es lo que estás pensando! ¡Dilo!

La agarró de los brazos y la atrajo hacía él. Julia se debatió, tratando de zafarse de sus manos, que la apretaban como zarpas.

—¡Me estás haciendo daño, suéltame, suéltame!

Cristina apareció en la puerta del salón con la cara bañada en lágrimas, sin atreverse a entrar. Julia gritó:

—¡Cristina!

—Mamá, mamaíta, tengo miedo —sollozó.

Flores soltó a Julia y ésta corrió hacia su hija, la abrazó con fuerza y la levantó en vilo.

—No pasa nada, hijita, no pasa nada. No llores, cariñito, no llores.

—Tengo miedo, mamá, tengo miedo.

Julia corrió con ella en brazos y se metió en el dormitorio. Flores le gritó:

—¡Julia, espera!

Julia se encerró en el dormitorio de sus hijas y Flores golpeó la puerta.

—¡Abre, Julia, abre!

—¡Déjame en paz, animal, déjame en paz! ¡Vete de una vez!

Flores se apoyó en la puerta y la golpeó con los puños.

—¡Abre o la tiro a patadas, abre!

Escuchó las voces de sus hijas y el alboroto dentro del dormitorio. Pili también lloraba. Flores se detuvo.

—Dios santo —murmuró—. Pero ¿qué estoy haciendo?

Se tapó la cara con las manos y se apoyó en la puerta. Se sintió vacío, hueco. Su rostro en aquel momento carecía de expresión. Se dio la vuelta. Le dio un puñetazo a la pared y gritó de dolor, agarrándose el puño.

Viki metió la mano en el bolso de plástico, sacó una moneda de cinco duros y la introdujo en la ranura de la máquina tragaperras. Era morena y tenía el rostro pálido y afilado y los labios carnosos demasiado rojos por el lápiz de labios. La máquina se tragó la moneda; soltó una interjección y la golpeó con la mano abierta. Luego, comenzó de nuevo a registrar el bolso, buscando otra moneda.

El negro de la bandeja de baratijas se acercó a ella desde el fondo del local.

—¡Ey, Viki! ¿Unas gomitas? ¿Un mechero? Tengo pendientes bonitos para ti.

—Vete a la mierda —le contestó la chica—. Déjame en paz de una vez.

El negro se retiró unos pasos y se dirigió al mostrador.

—Todo bonito y barato…, bonito y barato —canturreó.

El bar se llamaba Club Habana y estaba situado en la calle del Barco, cerca de la Ballesta. En la puerta había un cartel luminoso con dos palmeras cruzadas y el nombre en medio. Dentro, la decoración consistía en un mural en el que dos tipos movían unas maracas y una mulata semidesnuda bailaba. Flores se preguntó quién sería el pintor anónimo que había hecho ese desaguisado de colores. Estaba apoyado en el mostrador ensimismado en su bebida, a la que sólo le había dado un sorbo, y pensando en la extraña reacción que había tenido Julia. Nunca se le había pasado por la cabeza que pudiera tener celos de una compañera. ¿De dónde habría sacado esa teoría tan peregrina? Flores miró de reojo a Carmela, que se hacía pasar por una prostituta acodada en el mostrador. Era hermosa, sí, muy guapa, muy joven y una estupenda policía. ¿De dónde habría sacado esos celos estúpidos? Flores decidió que tenía que salir más con Julia, sin las niñas. Ir a cenar los dos solos. Quizás al cine o a bailar.

Pero ahora tenía que pensar en otras cosas. A sus pies, un limpiabotas desdentado y de largas manos le lustraba los zapatos. La caja del betún estaba completamente cubierta por pegatinas de Franco, Mussolini, Hitler y José Antonio Primo de Rivera. Al entrar, el limpiabotas lo había mirado fijamente, había carraspeado y se había dirigido hacia la puerta. Flores supo que lo había reconocido y lo llamó para que le limpiara los zapatos. Cuando se agachó a su lado, Flores le había dicho:

—En boca cerrada no entran moscas.

—Yo soy una tumba, jefe —había contestado el limpia.

