Ventura miró fijamente su taza de café con leche vacía, como si fuera un pozo y tuviera miedo de caerse en él. El ruido de las conversaciones en la cafetería se convirtió en un martillo neumático que le taladraba la cabeza. Su hijo Juanjo tamborileaba en el mostrador con los dedos. Le pareció un extraño. Aquél no era su hijo, el niño rubio y pequeño, de cara redonda, que lo abrazaba cuando volvía del trabajo. Aquél no era el niño que aprendió a andar de su mano, que le regalaba dibujos y cantaba en el coro del colegio. Era un extraño, un desconocido.
Quizá no debió esperar tanto tiempo para tener un hijo, quizás hubiese sido mejor haberlo tenido cuando él y Carmina aún eran jóvenes y se querían y él contaba las horas que le faltaban para terminar el servicio y volver a estar con ella. Aquél hubiera sido el tiempo perfecto para haber tenido un hijo. Carmina se lo pedía siempre, aun antes de casarse. Después fue pasando el tiempo y dejó de hablar del asunto, pero él se daba cuenta de que se lo pedía de otra manera: sonriéndoles a todos los niños pequeños que veía en la calle y cogiendo en brazos a los hijos de sus amigas.
Pero un policía no gana mucho. El sueldo de un policía no alcanza para todo lo que él quería darle a Carmina: un piso, muebles buenos, un coche… Y cuando lo tuvieron todo, entonces decidieron tener el hijo. Atrás quedaban los años de privaciones, de créditos y de esperas, pero quizá ya eran demasiado viejos, quizá sabían ya todo lo que tenían que saber el uno del otro para ilusionarse.
¿En qué momento Juanjo empezó a alejarse de él? ¿A los doce años, a los trece o fue antes? Eso era difícil saberlo. Un día dejó de darle la mano cuando iban por la calle, otro día se acostumbró a irse a la cama sin decirle buenas noches y sin besarlo, y de pronto, se acostumbraron a comer y cenar en silencio.
Y ahora, su hijo Juanjo le decía que había embarazado a una chica.
—¿Estás seguro? —murmuró Ventura—. Las mujeres suelen equivocarse. Quiero decir, que a veces no es seguro…
—Te he dicho que está embarazada.
—No puedes tener un hijo, Juanjo.
—Sí puedo.
—Sólo tienes quince años. Vamos a hablar tranquilamente de esto.
—¿De hombre a hombre? —Sonreía. Una sonrisa despectiva—: Y tengo dieciséis, papá.
—Es lo mismo. Verás…, no tomes aún ninguna decisión.
—No estoy pidiéndote consejo, papá. Te comunico que Nuria y yo nos vamos a ir a vivir juntos, te guste o no.
—Pero y esa Nuria ¿quién es? ¿Se puede saber? ¿Por qué dices que ese…, ese hijo es tuyo? Eso habría que verlo.
No era eso lo que le quería decir. Pero lo había dicho, y se arrepintió al momento. Juanjo lloraba en silencio. Se mordía los labios y las lágrimas le caían mejillas abajo. Sintió unas irrefrenables ganas de tenerlo en sus brazos, de apretarlo junto a su pecho, de acariciarle la cabeza, de decirle que no tuviera miedo.
Y sin embargo, le dijo:
—Los hombres no lloran, Juanjo. Y cálmate, yo lo arreglaré todo.
Ventura vio a Lucas entrar en la cafetería. Lucas lo saludó inclinando la cabeza y él hizo lo mismo, sonriéndole. Su hijo seguía llorando en silencio.
Lucas saludó a Carmela, que estaba tomando una cerveza con Solana, y prosiguió andando hasta el final del mostrador, donde se encontraban Flores y Pacheco. Se detuvo al lado de Flores.
—Prieto quiere hablar contigo, Manuel. Parece que ha descubierto algo sobre el Primi y el Alí que quiere comentarte.
—Es igual —le dijo Pacheco a Lucas, y éste se dio cuenta de que había estado bebiendo esa porquería que solía beber, mezcla de coñac y anís—. Da lo mismo, querido subjefe del grupo. El señor comisario ha dicho que el caso ya no es para la brigada. Si se entera Prada, igual le manda una cestita de Navidad.
