—Bueno —dijo Susi observando a Prada—. Ya está bien, joder.
Éste se contemplaba el pene, de nuevo erecto, con las venas abultadas y de color morado. Con los últimos restos de cocaína volvió a restregarse el prepucio. Primero comenzó a sentir el escozor de la sangre agolpándose, hinchando el miembro aún más, y después la tirantez de los músculos alrededor. Prada apartó las sábanas de Susi. Ella intentó taparse, pero permaneció ajena, apurando el cigarrillo.
A Prada le gustaba contemplarla desnuda. Nunca había visto una mujer al mismo tiempo tan joven y tan vieja, con tanta sabiduría. Era un hombre de suerte. Siempre lo había sido. Susi era estupenda. Tenía los muslos sedosos, el vientre plano por donde le subía el pelo rizado del pubis, y los pechos grandes, con pezones marrón oscuro.
—¿Qué? —preguntó Prada.
—Que me tengo que marchar. Hoy también tenemos fiestecita arriba.
—Tranquila, Susi. Tranquilita. Por lo menos podías disimular.
—¡Disimular!… ¡Ja! ¡Qué gracia me haces! ¿Por qué tengo yo que disimular? Sabes de sobra que no puedo tirarme toda la noche contigo los días en que trabajo aquí. Hemos pasado la tarde juntos, ¿no? Hemos cenado… y llevamos aquí más de dos horas. —Bostezó y añadió— si te cobrara como a cualquiera, me deberías un dineral.
Prada se incorporó en la cama y se sentó. La erección le estaba haciendo daño. Torció el cuerpo en dirección a Susi. Le apartó el pelo de la cara y le dijo:
—Repite lo que has dicho.
—¡Venga, no te pongas así!
—Repítelo, cariño. Di que te debo un dineral.
—Hoy no me has dado nada.
—¿No?… ¿Y la cena? ¿Eso no es nada? ¿Cuándo podrías ir tú a un restaurante de ésos? ¿Sabes lo que cuesta uno de esos restaurantes?
Ella se encogió de hombros.
—Algo me darás, ¿no?
—Te he dado mucho, ¿no es verdad, Susi? ¿O es que tienes queja?
—¿Queja?… No… —Volvió a encogerse de hombros—. Pero algo me podías dar, Ricardo. Llevo dos horas aquí contigo.
—Pero lo hemos pasado bien. Hemos cenado juntos y luego hemos venido aquí y nos lo hemos pasado bien los dos, ¿no?
—Joder, y dale con que hemos cenado. Ya lo sé que hemos cenado, yo ceno todos los días, no te jode.
Prada bajó la mano por los pechos de la chica, continuó por el ombligo y se detuvo entre el pelo espeso del pubis. Jugó a enredar los dedos y le contestó:
—Te he dado mucho dinero, Susi. Mucho y muchos regalos. ¿Es que ya no te acuerdas?
Otro encogimiento de hombros.
—También yo he follado contigo todo lo que has querido.
—Ábrete un poquito más.
—Jo…, ya estoy cansada. Y lo que me espera ahora.
—Otra fiestecita, ¿no?
—Antes te gustaban.
—Le diré a Sousa que te deje conmigo. No te preocupes. Continuaremos la fiesta aquí. Pediré champán.
—Jo, Ricardo, macho, el señor Sousa me ha dicho que termine pronto. Que tengo que subir a la fiesta. Si vas diciéndole que me quede contigo, me la cargo. No, mira…, ¿me vas a dar algo o no?
—Qué pesada eres, Susi. Me estás cansando.
—Qué son para ti veinte papeles, ¿eh? Te he visto dar dos mil pesetas de propina. Seguro que la cena te ha costado…
—Exactamente veintidós mil pesetas.
—¡Me cago en la leche! ¿Por qué no me las has dado a mí? ¡Joder! Tiras la pasta y luego te haces el tacaño conmigo. ¿Tú sabes lo que yo podría hacer con veinte papeles? ¡No me jodas, Ricardo! Los señorones sois todos iguales. Tú crees que con un paseíto en tu Mercedes y una cena ya está, ¿no?
Susi arrugó la boca, se acercó a Prada, acurrucándose en su pecho y colocándole la mano en el muslo, y le dijo:
—Ricardo…, dame algo, hombre…, anda, venga. Te he estado haciendo cositas, ¿no?