El negro de las baratijas pasó al lado de Flores y continuó su recorrido por el mostrador. Dos años de hacer lo mismo por los bares de la zona le habían hecho tener una psicología especial sobre quién podría comprarle algo y quién no. Y aquel sujeto moreno, delgado y alto que se estaba limpiando los zapatos no era de los que compraban collares ni correas de relojes.

—¿Una gomita, caballero? ¿Un recuerdo de Senegal? Todo bueno y barato.

Un hombre demasiado gordo para la cara que tenía apartó la bandeja que el negro llevaba colgada al cuello.

—No moleste, coño —le dijo, y se volvió hacia Carmela, que bebía una tónica a su lado.

Carmela continuó sorbiendo de su vaso mirando hacia el lado contrario al que se encontraba el gordo. Mostraba sus muslos anchos y fuertes, bien formados, de bailarina de ballet o de persona que hace mucho ejercicio, aunque eso el gordo no lo podía saber. Llevaba su vieja minifalda negra y medias de rejilla negras. Sus pechos apuntaban hacia el mural de la pared como si fueran a dispararse de un momento a otro.

—Mil quinientas —le susurró otra vez el gordo.

Carmela continuó sin hacerle caso.

—Dos mil, tía —insistió el gordo—. Venga, vámonos arriba.

Carmela suspiró y se volvió.

—¿Por qué no te abres? Me estás dando la barrila.

—Tres mil.

—No.

—Súbete arriba conmigo. Y me llevo una botellita de champán.

—Que no.

—Cuatro papeles.

Viki continuaba en la máquina, gastándose monedas de cinco duros, y el negro llegó hasta el final del mostrador sin haber vendido nada. Si no se hacía al menos mil quinientas, el tipo que llevaba el negocio de las baratijas y que contrataba a otros siete negros de su mismo pueblo lo pondría en la calle. Se encaminó a la puerta. Más arriba había otro club llamado Génesis. Iría a probar suerte allí. Al pasar junto al gordo y a la puta guapa, escuchó que ésta estaba insultándolo. Aquellas cosas no pasaban en su tierra con ninguna mujer, ya fuese prostituta o una de las mujeres del alcalde. La chica le hablaba muy cerca.

—¡Corta y rema, que vienen los vikingos, tío!

Al salir, vio cómo Viki abandonaba la máquina tragaperras y se dirigía a la puerta en la que ponía «Servicios».

Viki disolvió el caballo en unas gotitas de limón. La cucharilla tembló cuando le aplicó la aguja de la jeringuilla desechable y sorbió la mezcla. Dejó la jeringuilla con cuidado sobre su falda y se remangó la manga del vestido. Luego se quitó la cinta elástica del pelo y se hizo un torniquete en el antebrazo, frotándose las venas, que iban abultándose por momentos. Jadeaba por la emoción. Era el mejor momento, un poco antes de darse el picotazo, cuando se empieza a pensar en el calorcillo que va a invadir las venas, que llega al cerebro y hace abrir los ojos, sonreír y ver la vida color rosa. El pecho de Viki se movía rítmicamente.

En aquel momento la puerta saltó hecha astillas y Carmela pasó al retrete. Lo primero que hizo Viki fue proteger la jeringuilla. Se abalanzó sobre ella y la apretó contra su pecho. La desconocida sólo dijo:

—¿Qué tal, Viki?

Abrió los ojos como platos. Al principio no la reconoció, pero si hay algo que sabe un delincuente, es distinguir a un policía, aunque vaya con minifalda.

—¿Eres madero? —preguntó.

Carmela cogió la jeringuilla y la levantó en el aire. Viki intentó abalanzarse sobre ella, pero Carmela la inmovilizó con la otra mano, empujándola de nuevo contra la pared.

—Si vuelves a moverte, te quedas sin caballo.

La voz de Viki era un rugido.

—¿Qué quieres? ¡Yo no te he hecho nada!

Carmela le sonrió. Dijo:

—Necesito que me hagas un favor.

El escupitajo alcanzó a Carmela en la rodilla. La abofeteó en la mejilla sin fuerza y la agarró del pelo.

—Quiero hablar contigo por las buenas, ¿me has entendido, Viki, o tengo que repetírtelo?

—Dame el pico, guarra, dame el pico.

