7

Lucas tenía una habilidad que no conocía nadie. Podía escuchar lo que decía una persona y al mismo tiempo pensar en sus cosas sin que el otro se diera cuenta. No es que dejara de escuchar, sino que desconectaba algún circuito. Estaba escuchando, sabía lo que le estaban diciendo, pero desconectado. Esa habilidad la había conseguido durante los largos años en los que estuvo interno en el colegio de curas, el mismo donde había estudiado su padre y donde estudiaba su hermano mayor. Entonces podía entonar largos y complicados rezos con la mente en otra parte; por ejemplo, desembarcando con Sandokán y Yáñez en Sumatra, cortando lianas con sus machetes mientras alrededor alborotaban los monos y formaba algarabía una multitud de pájaros multicolores.

Los pensamientos de Lucas eran tan reales y tangibles que podía detenerlos a voluntad y reanudarlos cuando quisiera en el mismo punto en donde los había dejado. Como en el colegio al que lo había enviado su padre estaban prohibidas las lecturas frívolas, Lucas tenía que leer las novelas de Emilio Salgari, Zane Grey, Julio Verne, Fenimore Cooper y Karl May cuando regresaba a casa de sus padres los fines de semana. Entonces se atiborraba de novelas y las iba repitiendo en sueños durante la mayor parte de la semana siguiente.

Aquel secreto nunca lo supo nadie. Ni siquiera su hermano mayor. Más tarde, siendo estudiante de Derecho, Lucas hacía lo mismo en las apretadas aulas de la facultad. Por aquel entonces era un muchacho alto, flaco y desgarbado, lleno de huesos por todos sitios. Cuando cursaba el último año de la carrera, su padre lo convocó a su despacho de notario y le mostró una mesa, una silla y un mueble archivador. Aquél sería su lugar mientras estudiaba otros cinco años para sacar las oposiciones a notarías. Su hermano mayor se había hecho médico y él tendría que hacerse notario. Tenía que seguir la tradición familiar. De otro modo, ¿a quién le dejaría su padre ese magnífico despacho notarial con tanta y tan selecta clientela?

Aquella noche, Lucas se emborrachó por primera y última vez en su vida, deambulando por bares y antros que sólo conocía de oídas. Apoyado en una esquina y sin poder permanecer de pie, contempló una redada policial a pocos metros de él. Quien la dirigía era un inspector delgado y seguro de sí mismo que se llamaba Poveda. El inspector lo miró fijamente y le pidió la documentación. Lucas la llevaba en el bolsillo de la chaqueta, junto a la cartera y la agenda, pero le contestó que no la llevaba, quiso ser castigado, quiso que lo metieran en la cárcel junto a las prostitutas y sus macarras que alborotaban en el coche celular. Nunca olvidaría el rostro del entonces inspector Poveda, ni lo que le dijo. Le aconsejó que se marchara y se bebiera un café. Después dio media vuelta y se fue en el coche celular con los detenidos.

Años más tarde, cuando aquel inspector era comisario y jefe de su brigada, Lucas le preguntó por qué no lo había detenido como a los otros. Poveda le respondió que un policía tenía que tener, por encima de cualquier otra cualidad, olfato. Que sin olfato, un policía estaba tan perdido como un espía ciego. «El olfato —añadió Poveda— es el sesenta por ciento del trabajo policial».

Seis meses después de aquel suceso, Lucas se licenció en Derecho e ingresó en la Academia de Policía. Hizo el mejor ejercicio teórico que recordaba el tribunal y la peor prueba de gimnasia que contemplara nadie. Su padre le retiró el saludo y borró su nombre de su memoria. Murió sin hacer las paces con su hijo pequeño. Cinco años más tarde fue trasladado a la Brigada Central y cuando se creó el Grupo Especial entró en él con la categoría de subjefe. Ya tenía fama de ser un hombre tranquilo, solitario, callado e incapaz de hacer zancadillas y doble juego.

Ahora tenía la mirada fija y atenta en el comisario Ventura, que le hablaba mientras paseaba por su despacho.

—Sí, mi hermano es ginecólogo —contestó Lucas—. Pero está en Estados Unidos, en el Brigham and Women’s Hospital, en Boston.

Ventura hizo un leve gesto de desagrado con la boca y movió las manos como si apartara moscas.

—Ya sabes lo que ocurre con nosotros los polis, ¿verdad? ¿Me has comprendido, Lucas? —Ventura le sonreía de forma extraña. Se acercó y le palmeó la espalda—. Muchas veces somos como curas…, como sacerdotes. Una especie de curas. ¿Me comprendes?