La mano de dedos finos y ágiles empezó a recorrer el cuerpo del hombre como si pulsara teclas y botones secretos. Prada se echó hacia atrás. Ella siguió hablándole:
—¿Le vas a dar a tu Susi un poquito? Tu Susi quiere que le des algo… Un regalito para tu Susi, anda, que me voy a comprar un vestido para ir contigo… Anda, venga…
—Sí…, sigue, sigue ahí, Susi, sigue…
Susi se detuvo. Habló con la cara puesta en el estómago de Prada, que se agitaba sin parar.
—¿Cuánto me vas a dar?
—¡Sigue! ¡No te pares, Susi!
—Pues dime cuánto me vas a dar.
Prada la cogió del cuello y le apretó la cara contra su entrepierna. Susi se soltó.
—¡Déjame en paz, tengo que irme, coño!
Intentó salirse de la cama. Prada la agarró del pelo y la chica emitió un grito apagado. Se volvió y entonces el hombre le cruzó la cara con fuerza.
—¡Zorra, no te muevas de aquí!
Ella gritó y se revolvió, intentando arañarlo. Prada volvió a golpearla. Susi lanzó un apagado gemido, intentando soltarse de la mano de Prada, que la sujetaba del cabello.
—¿Qué te has creído, zorra de mierda? ¡Di! ¿Qué te has creído? ¡Me he gastado contigo mucho dinero, puta, y vas a hacer lo que yo diga!
La puerta de la habitación se abrió de golpe y Nelson apareció en la puerta. Llevaba aún el esmoquin y sonreía. Susi saltó de la cama.
—¡Hijo de la gran puta, cabrón! —chilló Susi.
Nelson cerró la puerta a su espalda antes de que Prada pudiese hablar. Avanzó hacia la cama y le dijo a Susi, señalándola con el dedo y sin dejar de sonreír:
—No grites tanto.
Prada intentó taparse.
—¿Qué haces tú aquí? —gritó—. ¡Márchate ahora mismo!
—Vístete —le dijo a Prada—. Vamos a dar un paseíto.
—¡Cómo te atreves! —Prada levantó aún más la voz—: ¡Fuera de aquí!
Nelson lo golpeó con el puño detrás de la oreja. Prada tuvo una pequeña sacudida y se le ahogó el grito a medio articular en la garganta. Después Nelson lo alcanzó en la sien con los nudillos y Prada se quedó rígido. Susi empezó a temblar.
—Nelson…, es…, es el señor Prada…, tú…
—Sé quién es. Ayúdame a vestirlo. Y que no se te olvide nada.
—Claro, Nelson…, claro que sí.
Susi empezó a recoger la ropa de Prada, desperdigada por el cuarto.
—Ponle los calzoncillos primero —señaló Nelson—. Ah, y otra cosa…, tú no has visto nada, ni a nadie… No has visto nada. ¿Lo entiendes?
—Sí, sí, Nelson… Yo no he visto nada.
—Muy bien, así me gusta. Ahora vístelo. Deprisa.
Susi comenzó a ponerle los calzoncillos. Le temblaban las manos. Nelson le puso otra vez el dedo en la cara.
—Recuérdalo: si dices algo de esto, te corto el cuello, ¿comprendido?
Flores atravesó el vestíbulo de su casa y dejó su cazadora negra sobre el sofá del salón. Por la cristalera de la terraza entraban las luces del restaurante de enfrente y de las farolas de la calle. Cogió una botella de coñac del mueble bar y bebió a gollete. Su familia estaba en el cine, pero las luces del salón estaban encendidas. Eso era algo que su mujer no haría nunca. Dejó la botella en su lugar, extrajo su Astra PK/38 de reglamento de la funda sobaquera y la dirigió hacia la puerta de la cocina, que estaba abierta.
—Sal de ahí —dijo sin elevar la voz. Se escuchó un tenue ruido proveniente de la cocina—. Con cuidado, te estoy apuntando.
Rogelio se estaba comiendo un bocadillo y le sonreía con la boca llena de pan.
—Como no cambies las cerraduras cualquier día vas a tener un disgusto, niño.
Flores guardó la automática en la funda.
—¡Te he dicho mil veces que no entres así en mi casa! ¿Cómo quieres que te lo diga?
Rogelio avanzó por el salón, observando los libros de la esposa de su hijo, alineados en las estanterías de la biblioteca. Se detuvo frente a una foto enmarcada en la que estaba ella, junto a Cristina y Pili, el año en que se trasladaron a Madrid.
—¿Qué es lo que quieres? —le preguntó Flores.
Rogelio cogió la foto enmarcada y la sostuvo frente a sus ojos unos instantes.