—Como si las dos fuésemos amigas, ¿eh, Viki? —Agitó la jeringuilla.

Los ojos de Viki parecían salirse de las órbitas. Jadeaba como un pez fuera del agua.

—Háblame de El Burbujas.

La chica se paralizó. Estuvo unos segundos así, sin moverse. Luego se apretó el pecho con los dos brazos, como si acunara a una muñeca. Carmela le repitió la pregunta.

—El Burbujas, Viki. Cuéntame lo que pasa allí dentro y te daré el pico. Es muy fácil Viki, y yo no tengo mucha paciencia, así que no vayas a decirme que no sabes nada de El Burbujas, porque sé que has estado allí.

Viki tuvo una arcada, pero no vomitó nada sólido. Un reguero de bilis le resbaló barbilla abajo hasta mancharle la pechera. Empezó a tiritar.

—¿No vas a decirme nada, Viki? ¿Vas a ser tan tonta de perder este pico?

—¿El Burbujas? —balbuceó.

—Has oído muy bien, chata. El Burbujas, exactamente.

Viki resbaló del retrete, despacio, como a cámara lenta, y se quedó tendida en el suelo. Los tiritones se habían convertido en convulsiones.

—No…, no sé…, no sé nada… Por favor…, el… pico

Carmela abrió el bolso, sacó una tarjeta y se la arrojó.

—Es mi dirección particular. Por si se te refresca la memoria.

Viki tintaba, boqueando, con el cuello rígido y los músculos contraídos.

—El pico…, el pico… Dame el pico, por favor. Ya no puedo más…, por favor.

Las lágrimas comenzaron a rodar mejillas abajo, convirtiendo el rímel en una pasta negruzca. Carmela pensó decirle otra vez: «Háblame de El Burbujas y te doy el pico». Las palabras se formaron en el cerebro, pero no salieron por la boca. Le tendió la jeringuilla y la chica la cogió de un manotazo.

—¡No sirvo para esto, coño! —exclamó, dio media vuelta y salió del retrete.

El limpiabotas le hablaba a Flores:

—Las cosas están muy chungas, se lo digo yo, lo que hace falta aquí es mano dura y la Ley de Vagos y Maleantes… —Hizo un gesto abarcando el local—. A tos éstos los fusilaba yo.

Carmela salió de los retretes con el rostro demudado y se dirigió directamente a la puerta sin mirar a Flores. El sujeto gordo que la había estado molestando salió a su encuentro. Se detuvo a su lado y la interpeló:

—Diez mil pelas y ni una más. Me estás buscando la ruina.

Carmela le dio un beso en la frente.

—No puedo irme contigo, Marión Brando. Acabo de pescar el sida.

El gordo dio un paso atrás y comenzó a frotarse la frente. Flores se metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un billete de mil pesetas.

—Si dices una sola palabra, vuelvo y te arreglo. ¿Lo has entendido?

El limpia cogió el billete de un tirón y se lo guardó en el bolsillo.

—¡Usted es como un Rey Mago, jefe!

Flores le dio unos golpecitos en la espalda.

Viki cerró la puerta del retrete con cuidado, respiró hondo y salió al bar. Tenía las mejillas coloreadas y las pupilas dilatadas. Le invadía una extraña sensación de seguridad. El encuentro con aquella policía vestida de puta estaba ya casi olvidado. Como si hubiera ocurrido mucho tiempo atrás. Ahora tenía que buscarse un cabrito que le soltara pasta con la que comprarse el próximo pico. Se arrimó al mostrador y le pidió al camarero una copa de anís dulce. Paseó la mirada por el local, evaluando a los hombres.

Cori se levantó de una de las mesas, donde estaba con una prostituta con el pelo tintado de rojo. Caminó con una copa en la mano y se colocó al lado de Viki. Ésta le sonrió y le hizo sitio.

—¿Cómo estás, guapa? —le dijo.

—Ya ves —contestó Viki pegándose a él. Le pasó la mano por el muslo y la detuvo en la entrepierna—. ¿Me pagas la copita?

Cori arrojó un billete de mil pesetas al mostrador.

—¿Cuánto?

—Tres mil.

—Muy bien. Ya verás lo bien que lo vamos a pasar, chata. ¿Cómo te llamas?