Lucas se marchó y Flores miró fijamente a Pacheco. Habían sido compañeros en el Grupo Antiatraco de Barcelona, junto con Marchena. Lo conocía desde hacía tiempo, al menos siete años, y habían hecho juntos multitud de servicios, cuando eran simples inspectores de segunda. Entonces Pacheco era un tipo agradable, chistoso, el que siempre bromeaba, el que en cualquier momento te echaba una mano. Conocía tan bien, con tanto detalle, los bajos fondos de Barcelona, que acudían a él, buscando información, todos los policías de Jefatura. Y ahora se había convertido en un borrachín.
—¿Nunca le has soltado una hostia a un detenido, Manuel? ¿Eh? Anda, dímelo. Dime que nunca has calentado a nadie, que me voy a mear de risa. —Pacheco agarró a Flores de la cazadora—. ¿Tampoco Poveda le ha sacudido a nadie? —Soltó a Flores y se volvió a su copa. Bebió un trago y prosiguió—: Lo que ocurre es que Prada es un tío importante, un embajador, y tiene abogado y puede salir en televisión. Si fuera un choricillo sin importancia, nadie le habría dicho nada a Pacheco, y eso me da asco, Manuel. ¿Te enteras? Le di dos hostias muy bien dadas a ese cabrón.
—A Poveda le dijiste que fue un guantazo, ahora son dos. ¿Cuántas vas a decirme dentro de un rato?
Pacheco empujó la copa sobre el mostrador. La mezcla de coñac y anís se derramó, salpicándole la manga de la chaqueta. Tenía las mandíbulas apretadas y echaba chispas por los ojos.
—Lo interrogué yo, no tú. No tienes ni idea de cómo es ese Prada. Se estuvo cachondeando de mí. Me estuvo tratando como si fuera el último de sus criados.
—No me jodas más, Pacheco. A mí no me tienes que dar ninguna explicación, dáselas a Poveda o a Ventura.
—¡Yo soy policía, policía! —gritó Pacheco y las conversaciones cesaron a su alrededor. Bajó la voz y continuó—: Y Prada es un traficante hijo de puta. Me tenía que haber tratado con respeto.
El camarero se acercó con un trapo y limpió el mostrador.
—¿Le pongo otra, señor Pacheco?
—Sí, de lo mismo.
—¿Y usted, señor Flores?
—No quiero nada.
El camarero se retiró y Flores sacó dos monedas de cien pesetas y las dejó a su lado. Pacheco lo agarró del brazo.
—Te invito yo.
—No —contestó Flores—. Y deja ya de beber, pareces imbécil.
—Vaya, el santito de Flores. La mosquita muerta. Mira cómo ha cambiado. ¿Es que se te ha subido el cargo a la cabeza? ¿Quieres que te hagan comisario? —Sonrió con desprecio—. Te has convertido en un pelota de Poveda.
Flores dio media vuelta para marcharse y Pacheco lo agarró de la manga.
—Espera…, espera un momento, Manuel.
—¿Qué vas a decirme ahora, Pacheco?
—Lo siento, Manuel. Lo siento, de verdad. No me hagas caso, eres…, eres el único amigo que tengo. Vamos a olvidar lo que he dicho, ¿eh? ¿De acuerdo?
Flores asintió, moviendo la cabeza. El camarero dejó sobre el mostrador la copa que había pedido Pacheco y se alejó. Pacheco suspiró. Flores le dio una palmadita en el hombro.
—Nos vemos luego —le dijo mientras se alejaba del mostrador.
Pacheco levantó la copa y se la bebió de un trago.
—¡Viva la poli! —gritó.
Carmela y Solana seguían apoyados en la barra bebiendo cerveza. Carmela detuvo a Flores cuando pasó por su lado:
—¿Qué le pasa a ése, Manuel?
—Nada, lo de siempre.
—No debería beber anís —dijo Solana—. Eso sienta muy mal.
—Prada lo ofendió, parece que le faltó al respeto. Y ese bestia lo infló a hostias.
