En el vestíbulo de entrada al edificio de la Brigada Central había dos ascensores. Sin que nadie lo hubiese especificado, uno de ellos era utilizado exclusivamente por los jefes y el otro, por los simples policías, uniformados o de la escala ejecutiva, llamados los «chapas».
Al inspector Solana, apodado Robert Redford, le gustaban los pantalones entallados, las chaquetas que parecían inglesas y no complicarse la vida. Estaba ante el ascensor en compañía de Loren, que se comía un bocadillo, y de Rosi, la secretaria de Poveda. Rosi tenía aspecto de haber sido una niña gorda y haber adelgazado deprisa y de forma desigual. Llevaba una melenita a lo paje teñida de rubio y estaba avergonzada del tamaño de sus caderas.
Alrededor de ellos pululaban los hombres y mujeres de los otros grupos de la brigada. Algunas veces, Solana pensaba que por las mañanas aquello tenía cierta semejanza con un colegio.
La denuncia de torturas y malos tratos efectuada por Prada había corrido ya por la brigada entre las secretarias y los auxiliares y, como es corriente entre policías, nadie decía una sola palabra del tema. Hablaban de la próxima revisión de sueldos, que, según se rumoreaba, iba a ir al Parlamento en breve.
—Veinte papeles de subida lineal —decía Solana—. Veinticinco para los inspectores jefes, y treinta y cinco para los comisarios.
—Ya, y unas negras para que nos abaniquen —contestó Loren.
El ascensor de los comisarios se abrió y salieron Carmela y el comisario Joaquín Vidal, jefe de la oficina de la Interpol, un sujeto pequeño, bien trajeado y que disimulaba su calva con habilidad. Carmela se había cambiado la ropa de la noche anterior y parecía preocupada.
Solana la sujetó del codo.
—¿Quién es la tía más buena de esta brigada?
Carmela hizo un gesto de fastidio, pero sin enfadarse.
—Estás loco, Robert Redford, tío, te lo juro —contestó ella.
Solana procuró no mirar a Joaquín, que se había detenido al lado de Carmela, aguardando.
—¿Es verdad que anoche te intentaron violar?
—De eso nada, ¿quién coño te ha contado eso?
Se dirigió a la calle, seguida por el comisario. Solana la llamó.
—¡Eh, que tenemos una reunión ahora, Carmelita!
—¡Cinco minutos! —contestó ella—. ¡Vuelvo enseguida!
Rosi la siguió con la mirada. Dijo:
—Qué guapa es, ¿verdad?
Solana le pellizcó la mejilla.
—¡Tú sí que eres lo más guapo de la brigada, madre!
—¡Estate quieto, Robert Redford!
Llegó el ascensor y Loren engulló lo que le quedaba de bocadillo. Sentía la cabeza como de corcho. No había dormido nada aquella noche, con la mierda de la historia del Primi y el Alí.
El sargento Muñoz, de retén en la puerta, subió los escalones del primer piso a la carrera. Alcanzó al muchacho en el vestíbulo, donde se encontraban los despachos de los distintos grupos. Ya no estaba para esos trotes. Jadeaba y estaba furioso.
—¡Un momento! ¿Quién es usted? ¡No puede entrar así! ¡A ver, documentación!
El muchacho aparentaba diecisiete años y vestía como si trabajase en una boutique de Adolfo Domínguez. Se dio la vuelta y se le encaró. Eso era algo a lo que el sargento Muñoz no estaba acostumbrado. Las cosas habían cambiado mucho y demasiado deprisa para él.
—¿Y a usted qué le importa?
—¿Cómo que qué me importa?
La mano del sargento Muñoz tenía el tamaño de una pala de ping-pong y siempre estaba caliente. Se la puso en el hombro y el muchacho se dobló de dolor.
—¡Papá! —gritó el chico.
El sargento se volvió. Caminando por el vestíbulo venían el comisario jefe de la brigada, Poveda, acompañado por el subjefe, el comisario Ventura. El chico se soltó de su mano y corrió hacía Ventura.
El comisario Ventura vestía siempre de gris y gastaba un fino bigotito desde que cumplió veinte años. Al comisario Ventura lo que menos le gustaba en el mundo eran los problemas. Y aquel día se presentaba lleno de ellos.
