La casa de Navarro era uno de esos apartamentos que parecen fabricados para que nadie viva en ellos. Constaba de tres habitaciones espaciosas, una cocina y un cuarto de baño. La habitación más grande era el salón. Estaba enmoquetado en gris, y tenía una estantería moderna de color blanco y negro con tres o cuatro libros colocados al azar y unos pequeños adornos que parecían rompecabezas hechos a base de tubos de colores retorcidos. De una de las paredes colgaba una litografía que anunciaba a algún artista famoso, probablemente alemán. En un rincón del cuarto, una mesa negra de patas delgadas con cuatro sillas de diseño futurista. Ése era el único mobiliario.
Sentado en una de las sillas, un hombre del Gabinete de Dactiloscopia había colocado su maletín en el suelo y estaba manipulando con guantes transparentes tres bolsitas de plástico llenas de polvillo blanco. Sus gestos eran pausados y tranquilos, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Aún no sabía de qué se trataba, pero su instinto le indicaba que aquello podía ser un trip, una mezcla de heroína y coca que se esnifa y que según dicen los entendidos te sube al séptimo cielo en cuestión de segundos. También había oído hablar a los de Estupefacientes de que otros se la inyectaban, pero él nunca había visto a nadie hacer eso. En realidad, eran prácticas poco vistas en España. Eran más frecuentes en los lugares donde la coca era abundante y barata.
La casa estaba llena de policías. Habían acudido los del Grupo de Homicidios y los de la Brigada Central. Muriel se apoyó en la puerta y dejó salir a uno de los hombres de Prieto, el jefe de la Sección de Estupefacientes de la brigada. Carmela y Loren estaban al lado de la estantería. Del salón entraban y salían uniformados y los inspectores de Prieto, todos jóvenes y con aspecto de macarras.
—Navarro siempre fue un putero —estaba diciendo Carmela—. A mí me caía muy mal, pero no me esperaba esto.
Loren le acarició las mejillas.
—Los policías no somos supermanes, Carmela, estamos hechos de carne, como todos.
Navarro estaba sentado en el suelo del cuarto de baño con la cabeza apoyada en la taza del inodoro y una mueca horrible en el rostro, desnudo de medio cuerpo para arriba. Un hilo de sangre coagulada le corría por el antebrazo. Tenía un torniquete a la altura de la axila. En el suelo, a su lado, descansaba una jeringuilla con el émbolo lleno de sangre. Frente a él, el fotógrafo del gabinete disparaba su flash.
El cuarto de baño tenía el mismo aspecto impersonal que el resto de la casa. Era grande y con los baldosines de color negro. Un gran espejo de cuerpo entero cubría uno de los flancos, frente a una bañera con capacidad para dos o tres personas. Había frascos de perfume y gel de baño como para montar un tenderete.
Luján, el jefe del Grupo de Homicidios, contemplaba de forma distraída el armario empotrado. A su lado, Prieto lo observaba sin decir nada. Poveda estaba en la puerta hablando con Flores.
—¡No me marees, Flores! ¡No quiero que se cachondeen de mí los jueces! Demuéstrame que Navarro tenía algo que ver con Sousa y pedimos una orden de registro. —Flores no contestó. Poveda añadió—: Yo tampoco creo en las coincidencias, pero no es razón suficiente que le hayáis pedido a Navarro información sobre Sousa.
El hombre del Gabinete de Identificaciones entró en el cuarto de baño con uno de los sobrecitos transparentes. Se dirigió a Poveda:
—Hasta que no tengamos las pruebas de laboratorio no te podré decir nada. Pero a mí me parece un trip. O sea, una mezcla de caballo y coca.
—Eso no mata a nadie —contestó Poveda.
—A menos que se le quiera matar —dijo Flores.
—¿Estás hablando de un asesinato, Flores? —El hombre del gabinete observó a Flores con atención. Nunca le habían pedido su opinión sobre los gitanos, pero si se la pidieran, nunca aceptaría a un hombre como Flores como compañero—. Muy sofisticado.
