Isabel conducía con cuidado, muy atenta a lo que pasaba alrededor y aferrando el volante. Dejó el coche en doble fila y se dirigió a Julia, que en ese momento miraba el reloj.
—Lo siento, Julia. Creo que os he entretenido demasiado. Es muy tarde para las niñas.
—No te preocupes, lo hemos pasado muy bien —contestó Julia.
—¡Qué película más bonita, tía Isabel! —gritó Cristina—. ¡Me ha gustado mucho el osito ése que habla y conduce un avión!
—No es un osito. Es un ewok. Un ser de otro planeta —le dijo su hermana Pili—. No tienes ni idea.
—¡Es un osito, yo lo he visto!
—No, tonta, que pareces tonta.
—¡Gilipollas!
Julia se volvió en el asiento.
—¡Cristina!
—¡Es un osito, mamá! ¡Pili me está engañando!
—Es un oso de otro planeta, y los llaman ewoks. Las dos tenéis razón —intervino Isabel.
Cristina le sacó la lengua a su hermana.
—Boba.
—¡Mamá, mira a Cristina, me está haciendo burla!
—Niñas, despedíos de tía Isabel. Vamos, es muy tarde.
Cristina se adelantó y le dio un sonoro beso a su tía.
—¡Adiós, tía, muchas gracias por la invitación! ¡Me ha gustado mucho la película!
—Me alegro de que os haya gustado.
Pili la besó y después le sonrió.
—Buenas noches, tía Isabel. Ven a vernos pronto.
—Sí, cariño, en cuanto pueda.
—¿No quieres subir un momento, Isabel?
Isabel titubeó unos instantes.
—No, gracias. También para mí es tarde.
Las dos niñas salieron del coche y se dirigieron a la puerta del edificio. Julia las observó. Hacía muy poco, Cristina era un bebé, y ahora crecía a marchas forzadas, como si tuviera prisa, pareciéndose cada vez más a su padre. En cuanto a Pili, ya estaba adquiriendo los modales de una señorita. Algún chico del colegio le enviaba cartitas de amor y ella las guardaba en una caja de galletas inglesas.
—Isabel, Manuel te aprecia, de verdad. ¿Cuándo se va a acabar ésa manía de no querer estar en casa cuando está él?
—No tengo nada contra tu marido, de verdad. Lo aprecio como padre de las niñas y marido tuyo. Pero no puedes obligarme a que sea su amiga.
Julia soltó una carcajada y le apretó el hombro a su hermana en un gesto de cariño.
—Es increíble, Isabel. Pili se parece cada día más a ti. Creo que hasta imita tu manera de hablar.
Isabel sonrió, complacida.
—No digas tonterías.
—¿Cuándo se te acabará ésa manía con Manuel? No podemos seguir viéndonos en la puerta de la casa. Hace doce años que es mi marido, Isabel.
—Ya sabes lo que opino de él y de lo que te está haciendo. Por su culpa dejaste el instituto, Julia.
—Por su culpa no. Por las niñas.
—Las niñas ya son mayores, Julia. Ya no te necesitan como antes.
—Tú sabes que si pido el traslado, Dios sabe dónde me mandarán. A Soria, a Logroño… A Cáceres. Y Manuel no puede dejar la brigada. —Julia abrió la portezuela y añadió—: Hasta pronto.
Isabel se despidió con una sonrisa un poco triste. Julia se quedó en la acera mientras el coche partía de nuevo.
Isabel era seis años mayor que Julia y tenía una idea del mundo rígida y solemne. Era unos centímetros más baja que su hermana pequeña y quizá más fornida, pero con los mismos ojos profundos y grandes y la misma boca de dientes parejos, hecha para reír. Sólo que ella se reía poco. Tres años atrás había enviudado de un hombre triste, seco y rico que le había dado la oportunidad de no volver a preocuparse por el dinero el resto de su vida.
Flores había conocido a las dos hermanas a la vez, porque ambas vivían juntas en un apartamento de estudiantes en el Ensanche barcelonés. Entonces, Isabel era más alegre y decidida, más risueña, pero ya con esa actitud de segunda madre que mantenía respecto a su hermana menor. Su padre, un ingeniero industrial con mala suerte, había muerto de un ataque cardíaco siendo ellas pequeñas, dejándoles apenas un vago recuerdo y un piso en el barrio de Gracia, muchas amistades y un seguro de vida que, bien administrado por la madre, permitió una vida desahogada pero sin lujos.
