13

La música estallaba contra las paredes, rebotaba en el techo y parecía expandirse con suavidad en la enorme sala del club El Burbujas, ahogando los rumores de las conversaciones y el repiqueteo de las risas contenidas. Todas las mesas estaban ocupadas. Las que permanecían libres habían sido reservadas con varios días de antelación.

El maítre se arregló su impecable esmoquin con un gesto de la mano izquierda. Llevaba en la derecha la carta y la libreta de comandas. Si no llega a ser por eso, cualquiera lo habría confundido con un distinguido caballero. Todo iba a la perfección en El Burbujas. Tenía bajo su mando a tres camareros y a siete mozos de sala a los que ordenaba hacer su trabajo con diligencia y sin ruido. Al maítre le bastaba con una mirada para captar cualquier imperfección o situación anómala. Era como si tuviera un radar. Solía situarse en los alrededores de la puerta, sintiéndose el capitán de un barco en el puesto de mando, ordenando a sus hombres con un imperceptible movimiento de las cejas o un ademán de sus largas y afiladas manos de antiguo crupier.

En el escenario actuaba un cuarteto de música de los años cincuenta, una especie de prólogo para las actuaciones fuertes de la noche, que se producirían cuando las cenas se estuvieran acabando.

Al lado del maítre pasó el nuevo empleado contratado por el señor Sousa. Vestía un traje oscuro de buena calidad, pero no le sentaba bien. Caminaba con las manos rígidas a lo largo del cuerpo. Se llamaba Cori y no estaba bajo sus órdenes. El maítre había visto a demasiados hombres como ése para saber, sin ningún género de dudas, a lo que se dedicaba.

Cori atravesó la sala y se situó al lado del mostrador, delante de la puerta que conducía al pasillo y a la zona de El Burbujas donde nadie podía entrar sin autorización expresa de Sousa. En la puerta ponía «Privado». Cori cruzó los brazos y se mantuvo derecho y sin apoyarse en la pared. Su rostro afilado, sin expresión, parecía una vieja fotografía.

El maítre se volvió hacia la entrada y su rostro se iluminó. Mejor era dedicarse a su trabajo y no pensar en nada que no fuera eso. Dio unos pasos en dirección a la pareja que acababa de entrar y su cuerpo se inclinó ligeramente.

—Señor diputado —saludó—. ¿Su mesa?

El diputado le dio unos golpecitos amistosos en el hombro.

—¿Cómo va eso?

—Muy bien, señor. Por aquí, por favor.

El maítre abrió la marcha hacia el centro del local.

Sin la bata blanca, Navarro podía pasar por un solterón un poco trasnochado. Estaba solo en una mesa, fumando un cigarrillo y observando la sala con un gesto irónico en sus delgados labios. Daba la impresión de ser un tasador que estuviese calibrando las posibilidades del local. Luego se puso en pie, se estiró la chaqueta y se dirigió directamente al mostrador.

—Avise a Sousa, quiero verlo —le dijo a Cori—. Dígale que soy Navarro. Su amigo Navarro.

Cori apenas se movió.

—El señor Sousa no está.

Navarro soltó una carcajada y sacó una tarjeta del bolsillo.

—¿No está? ¿Seguro? Llévele esta tarjeta y verá que sí está.

—Le he dicho que el señor Sousa no se encuentra aquí. —Cori bajó los brazos y Navarro continuó agitando la tarjeta ante sus narices—. Por aquí no se puede pasar.

—¿Quiere apostar algo a que sí?

Cori cogió la tarjeta y la miró. Navarro añadió:

—Lo espero aquí.

Aurori veía la televisión adelantando la cabeza y con los ojos fijos en la pantalla. Estaban pasando un vídeo romántico, de los que a ella le gustaban. La «habitación del espejo» había sido limpiada. Tenía el aspecto pulcro y cálido de un internado para señoritas. El aparato musical desgranaba una música suave y cadenciosa y Susi y Alicia bailaban juntas, muy apretadas, dando vueltas por la habitación. Loli bailaba sola, moviendo las caderas y canturreando por lo bajo. El señor Sousa les había indicado que tenían que fingir absoluta naturalidad, como si aquello fuera una inocente reunión de amigas del colegio. Susi frotó sus pechos puntiagudos con los de Alicia, y ambas rieron y se volvieron a abrazar estrechamente. Pasaron, dando vueltas, frente al gran espejo que ocupaba uno de los flancos de la habitación. Al llegar al centro comenzaron a besarse, rozándose las lenguas y abriendo las bocas.