—Trae pronto las pruebas del laboratorio —insistió Flores—. Te apuesto lo que quieras a que ahí no hay sólo caballo y coca.
El del gabinete levantó el sobrecito con sus manos enguantadas y lo miró al trasluz, como si así pudiese ver algo. Torció la boca con un gesto de duda.
—Ya veremos —dijo.
Dio media vuelta y salió. Poveda miró a Flores.
—Yo no he dicho que no pueda ser un asesinato, Flores. Lo único que te he dicho es que debemos ir con mucho tiento con los jueces.
—Prada y ahora Navarro —insistió Flores.
Poveda se volvió al fotógrafo.
—¿Ya has terminado?
—Sí —contestó éste.
—¿Dónde está el juez? —Poveda no se dirigía a nadie en particular, pero contestó Luján.
—A punto de llegar.
—Que se vaya todo el mundo —gruñó Poveda—. Tanta gente me pone nervioso. Que no entre a esta casa nadie más que los del grupo de Flores.
Prieto caminó hacia la puerta seguido del fotógrafo. Después lo hizo Luján. Se escucharon las voces de Prieto ordenando a todo el mundo que abandonara la casa. Poveda le puso a Flores la mano en el hombro, pero no era un gesto amistoso. La figura inmóvil de Navarro, sentada en el suelo, iluminada por la luz que chocaba contra las baldosas negras, tenía algo de demoníaco y siniestro.
Luján pasó dentro con el juez, un muchacho increíblemente joven. Iba vestido de negro con camisa blanca y corbata del mismo color que el traje. Su rostro reflejaba seriedad. Detrás de él, llegaron los camilleros, que sacaron el cuerpo de Navarro envuelto en un lienzo que parecía de hule. Luján se acercó a Flores.
—El caso es tuyo, Flores. Que te aproveche.
Salió detrás de los camilleros y del juez. En el salón sólo quedaron Poveda, Flores, Carmela y Loren, que ya tenían puestos los guantes transparentes.
—Tenemos que estar seguros, Flores —dijo Poveda rompiendo el silencio—. Pero podemos esperar a mañana. Vamos a precintar la casa.
—No —contestó Flores—. Empezaremos ahora mismo.
—Entonces quiero un informe mañana antes de comer.
—Lo tendrás —contestó Flores.
Poveda miró durante unos instantes el salón, observó el reloj, dio media vuelta y salió del apartamento. Carmela suspiró.
—¿Qué le pasa a este hombre? —preguntó.
—Algunas veces parece que somos nosotros los asesinos de la película —dijo Loren—. Parece que nos echa las culpas.
Había un maletín que acababan de traer de la brigada, y Flores se estaba poniendo unos guantes semejantes a los que tenían Carmela y Loren.
—Quiero un informe mañana antes de comer —imitó Carmela.
—Bueno —dijo Flores—. Si lo hacemos bien, bastará con un par de horas. Todavía vamos a poder dormir esta noche. Tenemos que poner la casa patas arriba.
—Muy bien —dijo Loren—. ¿Y qué es lo que buscamos?
Una tenue sonrisa se dibujó en el rostro de Flores.
Sousa estaba al teléfono, de pie, tras la mesa de su despacho. Su voz era amable, incluso dulce.
—… no necesitamos más whisky escocés, ya tenemos bastante.
Colgó y se quedó pensativo.
Las olas chocaban contra los muros en la «Casa del Mar». La oscuridad era total, excepto el rectángulo del gran ventanal de la biblioteca. Dentro, el fuego saltaba en la chimenea. Hacía demasiado calor, como en un invernadero. Sentado en el enorme sillón de orejas, tras la mesa de caoba, el habitante solitario de la «Casa del Mar» cortó la comunicación con un gesto brusco. Sólo se distinguía su antebrazo izquierdo, donde brillaba el Rolex de oro macizo.