Al principio de conocerse, Flores salía con las dos y el alegre y despreocupado grupo de amigos de la facultad, quienes consideraban doblemente exótica la presencia entre ellos de un policía que era, a la vez, gitano. Todos ellos pensaban que el muchacho serio y moreno que era entonces Flores andaba detrás de Isabel, la hermana mayor, tan seria y reservada como él. La sospecha de todos incluyó también a la propia Isabel, pero Flores estaba enamorado de Julia y lo empezó a demostrar con una especie de ingenua persistencia, tan clara y patente que ya no hubo ningún género de dudas.
Tanto la madre como las dos hermanas consideraron al joven gitano un antiguo, una especie de fósil simpático e inofensivo, aunque un poco pesado con su insistencia. La madre murió, Isabel dejó la carrera a medio terminar y Julia se hizo profesora de Literatura y comenzó a trabajar en Barcelona. Flores, con esa extraña seguridad que tenían todos sus actos, continuó asediando a Julia hasta que ella permitió, una noche, que él se quedara a dormir. El apartamento era ya para Julia, porque Isabel se había casado con un rico excéntrico. A partir de entonces, Flores trasladó sus escasas pertenencias a la casa y seis meses más tarde se casaron.
Isabel vivía en Palma de Mallorca y allí siguió viviendo, incluso después de muerto su marido, pero pasaba largas temporadas en Madrid en un céntrico piso que también le había dejado su marido.
Joaquín la vio cruzar la acera, hablar con sus dos hijas y abrir la puerta del edificio. Entonces salió del coche.
—Julia.
Ésta se volvió. De momento no reconoció al jefe de la oficina de la Interpol en España. Lo único que vio fue a un hombre delgado, un poco calvo, de rostro afilado y bien vestido. Joaquín se detuvo a unos metros de ellas. Las niñas también lo observaban con curiosidad. Joaquín sonrió aún más amablemente. Julia comenzó a sentir un nudo en el pecho. Toda mujer de policía teme el día en que va a visitarla un compañero de su marido para decirle que ha sufrido un accidente, y que él mismo la llevará al hospital. Aunque esa idea se intenta quitar de la cabeza, no hay día del año en que no se piense en esa posibilidad.
En los que llevaba casada con Manuel, aquello había ocurrido dos veces. La primera vez fue a los tres meses de nacer Pili, viviendo en Barcelona. Cuando abrió la puerta del minúsculo piso en el que vivían y vio ante la puerta al jefe superior de Policía y al jefe de la brigada, se le paralizó el corazón y se le cortó la leche. Ya no pudo volver a amamantar a Pili. Recordaba que cuando le dijeron lo del accidente, ella preguntó si estaba vivo. Le dijeron que sí. Ella insistió. No quería que la engañaran sobre aquello. Le volvieron a decir que estaba vivo, pero muy mal, que fuera con ellos al hospital. Flores conservaba las cicatrices de la pelea a navajazos que había sostenido con un atracador que mantenía al director de una sucursal bancaria como rehén. Pudo deshacerse del atracador gracias a sus conocimientos en el manejo de la navaja, adquiridos durante su infancia y adolescencia. «Otro cualquiera de nosotros habría muerto —dijeron los compañeros—, el tío era buenísimo». El ladrón fue condenado a siete años de prisión mayor por intento de homicidio, robo frustrado con rehenes y daños en propiedad ajena. Un año y medio después salió de la cárcel por buena conducta y tres semanas más tarde moría en un tiroteo entre bandas.
La segunda vez fueron a verla Poveda y el director general de la Policía, pero ella ya tenía experiencia y no preguntó nada. Fue con ellos, no sin antes llamar a su hermana para que se ocupara de las niñas. Flores estaba en la cama del hospital, bromeando con los compañeros de la brigada y con la pierna vendada. Se avergonzó de sí misma porque empezó a llorar como una colegiala. Un tiro en una pierna era una bendición.
—Niñas…, subid a casa. Enseguida voy yo.
Cristina y Pili echaron a correr, atravesaron el portal y se dirigieron a los ascensores. Julia aguardó a que el policía dijera algo.
—Buenas noches —dijo—. ¿Se acuerda de mí? Soy el comisario Vidal, Joaquín Vidal, de la Interpol.
—Está en la Brigada Central, ¿no? —lo interrumpió.
—No exactamente, señora Flores…, pero conozco a su marido.
—Sí, sé quién es usted. ¿Quiere subir?
Notó cómo titubeaba y se dio cuenta de que estaba nervioso, terriblemente nervioso.
—No hace falta… Verá…, quisiera hablarle de algo personal.