Lucas no sabía qué tenía que comprender. Siguió atento a las palabras del comisario.

—Se trata de la hija de unos amigos. Un buen amigo…, conocidos desde hace mucho. —Se detuvo y observó a Lucas—. ¿Me comprendes, Lucas?

—Sí —contestó éste.

—Bueno, verás…, resulta que la niña se ha quedado embarazada.

—¿Es menor de edad?

—¿Eh?

—Que si es menor de edad la hija de tus amigos.

—¡Ah, sí!… Comprendo, sí… Es menor de edad, unos quince, dieciséis años. De buena familia, por supuesto, una chica decente, pero…

—¿La han violado?

Ventura se quedó quieto, inmóvil en medio de su despacho. Pareció sopesar esa posibilidad. Pasados unos segundos negó con la cabeza.

—No, no creo… Incluso me parece que puede haber ocurrido al revés. Quiero decir que a lo mejor ha sido ella la inductora.

—Una cosa de chiquillos, pero que tendrá consecuencias insospechadas —matizó sombrío. Lucas estuvo a punto de decirle que no hacía falta que siguiera disimulando, que podía sincerarse con él. Que en este caso ni siquiera hacía falta tener olfato. Ventura mentía muy mal. Lucas dijo:

—Te he mencionado lo de la violación porque es uno de los supuestos que contempla nuestra legislación. Está autorizado el aborto en caso de malformación del feto, violación o cuando pueda causar daños psíquicos irreparables a la madre. Sólo en estos casos el aborto es legal; de cualquier otra forma es ilegal.

Ventura bajó los ojos.

—No creo que estos amigos quieran hacer algo ilegal. Me han pedido consejo, ¿me comprendes? Como si yo fuera un cura, y no sé qué hacer, de verdad. Por eso he acudido a ti, ¿me comprendes? Una vez dijiste que tu hermano era médico, ginecólogo, y por eso me dije que a lo mejor…

Carmela tenía la boca seca de hablar por el radiotransmisor.

—Es un «K» de la brigada… Sí, del Grupo Especial… Matrícula de Cáceres 4594 T, es un Ford verde botella. Creemos que tiene la radio estropeada y queremos comunicarnos con él… Pasad el aviso a todos los «Z» y a la Guardia Civil… Es urgente.

Flores estaba inmóvil en el centro de la sala del grupo, con los ojos fijos en la pared.

—Prada no está en su casa —le dijo Muriel—. ¿Tú crees que…?

—Yo no creo nada —contestó Flores y bajó la voz—, pero estaría más tranquilo si tuviera a Pacheco delante de mí. —Giró la cabeza hacia Carmela—. ¿Has pasado los datos del coche a la central?

Ella afirmó con la cabeza y dijo:

—Les ha sonado raro, pero lo van a buscar.

—Se deben de estar cachondeando de nosotros. Fíjate, un policía en un «K» que no responde a la radio. Eso de que la radio está estropeada no se lo traga ni Dios —dijo Muriel.

—Que piensen lo que quieran —contestó Carmela.

Nadie quería expresar lo que le pasaba por la cabeza. Actuaban como si buscar a Pacheco fuera un hecho cotidiano, normal. Como si cualquiera pudiese coger un coche, desconectar la radio y marcharse a dar un paseo.

—Loren —llamó Flores.

Contestó desde el fondo de la sala:

—¡Presente!

—Vete con Carmela en su moto. Estad en contacto con la central. Quiero que me llaméis cada diez minutos. ¿Lo habéis entendido? Cada diez minutos… Y tú, Muriel, haz lo mismo. Coge un «K».

Carmela se levantó de su asiento y empezó a guardarse el tabaco en el bolso. Abrió el cajón, tomó su arma de reglamento y la colocó junto al paquete de tabaco. Entonces se dio cuenta de la tensión acumulada en Flores, de que sus fibras parecían vibrar como cuerdas de violín demasiado tensas, a punto de restallar.

—¿Por dónde empezamos, Manuel? —preguntó.

—Por la casa de Prada —contestó Flores.

—¿Café, señor? —le preguntó el camarero.

Prada asintió y el camarero le colocó delante una taza de café. Luego se dirigió a Susi:

—¿Y usted, señorita?

—No, gracias, que luego no duermo.

El camarero se retiró y Prada’ bebió su café despacio. Desde que había entrado al restaurante se había dado cuenta de las miradas golosas que los hombres dirigían a Susi. Sabía que se estarían preguntando si era o no su hija y aquello lo llenaba de satisfacción.

