Las chabolas formaban una mancha al otro lado de la carretera entre el descampado y el vertedero de basura. Antes eran alrededor de treinta o cuarenta casuchas construidas con planchas de uralita, recortes de lata, restos de construcción y cartones. Algunas de ellas ya habían sido demolidas y sus habitantes llevados a un barrio de casas de cemento de diez pisos, todas iguales, que parecían cajas de zapatos. Pero aún quedaban cinco o seis en la parte más alta del terraplén, desde donde se divisaba la carretera de circunvalación de Madrid. Todas tenían grandes antenas de televisión en los tejados, y en algunas puertas había aparcados destartalados coches y furgonetas, dedicados a la venta ambulante y a la recogida de chatarra.
En la carretera, un hombre flaco, mal vestido con ropas que no habían sido suyas, miraba los coches que pasaban, tan veloces, que apenas si se daban cuenta de las chabolas. El hombre tenía un solo ojo y su rostro pálido y mal afeitado se contrajo con una mueca que quería ser una sonrisa cuando divisó el Mercedes de Prada, que redujo velocidad y se detuvo en el arcén de enfrente. Cruzó la carretera y corrió hacia el coche. Abrió la puerta del conductor con respeto. Prada salió del coche y le palmeó el hombro.
—¿Qué, cómo andamos, Miguel?
—Así, así, don Ricardo. Ya creía que no iba a venir usted.
—Está muy mal el tráfico. —Prada se metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó tres billetes de mil pesetas que el hombre observó con codicia—. Toma, Miguel —dijo.
—¡Muchas gracias, don Ricardo!
—Aquí no puedo dejar el coche. ¿Está lista Susi?
—Sí, señor Prada. Esperándole a usted.
Cruzaron de nuevo la carretera y Prada observó el terraplén y las casuchas de arriba. Un perro ladró y le contestaron otros. Miguel se metió dos dedos en la boca y emitió un largo y penetrante silbido.
—Lo vi a usted en televisión, don Ricardo.
—¿Ah, sí?
—Sí, señor, y me dije que a usted no le podía pasar nada. —Mostró las encías descarnadas y arrastró los pies por el suelo—. A los señores nunca les ocurre nada.
—Pues, no. No me ha ocurrido nada.
—Ya lo decía yo.
—¿Y Susi? ¿Qué le ocurre, por qué tarda tanto? No me puedo tirar aquí toda la tarde.
—Tiene que estar terminando de arreglarse.
Volvió a meterse los dedos en la boca y otra vez el estridente silbido cruzó el aire. Le salía saliva de entre los dedos. Prada se apartó. Estaba empezando a ponerse nervioso. Aquel hombre tenía la virtud de sacarle de sus casillas. Era servil como un perro, quizás hasta más aún, pero había algo taimado y oculto en él, de infinita suciedad, que Prada no podía soportar y de lo que carecían los perros.
—La Susi también estaba preocupada por usted. Me decía que a ver si lo iban a meter a usted en el trullo y yo le decía, quita de ahí, niña, a don Ricardo cómo lo van a meter en el trullo, ¿verdad? A quién se le ocurre, ¿eh, don Ricardo? A quién se le ocurre. Yo le decía, ya verás como dentro de poco está otra vez aquí. Don Ricardo es un señor, un caballero. Los caballeros no van al trullo.
—Avísala otra vez. No puedo tener el coche en medio de la autovía.
—No hace falta, don Ricardo, ya se habrá enterado. Pero ya sabe usted cómo son las mujeres.
Prada temía que si Susi tardaba un minuto más, podría empezar a gritar. Aquel hombre le producía náuseas. Sobre todo si lo miraba con ese ojo blanco del que siempre le manaban lágrimas.
—Te dije que vendría sobre esta hora, Miguel —dijo Prada mirando hacia las casuchas, pero sintiendo que el sujeto estaba detrás y que respiraba el mismo aire ponzoñoso que él—. No me gusta tener que esperarla.