—Pero estamos en la calle, comisario. ¿No quiere hablar con mi marido?
—No, es con usted con quien quiero hablar.
Julia se cruzó de brazos y aguardó a que continuara. Joaquín bajó la cabeza y arrastró los pies por el suelo.
—Se lo digo a usted porque si hablo con su marido, puedo perder la cabeza y cometer una locura, señora. ¿Conoce usted a los compañeros del Grupo Especial?
Julia hizo un gesto ambiguo con la cabeza.
—A algunos…, a Pacheco sobre todo, estuvo en Barcelona con mi marido…, a Marchena…, a Lucas, sí creo que los conozco a todos.
—¿Conoce usted a Carmela Sánchez?
Ella negó con un gesto de la cabeza.
—Es mi prometida, y su marido…
Julia esperó a que continuara.
—… su marido, señora, está liado con ella a mis espaldas.
Todas las noches, Pili se colocaba frente al espejo de su cuarto y se cepillaba el pelo cien veces. Lo tenía largo, castaño claro. Sabía que ésa era la cantidad de veces que había que cepillárselo para que quedara bonito, sedoso y suelto. Lo decían todas las chicas del colegio. Sin embargo, su hermana Cristina nunca lo tendría bonito. Se lo peinaba con mucha agua, se ponía lacitos tontos y lo tenía negro como el carbón, más feo que el de su padre. El suyo era igualito al de su madre.
Flores señalaba con el dedo a su hija Cristina, que con el pijama puesto saltaba en la cama.
—Me voy a enfadar, Cristina, ya es muy tarde. Venga, a la cama. Venga, que mañana tenéis que ir al colegio.
—¿Al colegio? ¡Que no te enteras, papá, que mañana es fiesta!
Cristina se metió en la cama y Flores la arropó, inclinándose sobre ella.
—Te quiero mucho, papaíto.
—Yo también a ti, hija.
—Papá.
—¿Qué?
—Cómprame un sujetador como el que le ha comprado mamá a Pili. Anda.
Flores se volvió y observó a su hija Pili. «¿Un sujetador?», pensó. Pili parecía tener unas ligeras protuberancias que aparecían bajo el camisón. ¿Cómo no se había dado cuenta? ¡Dios santo, sus hijas se estaban haciendo mujeres y él sin darse cuenta!
—Pili es mayor —contestó Flores.
Desde la cama, Pili dijo:
—A ti no te hace falta, idiota. Sólo tienes siete años.
Cristina se incorporó, furiosa.
—¡Sí que me hace falta, gilipo…! Perdona, papaíto, no lo volveré a decir más.
—Bueno, ya está bien… Ahora a dormir las dos. Es muy tarde para vosotras.
—Pero ¿me vas a comprar un sujetador a mí también, papaíto?
—Bueno…, hablaré con mamá.
Cristina lo apuntó con el dedo.
—¡Alto, policía!
Flores la tironeó de la nariz y le acarició las mejillas. Luego se inclinó sobre ella y la besó en la cara. Su hija lo abrazó.
—Buenas noches, hija. Que duermas bien.
—¡Buenas noches, papaíto!
Su hija mayor estaba metida en la cama, tapada hasta la barbilla. Flores se sentó a su lado. Cómo se parecía a Julia. Tenía sus mismos ojos, la misma determinación en la línea de la boca y esa manera de sonreír que era apenas una insinuación.
—Eres muy bonita, Pili —le dijo Flores—. Vas a ser guapísima.
—¡Tiene novio, papá, y le manda cartas!
—¡Cállate, idiota! —gritó ella—. ¡Eso es mentira!
Flores la besó.
—A callar las dos. Buenas noches.
Flores, de pie, apoyado en la mesa, contemplaba a su mujer, de espaldas en la cocina. Le gustaba verla así, distraída haciendo cosas. Era igual leyendo o mientras dormía. Entonces Julia parecía conseguir una extraña lejanía, un apartamiento que a él lo fascinaba de la misma forma en que lo había fascinado la primera vez que la vio siendo ella estudiante de Filosofía y Letras y él un joven policía que hacía un cursillo de Criminología en la Universidad de Barcelona. Ya entonces adivinó esa extraña fuerza que ella irradiaba, esa decisión que tenían todos sus actos, esa fe en sí misma que le hizo casarse con un gitano que encima era policía. Algunas veces, él pensaba que la consiguió gracias a la oposición de sus amigos de la facultad, de su madre viuda, de su hermana Isabel y de todo el mundo. A veces, pensaba que sin el horror que generaba su persona en todo el entorno familiar y social de Julia ella nunca lo habría aceptado. Cuando a su mujer se le metía una cosa en la cabeza, lo hacía. Por encima de lo que fuese.