Prada se echó hacia atrás en la silla y dio vueltas al puro en la boca. El restaurante estaba decorado en estilo modernista, como un balneario de principios de siglo. Los camareros se movían con discreción, sin hacer ruido, y las arañas del techo dibujaban extraños arabescos en el suelo, como si bailaran una danza suave con los comensales.

—¿Has cenado bien?

Ella asintió con fuerza.

—Te he echado de menos —dijo.

—Yo también a ti.

—Creía que me habías dado puerta. Mi padre me decía que estabas en el gobi, pero yo no me lo creía. No se me podía pasar por la cabeza que te pudieran encerrar. Es de coña, Ricardo.

—Líos políticos. Tengo muchos enemigos, Susi. Y vienen a por mí. He denunciado la situación en la que está nuestro ministerio y eso no lo perdonan. Pero ya sabes.

—Sí.

—Nuestra política exterior es un caos, Susi. Sólo les dan cargos importantes a los que tienen el carné del Partido Socialista, y yo no sirvo a ningún partido. Yo sirvo a España. —Se calló de repente y se encogió de hombros. Susi mordisqueaba restos de pan.

Se sentía bien, relajado, dominando la situación. Él era Ricardo Prada Palacín. Su padre había sido ministro, tenía amigos, posición. Le parecía que los tres días que había pasado en una infecta celda en los sótanos de la Brigada Central pertenecían a otra vida, no a la suya.

Ahora volvía a ser el de siempre. Le cogió la mano.

—¿Es verdad eso de que me has echado de menos, Susi?

El portero del restaurante tenía una teoría: opinaba que lo que uno tenía que hacer lo tenía que hacer bien. Sin tonterías. Estaba la vida muy achuchada como para andarse con monsergas. Eso era lo que solía decir cuando le preguntaban, y cuando no le preguntaban también. No estaba la vida para ir haciendo el tonto por ahí. Ése era su lema. Y por esa razón llevaba ya diez años de portero en el restaurante. Además de las propinas, comía y cenaba como un señor y podía llevarse a casa restos de comida y botellas de vino sin terminar. Solía decir que él y sus hijos comían como los ricos.

Hacía hora y media que el coche verde de Pacheco estaba aparcado en la explanada. El portero ya no tenía la buena vista de su juventud, pero creyó ver a alguien moviéndose dentro. Se acercó al coche caminando despacio, para que lo vieran bien con su uniforme planchado y la gorra en su sitio. Se aproximó a la ventanilla bajada y metió la cabeza dentro. Le llegó una vaharada de cerveza agria.

—Buenas noches —dijo. Pacheco le mostró su placa policial—. Perdone usted, señor, yo… —El portero retrocedió.

—Bueno, ya lo sabes. Ahora, chitón, ni una palabra a nadie —dijo Pacheco.

El portero se puso vagamente firme. Con la policía había que mantener las distancias. Empezó a maldecirse por dentro. ¿Quién le mandaría a él acercarse al coche? Él era el portero, no un vigilante. Que contratasen a un vigilante.

—Perdone usted, pero…

—Nada, nada, no tiene importancia. Vuelva a su sitio —le dijo Pacheco—. Y ya sabe, achantando la mui.

—Sí, señor. Por supuesto, señor. Si necesita algo, no dude en decírmelo. Estoy a su disposición.

—Pues sí, necesito algo. —El portero adelantó la cabeza—. Que se largue de aquí enseguida.

Dio media vuelta y Pacheco se apoyó en la ventanilla.

—Tienes servidores en todos sitios, Pradita. Todos te cuidan, te miman, para eso tienes dinero —masculló.

Se había hecho de noche hacía un rato, pero la puerta del restaurante estaba iluminada.

«… comida buena, criados, abogados… y esa chica, casi una niña. Muy guapa la jodida, niña. ¿Te estás divirtiendo, Pradita? Seguro que ya se te ha olvidado que me has jodido la vida. ¿Qué es un poli para ti, Pradita? Un criado, ¿verdad?… Esa gente a la que no se mira y que está ahí para servirte. Eres un cabrón, Pradita. Sólo te di dos galletas y no muy fuertes. Si te las llego a dar fuertes, te crujo, Pradita. Tengo ardor de estómago y me ha caído un expediente y tú cenando con una putita que parece de cine… Le vas a dar recuerdos a Satanás de mi parte, hijo de puta».

Las voces de Marchena retumbaron.

—¡No me vengáis con gilipolleces! —Se levantó y dio unos pasos en dirección a Lucas—, ¿es que creéis que me chupo el dedo? ¡Venga ya, el gitano se ha metido en camisa de once varas!

—No soy sordo —contestó Lucas—. No hace falta que grites.

—Venga, Marchena, macho —añadió Solana.