—A mí también me dieron ganas de sacudirle, no te creas. No he visto a tío más chulo en mi puta vida —apuntó Solana.
—Manuel, tú, tranquilo. Ya arreglarán a Prada. No te preocupes por eso —le dijo Carmela.
Flores adelantó la cabeza y la besó en la mejilla. Ella cerró los ojos.
—Gracias, guapa. —Saludó con la mano y continuó la marcha. Se volvió hacia ellos—. Subid alguno arriba, no hay nadie y Poveda puede ir otra vez al grupo. Hay que atender los teléfonos.
—Enseguida, jefe —contestó Carmela.
—Me han contado que el padre de Pacheco fue limpiabotas en las Ramblas y que murió de una borrachera —dijo Solana.
—Y eso qué importa —señaló Carmela, que seguía observando a Flores.
Pacheco corrió hacia la puerta y se adelantó a Flores. Puso la mano en el quicio, impidiéndole pasar, jadeaba y su aliento hedía a anís.
—Espera un momento, Manuel.
—¿Qué quieres ahora? Me espera Prieto.
—¿Quieres que te diga una cosa, Manuel? No me arrepiento de haber sacudido a Prada. De lo que me arrepiento de verdad es de no haber tenido huevos para vaciarle el cargador en la cabeza.
Prieto, jefe del Grupo de Estupefacientes de la Brigada Central, no tenía el despacho en el edificio de la brigada. El Grupo de Estupefacientes había crecido tanto que se había convertido en una sección aparte en la brigada y ocupaba un edificio anejo. Prieto había ascendido a comisario y su sección constaba ya de cuatro grupos mandados por inspectores jefes, que a su vez controlaban a treinta y cuatro policías. Sin embargo, en la brigada se seguía considerando a Prieto un jefe de grupo más, aunque en el escalafón policial estaba inmediatamente por debajo de Poveda y al mismo nivel que Ventura.
Prieto era un hombre grande y afable, de rostro inteligente y calmoso y de ademanes precisos. Ese aspecto de serenidad producía en los delincuentes una sensación extraña. Les hacía bajar la guardia, confiarse y distraerse. El resultado era, casi siempre, una larga condena. Los jueces sabían que los casos presentados por Prieto eran seguros y estaban bien amarrados. Los abogados defensores de los traficantes, antes de aceptar un caso, solían preguntar si los había trincado Prieto. Si la respuesta era afirmativa, subían sus emolumentos.
Prieto le mostraba a Flores fotografías del lugar donde el Primi y el Alí habían escondido la droga.
—No es mucha. Doscientos cincuenta gramos de cocaína y veinticuatro papelinas de heroína. Unos cincuenta gramos —estaba diciendo Prieto—. Es lógico, Flores, no son grandes traficantes, son camellos tirados, revendedores. Pero lo importante no es eso, el análisis lo tendré mañana, pero te diré que para mí es la misma que le trincasteis a Prada. Muy pura, un ochenta y cinco por ciento de pureza. Y la tenían sin cortar. Esto quiere decir que la acababan de recibir. No les había dado tiempo a prepararla para su distribución.
Flores tiró las fotos sobre la mesa. A través del espejo veía al Primi y al Alí, esposados, sentados en sillas en el cuarto de detenidos. El Primi se mordía los labios y tiritaba de frío, moviéndose sin cesar.
—Le está entrando el mono —dijo Flores—. ¿Cuándo crees que saldrán a la calle?
Prieto le sonrió.
—Intentaré retenerlos hasta que llegue el abogado. La casa no estaba a su nombre. No podemos acusarlos de tráfico.
—Primi nos hizo frente con una pistola, Prieto. Y, además, atacaron a Carmela.
—Carmela no llevaba placa policial, ni pistola.
Flores se quedó rígido.
—No lo sabía —contestó con voz suave.
—Sé indulgente con ella. Se había puesto ropa demasiado estrecha. No tenía dónde guardarla. —Le palmeó la espalda—. No ha sido cosa mía que os quiten el caso, Flores. Créeme.
—Lo sé.
—Pero no te he llamado para decirte esto. He conseguido información sobre Prada que quizá te interese.