Vio una figurita en lo alto del terraplén moviendo un brazo y él contestó al saludo con un rápido movimiento de la mano. La figurita fue haciéndose grande. Vio sus largas piernas desnudas moviéndose por entre el polvo, la tierra y la suciedad de la cuesta. Cada vez que veía a Susi sentía un extraño cosquilleo en el estómago y un nudo en la garganta. Según fue haciéndose más grande la figurita, distinguió el apretado jersey de cuello de cisne que le marcaba los pechos como si fuera un alto relieve, las estrechas caderas y su melena, que se movía a cada balanceo.
Cuando la llevaba a un restaurante de lujo o a los hoteles caros, adivinaba las miradas de codicia de los hombres recorriendo su figura, la envidia sorda que le tenían y, entonces, pensaba que todas las molestias, las mentiras, el dinero que le estaba costando y hasta los tres días que había pasado en las dependencias de la Brigada Central merecían la pena.
Sintió la mano helada de Miguel aprisionándole el brazo y el aliento corrompido que acompañaba a su voz.
—Ya está ahí, don Ricardo.
Se soltó de la presión de ese brazo. Susi le sonrió, pasó a su lado y cruzó corriendo la carretera, mirando a izquierda y derecha. Los dos hombres la siguieron.
—¡Ah, el Mercedes! —exclamó Susi y entró en el coche—. ¡Qué bien que te lo hayas traído, me encanta el Mercedes!
—Dele caña, don Ricardo, dele caña —le dijo Miguel—. La mima usted mucho.
Miguel abrió la puerta del conductor y acercó su boca al cuello de Prada. Éste se retiró bruscamente.
—Podría usted darme un poco más, don Ricardo. Con tres billetes no alcanza.
La sonrisa desdentada y podrida le cruzó la cara como si masticara un puñado de escarabajos.
—Luego, luego…, ahora no tengo cambio.
—No importa, don Ricardo. Yo le estoy muy agradecido.
Prada entró en el coche y Miguel cerró con fuerza. Susi le puso la mano en la pierna.
—Me alegro mucho de verte, Ricardo.
Prada arrancó el coche, giró el volante y enfiló la carretera. Un automóvil que pasó a gran velocidad tocó el claxon.
Miguel observó al coche que se perdía al doblar la curva. Escupió al suelo, cruzó de nuevo la carretera y se dirigió a una cabina telefónica, sin puertas, próxima a la parada del autobús. Metió varias monedas en la ranura y marcó un número de teléfono que se había aprendido de memoria. Sus ojos centelleaban de codicia.
Pacheco había sobrepasado al Mercedes antes de que éste se detuviera frente a las chabolas. Al pasar la curva estacionó su coche en el arcén y se recostó en el asiento, bebiendo cerveza. Estuvo poco más de quince minutos sin moverse, mirando por el espejo retrovisor y pensando en cosas que no debería pensar, apartándolas de la cabeza cada vez que acudían a ella. «Soñar despierto no hace daño a nadie», se decía a sí mismo mintiéndose. Soñar que se tiene delante a Prada y que se le hace pagar por lo que le ha hecho a uno tampoco es malo. Diez años de profesión y ni un solo expediente, la mejor hoja de servicio del grupo, quizá con la excepción de la de Marchena y la del propio gitano. Y ahora un expediente abierto por malos tratos y sin empleo y sueldo hasta que el juez decida. Los jueces. Esos tíos empingorotados subidos en tarimas que jamás han pisado la calle, no tienen ni idea de lo que es un chorizo o un yonqui, y no saben lo que es pasar hambre, vergüenza, frío y humillaciones.
Y un tipo de ésos iba a juzgarlo a él. Tipos que tienen tan mala conciencia por tener una casa cálida y confortable, una mujercita encantadora y unos hijos preciosos, que dejan en suspenso la mayor parte de las sentencias a curtidos navajeros, a sitieros sin escrúpulos y a traficantes notorios.
Eso es lo que generaba la mala conciencia en esos tipos de toga. Por eso se ensañaban con los policías y se compadecían de los pobres delincuentes. Él podía haberse hecho delincuente, podía haber seguido el camino que habían seguido todos sus amigos del Paralelo: el robo de un coche, un casete, un par de tirones y al reformatorio. Y allí te violan, te hacen odiarlo todo, aún más de lo que nunca has sospechado, y te terminan de enseñar que en este mundo lo mejor que puedes hacer es golpear primero y pisarle los pies al que viene detrás.