—… ya me sé de memoria La guerra de las galaxias, pero a las niñas les encanta —estaba diciendo ella.
Flores se acercó por detrás y la abrazó.
—¿Y a la mamá, también le gusta La guerra de las galaxias?
Se soltó sin brusquedad del abrazo de su marido y llevó la comida a la mesa de la cocina.
—¿No vas a cenar tú?
—No tengo ganas. He picado mucho después del cine.
—¿Te ocurre algo, Julia?
—No, ¿por qué lo dices?
—Te veo rara.
—Estoy cansada, Manuel. No es más que eso.
Flores le apartó el cabello y la besó en los labios. Fue un beso corto. Se separó enseguida y la miró a los ojos.
—Me duele la cabeza —dijo ella, contestando a la muda pregunta de su marido. Luego, se separó de Flores y se sentó en una silla, frente al lugar donde había puesto la comida. Dijo con voz suave—: Se te va a enfriar, Manuel.
Flores empezó a comer. Siempre que ella salía con su hermana volvía rara. Isabel le llenaba la cabeza de reproches en contra de él, de reticencias y advertencias. La sorprendió mirándolo con una extraña luz en los ojos que él no había percibido antes. Le preguntó:
—¿Sabes cómo ha terminado todo?
Ella negó con la cabeza.
—Pescamos a esos tíos, al Primi y al Alí, pero no ha servido de nada. ¿Viste a Prada en la televisión?
Ella asintió y Flores creyó que hacía esfuerzos para no llorar. Pero desechó la idea y continuó:
—A Pacheco le ha dado uno de sus ataques. Se ha emborrachado como un animal, pero ya está todo solucionado. ¿Te acuerdas de aquella noche en Barcelona?
Ella volvió a asentir y Flores continuó comiendo. ¿Qué le estaba ocurriendo? ¿Qué pasaba allí?
—Fue durante aquella fiesta. Le sacudió a aquel imbécil del secretario del gobernador. ¿Te acuerdas?
—Sí —contestó ella y volvió a mirarlo como si intentara entrar en su interior.
—Pacheco es un tío estupendo. Yo no sé lo que le pasa cuando bebe. Parece que se convierte en otra persona. He conocido a gente que hace cosas raras cuando se emborracha, pero Pacheco parece serenarse, se queda rígido como un palo y empieza a decir lo que piensa de todo el mundo. Menos mal que lo hace de tarde en tarde. Nadie debería decir lo que piensa —suspiró Flores—. ¿No te parece, Julia?
—¿Qué?
—No me escuchabas, ¿verdad?
Julia no contestó. Sólo lo miró otra vez. Una de sus miradas. Esa mirada que tan bien conocía. Flores tiró la cuchara sobre la mesa sin brusquedad. Su voz era más una interrogación que un reproche.
—Pero ¿qué te ocurre?
—Vas a despertar a las niñas.
En aquel momento sonó el teléfono. Nunca le parecieron más estridentes los timbrazos de un teléfono. Flores se puso en pie, salió de la cocina y entró en el salón. Descolgó el auricular.
—Flores —dijo secamente. Su rostro se fue ensombreciendo por momentos—. Sí, Lucas, voy ahora mismo… Te espero en la puerta. —Consultó el reloj—. Diez minutos.
Colgó y se quedó mirando fijamente el póster de la exposición de Miró, enmarcado en la pared de enfrente. Su rostro parecía de piedra.
Rogelio pelaba despacio una manzana. Empuñaba una navaja de grandes dimensiones, afilada como una hoja de afeitar. Cuando terminó, cerró la navaja con un seco chasquido y empezó a comerse la manzana a grandes bocados. Rubén Jorowisch paseaba a grandes zancadas por el estrecho salón de la caravana. Victorio y su hijo Zacarías permanecían sentados en la estrecha mesa donde se encontraba también Rogelio. Irene Jorowisch lavaba platos en la minúscula cocinilla.
—Ése no es el Manuel que yo he conocío, no. Ése es otro. Tu hijo es un pestañí y es como toda la pestañí —dijo Rubén.
—No digas eso, tú lo conoces —replicó Rogelio con la boca llena.