Aurori bostezó, apartó la mirada del aparato de televisión y la dirigió a sus compañeras, que seguían actuando frente al espejo. Lo que más le gustaba a Aurori en el mundo eran los vídeos. Solía ver entre cuatro y cinco diarios, pero algunas veces se cansaba. Como ahora. Volvió a bostezar.

—Eh, Aurori —le dijo Alicia—. Apaga la tele, que esto está a punto. —Miró el reloj.

Aurori se levantó del sillón y apagó la televisión. Volvió a su sitio y apoyó los brazos en el sillón. Alicia sonrió, mirando al espejo.

Al otro lado de aquel espejo cuatro hombres sentados en cómodas butacas observaban a las chicas. Un quinto hombre permanecía detrás de ellos. Era Sousa. Uno de los hombres rompió el silencio.

—Me gusta… Tenías razón, Sousa, es muy guapa. ¿Cuánto?

—Cuánto, cuánto… Por favor, mírala bien, es puro terciopelo, suave y limpia… y virgen.

Otro hombre habló, sin dejar de mirar.

—¿Virgen? ¿Estás seguro?

—¿Os he mentido alguna vez? —contestó Sousa—. Mírala bien, tiene trece años y ningún hombre le ha puesto la mano encima.

—¿Ni siquiera tú? —preguntó el que había hablado por primera vez.

—Ni siquiera yo —contestó Sousa.

—Hay que reconocer que la gitanilla es guapa —dijo otro de los hombres—. Pero yo prefiero a Susi.

—Trece años —murmuró el que había hablado en primer lugar—. Ya está bien de tanto hablar, Sousa. Dime de una vez cuánto vale esa niña.

—A mí también me gusta la gitanilla —manifestó el cuarto hombre—. Propongo que lo echemos a suertes, Velarde.

Velarde lo miró con furia.

—¿A suertes? Yo no creo en la suerte. Duplicaré la oferta que haga cualquiera. —Miró a cada uno de los cuatro, echando el cuello hacia delante—. La oferta que haga cualquiera.

—Veo que te gusta —dijo Sousa ante el silencio del resto de los hombres.

—Ciento cincuenta mil —desafió Velarde.

Llamaron a la puerta. Sousa abrió y Cori le entregó la tarjeta. Éste la observó distraídamente. Al otro lado del espejo, Aurori se había dormido en el sofá, mientras las otras tres se movían cadenciosamente, inventándose un baile. Sousa le dijo a Cori:

—Quédate aquí, y que no les falte de nada a estos amigos. —Luego se volvió a ellos—: Perdonadme unos instantes…

—¿Te marchas? —le preguntó Velarde. Se puso en pie y señaló a la cristalera—. Esa niña es para mí, Sousa.

—Por supuesto. —Sousa le sonrió—. Por supuesto. Cori se encargará de todo. No os preocupéis, yo volveré enseguida.

—Me la llevo ahora mismo.

Sousa intercambió una mirada con Cori, volvió a sonreír y salió de la habitación con paso rápido.

La música de Rosita Valleda llegaba tamizada hasta el despacho de Sousa. Navarro estaba sentado en uno de los sillones, arrugando el traje con aspecto de recién comprado que llevaba puesto. Sousa caminaba a pasos cortos por el despacho. Sus pies no hacían ruido en la espesa moqueta.

—¿Estás seguro? —preguntó Sousa de pronto.

Navarro se adelantó en el sillón, su nariz picuda brilló como la de un ave que planeara en el cielo.

—¿Es que crees que soy idiota, Sousa? Te digo que la Brigada Central te está buscando. En concreto, la gente del Grupo Especial, el que lleva el gitano. ¿Sabes quién es?

—He oído hablar de él —contestó en un susurro.

—Es un hijo de la grandísima puta, un cabrón. —Navarro se retrepó en el sofá y cruzó las piernas. Continuó—: Puede que sea una información rutinaria, pero tú no lo crees, ¿verdad, Sousa?

—No sé qué puede ser.

Navarro soltó una carcajada.

—Yo te doy la información y tú haces lo que quieras con ella, tío. Aunque sea por los viejos tiempos, ¿eh?

—Los viejos tiempos —repitió Sousa— no volverán jamás.

—Vamos, Sousa, me gusta ver cómo los amigos prosperan. El Burbujas es magnífico, un local estupendo. Te felicito.