Él podía haber sido uno de ellos. Pero no quiso. Se le metió en la cabeza que no. Que tenía que salir del barrio, estudiar lo que fuera, cualquier cosa con tal de olvidar que un día de sirias y de tirones, por muy mal que se te diera, equivalía al salario de un mes entero de trabajo jodido y sucio en cualquier taller o en cualquier tienda de ultramarinos.
Y él eligió el trabajo jodido a cambio de que lo respetaran.
El club se llamaba El Burbujas y antes había sido un local de lujo para estraperlistas y financieros del antiguo régimen. Había tenido una decoración recargada de palacio romano. Sus noches de esplendor formaban parte ya de los mitos urbanos que corrían de boca en boca. Pero aquel tiempo pasó, el club estuvo cerrado durante mucho tiempo y después fue abierto con otra decoración y para otro público: los nuevos ricos de la democracia que vivían en las afueras de Madrid, a lo largo de la carretera de La Coruña.
El letrero de neón se veía desde muy lejos, lanzando destellos a la carretera como una promesa de diversión. Allí actuaban los mejores grupos y solistas mientras el público cenaba. Pero aún no habían encendido el luminoso.
Sousa estaba sentado en una de las mesas de la amplia sala, contemplando a la joven cantante Rosita Valleda, que ensayaba con sus músicos. Algunos camareros terminaban de colocar las mesas y sillas y en las cocinas se ultimaban todos los detalles. Tenían reservada casi la totalidad de las mesas. Sería un éxito para Rosita Valleda y, naturalmente, para Sousa.
—Baja la música —señaló Sousa.
—¡Bajad la música! —gritó el jefe de sala, que estaba al lado del escenario.
Rosita Valleda paró de cantar y les hizo una seña a los músicos. Se adelantó en el escenario.
—Ya la hemos bajado, señor Sousa —contestó.
—Pues la bajáis más. Esto no es una discoteca, Rosita. Si mi público quisiera atronarse las orejas, iría a una discoteca. En Madrid hay más de dos mil.
Rosita le hizo una señal con la cabeza al del sonido, que manipulaba la mesa de mezclas.
—Vamos otra vez —dijo la cantante—. Ahora.
La canción volvió a empezar más suave. Rosita Valleda había sido la revelación de la temporada pasada. Ocupaba todas las semanas las portadas de las revistas del corazón, salía continuamente en televisión y acaparaba la atención de las revistas y periódicos serios. Cuando la entrevistaban daba la impresión de saber lo que quería. Tenía veintiocho años y había empezado como modelo, enseñando los pechos en anuncios baratos de jabón.
Sousa notó que Nelson quería decirle algo. Todavía no se había puesto el esmoquin y aun sin chaqueta sus hombros sobresalían el doble que los de cualquier persona. Si no fuera tan alto, parecería una tienda de campaña de cuatro plazas. Los músculos se le notaban bajo la camisa blanca como cocos en un saco. Avanzó hacia Sousa y carraspeó. Éste apenas levantó la mirada.
—Señor Sousa…
—¿Qué ocurre, Nelson?
—Ha llamado ya tres veces. Yo le he dicho que usted no se podía poner, pero ha estado llamando todo el rato. Perdone, pero decía que era muy importante.
—Vamos a ver, Nelson, ¿no te he dicho que cojas los recados tú? ¿Que no me moleste nadie cuando estoy con los músicos?
Nelson asintió y se contempló los enormes zapatones negros. Volvió a carraspear.
—Dice que es sobre el señor Prada.
Sousa se levantó de la silla como si hubiera tenido debajo muelles de acero.
—¿Qué estás diciendo?
—Sí, señor Sousa, quiere decirle algo sobre el señor Prada…
Y aguarda al teléfono. Dice que sólo hablará con usted.