—Están hechas unas mujercitas, ¿eh, niño? Mis nietecitas nos hacen viejos. Tengo muchas ganas de verlas.
Flores le quitó de las manos el retrato enmarcado y volvió a colocarlo en la estantería.
—Di lo que tengas que decirme y vete de una vez. Porque si lo que quieres es dinero, te digo de antemano que eso se acabó.
—No es dinero lo que quiero, niño.
—¿No? Entonces ¿a qué has venido a verme?
Flores volvió a escuchar ruido en la cocina. Desde detrás del cuerpo de su padre, recortados contra la puerta de la cocina, lo miraban los Jorowisch: Zacarías, Rubén y el viejo Victorio.
—Perdona, primo. —La sonrisa de Zacarías era una mueca.
Zacarías era de su edad. Habían jugado juntos en la lejana infancia en el barrio de La Mina. Rubén tendría unos quince años más que él y nunca lo llamaba primo, que entre los gitanos se utiliza sólo para los de la misma edad.
Victorio se quitó el sombrero en señal de respeto. Sus dos hijos hicieron lo mismo.
—Perdona, Manuel —dijo Victorio—. Hemos entrao en tu casa sin permiso.
—Ha sido cosa mía —añadió Rogelio.
La casa nunca se cierra para los de la misma sangre. Una casa está siempre abierta, y Rogelio podía disponer de la casa de su hijo con entera libertad.
—No hemos querido ofenderte.
—Está bien —dijo Flores—. Ahora decidme qué queréis.
Zacarías paseó los ojos por el salón y Flores tuvo un imprevisto deseo de arrojarlos de su casa sin más contemplaciones. Zacarías se había convertido en un hombre flaco, malcarado y chuleta.
—Tienes un quel dabuti, ¿eh, primo?
—No soy tu primo, Zacarías.
Rogelio le puso la mano en el hombro y él se la apartó con un movimiento brusco.
—Zacarías acaba de salir del estaribel, niño. Ten paciencia con él —le dijo Rogelio.
Pensar que Zacarías, Rubén y Victorio habían estado fisgoneando en su casa mientras él estaba fuera lo ponía furioso. Podía ser una costumbre calé, pero él no la admitía. Como tampoco admitía otras muchas cosas. Se quedó allí, en pie, sin ofrecerles asiento ni saludarlos, dejando muy patente que no los quería en su casa. Además, no quería pensar en lo que diría Julia si los viese.
—Muy bien, Victorio. —Se dirigió al más viejo sin darse cuenta de que aquello también era una ancestral costumbre de su raza—. ¿Qué habéis venido a hacer a mi casa?
Victorio inclinó la cabeza. Flores siempre lo recordaba igual de viejo, con bigote blanco retorcido y ese aspecto majestuoso y señorial que habría tenido incluso vestido con harapos. Victorio era la ley y el orden en el barrio de La Mina. El jefe indiscutible, el que dirimía las querellas con mano de hierro, el incuestionable. Allá en La Mina, en Pueblo Nuevo, él reinaba por encima de concejales, policías, curas y asistentes sociales. Debía de ser muy importante lo que los traía a su casa.
—Te escucho —dijo Flores.
Rubén sacó una foto en color del tamaño de la página de un periódico y se la tendió a Flores. Éste la cogió. Era de una niña de unos nueve años, vestida de primera comunión.
—La Aurorita, mi niña pequeña. Ahora tiene trece años. Tú no la has conocío —dijo Rubén—. Nació después de que salieras del barrio.
La niña era guapa, morena, de ojos despiertos y vivos. Se parecía demasiado a su Cristina. Le devolvió la foto a Rubén.
—No, no la he conocido.
—Se escapó de casa hará seis meses, Manuel —continuó Rubén—. Nos dijeron que había tirao para Valencia y p’allá fuimos. Allí le perdimos la pista, hemos estado en todo el campo de Alicante, toda la costa. Un run de la familia nos dijo que se había venío a los Madriles después de las Navidades y para acá que nos hemos venío todos, Manuel.
Victorio carraspeó.
—Es un favor muy grande que queremos pedirte, Manuel, una cosa muy importante.
—Los Jorowisch son de nuestra misma sangre, niño —remachó Rogelio.
—Tú, ahora, eres un baranda de la pestañí, primo. Quién lo hubiera dicho. —Zacarías volvió a clavar sus ojos en las paredes de la habitación—. Un baranda.