—Considérate como en tu propia casa.

—Ya ves —continuó Navarro—. Yo no he sabido ver las cosas como tú. Vivo de un sueldo asqueroso, una miseria, pero no me quejo. ¿Para qué? No sirve de nada quejarse.

—Soy leal con mis viejos amigos, Navarro. Tú lo sabes.

—Siempre lo has sido, Sousa. Tuvimos algunas desavenencias en el pasado, pero eso fue hace mucho tiempo, ¿no? A mí se me han olvidado. —Volvió a soltar una de sus cascadas risas y añadió—: Estoy contento de que volvamos a ser amigos. Tengo grandes ideas.

—¿Cuáles?

—Vamos, Sousa. No seas suspicaz. Te he salvado de una buena. En estos tiempos que corren, la información vale oro.

—¿Qué es lo que quieres?

—Nada, que volvamos a ser amigos, —Navarro se levantó del sofá, extendió las manos y gesticuló, abarcando el despacho—, has subido mucho. Ahora eres muy importante. Seguro que tus negocios se han extendido. Seguro que necesitas ayuda. —Se encaró con Sousa. Su boca parecía una línea apenas trazada con un lápiz fino. Siguió—: Dame cincuenta dosis, yo te las distribuiré. Tengo contactos. Las quiero ahora… y sin cortar. Sesenta por ciento para ti. ¿Qué te parece?

—Espera un momento.

—¡Espera tú! —Sonrió como si le hablara a alguien necesitado de cariño—. No te confundas conmigo. Yo sé quién te surte de caballo. Me he puesto a pensar y he sacado conclusiones. No voy descaminado, ¿eh? Estoy seguro de que el negocio viene de ahí. Lo tenéis muy bien montado.

—Aquí no tengo cincuenta dosis, Navarro. Pero las puedo conseguir para esta noche.

—Muy bien. Esta noche. Yo las distribuiré…, socio.

Sousa sonrió abiertamente. Le palmeó el hombro.

—Creo que tienes razón…, el negocio se ha hecho demasiado grande, se escapa de mis manos. Creo que necesito un socio.

Navarro le devolvió la sonrisa y caminó hacia la puerta del despacho. Se volvió al tiempo que la abría.

—Que no se te olvide.

Cerró de golpe. Sousa observó el reloj. Rosita Valleda continuaba con sus pegadizas canciones de amor.

En la esquina de la Telefónica, en la Gran Vía, varios vietnamitas vendían latas de bebida en cubos de plástico con hielo. Se movían por la calle con los ojos atentos a la posible presencia de las patrullas policiales de vigilancia nocturna. Había otros con bocadillos que se mezclaban con los macarras, los mirones y los clientes de las prostitutas. Esa esquina parecía un día de mercado por la mañana, y en realidad lo era. Los camellos negros pregonaban su mercancía con su sola presencia estática en las esquinas, compitiendo con las prostitutas. Allí todo el mundo compraba o vendía algo.

Muriel tenía el aspecto un poco asustado de un joven contable o de un empleado de grandes almacenes. La prostituta era morena, alta y tiritaba de frío. Muriel le calculó menos de veinte años.

—Busco a la Viki —le dijo, y sonrió con timidez.

—¿La Viki? ¿Qué Viki? ¿No te valgo yo, guapo?

Otra sonrisa de Muriel.

—Perdona, pero me gusta la Viki.

La chica se encogió de hombros.

—¿Sabes dónde puede estar? —añadió Muriel.

Loren había empezado a tocar el saxofón por casualidad. En el colegio de los salesianos de Alicante donde estudió el bachillerato, el padre Borja, su anciano profesor de música, le enseñó los rudimentos del solfeo y a defenderse bastante bien con la flauta. A Loren no le interesaba demasiado estudiar. Prefería zanganear en el puerto, cazar pajarillos y mirar a las extranjeras que se bañaban en la playa con diminutos biquinis. Su hermano Antonio, cinco años mayor que él, era el primero de su clase, y todos los años aparecía en el cuadro de honor.

La única clase que le interesaba al joven Loren era la de música del padre Borja. Le gustaba que surgieran sonidos de su flauta y se sentía con un extraño poder, capaz de sobrepasar a su hermano Antonio, el mejor alumno del colegio. Lo malo era que para su padre, el cabo de la Policía Armada Antonio Gomis, saber tocar la flauta era una prueba más del desvarío de su segundo hijo. Cuando Loren acabó el bachillerato después de repetir asignaturas y recibir palizas y castigos de su padre, su hermano Antonio ya había salido de la Academia de Policía con el número uno de su promoción, y pensaba casarse con su novia de siempre. Loren no sabía qué hacer. Todo el mundo, incluido su hermano, estaba convencido de que no servía para estudiar. En realidad, tenían el convencimiento de que no servía para nada.

