12

Aurori abrió los ojos y se estiró en la cama. Hasta ella llegaron el rumor de la música y las risas de sus compañeras. Encendió la luz, se calzó unas zapatillas y avanzó hacia la puerta. La habitación, sin ventanas, parecía sacada de un catálogo. Dominaban los tonos claros y el rosa. Un oso de peluche del tamaño de un perro grande estaba tirado en el suelo al lado de unos cuentos infantiles sin leer. Aurori abrió la puerta y escudriñó el pasillo. Las voces roncas de los hombres y las risas de las chicas se escuchaban con toda nitidez. Avanzó por el pasillo hasta el lugar de donde provenían los ruidos y empujó la puerta.

A aquel cuarto lo llamaban la «habitación del espejo», porque había un gran espejo que ocupaba la pared del fondo. Era una habitación grande, también sin ventanas, con cuadros alegres en las paredes, sofás mullidos y un mueble bar, bien provisto, del que cualquiera podía beber lo que quisiera. En una rinconera estaba el aparato de televisión y un equipo de música estereofónico.

Aurori dio unos pasos dentro. Susi bailaba con un hombre de pelo blanco que la besaba en la boca y en el cuello. Alicia se había sentado en las piernas de otro hombre, que le estaba haciendo cosquillas por debajo de la ropa. Alicia se reía. Y Loli, la rubita que siempre tenía los labios fruncidos porque decía que no tenía boca, bailaba en bragas, moviendo mucho las caderas.

Otros tres hombres muy elegantes se reían, sentados en uno de los sofás del cuarto. Uno de ellos estaba voceando:

—¡Eh, Susi, ahora me toca a mí! ¡Date prisa!

Susi contestó:

—¡Vete preparándote! —Y le puso la mano en la entrepierna al que bailaba con ella.

Los hombres del sofá aplaudieron. Uno de ellos se llevó a la boca un vaso mediano de licor y se lo bebió entero. Otro abrió un papelillo en la palma de la mano. En el papelillo había polvo blanco. El de al lado le tendió un billete de cinco mil enrollado que se aplicó a la nariz. Primero absorbió por un orificio y después por el otro. Cuando hubo terminado, le tendió el papelillo a su compañero, que hizo lo mismo. El hombre sonrió y se dirigió a la puerta donde se encontraba Aurori. Era delgado, de pecho hundido y vestía con elegancia. Unos cabellos ralos le cubrían la parte inferior de la cabeza.

—Vaya —dijo plantándose frente a la muchachita—. ¿De dónde has salido tú, guapa? ¿Dónde te tenía escondida Sousa? —Emitió una risa aguda y siguió preguntándole—: ¿Cómo te llamas?

—Aurori.

—Eres gitana, ¿verdad?

Aurori asintió. El hombre comenzó a levantarle el camisón lentamente, recreándose. Aurori tenía unos muslos torneados y anchos, como de cobre.

—Eres muy guapa, pero que muy guapa —dijo con un tono ronco en la voz.

El camisón se detuvo al llegar al triángulo ensortijado y espeso de la niña. La mano del hombre comenzó a temblar.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó, acentuando la ronquedad de la voz.

—Trece —contestó Aurori, sin hacer el menor movimiento.

—Trece —murmuró el hombre.

En ese momento apareció en la puerta Nelson, con una sonrisa de madera incrustada en el rostro. Llevaba su acostumbrado esmoquin.

—Perdone —dijo sin que la sonrisa desapareciera—. Tienes que venir, Aurori. Lo siento, señor Díaz.

Díaz retiró la mano del camisón y agarró a la niña del brazo.

—Nada de eso, se queda aquí. Y vete a la mierda de una vez, Nelson. Esta criatura se va a quedar aquí.

Se escuchó la voz de Sousa, proveniente del pasillo.

—Ven aquí, Aurori.

Aurori dio media vuelta, empujó a Nelson y salió afuera. Díaz salió tras ella. Nelson cerró la puerta con cuidado. Aurori abrazó a Sousa. Éste vestía también su impecable esmoquin.

—¿Te han despertado, cariño? —Sousa le acarició el cabello negro y sedoso.

—¿Dónde tenías escondida esa joyita, Sousa? Quiero que se venga conmigo.

Sousa sonrió. Sus ojos glaucos parecían indiferentes.

—Has metido la pata, Díaz —dijo, y le hizo una seña con la cabeza a Nelson—. Échalo a la calle… por la puerta de atrás.

