Rogelio Flores cambió de lugar el cubilete. Frente a él tenía a dos tangas a los que pagaba mil pesetas por cada primo que pescaban. Irene se estaba entendiendo con el julai de la cazadora azul. Parecía un ordenanza jubilado.
—¡Hagan juego, caballeros! ¡Alevante!… ¿Dónde la tengo escondía, en la primera, en la segunda o en la tercera? —Los cubiletes cambiaron de lugar, las manos de Rogelio se movieron a gran velocidad, como ajenas a su voluntad—. ¡Quién encuentre la bolita se lleva el doble! ¡Vamos, hagan juego, aquí los premios se cobran al momento!
El tanga que estaba en el centro colocó un billete de mil pesetas sobre el tenderete formado por dos cajas de cartón y puso un dedo sobre uno de los cubiletes.
—¡No alevante, voy con mil! —dijo el tanga.
—La postura mínima es de dos mil pesetas, caballero —contestó Rogelio.
—¡No tengo más! —exclamó el tanga.
—Pues no va a poder jugar, caballero. Son las normas de la casa.
Irene sacó un billete de mil pesetas y lo situó al lado del otro billete.
—¿Puedo?
—¡Vale, señorita! ¡Alevante, vamos ahora con estas dos mil!
El tanga no aguardó a que Rogelio levantara el cubilete, lo hizo él mismo. Debajo estaba la bolita, llamada también borrega.
—¡Premio! —exclamó—. ¡Venga los talegos jefe!
—¡Tranquilo, caballero, que esto es como la vida, unas veces se gana y otras se pierde! —Rogelio entregó dos billetes de mil a Irene y otros dos al tanga—. ¡Hagan juego! ¿Dónde la escondo? ¿En la primera, en la segunda o en la tercera?
Rogelio era un gitano delgado, de nariz aguileña y gestos pausados. Tenía alrededor de sesenta años —quizá más—, ni él mismo sabía exactamente la edad que tenía. Se había hecho el carné de identidad diez años atrás y había calculado la edad a ojo.
El jubilado de la cazadora azul sonreía pasándose la lengua por los labios, mientras sus ojillos brillaban. Tenía las manos profundamente sepultadas en los bolsillos de los pantalones y Rogelio supo que estaba acariciando los billetes, pensando si debía o no probar suerte en ese juego que parecía tan fácil. Irene lo estaba haciendo muy bien. No lo presionaba demasiado.
El viejo sacó un arrugado billete de mil pesetas y se fijó en los cubiletes que iban tapando y destapando la borrega. Rogelio fingió que se distraía. El otro tanga levantó uno de los cubiletes y mostró la borrega.
—¡Yo voy con dos mil! —exclamó.
Irene le habló al viejo en voz baja:
—Ponga usted cinco mil y se lleva diez mil.
Rogelio apartó el dedo del tanga que había intervenido la última vez y volvió a mover los cubiletes a una increíble velocidad.
—¿Dónde la escondo, caballeros? ¡Hagan juego, por cinco mil doy diez mil!
El viejo ya tenía el billete de cinco mil en la mano y seguía mirando los cubiletes, intentando retener el que tenía la borrega. Irene le puso al jubilado dos billetes de mil en la mano, junto al billete de cinco mil.
—¡Voy con este señor! —gritó Irene.
En aquel momento escucharon el penetrante silbido de Zacarias Jorowisch y Rogelio se guardó los cubiletes y el paño en el bolsillo, al tiempo que les daba una patada a las dos cajas de cartón y se dirigía hacia la esquina de la calle. Cada uno de los tangas tomó una dirección distinta. Irene se puso a mirar el escaparate de la tienda que tenía al lado. El viejo mantuvo el billete de cinco mil pesetas en el aire unos instantes, luego lo guardó sin saber a ciencia cierta qué era lo que estaba pasando. Unos segundos antes se encontraba entre un corro de jugadores y, de pronto, no había nadie. Se habían ido todos.
Flores y Lucas estaban a la vuelta de la esquina, aguardando a Rogelio. Éste soltó una carcajada cuando vio a Flores.
—¡Niño, ¿por qué no me has dicho que eras tú?!
Flores lo miró fijamente.
—¿Se puede saber qué haces en Madrid? —preguntó.
—Bueno, niño…, en los Madriles hay más vida, más negocio.
—¿Qué haces aquí, Rogelio? No me has contestado.
—¡Rogelio, Rogelio! ¿Por qué no me llamas padre como todo el mundo? Entonces, ¿has recibió mi aviso?
—Sí, lo he recibido.