Sousa dio media vuelta y caminó hacia el mostrador, seguido por Nelson. A la izquierda había una puerta en la que ponía «Privado». La abrió con furia y entró. Como si hubiera sido una señal secreta, en la fachada exterior el enorme letrero luminoso comenzó a encenderse y apagarse a intervalos. Los ejecutivos y los hombres de negocios que regresaban a sus casas conduciendo sus coches por la carretera de La Coruña verían, varios kilómetros antes, la promesa que significaba El Burbujas. Y era como si ya estuvieran escuchando la música, mezclada con el suave tintineo de los cubiertos en los platos y el murmullo de las conversaciones y las educadas risas.
Sousa cogió el teléfono blanco que se encontraba sobre la mesa de su despacho, decorado por el más exclusivo interiorista del momento. Nelson se quedó de pie, con los brazos cruzados. Sobre la mesa había otros teléfonos.
—¿Sí?… ¡Yo soy Sousa! ¿Quién es usted? —El rostro de Sousa se quedó tenso y atento. Mientras escuchaba, tamborileó en la mesa con un lápiz—. Claro…, claro que has hecho bien en llamarme. Ya lo creo… Y yo soy generoso con quien me hace favores… ¿Estás seguro?… De manera que Prada ha vuelto con tu hija, ¿eh? Muy bien… Nelson te llevará un regalo… Has hecho bien.
Colgó con un golpe seco y observó a Nelson con fijeza. Hasta ellos llegaba, tamizado por la distancia y las puertas acolchadas, el suave ronroneo de la música.
—Dime una cosa, Nelson. ¿Qué harías tú si encontraras un ratón en tu casa?
Nelson se miró los pies y carraspeó. Iba a contestar que en su casa no había ratones. Cuando era pequeño y vivía en la República Dominicana, su chabola estaba llena de ratas. Enormes ratas negras que salían de las cloacas y entraban en la cocina para meterse en las ollas de arroz que les preparaba su abuela. Pero ahora, en Madrid, en su casa no había ratas ni ratones.
—¿Un ratón, señor Sousa?
—Sí, Nelson. Un ratón que se empeña en molestar.
Nelson sonrió de oreja a oreja. Sabía lo que había que hacer en esos casos.
—Gracias por llevarme a casa en su coche, señor Poveda. Se lo agradezco. Tengo que hacer dos transbordos en el metro —dijo Rosi.
—No te preocupes, vives relativamente cerca de donde vamos, tenemos que desviarnos poco. —Poveda se fijó en los libros que Rosi apretaba en su regazo—. ¿Estás estudiando?
—Sí, señor Poveda.
—Deja de llamarme señor Poveda. Llámame Poveda o comisario o lo que quieras. Tengo una hija casi de tu edad y también estudia… Bueno, lo de estudiar es un decir.
El coche oficial era un viejo Seat 131 que había cumplido antes un dilatado servicio como «K» en la antigua Brigada de Investigación Criminal, cuando ésta se encontraba en la Puerta del Sol. Pero aún marchaba. Poveda prosiguió:
—¿Y qué estás estudiando, Rosi?
—Primero de Derecho.
La miró con extrañeza y Rosi sonrió.
—¿Qué edad cree usted que tengo?
—Pues… no sé.
—Tengo veinticinco años. —Volvió a sonreír y bajó los ojos—. Pero todo el mundo me echa menos.
—¿Veinticinco? —Poveda arrugó la frente—. Pues sí que pareces más joven. No te echaba más de…, más de veinte, no sé. Mi hija tiene diecisiete.
—Hace tiempo que soy una mujer —dijo con sencillez.
El coche rodaba por el paseo de la Castellana, flanqueado por otros coches. Los haces de luz parecían trazar interrogantes. Poveda miró su reloj.
—Te agradezco que te hayas quedado hasta tan tarde.
—No tiene importancia. No me espera nadie. Tenía pensado estudiar un poco y luego ver la televisión. —Se encogió de hombros—. Siempre me duermo a la media hora. Por lo menos, en la brigada me entretengo.
Poveda sacudió la cabeza.
—Aquí no se pagan horas extras. Eso es lo malo.
—No importa —dijo ella, y volvió a sonreír a Poveda.