Nelson lo agarró del brazo y Díaz intentó resistirse.

—¡Dile a este indio asqueroso que me suelte, Sousa!

—¡Fuera! —gritó.

—¡Cómo te atreves, Sousa! —chilló.

Nelson lo abofeteó dos veces con la mano abierta. El hombre se quedó quieto, inmóvil, y empezó a caminar pasillo adelante. Sousa continuó acariciando el cabello de la niña y ella se apoyó en su pecho, ronroneando.

—Tú vales más, cariño. Mucho más. No te puedo echar a los cerdos.

—No me dejes sola. —Aurori frunció los labios.

Sousa la tomó de la cintura y los dos caminaron, enlazados, hacia el dormitorio de la niña.

Las risas continuaron en la «habitación del espejo».

La muchacha bostezó y levantó la muñeca izquierda, donde llevaba su reloj de pulsera. Tenía una boca grande, inmensa, de labios gordos como rajas de sandía. Otra mujer se metió los dedos por el bañador, que le apretaba en las ingles, y dijo:

—Me parece que me voy al bingo.

—Hoy no nos estrenamos —manifestó una tercera mujer, bajita y de caderas anchas, ataviada con una minifalda—. Si no viene nadie ahora, a la salida de los cines, la cagamos.

—Son las doce —dijo la que acababa de mirar su reloj.

En la radio sonaba Gabinete Caligari en un programa nocturno de música del momento. Doña Ruth, sentada en la única silla de la habitación, hacía punto. Eran cuatro mujeres, tres de pie y doña Ruth, sentada. Las mujeres que estaban de pie trabajaban con doña Ruth a cambio del cincuenta por ciento de lo que ganaban en las cinco habitaciones con cama que había tras las puertas que daban al pasillo. Doña Ruth se consideraba casi como una madre para esas chicas. Tenía otras dos más, que en esos momentos estaban ocupadas con clientes. Pero quedaban tres habitaciones libres, y eso, a esas horas, era un pequeño desastre. Doña Ruth llevaba ya en el negocio diecisiete años. Era dueña de cuatro pisos céntricos y de un paquetito de acciones de la Telefónica, pero siempre vestía con una bata acolchada y calzaba zapatillas.

El lugar que regentaba se llamaba Hostal París y estaba en la calle Desengaño, frente a la trasera de los almacenes Sepu. El hostal no era suyo, era de dos hermanos que habían vivido en Venezuela y que poseían, además del hostal, una red de cafeterías en Madrid y dos hotelitos en Benidorm. Los hermanos apenas pisaban el hostal. Doña Ruth les entregaba las cuentas dos veces al año.

Ahora tenía tres negritas —como solía llamarlas— y dos chicas que acababan de llegar de Badajoz. Las negritas eran pacíficas y poco habladoras, gente con la que se podía tratar. Doña Ruth había conocido a muchos policías de la comisaría cercana, y siempre se había llevado bien con ellos. Todo lo que tenía que hacer era echar a la calle a cualquier chica a la que descubriera pinchándose o traficando con drogas en su establecimiento. Otra cosa que no permitía era la venta de objetos robados. De manera que la policía no se metía con ella. Doña Ruth era de confianza.

Sonó el timbre de la puerta y doña Ruth le hizo un gesto a una de las negras, que se despegó de la pared y caminó con paso rápido hasta la entrada. Había nacido —según había dicho— en Camerún. Era alta, de piernas largas y de caderas anchas y movibles. Vestía un bañador de piel de tigre con el que no podría ir a ninguna piscina pública, so pena de que la detuvieran por escándalo público. La muchacha abrió la puerta y Solana le colocó la placa policial en el entrecejo.

—¿Qué tal, guapa?

La chica retrocedió. Detrás de Solana pasaron Lucas y Loren, ambos con su placa policial.

—Policía —dijo Lucas—. Buenas noches.

—¿Podemos pasar? —preguntó Solana.

Doña Ruth apagó la radio de un manotazo y tiró la labor de punto al suelo, poniéndose de pie. Aquellos policías tan jóvenes no eran de la comisaría. Nunca los había visto.

—Brigada Central —dijo Lucas—. Y no se asusten, no pasa nada.

Las tres negras recularon hasta la pared.

—¿Ha dicho usted Brigada Central, señor inspector? —balbuceó doña Ruth.