Irene, tímida, se acercó despacio a Rogelio y se quedó a su lado, mirando a Flores. Rogelio le palmeó la espalda a la muchacha.
—¿A que no te acuerdas de la Irene, niño?
Flores no contestó.
—Es la hija pequeña del señor Victorio. De él sí que te acordarás, ¿no?
—Tanto gusto —dijo Irene, y Flores y Lucas siguieron sin contestar. Al cabo de unos segundos, Flores dijo:
—¿Están aquí los Jorowisch?
—Sí, señor —contestó Irene—. Mi gente entera.
—No le digas señor, Irene. Es mi hijo Manuel. Te ha visto de chinorri, cuando no levantabas un palmo del suelo.
—Tengo muchas cosas que hacer, Rogelio. Dime de una vez para qué me has llamado.
—No nos quedemos aquí, en medio de la calle, niño. Vamos para un bar y nos tomamos unos cafelitos. Yo invito.
—No quiero ir a ningún sitio. —Flores metió la mano en su cazadora, sacó un cigarrillo y lo prendió—. No pienso darte más dinero. Eso se acabó.
—¿Crees que te he llamao para pedirte burés, niño?
—¿Para qué me has llamado si no?
Flores le hizo una seña a Lucas y los dos empezaron a caminar hacia el coche «K» que estaba aparcado cerca. Rogelio se adelantó unos pasos y cogió a Flores del brazo.
—¿Cómo están mis nietecitas, niño?
—Bien —contestó y se soltó de la mano de Rogelio sin brusquedad, pero con firmeza—, y atiende a lo que voy a decirte. Si te vuelvo a ver con los triles, te encierro. ¿De acuerdo? Díselo también a los Jorowisch, esto va también para ellos.
—He venío desde muy lejos para hablar contigo, niño. No me dejes aquí en la calle.
—Tengo que marcharme. Haz caso de lo que te he dicho.
Irene habló dando unos pasos en dirección a Flores.
—Escúchelo usted, señor Flores. Es muy importante.
—Todo lo que hace Rogelio es muy importante, Irene. Me extraña que no lo sepas ya.
Flores reconoció a los tres hombres que se acercaban despacio por la acera. En el centro iba Victorio, entre sus hijos Rubén y Zacarías. Victorio era el patriarca de los Jorowisch, los amos del barrio de La Mina, en Barcelona. Una de las familias gitanas más importantes de Cataluña.
Según iban acercándose, Flores se dio cuenta de cómo había envejecido Victorio sin perder ese aire de crueldad animal, de soberbia y poderío, que rezumaban cada uno de sus gestos. Quizás el poblado bigote estuviera más blanco que cuando él era un chiquillo y el viejo lo tomaba en brazos y le hacía cosquillas detrás de la oreja. Rubén también parecía más viejo y Zacarías ya era un hombre hecho y derecho.
Antes de que llegaran hasta ellos, Flores y Lucas se metieron en el coche, arrancaron y partieron.
Pacheco tiró la lata de cerveza vacía por la ventanilla del coche. La lata rebotó en el pavimento y salió rodando cuesta abajo hasta que se detuvo en un recodo. Una criada uniformada que llevaba a dos niños pequeños de la mano observó la lata con desaprobación. Luego elevó la vista y miró el coche de Pacheco, aparcado junto al bordillo.
Tenía aún suficientes latas como para esperar mucho más. En realidad no necesitaba nada para esperar. Estaba acostumbrado a las largas esperas, era su profesión. Calculó que a tres cervezas por hora tendría combustible suficiente para rato. Había comprado en un supermercado una caja de cerveza alemana que estaba en oferta. «Es para una fiesta», le había dicho a la cajera.
Abrió otra lata, la espuma saltó y le manchó el pantalón, pero él no se dio cuenta. Bebió un largo sorbo. A izquierda y derecha veía las altas tapias de los chalés de lujo y las copas de los árboles sacudidas por la suave brisa. De las casas entraban y salían peripuestas doncellas, arregladas mejor que duquesas.
Nunca había estado dentro de ninguna de esas casas, pero se las figuraba por las películas. Siempre veía en ellas mujeres hermosas y piscinas de agua transparente. Sin piscinas y hermosas mujeres, aquellas casas carecían de significado para Pacheco.
Empezó a canturrear una canción de infancia que creía olvidada. La canción decía así: «El lobo feroz vive en Santa Clara y puede que un día se marche a La Habana…».
Prada dejó las gafas sobre la mesita y descruzó las piernas. El libro que había estado intentando leer cayó al suelo y su mujer levantó la vista de la labor de aguja.
—Nunca he sabido para qué haces esos ridículos mantelitos de hilo. Luego ni siquiera los utilizas —le dijo Prada.