Había cosas que no le gustaban a Ventura, aunque formaban parte de su trabajo como comisario subjefe de la Brigada Central. Opinaba que los malos tragos, cuanto antes y más rápidamente, mejor. Por eso había citado a Pacheco a las nueve y media en su despacho. Y por eso no se había sentado tras la mesa, sino que se había apoyado en el borde, frente a él.
Éste tenía una mueca extraña en la cara, los ojos brillantes y los labios lívidos con una expresión descompuesta. Lo peor era que Pacheco parecía tranquilo, mucho más tranquilo que él mismo. Una sospecha le atenazó la mente: ¿estaría borracho a aquellas horas de la mañana?
Sin embargo, Pacheco le hablaba con enorme sosiego. Le estaba diciendo:
—Me aburro en mi casa, Ventura. No lo aguanto. Si puede ser, me gustaría seguir viniendo por la brigada.
—Estás suspendido de empleo y sueldo, Pacheco, tienes que irte a tu casa, aquí no puedes estar. ¿Es que no te das cuenta?
—No te estoy pidiendo que traspapeles el expediente, Ventura. Te estoy diciendo que me dejes estar en la brigada sin cobrar.
Esto era lo que le jodía a Ventura. Que le pidieran cosas.
¿Por qué la gente no se limitaba a cumplir con el reglamento? Se removió.
—Pero Pacheco…
—Por favor —masculló Pacheco.
—¿Por qué no te haces a la idea de que te han dado vacaciones? Mira, Prada murió de sobredosis y probablemente el juez archivará tu causa.
Pacheco abrió la boca como si fuera a reírse, pero de su garganta no salió ninguna risa. Ventura volvió a pensar que posiblemente, incluso a esa hora de la mañana, Pacheco estaba borracho. Seguro.
—Los jueces están deseando empapelar policías. Les encanta.
—No digas tonterías, Pacheco.
—Es un favor que te pido. Déjame estar en la brigada.
Ventura no recordaba haberse enfadado así nunca. Él mismo se extrañó de aquella explosión de ira contenida.
—¿Cómo quieres que te lo diga? ¡Métetelo en la cabeza de una vez, estás expedientado, coño, expedientado!
Pacheco le sonrió. Eso fue lo que le desarmó. Conocía cómo se las gastaba Pacheco y esperaba otra reacción. Y sin embargo, Pacheco se limitó a sonreír, luego trastabilló un poco, dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta del despacho. Si hubiera hecho otra cosa, como por ejemplo gritarle o amenazarlo, o tirarle algo a la cabeza… Incluso un puñetazo habría sido mejor. Él entonces habría tenido valor para devolverle el golpe y para decirle que un drogadicto muerto le había puesto una denuncia por malos tratos y que no se podía parar la maquinaria así como así. Que la maquinaria tenía vida propia y que cuando empezaba a funcionar nadie podía hacer nada, excepto esperar a que se detuviese.
Cuando Pacheco llegó a la puerta y la abrió, Ventura dio un paso en su dirección.
—¡Pacheco! —gritó. Pacheco se volvió. Ya no sonreía. Su rostro tenía la textura de la arena seca de los ríos—. Si te da permiso Flores, yo no me daré por enterado.
A Ventura le hubiese gustado no oír lo que escuchó a continuación.
—Idos todos a la mierda —murmuró Pacheco, y cerró de un portazo.
El archivo ya no existía. Aún estaban allí las viejas carpetas con las fichas de los detenidos clasificadas por orden alfabético, pero no se utilizaban. Llevaban dos años pasando todo ese ingente material a los cerebros electrónicos del Centro de Datos de El Escorial. Allí se encontraba cualquier cosa que se quisiera saber sobre cualquier persona que hubiera sido fichada por lo menos una vez. El alma de la policía son los archivos. Cada policía tiene su archivo propio, y se lo sabe de memoria. Años de práctica en ese sentido no se olvidan de un día para otro, aunque se informaticen todos los servicios.