Ella nunca había oído hablar de esa Brigada Central. Aquello debía de ser importante. Notó que el inspector que le hablaba iba mejor vestido que el comisario.

—Sí —contestó Lucas.

—¿Es una redada?

—No. ¿Quién hay en los cuartos?

—Tengo dos habitaciones ocupadas, señor inspector. ¿Quiere usted que vaya yo y saque a las chicas?

Lucas negó con la cabeza y se volvió a Loren. Éste caminó hacia el pasillo y doña Ruth pensó que aquello debía de ser por las jodidas negras. Seguro que habían hecho algo. Algún tirón en la Gran Vía o una siria por ahí cerca, si no, no comprendía por qué venían a molestarla. Ella cumplía en comisaría, decía todo lo que tenía que decir y dejaba que los policías tuvieran un desahogo gratis con sus mujeres de vez en cuando. Ella colaboraba.

—Sacad los papeles, guapas, venga —les dijo Solana a las negras—. Y cuidadito con decirme que no entendéis el español.

—Son extranjeras, señor inspector —contestó doña Ruth.

—Eso ya lo veo yo. Quiero sus pasaportes.

—Sí, ahora mismo.

—Y su documentación también. Y es para hoy.

Doña Ruth se retorció las manos. Aquello se estaba complicando. Ninguna de sus negritas tenía permiso de residencia.

—Enseguida, señor inspector, enseguida.

Doña Ruth bamboleó sus caderas en dirección a la cocina, que estaba al final del pasillo y que le servía como oficina. Loren estaba golpeando una de las puertas que daban al corredor.

—¡Policía! —gritó—. ¡Se acabó la fiesta! ¡Salgan todos!

—¿Cuánto tiempo lleváis aquí, hermosas?

—Dos años —contestó la del bañador de tigre, y señaló a las otras dos—. Éstas, un año. Son hermanas, somos de Camerún.

Las dos chicas asintieron. Hasta el vestíbulo llegaron rumores de voces apagadas, exclamaciones de sorpresa y el trajín de gente que se viste con rapidez. De una de las puertas asomó la cabeza de una rubia con el cuello muy ancho. Detrás de ella salió un hombre de unos sesenta años que se arreglaba la corbata. En el corredor se unió a un chaval pálido, peinado con un alto tupé. Una chica joven y delgada lo agarraba del brazo con fuerza.

—Carnés de identidad —les dijo Loren—. Venga.

—Oiga, ¿qué hemos hecho nosotros, se puede saber?

—Los carnés —repitió Loren.

Doña Ruth apareció con los tres pasaportes y su carné dé identidad. Les dijo a las mujeres:

—Los papeles, coño. No pasa nada.

Las empujó hacia el vestíbulo.

—Vosotros a la calle. —Loren se dirigía a los hombres, que caminaron rápidamente hacia la puerta y se marcharon.

Lucas barajaba los carnés y los pasaportes. Las mujeres se habían situado en fila. Solana estaba frente a ellas y sonrió.

—Ahora vamos a charlar un poquito en plan amiguetes, ¿eh, guapas? Y vosotras vais a contar todo lo que sepáis, porque a mí no me gustaría enfadarme con chicas tan majas. ¿De acuerdo?

—¿Habéis oído hablar de El Burbujas? —preguntó Lucas.

Flores había aparcado el coche al comienzo de la calle Desengaño, un poco más adelante de la puerta de un sex-shop que permanecía abierto toda la noche. Las prostitutas se movían por las aceras llamando la atención de los hombres, mientras sus macarras tomaban cervezas en los bares de los alrededores. De vez en cuando salían a la calle con los vasos en la mano y observaban a sus mujeres. Rogelio terminó de liar un cigarrillo de hebra y volvió a dirigirse a su hijo:

—Lo que yo digo va a misa.

—Pues nadie sabe nada de El Burbujas. Ni en la comisaría ni en la brigada, nadie. Eso de que El Burbujas sea una casa de putas se me hace cuesta arriba. Es uno de los mejores locales de Madrid, uno de los sitios de moda. Y vas tú y me dices que la Aurora está allí. O sea, que además de ser una casa de putas es un prostíbulo de menores.

Rogelio se encogió de hombros.

—Vosotros creéis que lo sabéis todo. Ése es el defecto que tenéis toda la pestañí. Y las cosas no son así. —Miró a su hijo—. Hazme caso, la Aurori está arrecogía en El Burbujas.