—¿A pesar de que ya no voy a seguir en el caso?
—A pesar de eso. —Prieto caminó hacia su mesa, abrió uno de los cajones y cogió un dossier. Lo abrió y le entregó un papel a Flores. Era el estado de la cuenta bancaria de Prada.
—¿Cómo lo has conseguido?
—De uno de los empleados del banco, un alto empleado. Lo cogieron mis hombres con medio kilo de hachís. No se lo pasamos al juez y a cambio nos hace algunos favores. Me llevé una sorpresa cuando supe que la empresa de Prada tenía cuentas en ese banco. —Señaló el papel que aún sujetaba Flores—. Ahí está el resultado.
—Prada está arruinado. Es increíble.
—Dos suspensiones de pagos en el último año.
—Prada no compra droga, sino que la vende.
—Exacto. Ahí tenemos un motivo importante para sus frecuentes viajes al extranjero y para su amistad con el Primi y el Alí.
—El problema es saber quién se la proporciona a Prada —dijo Flores—. ¿Crees que puede estar en una red de traficantes y distribuidores de droga?
—Es muy probable.
Flores dejó el papel sobre la mesa del despacho y se quedó mirando fijamente a Prieto.
—¿Por qué me cuentas todo esto? No voy a encargarme del caso.
—Nosotros estamos desbordados de trabajo. Dejaré pasar un par de días y le diré a Poveda que te lo vuelva a dar a ti. Te debo un favor.
—No me debes nada —contestó Flores.
—No es altruismo. Si es verdad lo que pensamos, estamos frente a algo gordo. Creo que esa heroína se trae directamente de Irán. Y no la trae un culero. Probablemente se trata de una red muy importante en la que Prada es solamente una pieza insignificante. Necesito tu ayuda y la de tu grupo. Ahora, lo único que nos falta es conseguir algo sólido que ofrecer a Poveda.
La puerta del despacho se abrió de golpe. Un hombre con la cara húmeda por el sudor entró en el despacho y caminó hacia el centro del cuarto.
—¡Saque ahora mismo a mis clientes, comisario! —gritó el sujeto—. ¡Usted sabe que no tiene nada contra ellos!
—Calma, abogado —dijo Prieto.
—Estoy calmado —contestó—. Muy calmado. —Miró el reloj—. ¿Cuándo va a sacarlos? ¿O quizá prefiere que ponga una denuncia por detención ilegal? Usted sabe tan bien como yo que la heroína que se encontró en esa casa no pertenece a mis clientes. En esa casa entra mucha gente.
—Por supuesto. Además, estoy convencido de que sus clientes odian la droga. El que tengan antecedentes por tráfico de estupefacientes no demuestra nada.
El abogado miró primero a Prieto y después a Flores, intentando detectar la ironía. Pero Prieto hablaba con gran seriedad.
—Están a su disposición, cuando usted quiera —añadió Prieto.
—¿No van a prestar declaración?
—No hace falta. Irán al juzgado y lo harán allí. Ellos mismos lo han pedido.
Un policía joven, con barbas, se asomó al despacho. Llevaba pantalones vaqueros raídos y un jersey de mezclilla barato. El policía se apoyó en la puerta.
—Sácalos, Fernando —dijo Prieto—. Se marcharán con su abogado en conducción al juzgado.
El abogado sonrió de oreja a oreja. Fernando, el policía de barbas, desapareció, y poco después volvió a entrar con el Primi y el Alí esposados. El Primi echaba saliva por la boca y tenía convulsiones. El abogado se acercó a ellos.
—Estáis libres —les dijo—. Iremos al juzgado y después a casa. ¿Te encuentras bien?
El Primi, incapaz de hablar, asintió moviendo la cabeza. Los dientes le castañeteaban.
—Vámonos ya, venga —dijo el Alí.
—Adiós —dijo Prieto—. Buena suerte.
Los dos detenidos se quedaron mirándolo sin saber qué hacer. El policía de barbas los empujó hacia la puerta.
—Venga, andando.
El abogado se paró frente a Prieto. Sus ojillos lo recorrieron de arriba abajo.