—¡Papá!
Los dos hombres se detuvieron. El chico agarró a Ventura del brazo.
—¡Papá, tengo que hablar contigo!
—Ahora no puedo, hijo.
—¡Tiene que ser ahora, papá! ¡Es muy urgente!
—Escúchame, Juanjo…, tengo algo muy importante que hacer ahora, ¿por qué no me lo has dicho en casa?
—No quería que se enterara mamá.
—Después hablamos. Espérame en mi despacho.
Los dos hombres continuaron su camino hacia la puerta en la que ponía: «Grupo Especial». Ventura vio al sargento Muñoz con una cara de infinito cabreo y se preguntó por qué precisamente aquel día todo el mundo parecía furioso.
Marchena era un hombre recio y fuerte, solitario y de pocas palabras. No tenía amigos en ningún sitio ni parecía partidario de tenerlos. Cuando Poveda y Ventura entraron en la sala del grupo, dijo:
—Luego tengo que hablar contigo, Ventura.
—De acuerdo —contestó éste, y pensó: «Vaya, otro con problemas».
Excepto Carmela, estaba el grupo en pleno: Marchena, Loren, Lucas, Pacheco, Muriel y Solana. Los seis policías aparentaban no saber nada de la intempestiva presencia a aquellas horas de los dos jefes de la brigada. Unos hablaban por teléfono, otros consultaban papeles y Muriel y Lucas charlaban de pie, tomando café en vasitos de cartón.
Poveda se detuvo ante Loren, que parecía dormido. Le dio unos golpecitos en el hombro. Loren se sobresaltó. Poveda pareció escupir las palabras:
—El pendiente.
Loren se llevó la mano a la oreja y comprobó que se le había olvidado quitárselo. Esbozó una sonrisa y se lo desprendió. Poveda siguió su camino. Flores salió de su pequeño despacho acristalado y, como por ensalmo, cesaron todos los ruidos. Poveda se plantó ante Flores. Su rostro estaba encendido, con esa cólera fría y destructiva que tan bien conocían todos.
—Te felicito, Flores, habéis puesto a la policía por los suelos. —Giró la cabeza a izquierda y derecha—. ¿Quién ha sido?
Flores no dijo nada.
—¿Quién ha sacudido a Prada?
—Yo asumo cualquier responsabilidad —dijo Flores.
Pacheco se puso en pie lentamente. Tenía el rostro cuadrado y sin afeitar. Apoyó los puños sobre la mesa. Poveda se volvió. Pacheco parecía tranquilo. Dijo con voz suave:
—No ha sido Manuel, he sido yo. Yo le he dado el guantazo a Prada.
Pareció que Poveda iba a estallar. El silencio se mascaba.
—¿Tú, Pacheco, tú?
—Sí, yo… Ese desgraciado se me puso chulo y le tuve que dar un guantazo.
Flores intervino.
—Llevábamos una semana sin dormir, Poveda.
El comisario Poveda dio unos pasos en dirección a Pacheco, pero se dirigió a todos. Gritó:
—¡No es la primera vez que este animal se lía a guantazos con un detenido, pero va a ser la última! ¿Me oís todos? ¡En mi brigada no se tortura a nadie!
—¡Un momento, Poveda! —Flores empezó a enfadarse—. ¡Una cosa son torturas y otra muy distinta soltarle a alguien un guantazo cuando se lleva una semana sin dormir! ¡No confundamos las torturas con perder los estribos!
—¡Pues aquí nadie pierde los estribos! ¡Se supone que estáis en un grupo de élite y no en una partida de matones! ¿Me explico con claridad? ¡Y el que no quiera enterarse que me lo diga, que lo pongo a rellenar expedientes, coño!
—Aquí hay dos versiones, Poveda. Una es la de Prada y su abogado y otra es la nuestra. El problema consiste en saber con cuál te quedas tú.
Poveda se giró, tenía las venas del cuello como varillas de paraguas. Ventura intervino:
—Calma, por favor… Ése no es el problema. Por supuesto que nosotros apoyamos a nuestra brigada, no se trata de eso. Lo que ocurre es que el asunto ha transcendido a la prensa y a la televisión. Prada ha sido embajador y forma parte del grupo de diplomáticos de la oposición.