Para sorpresa de todos, Loren ingresó en el Cuerpo. Más tarde consiguió la placa y fue destinado a Valladolid. De allí pasó a León y más tarde a Oviedo, en la Brigada de Policía Judicial, ascendido a inspector de segunda en un tiempo récord. Loren tenía fama de loco entre sus compañeros. Era capaz de descolgarse por una pared y entrar por una ventana, patear una puerta y encañonar a quien estuviese dentro, jugándose la vida. Fue durante su estancia en San Sebastián cuando alcanzó el ascenso a inspector de primera, y lo trasladaron a la Brigada Central y al recién creado Grupo Especial. Para conseguirlo, Loren se ofreció voluntario para infiltrarse en una banda de traficantes franceses que operaba en el País Vasco. Después de convivir con ellos durante dos meses y enviar información de primera mano a sus superiores, a Loren le volvió la antigua y casi olvidada afición por la música. En la banda había un sujeto de origen italiano que había tocado en una gran orquesta. El tipo le regaló su saxofón y él empezó a tocarlo para distraerse.

Al menos, eso era lo que pensaba él. Su vuelta a la música coincidió con la muerte de su hermano Antonio durante una refriega con atracadores en Alicante. Su hermano Antonio, que era el policía más condecorado de España, murió sin despedirse de él, y supo que ya no le podría decir aquellas cosas que nunca le dijo. Y empezó a tocar el saxofón. De modo que cuando viajó a Madrid para su nuevo destino en la Brigada Central llevaba por todo equipaje una liviana maleta y su saxofón, dentro de una magnífica funda.

Loren vivía solo en una pensión de la calle de la Sal cuyos balcones daban a la Plaza Mayor. Podía haberse ido a vivir a un piso alquilado, incluso a uno compartido con otros compañeros solteros. En los tablones de anuncios de la brigada y en las últimas páginas de la revista de la policía venían propuestas de ese tipo. Pero a Loren parecía no importarle la mayor parte de las cosas que a la gente normal le importaba: casa, estabilidad, esposa, hijos… Parecía no importarle nada, excepto ser policía y tocar el saxofón.

Los últimos días los había pasado buscando a sus confidentes y preguntándoles por El Burbujas, pero nadie había oído hablar de ese club como centro distribuidor de drogas y, menos aún, como prostíbulo de menores, la última manía del gitano. Él y Muriel se habían pateado todos los lugares relacionados con el mundo de la prostitución: casas de masajes, moteles, clubs de alterne y prostíbulos. Habían hablado con macarras, clientes, pupilas y cualquier persona que pudiera darles algún tipo de información, por pequeña que fuese.

El resultado no podía ser más descorazonador. El Burbujas parecía ser lo que aparentaba: una de las mejores y más acreditadas salas de fiesta de la ciudad, que pagaba sus impuestos y tenía al día toda clase de licencias. Sin embargo, el gitano había recibido una confidencia. Al parecer, existía una prostituta joven llamada Viki que, en cierta ocasión, había comentado de pasada un episodio antiguo de su vida en el que ganaba mucho dinero atendiendo a clientes en El Burbujas. El dato no era muy explícito. La tal Viki estaba fichada por escándalo público, agresiones y robo en establecimiento. Se sabía que era adicta a la heroína y que tenía dieciocho años. En realidad se llamaba Visitación Cortés, y algunos la habían visto por los alrededores de las calles Valverde y Desengaño, dedicándose a la prostitución callejera. Loren y Muriel se habían aprendido de memoria las facciones de Viki de tanto mirar su retrato en la ficha policial. Ahora, al menos, tenían algo más sólido entre manos.

Aquel día, en su pensión, Loren había confeccionado un cartel con la siguiente leyenda: «Músico en paro. Por favor, una ayuda para comer. Gracias», y se había situado en la esquina de la calle Valverde con Desengaño, tocando el saxofón. Había puesto la funda a sus pies, unas cuantas monedas dentro y el cartel. Muriel continuaba deambulando por la calle, fingiendo ser un agradecido cliente que quería reencontrarse con Viki.