Aquélla era la razón por la que nadie se atrevía a dar la orden de destruir las viejas carpetas con las fichas de los detenidos, su fotografía, las relaciones de detenciones, el nombre de sus cómplices, sus alias, sus especialidades delictivas, que en el argot policial se llaman palos, y cualquier otro dato que pudiera ser de utilidad. En casi todos los centros policiales del mundo el archivo se denomina la morgue. En la Brigada Central, la morgue se encontraba en el sótano y era una sala alargada con estanterías pegadas a las paredes. Como apenas se utilizaba, servía para guardar esa serie de trastos que nadie sabe dónde colocar: mesas viejas, sillas, máquinas de escribir inservibles, etcétera.
Carmela tenía las manos cubiertas de polvo. Llevaba ya casi hora y media buscando algo que ni ella misma sabía bien qué era. Sólo porque a Flores se le había ocurrido una de sus ideas. «Busca la ficha de Sousa en la morgue,» le había dicho en la reunión de la mañana. «¿Para qué?», había preguntado ella. «No lo sé —contestó él—, pero búscala». La ficha de Sousa sería exactamente la misma que le había pasado Navarro por el ordenador. A menos que Navarro no hubiese pasado todos los datos. Carmela se detuvo y se miró los dedos. Los tenía negros.
—Entonces Navarro estaría compinchado con Sousa —dijo en voz alta.
Escuchó un ruido y se volvió. Alguien le sonreía desde la puerta. Era Virginia, la guapa Virginia. La compañera de promoción que hacía que todos los profesores se volvieran. La había perdido de vista después de que consiguiera la placa por métodos no demasiado ortodoxos, según se rumoreó. Había oído que la habían destinado al Gabinete de Prensa y Relaciones Públicas de la Policía y después al Archivo General. Ahora la veía allí.
Virginia tenía el cabello rubio ceniza muy corto y era más baja que Carmela. Las medidas de su pecho, cintura y caderas podrían ser incluidas en la lista de participantes de un concurso de belleza.
—¿Buscas algo, Carmela? —la voz de Virginia tenía un tono de burla que no le gustó. Tampoco le gustó su aspecto radiante.
—¿Buscar? —contestó—. Nada de eso…, cuando me aburro en la brigada me pongo a revisar papeles, ya ves. Llevas un vestido muy bonito, Virginia, se te va a ensuciar.
—Estás perdiendo el tiempo. Todo esto está ya codificado. Yo misma lo hice hace bastante tiempo. ¿Por qué no llamas al Centro de Datos?
—Bueno, chata, me gustan los papeles.
—Es lo de Sousa, ¿no? —Virginia sonrió.
Carmela fingió que no se sorprendía demasiado.
—Vaya. Sabes mucho, Virginia. ¿Dónde te han destinado ahora, a Personal?
—Estoy en la oficina de la Interpol.
Carmela encontró la ficha de Sousa en el apartado de extranjeros. La miró de arriba abajo. No había nada extraño en ella. Lo mismo que le había pasado el Centro de Datos.
—Con eso no sacarás nada —dijo Virginia.
Carmela iba a responderle cuando Joaquín Vidal, el comisario responsable de la oficina de la Interpol en Madrid, se asomó a la puerta.
—Virginia, nos esperan —dijo el comisario, y Virginia se volvió.
—Enseguida —contestó.
De modo que era verdad. Virginia, destinada en la oficina de la Interpol. Esa chica escalaba con facilidad. Joaquín pareció sorprenderse al ver a Carmela.
—¿Qué tal, Carmela?
—¿No te ibas a Bruselas? —le preguntó Carmela—. Un puesto muy importante, me dijiste.
—Bueno…, el nombramiento todavía no es firme.
—Ya —dijo Carmela.
Virginia dio media vuelta y caminó hacia la puerta.
—Estás de suerte —añadió Carmela dirigiéndose a Joaquín—, Virginia es la chica que necesitas.