—Llevamos una semana detrás de alguien que nos diga algo de El Burbujas, Rogelio, y nadie sabe nada. Te lo he dicho ya cuarenta veces. ¿Cómo sabes tú eso de la Aurori? ¿Has estado en ese Burbujas de los cojones?

—No, pero lo sé.

Flores suspiró.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Una amiga de la Irene.

—¿Irene, qué Irene? ¿Irene Jorowisch?

—La misma. Tiene una amiga…, bueno, una conocida, o, mejor dicho, dos conocidas que estuvieron allí de lumis. Una de ellas todavía está y la otra no. ¿Entiendes, niño? Una tiene dieciséis años y la otra, dieciocho. La de dieciséis se llama Susi y va de puta desde que cumplió los trece, y siempre en El Burbujas. A la otra la echaron.

—Muy bien. Dime dónde viven esas alhajas, hablaré con ellas.

Rogelio negó con la cabeza.

—No sé dónde viven. Tú entra en El Burbujas y nada más.

—Mira, Rogelio, si queréis que vaya a por la Aurora, me tienes que dar la dirección de esas niñas. Llevo dos días con todos mis hombres dando vueltas por ahí como peonzas. Dime dónde viven o te olvidas de que vaya a por la Aurori.

—No sé dónde viven, de verdad, niño. Son cosas que ha averiguao la Irene. —Rogelio continuó fumando en silencio. Pasado un rato, dijo—: La que echaron de El Burbujas se llama Viki y suele ir a un club que se llama Habana. No sé más, niño.

—¿Se lo has dicho a los Jorowisch?

—Quita p’allá, niño. Los Jorowisch y yo…, bueno, ya no nos llevamos. Y ten cuidado con ellos, son peores que bestias.

—Muy bien —dijo Flores—. ¿Te dice algo el nombre de Luis Sousa?

—No. ¿Quién es?

—Todavía no lo sé. Pero lo tengo que saber. Y pronto.

El Centro de Datos de El Escorial se encuentra en un edificio frío y majestuoso rodeado por altas tapias y situado en un lugar hermoso y tranquilo, cercado de montañas, a pocos kilómetros del famoso monasterio. Allí se almacena, codificada, toda la información policial posible, desde una multa de tráfico hasta el más horrible crimen. Sin embargo, los policías prefieren tener sus propios archivos. Cada uno de ellos posee el suyo particular, y lo mismo ocurre en cada grupo, comisaría y brigada. La informatización es muy reciente y todavía se tienen algunos prejuicios sobre ella. Además, todos los policías poseen informaciones difícilmente clasificables, conseguidas a base de intuiciones, cosas oídas aquí y allí, deducciones y chivatazos de sus confites.

En una de las salas del Centro de Datos, un hombre alto, delgado, de nariz aguileña, nuez prominente y escaso cabello aplastado en la cabeza, hablaba por teléfono con Carmela frente a un gran ordenador. La habitación donde se encontraba estaba insonorizada, rodeada de ordenadores manejados por otros informáticos. El zumbido de las máquinas era constante. El que hablaba con Carmela llevaba una bata blanca y en el bolsillo superior una tarjeta identificadora. Se llamaba Francisco Navarro Torres y tenía la categoría de procesador. Estaba retrepado en su asiento y parecía alegre.

—Nos conocemos, guapa. Ya lo creo —dijo al teléfono—. Tú eres la que acaba de entrar en el grupo del gitano. Nos vimos hace un mes, cuando estuve en la brigada para enseñaros un poco de informática. Te tienes que acordar, hermosa.

Carmela hizo un gesto de resignación.

—Oye, Navarro, claro que me acuerdo, pero no te enrolles más, que es para hoy, y dame la información que te he pedido, porfa.

Carmela maldijo en silencio. De todos los operadores, le había tenido que tocar Navarro. Había alrededor de setenta operadores organizados en dos turnos y le había tocado precisamente Navarro. Eran las diez de la mañana y la sala del grupo estaba aún medio vacía. Al fondo, en el despacho, Carmela veía la figura de Flores inclinado sobre la mesa, consultando papeles. Muriel también estaba en su sitio, tan silencioso y callado como siempre. El sol entraba por la ventana que tenía a su espalda, poniendo de manifiesto que aquel día podía ser hermoso y alegre. Pero la voz cascada de Navarro lo echaba a perder.