—No sé cuál es su juego, comisario. Pero esta vez le ha salido mal.
—No hay ningún juego, abogado. Sus clientes están libres. No hay ningún cargo contra ellos.
—No sabe encajar una derrota, ¿verdad?
—Buenos días —dijo Prieto—. Usted lo pase bien.
El abogado soltó una carcajada y se fue. A Flores le dio la impresión de que se deslizaba por el aire.
No lejos de allí, Carmela caminaba por el sótano hacia el laboratorio de balística. Iba a recoger las pruebas efectuadas sobre una pistola Beretta con el número de serie limado, encontrada en una cloaca de la calle Capitán Haya. Había habido una serie de robos a armerías en Valencia, Barcelona y Bilbao, y se iba a comprobar si pertenecía a los lotes robados.
Carmela iba pensando que como el Grupo Especial no tenía un campo muy definido de actuación le tocaban todos los casos raros o de difícil clasificación. Trabajaban con drogas, asesinatos, delincuencia internacional, mafias, estafas, etcétera. Además de servir de apoyo para los otros grupos de la Brigada Central.
Lo de aquella pistola, por ejemplo, podía convertirse en la clásica aguja en un pajar. Con los informes de balística y de identificaciones —por si quedaban restos de huellas dactilares, cosa dudosa pero posible—, tendrían que empezar a comprobar todos los casos de robo y asesinato de los últimos años en los que no se hubiese encontrado el arma. Como ella era la encargada de información en el grupo, la tarea recaería sobre sus espaldas, y ya iba pensando en las largas y tediosas horas que le aguardaban con el ordenador.
A ella lo que le gustaba eran los servicios en la calle, como el que acababa de hacer con el Primi y el Alí, aunque hubiese salido mal. Aquello era mucho más emocionante y se salía de la rutina de tal manera que Carmela lo anhelaba.
El público suele tener una idea errónea sobre el trabajo policial. Un policía corriente se pasa más tiempo recabando información, estudiándola, interrogando, buscando y escribiendo informes que disparando a delincuentes o dando patadas a las puertas. Carmela conocía a compañeros que nunca habían disparado. Se suponía que los miembros de la Brigada Central, al igual que cualquier otro policía de la escala llamada ejecutiva, eran policías de investigación y no de acción. Sólo los Grupos Antiatraco, Antiterrorista y los de algunas comisarías muy conflictivas tenían una vida agitada, intensa y más cercana a lo que el público ve en el cine y en la televisión.
Por cada caso calificado de bonito por los propios policías, entraban en el grupo diez asuntos rutinarios, pesados y sin ningún aliciente.
Ensimismada en sus pensamientos, Carmela no vio a Joaquín hasta que lo tuvo encima. Había aparecido apoyado en la puerta del laboratorio de balística y le sonreía con la mejor de sus sonrisas. Parecía que no había pasado nada. Abrió los brazos.
—¡Tranquila, no voy a hacerte nada!
—¿Qué es lo que quieres ahora, Joaquín?
—Nada, absolutamente nada. Lo nuestro se ha acabado, muy bien, terminó, finito… Fue bueno mientras duró, como suele decirse, ¿no?
—Muy bien.
Carmela fue a pasar al laboratorio, pero Joaquín se lo impidió, sin dejar de sonreír.
—Y ahora ¿qué te pasa, Joaquín?
—No hay ninguna razón para que no podamos ser amigos, ¿no? ¿Podemos ser amigos, Carmela?
Carmela emitió un largo y sonoro suspiro.
—Muy bien, somos amigos. De acuerdo.
—Esta noche nos despediremos, ¿eh? La última vez. Será como el canto del cisne. Iremos a cenar a Horcher, ya he reservado mesa.
—No.
—Vamos, Carmela, como amigos. La última vez. Cenaremos y nos despediremos el uno del otro. Venga, iré a recogerte a las nueve a tu casa.
—Eres un coñazo, Joaquín. ¿Lo sabías? Te estás poniendo demasiado pesado. Me estás cargando.
