8

Rosita Valleda se movía suave al ritmo de lo que cantaba. Era un tema de amor y ella lo susurraba despacio, como si la voz le saliera de las profundidades del estómago y no de la garganta.

Susi caminó por la sala contoneándose, consciente de que la estaban mirando. Sorteó las mesas y se dirigió al mostrador. Nelson se quedó rígido. Estaba prohibido que ella entrara al club. Su lugar era otro.

—¿Qué haces aquí?

—Estoy con el señor Prada, ¿te enteras?

Nelson no necesitó ningún esfuerzo para parecer brutal.

—Tienes que entrar por la puerta de atrás, zorra de mierda. ¿Quién te has creído que eres?

Hablaba sin elevar la voz, como si mascara las palabras. Tenía los poros de la cara abiertos y le salía el sudor a raudales. Susi tuvo un imprevisto escalofrío. Quizá no había sido buena idea aceptar la invitación de Prada para ver el espectáculo.

—El señor Prada ha dicho…

—Cállate.

Susi se mordió los labios. Nelson le pasó los dedos por la cara.

—¿Quieres vértelas conmigo?

—Lo siento, Nelson. De verdad, el señor Prada me dijo que me invitaba a ver a Rosita Valleda; me gusta mucho. Ahora me voy para arriba.

Nelson la cogió del brazo.

—No… Vas a salir a la calle y a volver a entrar por la puerta de atrás. ¿Me has entendido?

—He quedado aquí con el señor Prada.

El dedo de Nelson se clavó en su cara.

—Sí, sí…, voy a salir, Nelson, no me hagas daño.

Nelson retiró el dedo. Susi dio media vuelta y atravesó otra vez la sala. Nelson la estuvo observando mover las caderas hasta que llegó a la zona del guardarropa y la perdió de vista.

—Está loca —le contestó Felipe, el barman, que se había acercado—. Mira que entrar en la sala… Esa chica no está bien de la cabeza.

—Más le vale curarse. Yo tengo un medicina para los que están mal del coco —contestó Nelson.

—Ha venido con ese señor, el de la televisión. ¿Cómo se llama? Ha ido a ver al señor Sousa.

—¿Quieres un consejo, Felipe?

Felipe comenzó a lavar vasos rápidamente.

—Perdona, Nelson.

—¿Quieres un consejo, lo quieres? —repitió.

—Yo no quiero meterme en jaleos.

—Tú no has visto a nadie. Recuérdalo, Felipe… ¿Eh?

—Yo no he visto a nadie. —Y le sonrió, una sonrisa de viejo barman profesional.

Nelson le devolvió la sonrisa. Le gustaba sentirse importante.

Sousa podía parecer amistoso y simpático, aunque sus fríos ojos azules no sonrieran nunca. Podía dar la sensación de confianza, de que era un amigo. Prada estaba en su despacho, sentado en el moderno sofá, delante de un enorme cuadro abstracto que había costado tres millones de pesetas y que ahora costaba el triple. Contemplaba a Sousa, que se movía por la habitación como un animal nocturno en la selva.

—Vamos a ver —dijo Sousa—, deja que te lo repita otra vez, Ricardo, porque te lo he dicho ya muchas veces. Tienes que marcharte, quitarte de en medio. Creo que con ésta van ya mil veces, pero tú, en vez de considerar el consejo de un amigo, ¿qué es lo que haces? Todo lo contrario. No sólo no te vas del país, sino que vienes a verme a mi club y encima con Susi. Vienes a comprometerme.

—No exageres, Luis. No es para tanto.

Sousa se detuvo. Sonrió, pero sus ojos seguían despidiendo llamas. Dijo:

—¿Y si te ha seguido la policía?

—No me ha seguido nadie.

—¿Y tú qué sabes?

Prada negó con la cabeza.

—Necesito un poco de nieve, Luis. Un poco para ahora mismo, por favor.

—¿Quieres adornar tu polvo con Susi, Ricardo? ¿Es eso?

—No tienes por qué tratarme así, Luis.

—Te he ayudado mucho. Te he estado dando la mejor coca, te he salvado de la ruina. Has ganado mucho dinero conmigo, mucho.

—Tú también, Luis. Tú también has ganado mucho dinero.

—¿Crees que eres la única persona en el mundo capaz de distribuirme la coca? Te la di porque necesitabas dinero, te he estado haciendo un favor. Te he salvado de la ruina y tú lo sabes.

—Sí, lo sé. Pero ahora no te estoy pidiendo mucho. Con dos o tres gramos sería suficiente. Sólo para esta noche. —Intentó sonreír—. La necesito para esa chica. Te juro que la necesito ahora.

—Todavía no te has dado cuenta de lo que te ha pasado, Ricardo. La coca con la que te ha pescado la policía era mía. ¿Te das cuenta? Mía, era mi coca. ¿Crees que los policías son memos? Cuando te dijimos que te fueras no era ninguna broma, Ricardo. No solamente no me haces caso, sino que me comprometes viniendo aquí. No estoy dispuesto a que te relacionen con El Burbujas.