—Por eso te lo digo —continuó Rubén—, lo conozco desde que era un chinorri. —Dejó de moverse y se cruzó de brazos—. Me acuerdo de cuando se puso a estudiar… Luego se fue al servicio militar y ya no lo vimos más. Ahí fue cuando se hizo de la pestañí. Cuando me lo dijeron no me lo creí. Tiene gracia. —Levantó la cabeza—. Tu hijo ha renegao de su raza y de ti, Rogelio. —Escupió al suelo—. Para mí ha terminao, ya no existe Manuel Flores.
—La culpa ha sío mía. —Rogelio sostuvo los restos de manzana unos instantes y luego los dejó sobre la mesa—. Entramos en su casa como unos ladrones. A él no le gusta eso. Pero tú verás como buscará a la Aurori. Yo conozco a Manuel. Buscará a la Aurori y la encontrará, ya lo verás, Rubén.
Zacarías gritó:
—¡Tu hijo es un cabrón, Rogelio! ¿Es que no has visto cómo nos ha echao de su casa como si fuéramos perros? ¡Os ha despreciao a ti y a mi padre! Dónde se ha visto eso, ¿eh? ¡Dímelo, anda!
—¡Calla! —le gritó Victorio. Zacarías bajó la cabeza—. ¡No le faltes al respeto a Rogelio! —Zacarías se mordió los labios. Victorio continuó—: Cállate o te echo a patadas de aquí. Rogelio está invitao a nuestra casa, ten respeto.
—Sí, padre —contestó Zacarías. Se levantó y añadió—: Me voy afuera, padre. Voy a tomar un poco el aire. Me voy a la caseta.
Cuando abrió la puerta, entraron en la caravana los ruidos de la verbena: las músicas de los quioscos y casetas, los ruidos de la gente divirtiéndose y las voces de los pregoneros. Era un ruido alegre que llegaba mezclado con el olor a fritanga.
—Perdona a mi hijo, Rogelio —dijo Victorio.
Rogelio movió la cabeza.
—Es joven y le hierve la sangre. No me ha ofendío, Victorio. Ya sabes cómo son los muchachos.
—Las cosas han cambiao mucho —siguió Victorio—. En mis tiempos no hubiera pasao esto. Tu hijo no hubiera renegao de ti y mi Zacarías no te hubiera faltao. —Se apoyó en el bastón—. Mi padre me hubiera quemao la boca con una cuchara al rojo.
Irene se acercó con una bandejita en la que había tres cazolillos de lata, una cafetera y un azucarero de cristal. Puso los tres cazolillos sobre la mesa y le sirvió café a su padre, después a Rogelio y finalmente a su hermano mayor, Rubén. Éste se acercó a la mesa en silencio y se sentó.
—Mírala, una mujer hecha y derecha. Ya ha despreciao a tres pretendientes —dijo Victorio.
Irene besó a su padre en la cabeza. Éste se apartó con un gesto.
—Y si me voy, quién os va a cuidar, ¿eh? —dijo la chica.
—Quita de ahí, zalamera —le dijo Victorio, y su arrugada cara se contrajo en una sonrisa—. Y más te valdría casarte.
—Será con el hombre que yo quiera, padre. —Sonrió a Rogelio y le dijo—: ¿Te pongo una poquita de leche? Te gusta con una poquita de leche, ¿no?
—Sí, bonita. —Se dirigió a Victorio—: Una niña como tu Irene debía haber tenío yo, que me diera un nieto.
—Pues a mí me da igual un niño que una niña, ya ve usté.
—Anda, trae ya la leche, niña. Que hablas mucho.
Rubén se bebió el café hirviente de un solo trago y sacó un purito del bolsillo. Lo prendió y expulsó una humareda espesa.
—Ya he pasao la voz a la familia de los Amadores y a los Cruz. Los de Villanueva están por la parte de Móstoles, iré mañana. A mi Aurori parece que se la ha tragao la tierra. Cuando cojamos al que se la ha llevao, le voy a cortar las pelotas despacio, muy despacio, y luego se las voy a dar a los perros para que se las coman. —Victorio apretó su enorme mano contra la empuñadura del bastón—. Le quemaré los ojos a esa hiena.
Irene echó un chorreón de leche en la taza de Rogelio.
—A ver si te va bien, te lo he preparao mu negro, como a ti te gusta.
—¿Qué haces aquí con los hombres, desvergonzada? ¡Vete ya de una vez! —le gritó Victorio.
—¡Ay, padre, no se ponga usté así, por Dios!
—Vete ya —le dijo Rubén.
Irene abrió la puerta de la caravana y se despidió de Rogelio agitando la mano.
—Hasta mañana —le dijo.