—Para mí no es más que un drogadicto y un traficante hijo de puta. Yo no entiendo de política —dijo Pacheco.
Poveda lo señaló con el dedo.
—Luego vienes a mi despacho.
—Por favor, vamos a tranquilizarnos todos. El problema ahora es intentar acabar con esa imagen que ha dado Prada de que nosotros actuamos con brutalidad, de que no somos democráticos. Vamos a dar a la prensa un comunicado con nuestra versión de los hechos. ¿De acuerdo? —Ventura se acercó a Flores—. Por favor, Manuel, cuéntanos cómo ocurrió todo. El comunicado tiene que salir esta misma mañana.
—Está en el informe —dijo Flores—. El informe relata lo que ocurrió, no hay necesidad de falsear nada, Ventura.
—¿Ah, sí? ¡Pues yo en el informe no he leído nada acerca de ningún guantazo, y yo sé leer! —dijo Poveda.
—No lo comuniqué —dijo Pacheco—. No me pareció importante.
—¿Que no te pareció importante? ¿Qué es lo que a ti te parece importante entonces, Pacheco?
—Cuéntanos cómo ocurrió. —Ventura se dirigió a Pacheco—. Vamos a ver qué ponemos. ¿Qué pasó en ese jodido interrogatorio?
En la cafetería Géminis no había nadie excepto el sargento Muñoz, que le comentaba al camarero lo descarada y grosera que está hoy día la juventud. El camarero asentía mientras limpiaba unos vasos. En la puerta, Carmela intentaba marcharse sin conseguirlo. Joaquín se lo impedía, colocándose delante.
—No seas pesado, Joaquín. Te he dicho que tenemos una reunión ahora, Poveda va a venir al grupo. ¿Cómo quieres que te lo diga?
—Pero ¿no sabes lo que es un destino en Bruselas?, Carmela Escúchame. Me van a nombrar jefe de Seguridad de nuestros diputados en la Comunidad y tengo que crear mi propio grupo. Tú tienes que venir conmigo. —Joaquín bajó la voz—, sólo con las dietas triplicarías el sueldo.
—Vuelve con tu mujercita, Joaquín. Lo nuestro se acabó, te lo he dicho ya setenta veces.
Carmela intentó salir de la cafetería.
—Estás liada con el gitano, ¿verdad? Es eso, ¿eh Te has liado con el gitano?
Carmela le dio un tirón y le apartó el brazo.
—¡Vete a la mierda, imbécil!
En la sala del Grupo Especial, Ventura había terminado de leer el comunicado.
—¿Estáis de acuerdo?
Nadie dijo nada. Ventura continuó:
—Esto será lo que enviaremos a la prensa, poco más o menos. Y ahora quiero avisaros de otra cosa. Nada de hablar con periodistas, nada de entrevistas ni declaraciones. Y mucho ojo, no queremos que se filtre esto. ¿De acuerdo? Remitios siempre a este comunicado.
Alguien llamó a la puerta con golpes tímidos.
—¡Adelante! —gritó Flores.
Se asomó Rosi. Llevaba una minifalda de cuero negro y botas y sonrió con timidez.
—¿Qué ocurre, Rosi? —le preguntó Poveda.
—Nada, señor comisario, pero lo llaman con urgencia del gabinete del señor ministro. ¿Quiere que le pase aquí la llamada?
—No —respondió Poveda y se volvió a Flores—: Escúchame bien lo que te voy a decir, Flores, olvídate de este caso. Se acabó Prada, el Primi y el Alí y todas esas zarandajas.
—Aún no sabemos cómo consigue Prada la droga.
—¡Me da igual, Flores! Ahora el caso es de Estupefacientes. Te olvidas de él, como si Prada no hubiese existido nunca.
Carmela entró en la sala del grupo como una tromba, empujando a Rosi, que se tambaleó.
—Perdón, me he entretenido un poco.
Las miradas del comisario Poveda eran famosas. La que le lanzó a Carmela podría haber pasado a la posteridad.
Poveda y Ventura caminaron hacia la puerta. Rosi se apartó para que pasaran. Poveda le habló en voz baja, pero se enteró todo el mundo.
—No vuelvas a venir con esas minifaldas. Vas enseñándolo todo.