—¡Corta el rollo, Navarro, tío! —gritó por teléfono—. ¡Y pásame lo que te he pedido de una vez!

Muriel levantó la vista de la mesa y le hizo un gesto que indicaba paciencia. Ella se lo devolvió. La voz de Navarro sonó tan cerca que Carmela temió que pudiera estar al otro lado de la habitación.

—¡A ver si nos vemos, chati! —le estaba gritando Navarro por el teléfono—. ¡Hermosa, a ver si nos echamos unas piezas!

Lucas empujó la puerta y caminó por la sala. Le sonrió. Detrás, pasó Loren vestido con unos vaqueros raídos y una cazadora verde de corte militar. Loren lanzó un beso con los labios fruncidos y ella se lo devolvió. De pronto se sintió cansada.

—Oye, Navarro, o me pasas lo que te he pedido de Luis Sousa o se va a poner al teléfono el jefe. ¿Me has entendido? Le voy a decir a Flores que estás jodiendo la marrana a base de bien.

Navarro se quedó pensativo. La voz de Carmela continuaba martilleándole los oídos. Miró a izquierda y derecha; el resto de sus compañeros parecían embebidos en sus tareas. Imprimió en su rostro una expresión de concentrada astucia.

—No te pongas nerviosa, Carmelita. ¿Dices Luis Sousa? ¿Y de qué se lo acusa, si puede saberse? —Aguardó unos instantes—. ¿Tráfico de drogas? Un buen pájaro, ¿no?… Ya, ya, guapa… Están las líneas sobresaturadas. Sí, y no es culpa mía. Ven tú aquí y peléate con ellos, yo paso. —Tomó un lápiz—. A ver si lo tenemos —prosiguió—. Y no tengas tanta prisa, coño. Todos metéis prisas. ¿Cómo has dicho?

Hasta él llegó la voz cantarina de Carmela.

—Lo he oído, guapa —le contestó—. Luis… Sousa… Fedosky… Con ka de kilo, ¿no?

Sus largos dedos ágiles comenzaron a teclear en el ordenador. Después volvió a retreparse en la silla y contempló la pantalla, que iba cubriéndose de renglones paralelos de letras uniformes. Se limpió el sudor de la mano en la bata blanca.

—Tranquila, que ya está… —elevó la voz—. ¿Quedan plazas libres con el gitano? Dile que voy a pedir el traslado al Grupo Especial para estar contigo… ¡Qué suerte tiene el gitano, madre mía!

Carmela colgó y Navarro sonrió satisfecho, como si hubiera ganado en alguna pelea. Dejó el teléfono con cuidado y volvió a fijar la vista en la pantalla. Allí estaba saliendo el historial completo de Sousa. Se relajó y entrecerró sus ojillos, paseando la mirada por la gran sala, rodeada de altos ordenadores y máquinas procesadoras de datos. Hombres y mujeres vestidos de la misma forma que él pasaban silenciosos y rápidos.

Navarro soltó una de sus cascadas risotadas y se frotó las manos. Acababa de convertirse en un hombre de suerte.

—¡Jefe, está saliendo! —gritó Carmela.

Lucas acudió el primero. Flores, que hablaba con Muriel sobre la necesidad de enviarlo o no a Sevilla para que colaborara con la Policía Local en el caso de un falsificador internacional afincado allí, lo dejó con la palabra en la boca y corrió hacia la mesa de Carmela. Loren, que hablaba por teléfono, se volvió en la silla. Ella se apartó para que Lucas y Flores pudieran ver la pantalla. Se produjo un extraño silencio. Las letras, pequeñas y blancas sobre el fondo verdoso de la pantalla, fueron sucediéndose a pequeños golpes secos. Ponía:

EXPE 23/A4/800 PARA GRUP ESP BRIG CENTRAL = LUIS

SOUSA FEDOSKY = I2/4/194O EN SAO PAULO (BRASIL) HIJO

ALBERTO Y ESMERALDA ORIGEN POLACO AMBOS FALLECIDOS

= EXILIADO MADRID DESDE 1970 = NACIONA ESPAÑOL 1975

EXPE L8/33/4LÓ = SIN ANTECEDENTES = FIN INFORMACIÓN.

A Flores se le contrajo la cara. Su rostro anguloso y serio se quedó rígido.

—Nada, ¿verdad? —preguntó Marchena, que acababa de entrar.

—Limpio como una patena —murmuró Flores—. Sousa parece un niño de primera comunión.