—Me relaja. Me lo ha dicho el doctor Bomber.
—Las cosas tienen que tener utilidad, si no, no sirven para nada. Al menos podrías hacer algo que sirviera.
—¿Cómo qué?
—No sé…
—Mantelitos… Me gusta hacerlos; además, se los doy a la doncella. A ella le gustan mucho.
—Los debe de tirar al llegar a su casa.
—Te gusta fastidiarme, ¿verdad?
—No digas tonterías.
—Estaba pensando que…
—¿Qué?
—Nada… Pensaba que a lo mejor sería conveniente que volvieras al ministerio, Ricardo.
—No pienses, sigue haciendo mantelitos.
—El otro día estuve hablando con Riobó. Me dijo que en el ministerio siguen haciendo falta hombres de tu experiencia.
—¡No digas tonterías! ¡Qué tienes tú que hablar con el cretino de Riobó!
—Simplemente pensaba que…
—¿Llamas pensar a ir a cotillear con Riobó? ¡No me digas!
—Entonces deberíamos prescindir de Jacinto.
—¿Te has vuelto loca? ¿A qué viene eso ahora?
—Le debemos este mes.
Prada se levantó de golpe del sillón. Su mujer siguió tejiendo. Se acercó a ella, pero luego pareció pensárselo y se detuvo en medio de la habitación.
—¿Y el dinero del banco?
—Estamos en números rojos. Me quedan las tarjetas de crédito, pero a Jacinto no podemos pagarle con tarjetas de crédito.
—Bueno…, la detención…, la policía… Todas esas cosas me han hecho perder una representación fantástica. Figúrate, ordenadores japoneses de tecnología puntera. Iban a hacer una publicidad masiva. Pero no le pueden dar una representación a un hombre detenido por la policía.
—Vuelve al ministerio. —La mujer ni siquiera lo miró.
—Sí, puedo hacerlo, pero no me enviarán fuera. Me quedaría aquí, en Madrid. ¿Y sabes lo que ganaría?
Siguió tejiendo.
—Una miseria. No pasaría de trescientas mil pesetas al mes.
—Pueden mandarnos al extranjero otra vez. Pagarnos en dólares —dijo ella—. Sousa dijo que teníamos que salir de vacaciones.
—Con qué dinero vamos a irnos de vacaciones, ¿eh? ¿Quieres decírmelo?
—A mi madre no podemos pedirle más. El mes pasado nos dejó un millón, Ricardo. Le debemos muchísimo dinero.
—Voy a salir —dijo Prada.
—¿Te espero para cenar?
—No —dijo él—. No me esperes.
Se puso la chaqueta y sobre ella la gabardina y salió al jardín. Caminó hacia el garaje. Jacinto estaba pasándole un trapo al Mercedes. Se enderezó cuando vio a Prada entrar.
—Conduciré yo, Jacinto, gracias.
Le abrió la puerta y se la sostuvo.
—Don Ricardo, quisiera…
Prada lo interrumpió:
—Ya hablaremos de eso.
—Claro, don Ricardo, perdone pero…
Prada cerró la puerta con fuerza y puso el coche en marcha. Salió del garaje.
Pacheco había adquirido la costumbre de hablar solo. Mientras conducía detrás del Mercedes de Prada, mantuvo una conversación consigo mismo.
—… tu amigo Pacheco no va a dejar que vayas solo por ahí, quiere saludarte y agradecerte el expediente que le ha caído por tu culpa. No te preocupes, Pacheco es muy buen chico, te vas a alegrar cantidad…
Abrió otra lata de cerveza.
Mercedes, la hermana de Pacheco, tenía la costumbre de dividir el día en etapas. La primera de ellas transcurría desde que se levantaba hasta que recogía el desayuno y arreglaba la casa.
Después iba a la compra y charlaba un poco con los tenderos y las vecinas, y hasta tomaba el aperitivo y fumaba el primer cigarrillo del día. Ése era el momento que más le gustaba. El barrio estaba animado y ella tenía ocasión de intercambiar algunas palabras con casi todo el mundo. Luego, en la tercera etapa, llamaba a su hermano Pepe a la brigada, le preguntaba si iba a venir a comer y le comentaba las cosas que habían sucedido en el barrio: los viejos que morían, los niños que nacían, los noviazgos imprevistos, los pequeños y sórdidos adulterios, los robos y las peleas. Entonces, su hermano le decía que no podía ir, que comprendiera que en la brigada había mucho trabajo.