—Pero ¿quién es Prada? ¿Queréis decírmelo? ¿Eh? —Recorrió la sala del grupo con la mirada. Lucas permanecía junto a él con el ceño fruncido y Solana tenía los pies sobre la mesa. En el rincón, Muriel se apoyaba en la máquina de escribir—. Prada no es nadie…, nadie. Aunque sea embajador o lo que coño sea, no es más que un chorizo de mierda con diez gramos de coca en el bolsillo. Eso es lo que es, Lucas, a mí no me cuentes rollos, que paso.

—No hay asuntos importantes ni asuntos sin importancia, hay asuntos, Marchena. Nada más.

—Bien, muy bien, de acuerdo. Todos los asuntos son iguales, supongamos que eso sea verdad. Entonces, ¿por qué no le entraron a Prada los de Estupefacientes o los de la comisaría? ¿Es que no hay comisaría en Barajas, joder?… No fastidies, Lucas; el gitano coge cualquier cosa, la que sea. A él le da igual, lo que quiere es ascender a toda costa. Y mira para lo que le ha servido.

—¿Por qué no le dices todo eso a la cara?

—No le tengo miedo al gitano.

La puerta se abrió y entró Flores. Iba cabizbajo, pero se detuvo al llegar a la altura de Marchena y Lucas. Se dio cuenta de lo que estaba pasando.

—Aquí lo tienes.

Flores miró fijamente a Marchena y éste le devolvió la mirada sin parpadear. Marchena era más antiguo que él en el escalafón; su cuello, grueso, se hinchó aún más. Era más bajo que Flores y con unos hombros anchos y fornidos. Marchena sonrió, los dientes eran pequeños y muy separados. No fue una sonrisa amistosa.

—Llegas en el momento oportuno.

—¿Sí? Deja que adivine, Marchena. Estás protestando por el asunto Prada, ¿no es verdad? Te parece de poca monta, ¿no es así? A ti te gustan los grandes casos, los que añaden felicitaciones públicas a tu expediente y premios en metálico. Pero deja que te diga una cosa: aquí no quiero a nadie a disgusto, así que pide el traslado inmediatamente. No te quiero aquí. ¿Lo has entendido?

—Baja al sótano conmigo —silabeó Marchena—. Anda, baja allí y lo discutiremos de hombre a hombre.

—¿Al sótano? ¿Qué estás buscando? ¿Un duelo a pistola, Marchena?

Lucas carraspeó.

—Un momento, esperad un momento. No hablaréis en serio, ¿verdad?

—¡Cállate de una vez! —le gritó Marchena y apuntó a Flores con el dedo—. Ven conmigo al sótano, adonde quieras. Vamos a arreglar esto de una vez.

—Esto ya está arreglado. Pide el traslado ahora mismo, que te lo firmo. —Flores sonrió—. Pero no vas a hacerlo, lo sé. En el Grupo Especial ganamos un poco más que los demás y es el mejor sitio para ascender, ¿verdad, Marchena? Por eso no vas a pedir el traslado. Pero si sigues aquí, harás lo que yo te diga mientras siga siendo el jefe de este grupo. ¿He hablado con claridad?

Lucas se movió inquieto y miró varias veces a Solana, que permanecía con los pies sobre la mesa, sonriendo levemente. Marchena continuaba inmóvil, tenso como una ballesta a punto de dispararse.

—Hijo de perra —dijo con lentitud.

Flores se contrajo como si hubiera sufrido una sacudida eléctrica. Lucas se abalanzó hacia él y trató de sujetarlo. Marchena lo apartó de un manotazo. Lucas se tambaleó y estuvo a punto de caerse.

—Vente al sótano —dijo Marchena con voz ronca—. Baja conmigo al sótano.

Muriel gritó desde su mesa.

—Pero ¿qué coño os pasa? ¿Es que os habéis vuelto locos?

Se acercó, sus ojos lanzaban chispas. Muriel era bajo y menudo y nunca, nadie, le había escuchado más de una frase seguida, Ahora parecía congestionado.

—¿Es que queréis que os expedienten a los dos? ¡Parecéis dos chulos de taberna! ¡Dais pena!

Se encaró con Marchena.

—Retira lo que has dicho, por favor. —Bajó el tono de voz, hizo una pausa—. Retíralo, te lo pido como un favor personal.

Marchena aguardó unos segundos.

—Lo retiro.

Muriel emitió un imperceptible suspiro.

—Arreglaremos esto en otro momento, Marchena, te lo prometo —añadió Flores.

—Cuando tú quieras.

Flores se dirigió a Lucas:

—Acompáñame al despacho.

Solana continuó con los pies sobre la mesa.