Desde donde estaba, Loren tenía una estupenda panorámica de la confluencia de las dos calles. Llevaba dos horas viendo a prostitutas muy jóvenes, parecidas a Viki, entrar y salir de las pensiones de los alrededores, apoyarse en las paredes y charlar en pequeños grupos. Había toda clase de prostitutas: viejas, maduras, descaradas, retraídas y jóvenes, más o menos, marchitas. Algunas tenían los ojos falsamente brillantes, por la heroína. Pero ninguna era Viki. En realidad, ninguno de ellos tenía demasiada esperanza de encontrarla.

El travestí era alto, fondón y llevaba una peluca rubia con suaves bucles que le llegaban casi hasta los hombros. Estaba con las manos apoyadas en la pared, a unos cuantos metros de Loren. Un municipal lo registraba. Otro municipal trataba de contener a un hombrecillo bien peinado que gritaba sin parar.

—¡Tiene mi cartera, me cago en su madre! ¡Me ha guindao la cartera, le juro que tiene mi cartera! ¡Déjeme, que le rompo la cara!

El travestí movió el culo a izquierda y derecha.

—¡No me toques, sobón! ¡No me vuelvas a tocar que yo no tengo ninguna cartera!

—¡Calla o te rompo la cara! ¡Cállate! —le gritó el guardia.

Loren había empezado a tocar Té para dos y luego El amor vive en mi calle y La chica de Ipanema. Se había reunido un grupo de mirones, y algunos hasta le echaron monedas. Pero cuando el travesti comenzó a dar voces y el hombrecillo a debatirse con el guardia, el público decidió que aquello era mucho más gracioso y se cambiaron de lugar. Escuchando a Loren sólo había un sujeto barbudo con el cabello apelmazado por la grasa, ataviado con dos chaquetas. Apenas si podía mantenerse en pie.

—¿Sabe usted España cañí, jefe?

—No —contestó Loren.

—Márquese unos bailables, ande. —Rebuscó en los bolsillos y extrajo una moneda de cien pesetas, la observó unos instantes y luego la arrojó a la funda—. Y unos tanguitos, jefe, ¿eh? ¿Por qué no los toca?

Loren suspiró. El público ahora se reía de los chistes del travesti, que seguía resistiéndose a ser cacheado.

—¿Un tango?

—Eso, jefe, unos tangos.

El de las barbas empezó a canturrear y después elevó la voz.

—«¡Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé! En el quinientos diez…».

Muriel se acercó desde la acera de enfrente.

—¿Por qué no tocas lo que canta este señor? —le dijo a Loren.

—No entiendo el humor gallego, tío —dijo Loren—. Tome, le devuelvo el dinero, se me ha acabado el repertorio.

El sujeto miró la moneda y se la guardó.

—Si no sabe tocar tangos, haberlo dicho —contestó, y se marchó al corro del travesti.

—¿Has encontrado algo? —Loren comenzó a quitarle la boquilla al saxo.

—Qué bien tocas —le dijo Muriel—. ¿Por qué no te dedicas a esto?

—Vete a hacer puñetas, anda. Bueno, ¿has conseguido algo o no?

—Pero ¿tú crees que esa Viki existe de verdad? No fastidies. ¿Qué hacemos aquí, buscando a una putilla de mierda? Coño, nosotros no estamos para esto. Marchena tiene razón, este asunto es para la Regional.

Loren cerró la funda del saxofón. El municipal intentaba conducir al travesti, que se resistía, al coche patrulla. El guardia había sacado la porra y lo amenazaba.

—¡Te aviso por última vez! Te vienes por las buenas o te eslomo ahora mismo. Tú eliges.

Loren gritó:

—¡Eh, oiga! —Todos se volvieron—. ¡Mire en la peluca!

El guardia tuvo un momento de vacilación y el travesti se llevó las dos manos a su esplendoroso cabello rubio. El municipal le dio un tirón y la cartera cayó al suelo.

—¡Ésa es mi cartera! —exclamó el hombrecillo—. ¡Ahí está!

Loren echó a andar con el saxofón.

—Toco de pena, ¿verdad?

—Venga, hombre. No te pongas así. Era una broma.

—Es que no practico. —Loren volvió a suspirar—. Me gustaría ir al conservatorio. —Se volvió a Muriel—. ¿Adónde vamos?

—A la brigada, y creo que es urgente. Me acaban de llamar.

—Para esto de la música hay que practicar —siguió Loren.