—No te comprendo. No te estoy pidiendo que nos acostemos juntos. Te estoy pidiendo que cenemos juntos en recuerdo de lo que fuimos.
—¿Y qué fuimos? ¿Quieres decírmelo?
—Eres muy importante para mí, Carmela. Y tú lo sabes. Estoy dispuesto a pedirle el divorcio a mi mujer. Tú sabes que no la quiero, que te quiero a ti.
—Estás en medio del pasillo, Joaquín, en la puerta del laboratorio. ¿No te importa que se enteren? Tú, que eres tan cuidadoso con tu reputación.
—No, no me importa. Tengo muchas cosas que decirte, Carmela. Muchas.
—Ya me las has dicho todas. Pero parece que yo a ti no. Así que escúchame con atención, porque no te lo voy a repetir más. Me das asco, Joaquín, asco, y también me doy asco a mí misma por haberme dejado engatusar por ti. No quiero volver a verte más. Nunca. ¿Está claro?
Carmela abrió la puerta del laboratorio. Joaquín la agarró del brazo y ella se soltó con vehemencia.
—Es por el gitano, ¿verdad? Es por él, ¿no es cierto? Estás liada con el gitano, zorra.
Carmela entró en el laboratorio cerrando la puerta con fuerza.
—Zorra —murmuró Joaquín.
Flores paseó la mirada por la sala del grupo.
—¿Dónde está Pacheco? —le preguntó a Lucas.
—No lo he visto subir —contestó éste.
—¿Alguien ha visto a Pacheco?
Muriel levantó la vista del informe que escribía con dificultad. Era gallego y sólo hablaba cuando le preguntaban. Años atrás había desmantelado la red de contrabando más importante de Galicia, que tenía ramificaciones en Portugal, Holanda y los puertos del Báltico. Lo hizo prácticamente solo, en silencio y mientras realizaba su trabajo en la sección del Documento Nacional de Identidad de la comisaría de Villagarcía de Arosa. Hizo un diagrama completo con los nombres de la organización de contrabandistas y sus conexiones, sus cuentas bancarias, métodos para blanquear dinero, empresas tapadera, puntos de la costa donde desembarcaban y cómplices.
Cuando el informe de Muriel llegó a las autoridades de Madrid, después de sufrir dilaciones sin cuento e intentos de desprestigio por parte de algunos compañeros, se quedaron helados. Les costó trabajo admitir que todo aquello se debía a una sola persona. Al cabo de dos meses de largas discusiones, se creó un Grupo de Represión del Contrabando, formado por guardias civiles escogidos, inspectores de policía y miembros del Servicio de Vigilancia Costera. A Muriel lo nombraron coordinador de ese grupo, y en diecinueve días cayó la red de contrabandistas más importante de la Europa occidental.
Las felicitaciones llegaron desde París, Alemania, Italia y Holanda, y el Ministerio del Interior español no se atrevió a declarar que todo aquello se debía a un solo hombre, solitario y silencioso, que trabajaba en las oficinas del Documento Nacional de Identidad. Le dieron una medalla y le ofrecieron varios destinos, entre ellos el de la oficina de la Interpol en París. Muriel escogió la Brigada Central.
—Se ha marchado —dijo Muriel—. Lo he visto marcharse hará casi una hora.
—¿Adónde?
Muriel se encogió de hombros.
—No lo sé, pero se ha llevado el «K».
—¡Me cago en la leche! —grito Flores—. ¿Cómo que ha cogido el «K»?
Carmela levantó la vista del ordenador. Estaba empezando a cotejar las características de la Beretta encontrada en la alcantarilla.
—¿Quieres que lo llame?
—Sí. —Flores fue tajante. Se dirigió a Muriel—: Y llama también a su casa.
—Tú crees que… —Muriel no terminó la frase.
—Yo no creo nada —espetó Flores—. Pero llevaba una cogorza como un piano. —Se pasó la mano por la barbilla—. Yo sé cómo son las cogorzas de Pacheco.
Carmela se dio la vuelta en su sillón, tenía el transmisor en la mano.
—Creo que ha desconectado la radio —dijo—. No puedo localizarlo.
—Tampoco está en su casa —manifestó Muriel.