—Yo no puedo dedicarme a buscar niñas perdidas. La policía no funciona como vosotros queráis. Tenéis que poner una denuncia en la comisaría o en el juzgado.
Zacarías soltó una carcajada seca.
—¿En el gobi? ¿Nosotros en el gobi? ¿Tú estás bien de la cabeza, primo? ¿Tú crees que la pestañí va a hacer caso a unos gitanos?
—Es la única manera. Yo no puedo actuar por mi cuenta, nosotros cumplimos órdenes. Poned la denuncia en el juzgado.
—¿Para que se rían de nosotros, niño? ¡Quita p’allá! —exclamó Rogelio—. Además, si entramos en un gobi, nos trincan.
—La justicia es para los payos, Manuel, no para nosotros. —Había un fondo de cólera sorda en las palabras de Victorio.
—Si fuera una niña paya, sería otra cosa, ¿eh, primo?
—Deja de decir tonterías, Zacarías —le contestó Flores.
—Somos tu gente, niño. Tu raza —dijo Rogelio.
Zacarías escupió al suelo con desprecio. Tenía los ojos inyectados en sangre cuando le gritó a Flores:
—¡Eres un renegao!
La furia de Zacarías explotó como recordaba Flores de su infancia. Victorio le puso la mano en el pecho. Zacarías parecía un perro rabioso.
—Estamos en su casa, hijo —le dijo Victorio y se puso el sombrero.
Victorio se volvió a sus hijos. No le dirigió a Flores ni una mirada:
—Vámonos, nos hemos equivocao.
Flores los vio dirigirse hacia la puerta del salón. Antes de que llegaran a ella, les habló:
—Y otra cosa…
Todos se volvieron.
—… no volváis a entrar de esta manera en mi casa. ¿Lo habéis entendido? Y esto va también para ti, Rogelio.
Rubén lo señaló con el dedo.
—Escúchame tú también, Manuel. Eres peor que los payos, mucho peor, porque no eres ni gitano ni payo. No eres nada.
La puerta se cerró con un golpe y Flores escuchó los pasos de los cuatro hombres bajando las escaleras. Después se hizo un pesado silencio en la casa, como si estuviera dentro de una pecera. Flores se quitó la pistola y entró en el dormitorio. Sobre la cómoda había una nota de Julia escrita con la peculiar caligrafía que poseen los maestros y profesores, gentes acostumbradas a escribir en las pizarras y a explicarlo todo con mucho detalle. En la nota le anunciaba que llegarían tarde. Guardó la pistolera en el cajón de la cómoda y lo cerró con llave, luego se dirigió otra vez al salón, abrió la cristalera y pasó a la terraza. El fresco de la noche le dio en la cara. Vio a la gente que se afanaba como hormigas en la glorieta de Alonso Martínez. Más allá, la mole de la Telefónica descollaba sobre el resto de los tejados.
Cada vez que veía a su padre, los recuerdos de su infancia entraban en tropel en su cabeza. Ahora, en los recuerdos, se veía a sí mismo, gritando junto a los chicos de la parroquia, bajando la cuesta a la carrera. Zacarías, que era el más rápido, iba siempre el primero, después él y detrás… ¿Quién iba detrás de él cuando salían corriendo de la escuela parroquial? ¿El Leñas? ¿El hijo de la tía Jesusa? ¿Qué habría sido de ellos? Probablemente, unos, en la cárcel, otros, muertos y los demás, desperdigados por ahí o incapaces de salir del barrio de La Mina.
Pero él sí que pudo salir, decir adiós a la miseria, a las humillaciones de los payos, a la cárcel. Él no tenía nada que ver con aquel niño Manuel, el del Rogelio. Aquel niño había muerto. Manuel Flores era otra cosa, él era el inspector jefe Manuel Flores. Entonces, ¿por qué seguía acordándose de aquellas carreras bajando la cuesta? Quizá debió decirles a los Jorowisch que tenían razón…, quizá debió explicarles las cosas tal como eran. En cualquier comisaría se cachondearían una tarde entera de la noticia de que una gitana de trece años se había escapado de casa. Con el agobio de trabajo, encima buscar a una gitana de trece años.
La niña era gitana. Él sabía lo que significaba ser gitano. Las burlas en el colegio, la suspicacia, los chistes malos sobre su raza y su pueblo, el tono de desprecio. Por eso había tenido que demostrar más que los demás. Tuvo que ser el mejor en la Academia. No un buen policía, sino el mejor policía. El número uno de su promoción.
Sí, él sabía lo que significaba ser gitano.