A Mercedes no le gustaba comer sola. Por eso, los raros días en que su hermano acudía a casa a comer era como una fiesta, hacía comida especial y se vestía bien. Pero cuando él se quedaba en la brigada, apenas mordisqueaba un poco de cualquier cosa, viendo la televisión.
Cuando murió su padre de delírium trémens, tirado en la calle, su hermano estaba en la Academia de Policía y ella había conseguido un trabajo de secretaria. Los dos vivían ya en Madrid, en el piso que tenían ahora, de manera que hicieron venir a la madre y le prepararon una habitación. Pero la madre tenía la salud resquebrajada por la mala vida y los disgustos que le había proporcionado el limpiabotas borracho y tardó tres meses en morirse. Mercedes la cuidó hasta el final, perdió su trabajo y se transformó en otra mujer. Ya habían pasado cinco años desde la muerte de su madre y apenas si había conseguido un par de trabajos que merecieran ese nombre. Antes, aún miraba diariamente la sección de ofertas de empleo en los periódicos y acudía regularmente a las oficinas del paro. Pero poco a poco fue aburriéndose, le fue entrando una extraña laxitud en la que ella misma no se reconocía.
Tenía treinta y cinco años, cuatro más que su hermano, y cuando se miraba en el espejo del dormitorio se encontraba guapa, pero muy vieja, como si tuviera diez años más y fuera viuda de no se sabía quién. Otras veces, por el contrario, se sentía una niña pequeña necesitada de mimos y se acurrucaba, sola, en el sofá, frente al televisor con la mirada perdida en lo que salía en la pantalla.
Sonó el timbre de la puerta. Mercedes se puso de pie y miró la hora. Algunas veces venía a verla su amiga Amparo, pero aún era demasiado temprano, nunca llegaba antes de las cinco.
—¿Quién? —preguntó mientras caminaba por el pasillo.
No le respondió nadie y abrió la puerta con la cadenilla puesta. Hacía lo menos tres años que no veía a Flores, el antiguo compañero de su hermano y ahora su jefe. Intentó disimular la extrañeza que se reflejó en su rostro, Manuel Flores había envejecido mucho, pero era el de siempre, moreno, delgado y con esa actitud levemente tensa que tienen algunos animales cazadores. A su lado la miraba con una leve sonrisa el hombre más guapo que hubiese visto nunca.
—¿Qué tal, Mercedes? —le dijo Flores a través de la puerta.
Abrió y se apartó para que entraran. Llevaba el delantal puesto y de pronto se dio cuenta de que debía de parecer una bruja. Se echó el pelo hacia atrás y se alisó la falda, maldiciéndose por dentro por no haberse peinado, al menos.
—Señor Flores…
—No me llames señor Flores. ¿Podemos pasar, Mercedes? Queremos hablar con tu hermano.
—¡Claro, claro! ¡Pasen, pasen…, por favor!
Los dos hombres se quedaron inmóviles en el pequeño vestíbulo y ella cerró la puerta.
—Mira, te presento al subjefe del grupo, Lucas Jordán.
Lucas… Se llamaba Lucas. Sintió su olor, una mezcla de tenue loción para el afeitado y de tabaco. La mano que estrechó era fuerte, cálida y al mismo tiempo suave.
—Tanto gusto —contestó.
—Encantado, señora.
—Señorita. —Y sonrió. Era muy alto, más alto que su hermano, casi tanto como Flores, pero sin la dureza y la frialdad del gitano—. No estoy casada.
—Queremos hablar con tu hermano, Mercedes.
—Pero pasen, por favor —repitió y les señaló el pasillo.
Los dos hombres se miraron y la siguieron. Ella no dejó de hablar. Quizás así no se fijasen en lo mal peinada y vestida que iba. Empezó a quitarse el delantal.
—Está la casa patas arriba. No me ha dado tiempo de arreglar nada y como nunca viene nadie a visitarnos… Yo le digo a Pepe que traiga a sus amigos, pero Pepe… Bueno, ya saben cómo es Pepe. —En el comedor, Mercedes apagó el televisor—. Siéntense, por favor, les prepararé un cafelito…
—Escucha, Mercedes…
—No, no es molestia. Voy a prepararles unos cafelitos. No hay más que hablar.
—Queremos hablar con tu hermano —dijo Lucas, y le dirigió una sonrisa que mostró sus dientes blancos y parejos—. La verdad es que tenemos mucha prisa. Nos urge hablar con Pacheco.
—¿Le ocurre algo?
Siempre había temido aquel momento. La policía llegando a su casa para decirle que lo habían matado de un tiro. Pero ella creía tener un sexto sentido para las desgracias y en la actitud de ellos notaba tensión y preocupación, y no ese opaco aire de tragedia que arrastra la gente cuando va a comunicar una desgracia.