Prada se levantó del sofá en el que estaba sentado.

—De acuerdo, muy bien. Ya no volveré más por aquí. Hazme el último favor. ¿De acuerdo? Dame…, dame un gramo, con un gramo tendré bastante.

Sousa abrió uno de los cajones con la llave de un pequeño llavero que colgaba de su cinturón. El cajón estaba vacío excepto por dos pequeños sobrecitos de plástico transparente. Se los arrojó a Prada y éste los cogió al vuelo.

—Será la última vez.

Le sonrió y salió del despacho. Sousa se quedó mirando la puerta.

—Sí, será la última vez. Eso tenlo por seguro —murmuró.

La BMW de 750 cc cortaba la noche como una exhalación. A Carmela le gustaba manejarla a tope de velocidad. Le daba una sensación de fuerza y potencia apretarla entre las piernas y sentir el viento en el casco. Loren iba detrás, agarrado a su cintura y hablando a través del walkie talkie.

—… el portero del restaurante El Jardín… Cambio… Parece que sospechó algo raro cuando Pacheco siguió al Mercedes de Prada… Cambio… Desconocemos qué dirección ha podido seguir… Repito, parece que está siguiendo a Prada…

La voz de Flores se escuchó distorsionada, pero con toda claridad.

—¿Cuál es vuestra posición?… Repito, ¿cuál es vuestra posición ahora?…

—Vamos a entrar en la carretera de La Coruña… Cambio…

Prada terminó de esnifar una enorme raya de coca y se volvió a Susi, que miraba el reloj.

—¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí, Ricardo? Tengo que irme a trabajar.

—Un ratito. ¿Quieres? —Le ofreció una pitillera plateada con un montoncito de polvo blanco.

Susi se volvió en la cama y con el dedo extendió la coca, formando una línea gruesa. Prada le tendió un tubito de plata y ella se lo llevó a la nariz. Se tapó un orificio con el dedo y esnifó con fuerza. Luego hizo lo mismo con el otro. Prada empezó a notar cómo le bullía la sangre en la cabeza, cómo se le dilataban los ojos y se le ensanchaba el pecho. Sentía que podía ser capaz de cualquier cosa que se propusiese. Apretó los puños con fuerza y soltó una carcajada. Respiró hondo y estiró las piernas bajo las sábanas, su pie tropezó con el de Susi.

—¡Me haces cosquillas! —chilló ella.

Prada le quitó la bandejita y rebañó el polvillo blanco con el dedo. Luego apartó las sábanas y empezó a aplicarse coca en el pene. Susi suspiró y observó el techo. Hasta ella llegaron los ecos de la música y la voz de Rosita Valleda.

Sobre la mesa del cuarto que servía de oficina para el contable, Nelson había extendido un paño. Había desarmado su pistola, una Browning Parabellum, y ahora la estaba volviendo a armar con cuidado, frotando cada pieza con un paño empapado en aceite. Estaba ensimismado en su tarea, silbando por lo bajo. Le gustaban mucho las armas. La primera pistola que tuvo la consiguió a los dieciséis años y con ella cometió su primer atraco. Desde entonces, siempre había estado acompañado por las armas. Podía armar y desarmar cualquier clase de pistola con los ojos vendados. Sousa empujó la puerta y entró en la habitación. Nelson apenas levantó la cabeza.

—Dentro de un rato —le dijo.

—Sí, señor Sousa —replicó Nelson—. Cuando usted quiera.

Sousa miró su reloj de pulsera.

—¿Podrás sacarlo por la puerta de atrás?

—Claro, señor Sousa. Sin problema.

—¿Está listo el coche?

—Sí, señor Sousa.

Nelson terminó de armar la Browning y se la acercó al oído al tiempo que apretaba el gatillo.

—Bien —dijo Sousa volviendo a observar su reloj—. Muy bien.

Las luces del cartel de El Burbujas se reflejaban en el rostro contraído de Pacheco, que estaba apoyado en el capó de su coche. Le tatuaban la cara con un color lívido. Carmela y Loren estaban a su lado.

—Estaba con una putita joven, muy guapa. Y ahora deben de estar pasándoselo bomba escuchando a Rosita Valleda —dijo Pacheco.

—Me encanta la Rosita Valleda —dijo Loren.

Pacheco hablaba con cadencia y tono monocorde, como si pensara en voz alta.

—Lo he tenido a huevo. Lo vi salir del coche con la putita ahí enfrente. Pero no he tenido cojones para pegarle un tiro.

Carmela le tomó el brazo con fuerza.

—¡Cállate, Pacheco! ¿Estás loco?

—No he tenido cojones —repitió.

—Llévate mi moto —le dijo Carmela a Loren—. Yo iré con él en el coche.

Pacheco empezó a canturrear y los dos se dieron cuenta, entonces, de la terrible borrachera de su compañero. Carmela le dio unos golpecitos en la cara.