—¿Le ha ocurrido algo a mi hermano?
—No —se apresuró a contestar Lucas—. Pero queremos hablar con él con urgencia.
—¿No está en la brigada?
—Ha salido a hacer un servicio. Pensábamos que podía estar aquí.
Ahí había algo extraño, pero ella no supo qué.
—Si te llama —le dijo Flores—, dile que telefonee a la brigada. ¿De acuerdo?
—No suele telefonear. Ya saben cómo es Pepe. ¡Ah! —exclamó—. Ya sé de qué lo conozco, Lucas, mi hermano me ha hablado mucho de usted. Le tiene mucho aprecio. —Se volvió a Flores—: ¿Cómo están Julia y las niñas?
—Muy bien —respondió Flores—. Entonces…
—Voy a darles unos borrachuelitos que están recién hechos.
Me acuerdo de que a sus hijas les gustaban mucho. Esperen un momento…
—Tenemos prisa, Mercedes. Te lo agradecemos mucho…
—A usted también le daré unos pocos. Ya verá cuando los pruebe.
Flores la cogió del codo.
—Tenemos que marchamos. Perdona que te hayamos molestado.
Lucas le tendió la mano y ella volvió a estrechársela. Flores se dirigió al pasillo.
—Otro día le daré los borrachuelos —le dijo ella en voz baja a Lucas, mientras caminaban.
Ahora se acordaba. Su hermano le había hablado de que Lucas Jordán era soltero. Volvió a darle la mano en la puerta. Creyó darse cuenta de que enrojecía levemente.
—Mucho gusto, Lucas.
Los dos hombres se dirigieron hacia el ascensor. Ella solía imaginar a Flores y a su hermano como policías de película. Respondían a la idea que ella tenía de los policías. Pero no ese chico. Era educado y suave, sin dejar de ser fuerte y enérgico.
Cerró la puerta despacio.
Marchena le estaba diciendo a Ventura:
—Mira, deja que te lo diga con claridad y de una vez: estoy hasta los cojones del gitano. Estamos en el Grupo Especial, ¿no? En la Brigada Central, y no sé por qué tenemos que meternos en asuntos que no son de nuestra incumbencia.
Marchena paseaba por el despacho de Ventura. Éste se apoyaba en el borde de la mesa.
—Coño, Marchena. ¿Qué quieres decirme con eso?
—¿Es que no te enteras? Lo de Prada y toda esa mierda es para el grupo de Prieto o para la Regional, pero no para nosotros. El gitano se ha obsesionado con Prada y se lo he dicho. Le he dicho que no era para nosotros. ¿Sabes los asuntos que tenemos entre manos, Ventura?
—Claro que lo sé.
—Esto no es una comisaría, ¿me quieres decir qué pintamos nosotros con Prada? Joder, y mientras tanto se nos acumula el trabajo encima de las mesas, Ventura. ¿Qué coño os pasa con el gitano? ¿Es que tiene bula?
—Aquí nadie tiene bula, Marchena. El gitano hace lo que ordenamos nosotros, Poveda y yo. Y nada más.
—Pues os ha comido el coco. Si no, no me lo explico, Ventura. ¿Cómo le habéis permitido que se metiera en esa gilipollez de Prada?
Ventura se agitó, inquieto.
—Poveda le ha quitado el caso, ¿es que no lo has oído?
—Sí, sí…, se lo ha quitado. Pero ¿por qué le ha permitido que lo empezara? Ése no es nuestro cometido. Yo no estoy en la Brigada Central para andar detrás de choricillos. Que lo hagan los de comisarías o los de la Regional, Ventura. Estamos haciendo el trabajo de otros. —Marchena se detuvo y miró a Ventura—. Voy a pedir el traslado a otro grupo —añadió.
—Pídelo, pero te adelanto que no te lo voy a dar, te vas a quedar en el Grupo Especial, Marchena. Te necesito aquí.
—¿Sí? ¿Para qué? ¿Para hacer el ridículo?
—Tampoco hace falta que te pongas así.
—¿No? Me gustaría saber quién está detrás del gitano, a quién le hace la pelota para poder hacer lo que le dé la gana.
—No seas idiota y aguanta un poco, Marchena; el gitano puede despeñarse, caerse. ¿Me entiendes?
Marchena se quedó mirándolo.
—Las oposiciones a comisario son este verano, ¿no? —Ventura sonrió.
—Sí —contestó Marchena.
—Pues aplícate el cuento. Hay quien dice que el Grupo Especial lo tiene que llevar un comisario. ¿Entiendes?