—Anda, vamos a hablar, Pacheco. Te invito a café.

—No tengo cojones, Carmela. Qué te parece eso, ¿eh?

—Deja de decir tonterías y vamos a tomarnos un café.

—Yo te sigo en la moto, ¿vale? —dijo Loren—. ¡Qué moto más cojonuda, Carmela!

—Lo tenía a huevo, podía haberle disparado… ¡Pum, pum…, y se acabó Prada!

Pacheco simuló una pistola con la mano y luego se echó a reír. Era una risa seca, desganada y triste.

—Vamos, Pacheco.

—Traficante hijo de puta, cabrón…

—Vamos…

Carmela abrió la puerta del coche y lo empujó dentro. Antes de dar la vuelta y abrir la puerta del conductor, miró a Loren, que ya estaba subido en la moto.

—¿Crees que le hubiera disparado? —preguntó Loren.

—Llama a Flores —dijo Carmela—. Llámalo y dile que estamos con él, que no ha pasado nada y que mañana será otro día.

Loren le dio al contacto y la enorme moto empezó a vibrar entre sus piernas. El coche dio media vuelta y salió del aparcamiento de El Burbujas. Tomó la desviación para salir a la carretera de La Coruña y Loren fue detrás. La moto se deslizaba suavemente, respondiendo a cada movimiento de su muñeca. Una moto como aquélla costaba nueva tres millones de pesetas. El salario de un año. Loren pensó que era la máquina más hermosa, limpia y perfecta que había visto nunca, y tuvo una extraña reacción de envidia al comprobar que Carmela la tenía a punto y bien cuidada. Mientras seguía al coche, pensó en las cosas que estaría dispuesto a hacer con tal de tener una moto como ésa.

Quince minutos más tarde, cuando entraban en Moncloa y en la calle Princesa, se acordó de que tenía que llamar a la brigada para comunicar que no había pasado nada. Que había sido una de las tantas crisis de Pacheco.

Flores paseó la mirada por la vacía sala del grupo. Las mesas estaban sucias, había colillas por el suelo y olía a sudor humano. La noche era el mejor momento del día, cuando se podía trabajar mejor sin que nadie molestase.

A Flores le gustaba la noche. Cuando era niño, solía escaparse de la cama, arrastrarse hasta la puerta y sentarse en el escalón de fuera a mirar la explanada del barrio de La Mina, en Barcelona. Cuando su padre tardaba en llegar o no llegaba hasta el día siguiente, o incluso hasta varios días después, Flores miraba la noche y se sentía protegido y amparado, como si la oscuridad lo cubriera con una manta y él estuviera debajo, cobijado. Así se podía tirar horas, hasta que se quedaba dormido.

La noche tenía un encanto especial para Flores. De niño, había aprovechado la noche para estudiar en la mesa de la cocina, sucia de restos de comida y de platos, y para pensar en cómo había sido su madre, ya que su padre no conservaba fotos ni memoria de ella. Cuando era más pequeño todavía intentaba preguntarle a Rogelio por su madre, pero éste no contestaba. Cuando lo hacía, era demasiado rápido en sus respuestas, demasiado inconcreto. Sabía que se llamaba Cristina, que era muy guapa y que había trabajado de artista en el teatro. Al parecer, Rogelio la había conocido entonces. Murió cuando le dio a luz en un parto difícil en la casa, en la gran cama que aún utilizaba Rogelio las raras noches en que dormía allí. Por otros vecinos de la barriada supo otras cosas de su madre, pero todas eran vagas e inconcretas. Aprendió a no recibir respuestas a sus preguntas y a conformarse con lo poco que sabía.

Lucas entró en la sala y lo sacó de sus cavilaciones.

—¿Tú crees que Pacheco habría sido capaz de…?

Flores lo interrumpió:

—Yo qué sé. Pero no me hubiera gustado comprobarlo. Conozco a Pacheco desde hace mucho tiempo.

—¿Cuándo empezó a beber?

—Hace un año. Y bebe desde por la mañana. Viene ya cargado a las reuniones.

—Creía que no lo habías notado.

Flores asintió en silencio. Lucas continuó:

—¿Y has hablado con él? Quiero decir, que todo eso tiene tratamiento, un médico lo puede curar. Deberías hablar con él.

—¿Y qué sacaría en limpio? Tú no conoces a Pacheco; cuando bebe se pone violento, agresivo. Estoy seguro de que le sacudió a Prada en medio de una de sus borracheras.

Hubo un momento de silencio. Los dos escucharon los ruidos de las mujeres de la limpieza en los despachos adyacentes. Eran ruidos lejanos, apenas adivinables. Flores rompió el silencio:

—Estoy cansado, Lucas. Estoy hasta los cojones. Algunas veces pienso que voy a estallar por dentro.

—¿Te tomas unas cervecitas antes de ir a tu casa?

—De acuerdo, pero sólo una. No vaya a ser que acabemos como Pacheco.